—Son órdenes de mi padre, no puedo desobedecerlas. Debo llevar quinientos hombres fuertes conmigo.
—Despoblaréis las tierras… Sólo podré levar trescientos, y eso a riesgo de conseguir una revuelta.
—Iré con vos, les prometeré botín de guerra y nos seguirán.
—¡Ya veremos…! —masculló Braulio.
Hermenegildo no dijo nada ante la reticencia de Braulio, pero pensó que aquéllas eran órdenes de su padre y debía cumplirlas. No quería enfrentarse al escarnio de Leovigildo si no llevaba a buen fin el encargo que le había realizado. Su padre le golpeaba a menudo con una indiferencia gélida o con la ironía y el sarcasmo. Aquello le había ocurrido desde niño. Recordaba cuántas veces le había esperado fuera de la ciudad más allá del puente junto al Guadiana, y cómo su padre había pasado de largo junto a él, o saludado únicamente a Recaredo; sin embargo, Hermenegildo no sentía rivalidad frente a su hermano, lo quería demasiado como para estar celoso de él.
Por la tarde, Hermenegildo revisó la casa, los graneros, las cocinas, las cuadras, la armería. Cada rincón le traía recuerdos de la infancia, de los años transcurridos allí con Recaredo y su madre. La melancolía comenzó a hacer mella en su espíritu y él, hombre práctico al fin, decidió rechazarla. Estaba cansado tras los días de camino, cenó pronto y decidió acostarse. Antes de hacerlo, se asomó a la balconada. Los últimos rayos del sol tocaban levemente el río, el agua fluía rápidamente bajo los arcos del puente; el puente más largo que nunca se hubiera construido en el mundo conocido. Le gustaba aquel lugar, ya de niño se refugiaba allí, y veía pasar los bajeles bizantinos, las naves griegas, las galeras romanas y barcos godos de negras velas. Él pensaba que un día dominaría el mundo, que todo estaría a sus pies, y ahora aquel sueño se iba a convertir en realidad.
Su padre ostentaba ya la dignidad real; Recaredo y él le sucederían. ¿No corrían rumores de que Leovigildo los iba a asociar al trono? Reinaría al lado de su hermano, quizá partirían en dos el reino y los dos gobernarían en paz. No se imaginaba el mundo sin Recaredo: no, los dos eran más que hermanos. Y eran jóvenes, todo un futuro prometedor se les abría por delante. ¿No había vencido él al enemigo de su padre? ¿No lo había traído a Toledo preso como un trofeo de guerra? Cuando Leovigildo lo vio con el cántabro se mostró complacido y Hermenegildo percibió por primera vez cómo el rey se enorgullecía de ser su padre.
Vinieron a su mente las palabras de Lesso, sobre un hermano en el norte y el caudillo cántabro ya ejecutado; se sintió turbado. Quizá Lesso se había hecho mayor y desvariaba. A él, Hermenegildo, hijo del rey godo, le parecía inconcebible que su madre hubiera compartido su lecho con alguien que no fuese Leovigildo. Ella era virtuosa y jamás había dado nada que hablar…, ¿nada…? Bueno, estaba todo el tema de las curaciones y las pócimas; y su trato irregular con la gente del campo.
Quizá su madre le había dado demasiados vuelos a Lesso, quien se permitía hacer algunas afirmaciones poco apropiadas. Tendría que hacer caso a Wallamir; él decía que los godos constituían una raza superior y no debían mezclarse con la chusma hispanorromana; por eso su religión debía ser siempre diferente de la de la población del país y, por eso, para Wallamir era inconcebible que un godo de rancia estirpe contrajese matrimonio con alguien perteneciente a la plebe.
El sueño se iba apoderando de él, se acostó. En su duermevela vio la copa, aquella copa con la que Mássona celebraba. No entendía la petición de su madre, devolver la copa a los pueblos del norte: ¿no era un absurdo? Pero Recaredo y él habían jurado por su honor devolver la copa a los pueblos cántabros, y lo harían porque era su deber. La noche cubrió a Hermenegildo, sus sueños fueron confusos, una copa enorme le engullía, y en ella aparecían los ojos oscuros de aquel misterioso guerrero del norte, aquel al que había amado su madre.
Muy de mañana, antes de que los primeros haces de luz rompiesen la negrura de la noche, Hermenegildo, Lesso y Braulio partieron hacia las afueras de Mérida, a los poblados donde moraban siervos de la casa baltinga; los acompañaban algunos hombres armados. Las callejas de la ciudad aún oscuras se iluminaban tenuemente por antorchas situadas en las esquinas de las casas más pudientes. Al cruzar la muralla, la primera luz de la mañana tiñó el horizonte de un color violáceo y después rosado. Amenazaba un día caluroso en aquellas tierras extremas, pero aún los albores de una primavera tardía ornaban el campo. El trigo verdeaba y sobre él mantas de amapolas rojizas teñían en sangre la tierra. Las murallas de la ciudad quedaron atrás y con ellas la algarabía y el ruido de la urbe. Una brisa suave refrescaba el ambiente en el que unas golondrinas realizaban vuelcos y cabriolas en el cielo sin nubes de la mañana.
