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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (23 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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Capítulo XX

Una súplica

C
uando regresaron los recién casados de su viaje, la primera persona que acudió a felicitarles fue Sydney Carton. No parecía haber mejorado de traje, de ademanes ni de aspecto, pero se advertía en él cierta expresión de fidelidad que llamó la atención de Carlos Darnay.

Sydney aprovechó la primera oportunidad para hablar a solas con Carlos, y en cuanto lo hubo llevado al hueco de una ventana le dijo:

—Señor Darnay, tengo los mayores deseos de que seamos amigos.

—Me parece que lo somos ya contestó Darnay.

—Sois lo bastante amable para contestarme así, pero no deseo oír de vuestros labios palabras de pura fórmula. Lo que deseo es lograr vuestra amistad sincera y verdadera.

—Casi no os comprendo —le contestó Carlos sonriendo.

—Es difícil darme a entender —dijo Sydney—, pero voy a intentarlo. ¿Os acordáis de cierta ocasión en que yo estaba más borracho que de costumbre?

—Recuerdo una ocasión en que me obligasteis a confesar que habíais bebido algo más de la cuenta.

—También yo me acuerdo. Pues bien, en aquella ocasión estuve insufrible acerca de si me erais simpático o no. Quisiera rogaros que olvidarais todo aquello.

—Hace tiempo que lo olvidé.

—¡Vuelta a las amabilidades de pura fórmula! Yo no me olvido con esa facilidad, y una respuesta ligera como la que acabáis de darme no ha de contribuir a que olvide.

—Os ruego que me perdonéis si mi respuesta os pareció ligera —contestó Carlos Darnay— Creo que es una cuestión que no vale la pena, aunque a vos parece importaros mucho. Os repito, a fe de caballero, que hace mucho tiempo que había olvidado tal cosa, lo cual no tiene gran mérito, porque aquel día me prestasteis un favor inmenso.

—En cuanto a ese favor inmenso —replicó Carton— debo confesaros que lo hice tan sólo para lucirme profesionalmente, pero nada me importaba lo que pudiera ser de vos.

—Hacéis ligera mi obligación —dijo Darnay—, pero no vamos a disputar acerca de vuestra respuesta ligera.

—Es la verdad, señor Darnay. Os lo aseguro. Pero me he desviado de mi propósito. Hablaba de mi deseo de que seamos amigos. Ya me conocéis; sabéis que soy incapaz de cualquiera cosa noble y elevada, y si lo dudáis preguntad a Stryver.

—Siempre he preferido formar mis opiniones por mí mismo.

—Perfectamente. Ya sabéis que soy un perro vicioso que jamás ha hecho bien alguno ni lo hará.

—No estoy muy seguro de que «no lo haréis».

—Os lo aseguro. Pero vamos al asunto. Si podéis soportar a una persona tan indigna como yo y permitís que venga a vuestra casa de vez en cuando, para entrar y salir cuando me convenga y que se me considere sencillamente como un mueble o algo por el estilo, me consideraré feliz. Puedo añadir que no abusaré de vuestro permiso y estoy seguro de que no os molestaré cuatro veces por año, aunque me gustaría saber que abuso.

—Probadlo.

—Es un modo de decirme que me concedéis lo que pido. Muchas gracias, Darnay. ¿Me permitís que use de ese permiso?

—Desde ahora estáis autorizado.

Se estrecharon las manos y Sydney se alejó de Darnay.

Un minuto después era, exteriormente, tan insubstancial como siempre.

Cuando estuvo Carlos Darnay habló al doctor, al señor Lorry y a la señorita Pross, de su conversación con Sydney, al que calificó de indiferente y de atolondrado y aunque no se refirió a él con amargura ni con dureza, expresó el sentir de cada uno acerca de aquel hombre. Desde luego Darnay no tenía idea de que Sydney pudiera existir en la mente de su joven y bella esposa, pero cuando se reunió con ella en sus habitaciones particulares, la encontró, en apariencia, preocupada.

—¿Qué tienes? —le preguntó Darnay, rodeándole el talle con su brazo—. ¿Estás preocupada?

—Sí, querido Carlos —contestó la joven—. Tengo algo que decirte.

—¿Qué es ello?

—¿Quieres prometerme no preguntarme si te ruego que no lo hagas?

—Te lo prometo.

—Creo, Carlos, que el pobre señor Sydney Carton merece más consideración y respeto del que has expresado esta noche.

—¿De veras, querida mía? ¿Por qué?.

—Te ruego que no me lo preguntes, pero te aseguro que es así como te digo.

—Si lo sabes ya es bastante. ¿Qué quieres que haga, vida mía?

—Te ruego que seas siempre generoso, con él y que disculpes sus faltas cuando no esté con nosotros. Te ruego que creas que posee un corazón que pocas veces se revela y que está cubierto de profundas heridas. Créeme, querido mío, que lo he visto sangrando.

—Me duele —contestó Carlos asombrado— haberle tratado mal. Pero nunca me figuré eso de él.

—Pues así es. Temo que no hay esperanza de que pueda corregirse, pero estoy segura de que es capaz de hacer cosas nobles, buenas y hasta magnánimas.

