Hijos de un rey godo (34 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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Baddo retornó a la fortaleza, escoltada por Nícer y por su madre, que iba saltando a su lado. Pensó una vez más en Recaredo. Temía que algo pudiese haberle ocurrido, Lesso le había confiado en el camino de vuelta que los godos habían venido a Ongar con una misión de paz que ya habían cumplido. Después la había amonestado diciéndole que con sus locuras les había puesto en peligro a los tres, y que ahora los godos estarían perdidos en la montaña.

A medianoche, Baddo escuchó ruidos en el castro. Habían entrado muchos hombres en la fortaleza; gritaban algo como que los godos les atacaban. La hermana de Nícer se cubrió con una capa y salió al patio, adivinando lo que se iba a encontrar.

En el centro del patio de armas localizó a Hermenegildo y a Recaredo atados a unos postes. Nícer se estaba informando de lo ocurrido. Baddo se culpabilizó de la detención de los godos. ¡Cómo podía haber sido tan tonta huyendo con él! Recaredo, que mantenía baja la cabeza, en aquel momento la levantó y divisó a Baddo. Ella se acercó aprovechando que todo el mundo estaba pendiente de lo que contaban los que habían atrapado a los godos. Le hizo un gesto que ella entendió, Recaredo le pedía que fuese a buscar a Mailoc.

Baddo pensó que no podía abandonar la fortaleza, no podía jugársela de nuevo con su hermano Nícer. Sólo imaginar un nuevo encierro en el cenobio le revolvía el estómago. Buscó a Munia y le pidió que fuese rápidamente al monasterio, le contase al abad que habían detenido a los godos y que lo trajese. Munia se apresuró a cumplir el encargo, al ver la expresión de angustia de su amiga.

Nícer comenzó a interrogar a los prisioneros.

—¿Quiénes sois?

Hermenegildo contestó:

—Somos hombres de la meseta… Hombres del sur.

—¿A qué habéis venido a Ongar?

—A cumplir una promesa que hicimos a nuestra madre en su lecho de muerte.

—¿Sabéis que la entrada en Ongar a alguien que no haya autorizado el senado cántabro está penada con la muerte?

—Lo sabemos.

—¿Quién os ha guiado hasta aquí?

—Nadie, hemos entrado solos.

Entonces se escuchó la voz de Lesso, que apareció en las sombras de la noche.

—Yo los he guiado hasta aquí y deberías tener más cuidado, mi señor Nícer, al hablar con tus hermanos…

—¿Hermanos…?

—Esos hombres son hijos, al igual que tú, de Jana, la primera esposa de tu padre Aster.

—¿Tú quién eres?

Entre el público que les rodeaba, se dejó oír otra voz; era la de Fusco.

—Se llama Lesso, fue escudero y amigo de tu padre. Se perdió en el sur y después volvió con noticias de tu madre. Él formó parte de la expedición que iba a buscar a tu madre y a la copa, una copa sagrada. Él quizás ha sido el último que pudo ver con vida a tu padre.

—¿Cómo sé que no es un traidor? ¿Cómo sé que no fue él quien entregó a mi padre a los godos?

Se escucharon murmullos en la gran explanada de Ongar. Después todos se giraron, un carro penetró en la plaza; en él venía Mailoc. Al abad de Ongar le acompañaban Munia y algunos otros monjes.

—¡Paso al abad de la cueva…!

Ante el ruido, el interrogatorio se detuvo.

—¡Nícer! Estos hombres no son enemigos. —Le dijo Mailoc.

—Han violado todas las leyes de nuestro pueblo, han entrado sin ser convocados y sin salvoconducto. Han puesto en peligro la seguridad de Ongar.

—Estos hombres son tus hermanos, hijos de tu madre… Y sí, han sido llamados, han sido llamados…

—¿Por quién?

—Por Aster, príncipe de los albiones, que encargó a tu madre la devolución de la copa sagrada.

De nuevo se escuchó un murmullo que salía de la gente que abarrotaba ya la explanada.

—¿Cómo sé que eso que dices es verdad?

—Porque tengo la copa sagrada, la que devolverá su verdadero ser a los hombres de las montañas…

Entonces Mailoc, que estaba sentado en el carromato, se puso de pie y levantó la copa, la maravillosa copa de oro con incrustaciones de ámbar y ónice. La visión de la copa calmó los ánimos.

Se produjo un momento de silencio expectante.

Cuando todos callaban, se escuchó un grito.

Era Uma.

La loca corría hacia donde Hermenegildo estaba de pie, amarrado a un poste. Se abrazó a sus rodillas y continuó gritando un quejido de alegría y asombro. En un principio no se entendía lo que la loca estaba diciendo, pero como las palabras eran siempre las mismas, acabaron por entender al fin lo que exclamaba:

—¡Aster! ¡Príncipe de los albiones! ¡Has vuelto!

Repetía estas frases una y otra vez con la misma cadencia. Poco a poco todos fueron mirando a Hermenegildo; allí estaban todos los amigos de Aster y los hombres de su propia familia. En un principio, él miraba hacia abajo a la loca cogida a sus rodillas; pero tras un rato, moviendo su cabello oscuro hacia atrás, dirigió su mirada a los circundantes.