Braulio, serio y preocupado, había protestado una vez más por las órdenes de Leovigildo. Bien sabía el príncipe godo que aquel hombre y su padre no simpatizaban. Braulio era un siervo que había pertenecido a la casa real de los baltos durante más de cuatro generaciones, a Alarico, a Amalarico, a su madre y ahora les servía a ellos. El antiguo criado había amado a su madre, quien le había curado de una grave dolencia. Aunque nunca se lo hubiese dicho expresamente, el siervo no confiaba en el rey de los godos, Leovigildo, lo consideraba un advenedizo que se había unido a la casa baltinga para acceder a la corona.
Hermenegildo se dio cuenta de que la espalda del siervo se arqueaba hacia delante, y de que, en su boca, los dientes se contaban ya con los dedos de las manos.
—¿Cómo andas de salud?
—Los años no pasan en balde —dijo Braulio—, además ya no tengo la poción que tu madre solía prepararme. Mezclaba algunas hierbas en un cazo de cobre, ¿lo recuerdas?
—Sí. Después lo dejaba secar y todos los días te servías algo de los residuos que quedaban en el fondo. Creo que recuerdo de qué estaba hecho aquello, muchas veces le ayudé. Cuando volvamos intentaré buscar las hierbas y te lo prepararé.
Braulio se admiró de que retuviese aquello. Hermenegildo, sonriendo, le dijo:
—No he olvidado las enseñanzas de mi madre…
—Espero que sea así, que las recuerdes, y no sólo las pociones. Tu madre era una dama hermosa, buena y discreta. En la ciudad muchos no la olvidan.
—No piensan de ella así la reina Goswintha y otras nobles damas de Toledo.
—¡Mal rayo le parta a Goswintha! ¡Ni me la mientes!
—¿Por qué no te gusta la esposa de mi padre?
—Tengo mis razones…
No hubo forma de sacarle más palabras.
El camino se empinaba ligeramente, a ambos lados encinares; más allá y tras una tapia, un ciprés se elevaba cortando el cielo. Le dieron algo más de marcha a las cabalgaduras, que remontaron la cuesta. La cohorte de soldados los seguía; amo y siervo se situaban por delante, pero a cierta distancia de los demás, para poder hablar tranquilamente. Lesso les seguía detrás, quizá recordaba los años en los que él también fue siervo de la gleba, unido a la tierra de un noble en la Lusitania.
Hacía calor, la luz del sol rebotaba contra las armas de los dos hombres. El cuero de la coraza se calentaba, Hermenegildo notó el sudor cayéndole desde la frente. Mieses sin fin les rodeaban, muy a lo lejos, unos pinares ceñían el horizonte.
Por fin llegaron al villar, unas cuantas casas pequeñas y rectangulares de paredes de adobe y techos de paja. Los niños salieron a recibir a la comitiva de soldados, señalando con gritos alegres las armaduras. Pronto los bordes del camino se llenaron de gentes que veían pasar a los soldados. Varias casas de barro cocido con el techo de paja les mostraron, en su desnudez, la pobreza de sus habitantes.
Braulio tocó su cuerno de caza para reunir a los hombres. Uno a uno fueron llegando los labriegos, se situaron en torno al aljibe en el centro de la plaza. Callaban, alguno que llevaba sombrero se descubrió ante los de la ciudad. Sus caras requemadas por el sol destilaban sudor.
Entonces se oyó la voz de Hermenegildo, clara, fuerte, nítida.
—Hombres del Villar del Rey Godo. Hay guerra en el norte, los cántabros intentan destruir la paz que los valientes godos han logrado sobre la meseta y las tierras del sur. Estáis obligados a defender a vuestro señor. Todo aquel capaz de empuñar un arma que avance un paso al frente.
El corro de hombres no se movió, en sus rostros no había ninguna expresión.
—Conseguiréis botín de guerra y una recompensa por parte de vuestro amo el buen rey Leovigildo.
Uno se adelantó un paso, diciendo:
—¿Y si morimos quién cuidará de nuestras mujeres? ¿Quién sembrará los campos?
—Moriréis por una buena causa… No tenéis elección…
Una mujer salió de las casas y gritó:
—¡No…! ¡No os llevéis a mi marido…!
Braulio bajó de la jaca.
—Todos volverán y volverán con bien. Debéis obedecer las órdenes de vuestro señor.
Se disculparon con algo que no era enteramente cierto:
—Quedamos los mayores y los de corta edad. Si vamos a la guerra, el campo lo sembrarán las mujeres…
—¡Y qué mayor gloria para un hombre sino combatir!
Un hombre fuerte y joven se acercó al caballo de Hermenegildo.
—Señor, os ruego no me obliguéis a partir, mis padres son muy ancianos, y están impedidos, mis hijos son muy pequeños. No quiero dejarlos… Os lo ruego, sed clemente.
Hermenegildo le observó con atención; en su mirada lúcida y clara adivinó el dolor de aquel hombre, la conmiseración llenó su alma.
