Hijos de un rey godo (2 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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—No. No lo soy.

—¿Sois un espía?

—Si lo fuera, no lo confesaría… —habla sin inmutarse el godo—. Quiero ver al duque Pedro. Él me reconocerá.

—Ya lo veremos.

Los rústicos lo empujan. Son una partida que ha salido a explorar los pasos de las montañas, celosamente guardados por su duque y señor. Dejan la cordillera atrás y emprenden el camino hacia el sur, cruzando bosques de pinos y robles entre grandes campos de trigo, aún verde. El cielo se cubre de nuevo y comienza a lloviznar, el agua se introduce en las ropas del godo, empapándolas. Los astures no parecen sentir la lluvia. Las plantas del borde del camino toman una tonalidad más viva y el ambiente se colma de la fragancia de la tierra mojada. Swinthila se tranquiliza. El llamado por los cántabros Nícer, duque de Cantabria, señor de la Peña Amaya, guarda con el general godo un cercano parentesco.

Tras varias horas de camino divisan la roca sobre la que se alza el antiguo castro ahora convertido en fortaleza sometida al poder de los godos.

Un camino suavemente ascendente rodea al baluarte que, al fin, abre sus puertas ante ellos. Swinthila recuerda que su padre había luchado en Amaya y que su abuelo la conquistó, no hace tanto tiempo. Atraviesan calles muy estrechas en las que casas de poca altura parecen casi tocarse. Lo conducen a la parte más alta de la fortaleza, la morada del duque Nícer. Allí, a través de un túnel húmedo y oscuro, lo encierran en un calabozo, un lugar lóbrego, lleno de olor a podredumbre, donde por el techo de madera pasean las ratas impunemente. No acude a él el desánimo. Sabe que ha llegado adonde él quería, a encontrarse con Pedro, el ahora poderoso duque de Cantabria. El tiempo transcurre lentamente en aquel lugar, la comida es escasa y el espacio, angosto. Durante días, se mueve de un lado a otro incapaz de permanecer inactivo. En la espera, su mente recorre el pasado, aflorando en su espíritu el odio y el afán de venganza.

Transcurrido un tiempo indefinible, no puede decir si días o semanas, se abren las puertas de las mazmorras, le empujan hacia fuera donde un viento fresco le azota la cara, la llovizna le alivia y lava su piel. Tarda en acostumbrarse a la luz del día. Rodeando el alcázar, alcanzan la entrada principal, custodiada por guardias armados. De nuevo, se introducen en la semipenumbra de corredores de piedra, iluminados por grandes hachones. En la sala de ceremonias, le espera el señor de Amaya.

Pedro, duque de los cántabros, es un hombre de elevada estatura, de cuerpo fuerte que comienza a encorvarse. El pelo encanecido, en algunas zonas conserva el tono amarillo propio del hombre rubio. Los ojos de color claro, traslúcidos, hacen daño cuando se clavan con fuerza en el visitante, pero son amables cuando él quiere. Se sienta en una jamuga de madera labrada y cuero, en un sitial un tanto más elevado que el resto.

Al llegar a la presencia del duque de Cantabria, Swinthila realiza un leve movimiento de inclinación de cabeza.

—¿Quién sois?

—Mi nombre es Swinthila.

El duque le observa atentamente:

—He oído hablar de vos. Sois un renombrado general de los godos. Sé que habéis vencido a los orientales, pero también sé que ahora habéis caído en desgracia y se os ha retirado el mando. Hoy he llegado del frente en el que mis tropas apoyan a los godos contra los roccones. He recibido noticias de que se os busca como traidor.

Swinthila se defiende de esta acusación contestando con tono digno y ofendido:

—Lejos de mí traicionar al legítimo gobierno de las Hispanias, al gran rey Sisebuto. La envidia y la inquina me persiguen. Desde tiempo atrás deseaba hablar con vos… pero los hombres de Sisenando lo han impedido…

Después se detiene unos segundos y con voz firme a la vez que suplicante le dice:

—Mi señor duque Pedro, tenéis la llave de mi destino en vuestras manos. Debéis ayudarme.

Pedro le escucha sorprendido, aquel hombre, un prisionero, no solicita clemencia, se muestra ante él con dignidad y firmeza como exigiendo el favor. Swinthila prosigue:

—Soy hijo del gran rey Recaredo; el mismo que os nombró duque de Cantabria, en pago a vuestros servicios; pero también porque entre él y vos hay una relación que no todo el mundo conoce…

Swinthila se detiene, pero después prosigue con voz enfática:

—Vos sois medio hermano de mi padre.

Nícer tarda un tiempo en asimilar lo que ha dicho el godo:

—¿Sois hijo de Recaredo?

—Sí. Lo soy. Yo y mi hermano Gelia fuimos salvados en los tiempos de la persecución a nuestra familia. En los años en los que el usurpador Witerico barrió del trono a la noble familia baltinga.

El duque interrumpe sus palabras, dudando:

—¿Cómo puedo saber que lo que decís es verdad?

—Nadie en sus cabales intentaría engañaros con una historia así. Os juro que mi padre es el difunto rey Recaredo, y mi madre, Baddo, es también vuestra medio hermana. Me debéis ayuda porque soy sangre de vuestra sangre.

