Y después de estos discursos imaginarios, el viajero, en su fantasía, cavaba la tierra sin descanso, ya con la azada, con una llave o con sus manos, a fin de desenterrar a aquel desgraciado. Por fin lo lograba, y con el pelo y el rostro sucios de tierra se caía de pronto. Entonces, al tocar el suelo se sobresaltaba y, despertando, bajaba la ventanilla para sentir en su mejilla la realidad de la bruma y de la lluvia.
Pero aun entonces, con los ojos abiertos y fijos en el movedizo rastro de luz que en el camino iba dejando el farol del vehículo, veía cómo las sombras del exterior tenían el mismo aspecto que las del interior del coche. Veía nuevamente la casa de banca en Temple Bar, los negocios realizados en el día anterior, las cámaras en que se guardaban los valores, el mensajero que le mandaron. Y entre todas aquellas sombras surgía la cara espectral y se acercaba a él de nuevo.
—¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?
—Casi dieciocho años.
—Supongo que querrás vivir.
—No lo sé.
Y cavaba, cavaba, cavaba, hasta que el impaciente movimiento de uno de los pasajeros le indicó que cerrara la ventanilla. Entonces, con el brazo pasado por la correa se fijó en las formas de aquellos dos dormidos, hasta que su mente perdió la facultad de fijarse en ellos y de nuevo fantaseó acerca del Banco y de la tumba.
—¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?
—Casi dieciocho años.
—¿Habías perdido la esperanza de ser desenterrado?
—Hace mucho tiempo.
Las palabras estaban aún en su oído, tan claras como las más claras que oyera en su vida, cuando el cansado viajero se despertó a la realidad del día, y vio que se habían alejado ya las sombras de la noche.
Bajó la ventanilla y miró al exterior, al sol naciente. Había un surco y un arado abandonado la noche anterior al desuncir los caballos; más allá vio un bosquecillo, en el cual había aún muchas hojas amarillentas y rojizas. Y aunque la tierra estaba húmeda y fría, el cielo era claro, el sol nacía brillante, plácido y hermoso.
—¡Dieciocho años! —exclamó el pasajero mirando al sol—. ¡Dios mío! ¡Estar enterrado en vida durante dieciocho años!.
Capítulo IV
La preparación
C
uando la diligencia hubo llegado felizmente a Dover, a media mañana, el mayordomo del Hotel del Rey Jorge abrió la portezuela del coche, como tenía por costumbre. Lo hizo con la mayor ceremonia, porque un viaje en diligencia desde Londres, en invierno, era una hazaña digna de loa para el que la emprendiera.
Pero en aquellos momentos no había más que un solo viajero a quien felicitar, porque los dos restantes se habían apeado en sus respectivos destinos. El interior de la diligencia, con su paja húmeda y sucia, su olor desagradable y su obscuridad, parecía más bien una perrera de gran tamaño. Y el señor Lorry, el pasajero, sacudiéndose la paja que llenaba su traje, su sombrero y sus botas llenas de barro, parecía más bien un perro de gran tamaño.
—¿Habrá mañana barco para Calais, mayordomo?
—Sí, señor, si continúa el buen tiempo y no arrecia el viento. La marca sube a las dos de la tarde. ¿Quiere cama el señor?
—No pienso acostarme hasta la noche, pero deseo una habitación y un barbero.
—¿Y el almuerzo a continuación, señor? Perfectamente. Por aquí, señor. ¡La Concordia para este caballero! ¡El equipaje de este caballero y agua caliente a la Concordia! ¡Que vayan a quitar las botas del caballero a la Concordia! Allí encontrará el señor un buen fuego. ¡Que vaya en seguida un barbero a la Concordia!
El dormitorio llamado «La Concordia» se destinaba habitualmente al viajero de la diligencia y ofrecía la particularidad de que, al entrar, siempre parecía el mismo personaje, pues todos iban envueltos de pies a cabeza de igual manera; en cambio, a la salida era incontable la variedad de los personajes que se veían. Por consiguiente otro criado, dos mozos, varias muchachas y la dueña se habían estacionado al paso, del viajero, entre la Concordia y el café, cuando apareció un caballero de unos sesenta años, vestido con un traje pardo en excelente uso y luciendo unos puños cuadrados, muy grandes y enormes carteras sobre los bolsillos, y que se dirigía a almorzar.
Aquella mañana el café no tenía otro ocupante que el caballero vestido de color pardo. Se le puso la mesa junto al fuego; al sentarse quedó iluminado por el resplandor de las llamas y se quedó tan inmóvil como si quisiera que le hiciesen un retrato.