Estaba tan hermosa en la pureza de su fe en aquel hombre perdido, que su marido no se habría cansado de contemplarla.

—Y además, amor mío —añadió reclinando su hermosa cabeza en el pecho de su marido—, piensa en cuánta es nuestra felicidad y cuán desgraciado es él en su miseria.

Esta súplica llegó al corazón de Carlos, que exclamó:

—Siempre me acordaré de eso, amor mío. Lo tendré presente mientras viva.

Se inclinó sobre la dorada cabeza, besó los labios rosados de su esposa y la estrechó entre sus brazos. Y si un paseante nocturno, que recorría entonces las obscuras calles, pudiera haber sido testigo de aquella inocente súplica, o viera las lágrimas de conmiseración que besaba su marido en los suaves y azules ojos tan amantes, habría exclamado —y tales palabras no saldrían por vez primera de sus labios:

—¡Dios la bendiga por su dulce compasión!.

Capítulo XXI

Pasos que repite el eco

E
l rincón de la calle en que vivía el doctor era maravilloso por los ecos que repetía. Mientras se ocupaba activamente en retorcer el hilo de oro que unía a su marido, a su padre, a sí misma y a su antigua ama y compañera, en una vida dichosa y tranquila, Lucía estaba sentada en el sonoro rincón escuchando el eco de los pasos del tiempo.

Al principio, a pesar de ser una esposa feliz, muchas veces se le caía la labor del regazo y se nublaban sus ojos. Porque algo llegaba a sus oídos con los ecos, algo ligero y muy lejano, apenas audible, que estremecía su corazón. Eran esperanzas y dudas, dudas de permanecer en la tierra, de gozar de aquella nueva delicia. Entre los ecos oía, a veces, el ruido de pasos sobre su temprana tumba y pensaba en el esposo que se quedaría desolado y que tanto la lloraría. Y estas ideas hacían que el llanto acudiese a sus ojos y se echaba a llorar.

Pasó aquel tiempo y en su regazo descansaba la pequeña Lucía. Luego entre los ecos se oían los pasos de sus piececitos y el rumor de sus balbuceos infantiles. Y Lucía siempre ocupada en retorcer el hilo de oro que los reunía a todos, en los ecos de los años oía solamente sonidos amistosos. El paso de su marido era fuerte y próspero; el de su padre firme e igual y el de la señorita Pross despertaba los ecos como un indómito corcel que sufre el castigo de la fusta y que relincha y patea.

Y hasta cuando se oían ruidos tristes, no eran crueles ni despiadados. Cuando una cabellera dorada, como la suya propia, descansaba en una almohada, en torno del rostro pálido de un niño que con radiante sonrisa dijo: «Querido papá y querida mamá, mucho siento tener que dejaros a vosotros y a mi hermanita; pero me llaman y he de marcharme», no fueron lágrimas de agonía las que mojaron las mejillas de la madre cuando de entre sus brazos huyó el alma que le había sido confiada. Con el rumor de las alas de un ángel se confundieron otros que no eran por completo terrestres, pues contenían un aliento celestial. Suspiros de los vientos que soplaban sobre una pequeña tumba llegaban a oídos de Lucía, en tanto que su hijita estudiaba con seriedad cómica las lecciones de la mañana o vestía una muñeca charloteando en la lengua de las dos ciudades que se habían combinado en su vida.

Raras veces repetían los ecos los pasos reales de Sydney Carton. A lo sumo seis veces al año iba a ejercitar su derecho de llegar a la casa sin ser invitado y sentarse entre ellos en la velada. Nunca llegó allí cargado de vino.

En cuanto al señor Stryver, se franqueaba el paso a través de las leyes, como poderosa nave de vapor que cruza por las turbias aguas y arrastraba a su amigo en su camino como aquélla arrastra un bote por la estela que va dejando.

Stryver era rico; se había casado con una hermosa viuda que tenía extensas propiedades y tres hijos, que no tenían de particular otra cosa que las púas aceradas que cubrían sus cabezas a guisa de cabello.

Esos tres personajes echaron a andar ante Stryver, que exudaba la más ofensiva protección por todos sus poros, en dirección a la casita de Soho, donde fueron ofrecidos al esposo de Lucía como discípulos, en tanto que Stryver decía con la mayor delicadeza:

—Aquí os traigo tres pedazos de pan con queso para aumentar el almuerzo matrimonial, Darnay.

La cortés negativa a aceptarlos irritó sobremanera al señor Stryver, quien, en adelante, contribuyó a la educación de aquellos caballeritos, poniéndoles en guardia contra el orgullo de los mendigos como aquel profesor. También tenía la costumbre de referir a su esposa, cuando estaba cargado de vino, las artimañas de que se valió la señora Darnay para «pescarle» y de las habilidades de que tuvo que valerse para no ser «pescado». Algunos de sus compañeros de profesión le excusaban diciendo que lo había referido tantas veces que acabó por creerlo. Estos eran, entre otros, los ecos que Lucía escuchaba, a veces pensativa y otras divertida, hasta que su hija tuvo seis años. Inútil es decir cuán cerca de su corazón resonaban los ecos de los pasos de su hija, de su padre y de su marido.