El duque de los cántabros escruta detenidamente el rostro del godo, encontrando en él los rasgos de Recaredo, pero más aún los de su abuelo Leovigildo, a quien Pedro, llamado Nícer entre los cántabros, no estima. Mueve la cabeza a un lado y a otro, después habla en un tono bajo, casi para sí.

—Pensé que ninguno de los otros hijos de Recaredo y Baddo habría sobrevivido… —susurra, y después prosigue en voz baja—. Que sólo Liuva vivía.

—¿Vive…? ¿Sabéis dónde está mi hermano Liuva? —pregunta Swinthila con impaciencia.

—Liuva, el hombre al que sus enemigos cortaron la mano y cegaron, está a mi cuidado, bajo mi protección.

—Es a él a quien busco. No he desertado del ejército visigodo; simplemente he venido al norte desde la corte de Toledo, a buscar a aquel en quien se cebaron todas las desgracias… A mi hermano Liuva —exclama, mientras piensa para sí: «El que conoce todos los secretos.»

Swinthila se ha detenido al hablar porque no quiere revelar cuáles son los secretos que le interesan, tras una breve vacilación continúa.

—Me hicieron saber que el depuesto rey Liuva, mi hermano, vivía escondido en estas montañas, en el santuario de Ongar. Allí me dirigía cuando vuestros hombres me detuvieron. Necesito verle.

Nícer sonríe suavemente, sus ojos claros chispean.

—El viejo, el fiel Liuva está retirado, alejado del mundo. Ahora ya no habita en el santuario de Ongar sino un lugar cercano al cenobio, pero escondido de las conjuras de los godos…

—No lo sabía… Mis noticias eran que se hallaba entre los monjes.

—Sí, al principio estuvo en Ongar, pero la insania del rey Witerico, su verdugo, le persiguió hasta allí, por eso le ocultamos en otro lugar.

—Quisiera verle… Es mi hermano. Me dirigía hacia él, pero unos hombres me atacaron, sé que eran los hombres de Sisenando.

—Sisenando es ahora el general godo que dirige las tropas del norte… ¿Por qué iba a atacaros a vos, el hijo del noble Recaredo?

Swinthila le contesta con una cierta ironía, a la par que se defiende, diciendo:

—¿Por qué iba a hacerlo? Le sobran motivos. ¿No los adivináis? El primero de todos, porque Sisenando es del partido nobiliario, opuesto al de la casa baltinga, a la que Liuva y yo pertenecemos. Después, porque me odia, como odia todo lo que proceda de la casa real de los godos. Por último, porque soy un firme candidato al trono, envidia mi posición en la corte y mi destreza militar… No quiere competidores. Ha propalado que estoy aliado con los roccones y que soy un traidor…

—¿No lo sois? —le pregunta simplemente Nícer, calibrando la respuesta del otro.

Swinthila se muestra aún más ofendido.

—No. Yo protejo mis intereses… No obedezco las órdenes de un hombre que es un incapaz y que me ha alejado del puesto que me corresponde por medio de la intriga… Vos sois hermano de Recaredo, mi padre, él os nombró duque de Cantabria, sois respetado en estas montañas y conocéis los pasos. Necesito vuestra ayuda.

Nícer lo examina detenidamente; se adivina en él a un hombre de empuje, tan distinto de Liuva. Algo en Swinthila le resulta atractivo a Nícer, pero algo le repele y le parece sospechoso. A su mente acude, como un fogonazo, la antigua historia de Hermenegildo y de Recaredo, dos hermanos unidos y después enfrentados por cuestiones de raza, de religión y de lealtades. Él, Nícer, ayudó a Hermenegildo en la guerra civil fratricida, tantos años atrás, y se opuso a Recaredo. Ahora ambos han muerto, jóvenes, como mueren los valientes. Nícer les recuerda bien y una herida de tristeza vuelve a abrirse en el corazón del duque de los cántabros, quien había amado a Recaredo, pero aún más a su verdadero hermano Hermenegildo, al que nunca podrá olvidar. Él, Hermenegildo, años atrás le había salvado del deshonor y de una muerte segura, siendo para Nícer mucho más que un hermano, la reencarnación viva del padre de ambos, Aster.

Ante Nícer se presenta un hijo de Recaredo, el que había llegado a ser poderoso rey de los godos, un hijo que se le parece enormemente en su fuerza y capacidad de mando; pero que quizá no posee las virtudes preclaras de quien ha llegado a ser el más grande rey de los godos. Un hijo también de Baddo, su medio hermana. Las cejas oscuras y las pestañas así como la actitud desafiante de su mirada son las mismas que las de aquella que siempre se le había enfrentado.

En cualquier caso, aquel hombre fuerte es sangre de su sangre, el legado de un pasado no tan lejano. Se siente en el deber de ayudarle.

—Tendréis mi colaboración… —dice al fin Nícer.

Swinthila se muestra complacido, a la vez que solicita de nuevo:

—Deseo hablar con Liuva.