Ante todo el pueblo de Ongar, apareció Aster redivivo, bastante más joven y con unos ojos claros de un azul intenso rodeados por pestañas oscuras. La misma boca pequeña, interrogadora, la misma nariz y la estructura de la cara. La misma estatura.

Baddo pudo ver a su padre reaparecido como por un milagro.

Al ver la reacción de los de Ongar, Lesso se emocionó más que ninguno. Tantos años al lado de Hermenegildo y de su madre, sospechando lo que ahora era evidente. Fusco se le acercó por detrás, poniéndole el brazo sobre el hombro. Ambos se miraron y sonrieron, entendiéndose con la mirada. Para ellos dos, más que para ninguno, la aparición de aquel otro hijo de Aster era un consuelo, un premio y una alegría muy grande. Nadie dijo nada, pero todos entendieron.

La actitud de Nícer fue distinta, quería cumplir con lo establecido y aquella reaparición de su padre en la figura de Hermenegildo pareció no afectarle.

—El caso ha de ser llevado ante el senado cántabro. Estos dos hombres son prisioneros, y tú —dijo dirigiéndose a Lesso— serás también arrestado, no se puede introducir a enemigos en las tierras de Ongar.

Lesso bajó la cabeza, demasiado cansado para responder.

Entonces, con su voz de adolescente, Baddo gritó:

—¡Han traído la copa! ¿Cómo puedes ser tan injusto?

—¡Cumplo la ley de Ongar! —respondió, y después, en voz más baja, la amenazó—. Una palabra más y te encierro en el cenobio de por vida…

Ante tal advertencia, ella guardó silencio.

Se llevaron a Lesso, Hermenegildo y Recaredo a un cobertizo que hacía las veces de prisión, anejo a la fortaleza. Había sido un antiguo establo. Les ataron las manos y ellos se tumbaron sobre la paja sucia del albergue de animales.

Ulge condujo a Baddo, casi a empujones, dentro de la casa, la antigua fortaleza de los príncipes de Ongar, donde la joven intentó en vano conciliar el sueño.

Durante la noche se corrió por todo Ongar y por las montañas la noticia de que la copa había regresado a las tierras cántabras. A través de hogueras y fumarolas se emplazó al senado de los pueblos cántabros.

Despierta, Baddo vio los fuegos que convocaban a todos los hombres con capacidad de juicio y decisión en Ongar. Aquellas señales de algún modo le indicaban que su mundo iba a cambiar.

Las estrellas de invierno, de un cielo helado, cubrían su cabeza. Baddo pensó en Recaredo, recordó su cara de ojos claros y pestañas rubias; un rostro en el que no había labrado aún arrugas el sufrimiento, el rostro de un niño grande que la amaba, y que la atravesaba con la fuerza de su deseo. ¿Cómo era posible amar así, sin casi conocerse? Y, sin embargo, Baddo se daba cuenta de que aquel amor era real, muy a pesar suyo, lo era. El día anterior, Baddo y Recaredo se hubieran ido juntos al fin del mundo, porque sólo existía el momento presente. Todo era una locura. Cuando en la cabaña del leñador les hicieron volver atrás, a la realidad, un sueño murió. Eran niños que comenzaban a vivir, experimentando el delirio de la adolescencia.

Baddo pensó también en Hermenegildo, en su sorprendente parecido con su padre, Aster; adivinó que Hermengildo era tan hijo del hada como Nícer porque ambos tenían el mismo padre.

Las fogatas en las torres de la cordillera se calmaron. Todo quedó en silencio. El nerviosismo y la ebullición cesó en Ongar y en el resto de los pueblos de las montañas. Las estrellas fueron describiendo su curso en los cielos y entonces Baddo, como una comadreja, se deslizó atravesando un patio y otro del castillo. Salió de la fortaleza por un establo aún abierto, la rodeó y se dirigió al cobertizo.

En la puerta de la prisión de los godos, dos soldados montaban guardia, pero por la parte de atrás aquel viejo establo dejaba huecos en las maderas que permitían vislumbrar débilmente el interior. Se divisaban tres bultos grandes: el más pequeño acurrucado lejos de la pared intentando dormir, era Lesso; el segundo, un hombre alto que paseaba de un lado a otro nerviosamente, Hermenegildo; por último, muy cercano adonde estaba Baddo y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y los codos apoyados en los muslos, se situaba Recaredo.

Desde el exterior, Baddo se acercó a la pared de tablas carcomidas donde se apoyaba Recaredo y le llamó.

Él se volvió y, sorprendido, preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo —le susurró—, Baddo.

Hermenegildo se dio cuenta de su presencia y dejó de dar paseos, acercándose a la pared:

—Mañana os juzgarán. Han enviado mensajeros a todos los poblados de las montañas de Vindión.

—Escucha, Baddo, hemos venido en son de paz a cumplir la promesa que nuestra madre hizo al príncipe de estas montañas. No es posible que nos maten por eso.