Se quedó mirando tranquilamente a su alrededor, en tanto que resonaba en su bolsillo un enorme reloj. Tenía las piernas bien formadas y parecía envanecerse de ello, porque las medias se ajustaban perfectamente a ellas y eran de excelente punto. En cuanto a los zapatos y a las hebillas, aunque de forma corriente, eran de buena calidad. Ajustada a la cabeza llevaba una peluca rizada, que, más que de pelo, parecía de seda o de cristal hilado. Su camisa, aunque no tan buena como las medias, era tan blanca como la cresta de las olas que rompían en la cercana playa. El rostro, habitualmente tranquilo, y apacible, se animaba con un par de brillantes ojos, que sin duda dieron mucho que hacer a su propietario en años juveniles para contenerlos y darles la expresión serena y tranquila propia de los que pertenecían a la Banca Tellson. Tenía sano color en las mejillas, y su rostro, aunque reservado, expresaba cierta ansiedad.
Y como los que se sientan ante el pintor para que les haga el retrato, el señor Lorry acabó por dormirse. Le despertó la llegada del almuerzo y dijo al criado que le servía:
—Deseo que preparen habitación para una señorita que llegará hoy. Preguntará por el señor Jarvis Lorry, o, tal vez, solamente por un caballero del Banco Tellson. Cuando llegue, haced el favor de avisarme.
—Perfectamente, señor. ¿Del Banco Tellson, de Londres, señor?
—Sí.
—Muy bien, señor. Tenemos el honor de alojar a los caballeros del Banco Tellson en sus viajes de ida y vuelta de Londres a París. Se viaja mucho, en el Banco Tellson, señor.
—Sí. Somos una casa francesa y también inglesa.
—Es verdad. Pero vos, señor, no viajáis mucho.
—En estos últimos años, no. Han pasado ya quince años desde que estuve en Francia por última vez.
—¿De veras? Entonces no estaba yo aquí todavía. El Hotel estaba en otras manos entonces.
—Así lo creo.
—En cambio, me atrevería a apostar que una casa como el Banco Tellson ha venido prosperando, no ya desde hace quince años sino, tal vez, desde hace cincuenta.
—Podríais decir ciento cincuenta sin alejaros de la verdad.
—¿De veras?
Y abriendo a la vez la boca y los ojos, al retirarse de la mesa, el criado se quedó contemplando al huésped mientras comía y bebía.
Cuando el señor Lorry hubo terminado su almuerzo, se dirigió a la playa para dar un paseo. La pequeña e irregular ciudad de Dover quedaba oculta de la playa y parecía esconder su cabeza en los acantilados calizos, como avestruz marina. La playa parecía un desierto lleno de piedras y escollos en que la mar hacía lo que le venía en gana, y lo que le venía en gana era destruir, pues rugía y bramaba por doquier. Algunas personas, muy pocas, estaban entregadas a la pesca en la playa, pero en cambio, por las noches, eran numerosos los que frecuentaban aquel lugar, mirando con ansiedad al mar, especialmente cuando subía la marca. Y algunos comerciantes, que apenas realizaban operaciones, ganaban, de pronto, enormes fortunas, y lo más notable era que nadie, en la vecindad, podía soportar siquiera a un farolero.
A medida que avanzaba la tarde y empezaban las sombras, se cubría el cielo de nubes y las ideas del señor Lorry parecían obscurecerse también. Cuando ya fue de noche y se sentó nuevamente ante el fuego, en espera de la cena, su imaginación cavaba, cavaba sin cesar, mientras, distraídamente, miraba los carbones encendidos.
Una botella de clarete a la hora de la cena no perjudica ningún cavador, y cuando ya el señor Lorry se disponía beber el último vaso, resonó en el exterior un ruido de ruedas que avanzaba por la calle para entrar, por fin, en el patio de la casa.
—Debe de ser la señorita —se dijo dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios.
Pocos minutos después, llegó el camarero a anunciarle que la señorita Manette acababa de llegar de Londres y que, con el mayor gusto, vería al caballero de la casa Tellson.
El caballero se bebió el vaso de vino, y después de ajustarse la peluca siguió al camarero, a la habitación de la señorita Manette. Esta era sombría y tétrica, pues sus paredes estaban tapizadas de color muy obscuro, tono que también tenían los muebles.