Pero había otros ecos distintos que rugían amenazadores. En el sexto cumpleaños de Lucía empezaron a ser espantosos, como si se desencadenara una gran tempestad en Francia y los mares se alborotaran.

Una noche, a mediados de julio de mil setecientos ochenta y nueve, el señor Lorry llegó algo tarde, desde el Banco Tellson, y se sentó al lado de Lucía y de su marido, junto a la obscura ventana. Hacía mucho calor, la noche era pesada y todos recordaron la de aquel domingo en que vieran relampaguear desde el mismo sitio.

—Empiezo a creer —dijo el señor Lorry echándose la peluca hacia atrás— que pronto tendré que pasar la noche en el Banco. Tenemos tanto que hacer que no sabemos siquiera por dónde empezar. Parece que en París cunde la intranquilidad y que todo el mundo se apresura a testimoniar su confianza en nosotros. Nuestros clientes parece que no vean el momento de confiarnos su fortuna. Positivamente, entre muchos de ellos reina la manía de mandar dinero a Inglaterra.

—Esto es un mal síntoma —dijo Darnay.

—Es cierto, aunque no conocernos la causa. La gente apenas raciocina.

—Sin embargo, ya sabéis cuán cargado y amenazador está el cielo.

—Lo sé. Naturalmente —dijo el señor Lorry tratando de convencerse a sí mismo de que estaba de mal humor—, pero deseo pelearme con alguien después de trabajar tanto. ¿Dónde está Manette?

—Aquí —dijo el doctor entrando.

—Me complace que estéis en casa, porque las prisas y los presentimientos de todo el día me han puesto nervioso sin motivo. ¿Vais a salir?

—No, pero voy a jugar al chaquete con vos, si queréis —contestó el doctor.

—No tengo ganas esta noche. ¿Está el té dispuesto, Lucía? No puedo verlo con tan poca luz.

—Se os ha guardado.

—Gracias, querida. ¿Está dormida la niña?

—Profundamente.

—Así me gusta, que todos estén en casa y en buena salud. Estoy preocupado, a causa del mucho trabajo del día. Ya no soy joven.

Mientras aquellos amigos estaban sentados en la casa de Soho, resonaban en París y en el barrio de San Antonio ruido de pies alocados y peligrosos que penetran a la fuerza en la vida de cualquiera y que son difíciles de limpiar si alguna vez se tiñen de rojo.

Aquella mañana San Antonio se vio invadido por una masa de gente miserable que iba de una parte a otra, sobre cuyas cabezas ondulantes brillaba, a veces, la luz al reflejarse en los sables y las bayonetas. Tremendo rugido surgía de la garganta de San Antonio, y se agitaba en el aire un verdadero bosque de armas desnudas, como ramas de árboles sacudidas por el viento invernal; todos los dedos oprimían con fuerza un arma o cualquier cosa que sirviera de tal.

Nadie habría podido decir quién se las daba ni de dónde procedían; pero en breve se distribuyeron mosquetes, cartuchos, pólvora y balas, barras de hierro y de madera, cuchillos, hachas, picas y toda arma que se pudiera encontrar o imaginar. Y los que no tenían otra cosa se dedicaban con ensangrentadas manos a sacar de las paredes las piedras y los ladrillos. Todos los corazones, en San Antonio, latían con el apresuramiento de la fiebre, y todo ser que tenía vida estaba dispuesta a sacrificarla.

Así como un remolino de agua hirviente tiene su vorágine, así aquel remolino humano tenía su centro en la taberna de Defarge, y cada una de las gotas humanas que había en el monstruoso caldero mostraba tendencia a dirigirse hacia el punto en que se hallaba Defarge, sucio de sudor y de pólvora, que daba órdenes, entregaba armas, hacía avanzar a unos y retroceder a otros, desarmaba a uno para armar a otro y trabajaba como un endemoniado en lo más espeso de aquella confusión.

—¡Ponte cerca de mí, Jaime Tres! —gritó Defarge—; y vosotros, Jaime Uno y Jaime Dos, separaos o poneos a la cabeza de tantos patriotas como os sea posible. ¿Dónde está mi mujer?

—¡Aquí! —le gritó su esposa siempre tranquila aunque sin estar entregada a su labor de calceta. La decidida mano derecha de aquella mujer tenía asida un hacha y en su cintura llevaba una pistola y un cuchillo.

—¿Adónde vas, mujer?

—Ahora contigo —le contestó ella—. Luego ya me verás a la cabeza de las mujeres.

—¡Ven, pues! —exclamó Defarge con fuerte voz—. ¡Ya estamos listos, patriotas y amigos! ¡A la Bastilla!

Con un rugido como si, al oír la detestada palabra, resonaran todas las voces de Francia, se levantó aquel mar viviente, y sus numerosas oleadas se extendieron por parte de la ciudad. Se oían campanadas de alarma, redoblar de tambores y aquel mar alborotado empezó el ataque.

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