—El problema es que no sé si Liuva querrá hablar con vos. No desea recordar nada de lo acaecido en el sur. Años atrás. Liuva lo perdió todo, está envejecido, ciego y enfermo; pero lo que más le pesa es la herida del alma, el desprecio y la traición de los suyos. No quiere saber nada del ayer. —Nícer se detiene como hablando para sí—. A menudo pienso que le convendría tratar con gentes de su condición y no estar siempre entre rústicos, viviendo como un ermitaño, alejado de todo. Allí, lejos del mundo, se reconcome por dentro.

—Debo encontrarle y hablar con él… —insiste el godo.

Nícer se muestra de acuerdo y, pensativo, le contesta:

—Siento compasión por Liuva, es un hombre herido por la desgracia, le conozco desde niño y su situación me entristece; nunca he podido ayudarle porque no consigue liberarse del pasado. Quizá vos podáis hacerle hablar. Yo no lo he conseguido. No sé por qué, él no confía en mí. En realidad, no confía en nadie.

Nícer se detiene un instante, pensando en aquel a quien cuidó de niño y que regresó a las montañas enfermo, melancólico, disminuido en su cuerpo y en su espíritu, por fin decide:

—Os dejaré marchar, uno de mis hombres os guiará hacia Liuva. No es fácil encontrarle…

—Os agradezco lo que hacéis por mí.

—No lo hagáis, se lo debéis a vuestro padre, mi medio hermano Recaredo, con quien al final me reconcilié. Se lo debéis a vuestra madre, mi medio hermana, Baddo. Se lo debéis ante todo a Hermenegildo; el mejor de los hombres que yo nunca he conocido.

Antes de dejarle marchar, Pedro de Cantabria habla profunda y detenidamente con el godo. Le interroga sobre la corte de Toledo, sobre detalles de su niñez y juventud. Desea asegurarse de que no va a introducir en sus montañas al enemigo. Al fin, convencido de la verdad de sus palabras y la rectitud de sus intenciones permite que se vaya, proporcionándole ropa y un caballo. Un criado le acompaña un trecho hasta las montañas y le indica la senda que conduce a la ermita oculta bajo las cumbres de la cordillera cántabra. Después Swinthila continúa, solo, entre montañas umbrías y picos nevados. El águila, rey de los cielos, describe círculos a su paso.

El hombre de la mano cortada

El hombre de la mano cortada mira al frente con expresión vacía, más que muerto, defenestrado, alejado de todo lo que pudiera suponer pompa u honor o incluso la vida ordinaria de una persona vulgar. Sí. Aquel ante quien todos se inclinaron largo tiempo atrás se arrodilla marchito, doblándose hacia la luz. Su perfil suave, casi femenino, se recorta ante el haz de sol que desde el estrecho tragaluz, como una lanza, corta el ambiente oscuro, iluminando una cruz tosca de madera.

La sombría ermita de piedra respira paz. La penumbra, rasgada por el rayo de luminosidad oblicua y tenue, impide vislumbrar detalles. La cruz, sin crucifijo, se recorta en las sombras, y él se dobla hacia ella; quizás intuyéndola, deseando poder volver a ver.

El hombre de la mano cortada viste hábito pardo y se cubre con capa de raída lana oscura. Sus brazos, fuera de las amplias vestiduras, dejan ver el muñón donde antes había una mano fuerte, que un día empuñó una espada. De la capucha se escapan mechones grises, prematuramente encanecidos, entremezclados con pelo oscuro.

La puerta de la ermita gira sobre sus goznes chirriando, Swinthila irrumpe con paso fuerte en el interior, se detiene acostumbrándose a la penumbra. Al fin, distingue al monje. Sabe que aquel hombre, de hinojos ante la luz, esconde los vínculos que le atan con el ayer, los rastros ocultos del pasado que explican toda su vida los secretos que le posibilitarán reinar sobre el pueblo de los godos, unificar todos los territorios al sur de los Pirineos en un nuevo reino que se recordará siglo tras siglo. Swinthila, el guerrero poderoso, atraviesa la capilla de piedra con pasos fuertes y arrogantes. Se sitúa junto al hombre arrodillado. Liuva, en su ensimismamiento, parece no oírle; quizá piensa que quien turba la paz de la ermita es un leñador de los que acuden a traerle subsistencias por orden del duque de los cántabros. Entonces, cuando está junto a él, Swinthila le roza levemente el hombro con la mano. El monje se desprende de la capucha hacia atrás y, al girar la cabeza, muestra una frente amplia, cruzada por las arrugas que ha forjado el dolor, las mejillas fláccidas y unos ojos en los que ya no hay luz. Las pupilas cegadas por el castigo injusto están turbias y un halo rojizo rodea las cuencas. La mirada, dilatada e invidente, en la que aún hay miedo se fija en el hombre fuerte, junto a él. Liuva, en el bulto, intenta reconocer al extraño, sin adivinar de quién se trata; al fin se sobresalta y con miedo, exclama:

—¿Quién eres?

Swinthila no contesta sino que le aprieta el hombro. Receloso, Liuva repite:

—¿Quién eres?

—Liuva, hermano… —le dice Swinthila aparentando una suavidad que no es propia de él.

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