—Puedes quedarte. Nos llevaremos al jefe del poblado, tú serás el nuevo capataz. —Estas últimas palabras las pronunció en voz baja y después continuó con un tono más alto—. Iremos al norte a conseguir la gloria, volveréis cargados de botín y de riquezas o no volveréis… La vida del hombre es corta y conviene gastarla con honor.
De nuevo Hermenegildo los arengó:
—Un paso al frente los hombres que amen el combate. ¡Los cobardes que se abstengan!
La voz del hijo de Leovigildo se escuchó resonante entre las cabezas de aquellos siervos ligados al campo. Muchas mujeres se encogieron, abrazándose los costados como si el frío las atravesase. En los ojos de algunos jóvenes brilló una luz, la luz de la aventura y la lucha. ¿Qué les esperaba ligados a la tierra? En cambio, en la guerra habría posibilidad de conseguir botín. Los hombres casados y mayores sintieron el temor natural de abandonar a sus familias; si ellos morían, ¿quiénes iban a cuidar de las mujeres y los niños?
Un hombre joven de piel oscura y cabello casi negro, vestido con una corta saya, dio un paso al frente. Se oyó un grito detrás:
—Román, no te vayas… piensa que espero una criatura…, ¿qué será de mí?
—Volveré con dineros y rico… —respondió Román, y en la expresión de su cara se traslucía un ánimo decidido.
Poco a poco fueron reuniendo hombres en la plazoleta central del poblado. Se oían los lloros de las mujeres. La joven mujer de Román desapareció dentro de una de las chozas. Él la vio marchar con pena pero no salió tras ella.
Hermenegildo dispuso a los hombres en una fila de a dos, y salieron del poblado. Detrás se oyeron gritos lastimeros.
Una escena similar se repitió en el siguiente poblado. Braulio comprobó cómo Hermenegildo imponía respeto y era capaz de convencer a las gentes. La leva se organizaba ordenadamente, el discurso de Hermenegildo enfebrecía a los hombres, con la esperanza del combate. Lo que para los siervos era una obligación y en ocasiones se había realizado a la fuerza, Hermenegildo había conseguido que fuese algo menos oneroso. Sin embargo, las mujeres se quedaban llorando.
Al ver las lágrimas de las plebeyas, Hermenegildo recordó a su madre, ella hubiera protegido a los siervos; pero él, Hermenegildo, no era una damisela de la corte. Era noble y godo, de rancia estirpe y no podía entretenerse con tonterías de mujercillas. Conocía bien sus responsabilidades, seguro de sí mismo estiró las riendas y su caballo relinchó suavemente. El penco, al notar la recia mano de su dueño, le obedeció dócilmente. Reemprendieron el camino, atravesaron varios villorrios más, los hombres que acompañaban a Hermenegildo y a los de Emérita eran ya una buena tropa. Soplaba un viento fresco que doblaba las mieses aún verdes haciéndolas ondear.
Lesso observó al joven guerrero que cabalgaba unos palmos delante de sí, palpaba su altivez, su dureza de buen luchador. Pensó que estaría orgulloso de su destino, y que nada podía turbar la seguridad de su ímpetu juvenil. Lesso divisaba delante de sí el casco de Hermenegildo, del que se escapaban algunos cabellos oscuros. De pronto, Hermenegildo torció la cabeza y le miró con un rostro decidido, con una mirada límpida y una expresión autoritaria a la vez que amable; sus finos labios esbozaron una sonrisa. Las narinas se le abrieron y Lesso pensó en él como un joven león dispuesto a devorar alguna presa. ¡Qué distinto a Recaredo! Ambos eran animales de lucha, pero si en el mayor predominaba una fuerza leonina, aguerrida y ágil, el pequeño era un toro, potente y dominador.
Él, Lesso, los quería a los dos, los había educado y les había enseñado a guerrear. Los recordaba aún niños peleándose, pero al mismo tiempo dependientes el uno del otro, inseparables. Ella, la sin nombre, le había dejado una pesada carga: cuidar de los dos cachorros que se convertían, a paso rápido, en animales de guerra.
La senda se hizo más anchurosa, convirtiéndose en calzada. Detrás de ellos venían los siervos, hombres sin armas, y, el último, Braulio, con los bucelarios de la casa baltinga. Al doblar un repecho divisaron las murallas de la ciudad y el puente sobre el río. Hermenegildo ordenó acampar cerca del cauce. Dejando a los hombres de la leva allí, él se dirigió a su casa, dentro de la muralla, para pasar allí la noche.
Los días siguientes Hermenegildo dispuso el entrenamiento de los que iban a constituir las tropas de ataque de la casa real. Dirigía las maniobras con seguridad y eficacia, los hombres respetaban a Hermenegildo que, amable y enérgico a la vez, sabía lo que quería mostrándose justo tanto en sus alabanzas como en sus castigos. Lesso se situaba siempre junto a él. Les enseñó a desfilar militarmente, a usar la espada y el arco. Consiguió hacer de aquellos rústicos gañanes hombres de aspecto militar. A cambio, los alimentaba con abundancia, y muchos de ellos, que nunca habían probado la carne y el buen vino de la tierra, lo hicieron por primera vez.