Las tinieblas de la estancia eran tan densas que, al principio, el señor Lorry no creyó que allí estuviera la señorita a quien debía ver, hasta que la divisó ante él, junto al fuego y débilmente alumbrada por dos velas. La joven parecía no tener más de diecisiete años, tenía el rostro muy lindo, los cabellos dorados, unos hermosos ojos azules y la frente despejada e inteligente. Y cuando el caballero fijó sus ojos en ella, pareció recordar a la niñita a quien llevara en sus brazos muchos años antes, en un viaje a través de aquel mismo Canal. Pero la imagen mental que acudiera a su memoria se desvaneció en seguida y el caballero se inclinó ante la señorita.
—Tened la bondad de sentaros, caballero —exclamó ella con voz armoniosa y de ligero acento extranjero.
—Os beso la mano, señorita —exclamó el señor Lorry haciendo nueva reverencia y sentándose en el lugar que le indicaran.
—Ayer, caballero, recibí una carta del Banco, informándome de que se había sabido… o descubierto…
—La palabra es lo de menos, señorita.
—Algo acerca de los escasos bienes que dejó mi padre… al que nunca conocí… ¡Hace tantos años que murió!…
El señor Lorry se revolvió inquieto en la silla.
—Y que hace necesario mi viaje a París, donde había de ponerme en relación con un caballero del Banco, enviado allí con este objeto.
—Soy yo mismo.
La joven le hizo una reverencia y el caballero se inclinó a su vez.
—Contesté al Banco, caballero, que si se consideraba necesario mi viaje a Francia, toda vez que soy huérfana y no tengo quien me acompañe, por lo menos, deseaba estar bajo la protección de este caballero. Según supe, él había salido ya de Londres, pero creo que le mandaron un mensajero para rogarle que me esperase.
—Me considero feliz de haber sido honrado con el encargo y más me complacerá llevarlo a cabo.
—Os doy las gracias, caballero —contestó la joven—. Os estoy muy agradecida. Me anunciaron en el Banco que el caballero me explicaría todos los detalles del asunto y que debo prepararme para oír noticias sorprendentes. Desde luego he hecho todo lo posible para prepararme y os aseguro que siento deseos de saber de qué se trata.
—Naturalmente —contestó el señor Lorry—. Yo…
Después de ligera pausa añadió, ajustándose mejor la peluca:
—Es muy difícil empezar.
Y se quedó silencioso en tanto que la joven arrugaba la frente.
—¿No nos habremos visto antes, caballero? —preguntó la joven.
—¿Lo creéis así? —exclamó sonriendo el señor Lorry.
Ella permaneció silenciosa, sin contestar y el caballero añadió:
—En vuestra patria de adopción, señorita, supongo que desearéis que os trate como si fueseis inglesa.
—Como gustéis, caballero.
—Señorita Manette, yo soy hombre de negocios y con respecto a vos he de llevar a cabo un negocio. Cuando oigáis de mis labios lo que voy a decir, tened la bondad de no ver en mi otra cosa que una máquina que habla, porque, en realidad, no seré otra cosa. Con vuestro permiso, pues, voy a referiros ahora, señorita, la historia de uno de nuestros clientes.
—¿Una historia?
—Sí, señorita, de uno de nuestros clientes. En nuestros negocios bancarios llamamos clientes a todas nuestras relaciones. Se trataba de un caballero francés; un hombre de ciencia, de grandes dotes intelectuales. Un doctor.
—¿De Beauvais?
—Sí, señorita, precisamente de Beauvais. Como el doctor Manette, vuestro padre, este caballero era de Beauvais. Y, también como el señor Manette, vuestro padre, el caballero en cuestión era muy conocido en París. Tuve el honor de conocerlo allí.
Nuestras relaciones eran puramente comerciales, aunque de carácter confidencial. En aquel tiempo estaba yo en nuestra casa francesa, y de ello hace… ¡oh, por lo menos, veinte años!
—¿En aquel tiempo? ¿Puedo preguntar qué tiempo era?
—Hablo, señorita, de veinte años atrás. Se casó con una dama inglesa… y yo era uno de sus fideicomisarios. Sus asuntos, como los de muchos otros caballeros franceses, estaban por completo en manos del Banco Tellson. De la misma manera soy y he sido fideicomisario de veintenas de nuestros clientes. Estas son relaciones de negocios, señorita; no hay en ellas amistad alguna, interés particular, ni nada que se parezca a sentimiento. En el curso de mi vida comercial, he pasado de uno a otro, de la misma manera como durante el día paso de un cliente a otro; en una palabra, no tengo sentimientos. Soy una máquina y nada más. Y continuando mi relación…
—Pero, caballero, me estáis refiriendo la historia de mi padre, y ahora se me ocurre que cuando murió mi madre, que solamente sobrevivió a mi padre dos años, vos fuisteis quien me llevó a Inglaterra. Estoy casi segura de ello.