Baddo continuó en voz muy baja.

—Habéis incumplido la ley de Ongar. Está penado con la muerte cruzar los valles de Ongar sin permiso. Además, mi hermano está en vuestra contra. No sé por qué; quizá quiera hacer valer su autoridad, que algunos han cuestionado últimamente. Mailoc os defenderá, lo sé. Pero aquí el único que realmente tenía fuerza para aunar el valle era mi padre. Él murió. Tu hermano godo parece la reencarnación de mi padre.

—¿Yo…?—dijo Hermenegildo, sorprendido.

—Todos nos dimos cuenta esta noche. Aún ahora me parece que entre las sombras está mi padre. Si no fuese por tus ojos claros y tu acento del sur, creería que eres Aster. Habla tú, di que es Aster quien te envía a devolver la copa, quizás así les calmarás.

—¿Por qué nos dices todo esto? —le preguntó Hermenegildo.

—Fue mi culpa que os detuviesen. Si Lesso no hubiera tenido que llevarme de vuelta al poblado estaríais libres.

Entonces intervino Recaredo:

—Fui yo quien quiso llevarte con nosotros, aún ahora te llevaría con nosotros adonde tú quisieses.

Recaredo introdujo los dedos entre las maderas tratando de rozarla.

—¡Estáis locos! —Se escuchó la voz de Hermenegildo que, de pie, detrás de su hermano les contemplaba.

—¡Ayúdanos a huir! —le pidió Recaredo.

Fue entonces Lesso, despierto por completo ya de su duermevela, quien habló:

—No podemos huir, los valles de Vindión están protegidos por todas partes. No, la única solución es someternos al juicio, y rezar al Dios de Aster que nos ampare y proteja. Baddo tiene razón, hemos cumplido una misión que Aster nos confió, deberían respetarnos por ello.

Escucharon pasos en el exterior, los soldados habían percibido algo extraño y se acercaban rápidamente; Baddo se separó del cobertizo y huyó. Al entrar en los corredores del castillo se encontró a su madre, que vagaba en la noche sin rumbo fijo. Canturreaba contenta. Desde la partida de Aster, Urna nunca había estado así. De pronto, al verla tan fuera de sí, tan vulnerable y sencilla, Baddo se enterneció y la besó.

—¿Qué cantas, madre…?

Ella la abrazó también y recitó algo así como: «Mi amado ha vuelto, nunca más se irá, yo soy para mi amado y él es para mí, Asler está aquí.» Baddo sonrió diciendo:

—No es Aster.

—Lo es —dijo claramente— y, si no es él, es su hijo.

Los locos y los niños dicen las verdades. Ella por loca y Baddo por niña habían adivinado el secreto.

Baddo la condujo hasta su lecho, tapándola con cariño. Después la besó en la frente, inmediatamente ella se quedó dormida como un niño pequeño; Baddo se acurrucó a su lado en el lecho, notando la cercanía de su calor.

Baddo y Recaredo

Tambores y trompas resonaron por los valles de Ongar, despertando a Baddo de sus sueños, en los que galopaba, libre, lejos de allí. Su madre ya no estaba en el lecho, la había arropado cuidadosamente y se había ido a una de esas caminatas interminables que constituían su vida.

A Baddo le vino a la cabeza todo lo ocurrido el día anterior. Hoy sería el juicio. Se levantó, se lavó la cara y con un pequeño peine de madera se atusó el cabello. Rápidamente se dirigió al convento de Mailoc; se culpabilizaba de la detención de los godos, quería hablar con el abad, quien la consoló.

Después del mediodía, las gentes se agolparon en la explanada frente a la acrópolis de Ongar. En el centro se había dispuesto un patíbulo, un estrado elevado con un tronco de árbol cortado en medio y un hacha de grandes dimensiones, el verdugo estaba allí. Baddo se estremeció al verlo. Procuró centrar su atención en los que iban llegando. Hombres de los pueblos de la costa, algunos orgenomescos, el pueblo que había habitado Amaya, antiguos pésicos, restos de albiones. Incluso gentes provenientes de los luggones, que por primera vez en mucho tiempo habían arribado a Ongar al llegarles noticias de que la copa sagrada había retornado.

No eran demasiados, pero eran los restos de los últimos pueblos astures y cántabros. En un pasado reciente, la gran mayoría de los castros habían sido destruidos y aniquilados tras las campañas godas. Los montañeses se agrupaban en torno a algunas familias. Las antiguas gentilidades desaparecían por la presión visigoda, que había conquistado lentamente la costa, la parte más occidental de los montes de Vindión, y después los pueblos transmontanos. Restaban algunos vestigios celtas en la costa más oriental de las tierras cántabras y en los picos porque nadie se atrevía a introducirse hasta allí, a la zona más profunda de los bosques de Vindión.

Mailoc, el anciano abad de Ongar, se acomodó a la derecha del estrado rodeado de sus monjes. Nícer se situó en la presidencia, más alto que los demás, cerca del patíbulo.

Baddo, resguardada entre las gentes, con Ulge y su madre al lado, seguía atentamente lo que allí se iba diciendo.

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