—¿Pero ahora?
—Ahora no me veo en absoluto. Porque no tengo esencia ninguna. No soy yo mismo.
—Pero recuerdas. Esta conversación ya la recuerdas, y haberme mirado. Eso es indudable.
—Sí —dijo él—. Te recuerdo. Y recuerdo estar aquí y verte. Pero no hay ningún yo tras mis ojos. Me siento cansado y estúpido incluso cuando soy agudo y brillante.
Esbozó una sonrisa encantadora y Wang-mu apreció de nuevo la auténtica diferencia entre Peter y el holograma del Hegemón.
Era como él decía: incluso en su momento de mayor autodesprecio, este Peter Wiggin tenía los ojos encendidos de furia. Era peligroso. Se notaba nada más verlo. Cuando te miraba a los ojos, podías imaginarlo planeando cómo y cuándo morirías.
—No soy yo mismo —dijo Peter.
—Dices eso para controlarte —respondió Wang-mu. Aunque era una suposición, estaba segura de que tenía razón—. Te encanta impedirte hacer lo que deseas.
Peter suspiró, se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza sobre el terminal, la oreja apretada contra la fría superficie de plástico.
—¿Qué deseas? —dijo ella, temerosa de la respuesta.
—Márchate.
—¿Adónde puedo ir? Esta gran nave tuya sólo tiene una estancia.
—Abre la puerta y sal.
—¿Pretendes matarme? ¿Arrojarme al espacio donde me congelaré antes incluso de asfixiarme?
Él se incorporó y la miró, desconcertado.
—¿Espacio?
Su confusión la confundió.
¿Dónde estaban sino en el espacio? Allí era adonde iban las astronaves, al espacio.
Excepto ésta, por supuesto.
Cuando él vio que Wang-mu comprendía, se echó a reír.
—¡Oh, sí, tú eres la inteligente, han rehecho todo el mundo de Sendero para tener tu genio!
Ella se negó a ofenderse.
—Pensaba que habría alguna sensación de movimiento, algo. ¿Hemos viajado, entonces? ¿Ya estamos allí?
—En un abrir y cerrar de ojos. Estuvimos en el Exterior y volvimos al Interior en otro lugar, todo tan rápido que sólo un ordenador podría detectar la duración de nuestro viaje. Jane lo hizo antes de que terminara de hablar con ella. Antes de que hablara contigo.
—¿Entonces dónde estamos? ¿Qué hay al otro lado de la puerta?
—Estamos sentados en un bosque del planeta Viento Divino. El aire es respirable. No te congelarás. Es verano ahí fuera.
Ella se acercó a la puerta, tiró de la manivela y soltó el sello presurizado. La puerta se abrió con facilidad. La luz del sol entró en el habitáculo.
—Viento Divino —dijo—. He leído al respecto… fue fundado como un mundo shinto, igual que Sendero se suponía que era taoísta. La pureza de la antigua cultura japonesa. Pero no creo que sea muy pura últimamente.
—Para ser más concretos, es el mundo donde Andrew y Jane y yo sentimos (si se puede decir que yo tengo sentimientos aparte de los del propio Ender) que podríamos hallar el centro de poder en los mundos gobernados por el Congreso. Los que de verdad toman decisiones. El poder detrás del trono.
—¿Para así poder subvertirlos y apoderarte de la raza humana?
—Para poder detener a la Flota Lusitania. Apoderarme de la raza humana es un placer posterior. Lo de la Flota Lusitania es una emergencia. Sólo tenemos unas semanas para detenerla antes de que llegue y use el Pequeño Doctor, el Artefacto D. M., para hacer pedacitos Lusitania. Mientras tanto, como Ender y todos los demás esperan que yo fracase, están construyendo estas pequeñas naves de hojalata lo más rápido posible y transportando a tantos lusitanos como pueden, humanos, cerdis e insectores, a otros planetas habitables pero todavía desiertos. Mi querida hermana Valentine (la joven), se ha marchado con Miro (en su nuevo cuerpo, simpático chaval), buscando nuevos mundos tan rápido como su pequeña astronave puede llevarlos. Todo un proyecto. Todos apuestan por mí… o nuestro fracaso. Vamos a decepcionarlos, ¿eh?
—¿Decepcionarlos?
—Teniendo éxito. Vamos a tener éxito. Encontremos el centro de poder de la humanidad, y consigamos que detengan la flota antes de que destruya innecesariamente un mundo.
Wang-mu lo miró, dubitativa. ¿Persuadirlos para detener la flota? ¿Este muchacho desagradable y cruel? ¿Cómo podría persuadir a nadie para hacer nada?
Como si pudiera oír sus pensamientos, él respondió a sus dudas no formuladas.
—Ya ves por qué te invité a venir conmigo. Cuando Ender me inventó, se olvidó del hecho de que no me conoció durante la época de mi vida en que persuadía a la gente y los unía en alianzas cambiantes y todas esas tonterías. Así que el Peter Wiggin que creó es demasiado desagradable, demasiado ambicioso y cruel para persuadir a un hombre con picor rectal para que se rasque el culo.
Ella volvió a apartar la mirada.
—¿Ves? —dijo él—. Te ofendo una y otra vez. Mírame. ¿Ves mi dilema? El verdadero Peter, el original, podría haber hecho el trabajo que me han encomendado. Podría haberlo hecho dormido. Ya tendría un plan. Podría vencer a la gente, tranquilizarla, influir en sus consejos. ¡Ese Peter Wiggin puede convencer a las abejas para que renuncien a su aguijón! ¿Pero yo? Lo dudo. ¿Sabes?, no soy yo mismo.
Se levantó de la silla, se abrió paso bruscamente y salió al prado que rodeaba la pequeña cabaña de metal que les había llevado de un mundo a otro. Wang-mu se quedó en el umbral, observándole mientras se alejaba de la nave; se marchó, pero no demasiado lejos.
Sé algo de cómo se siente, pensó. Sé algo de tener que sumergir tu voluntad en la de otra persona. Vivir por ellos, como si fueran la estrella de la historia de tu vida, y tú simplemente un actor secundario. He sido esclava. Pero al menos en todo ese tiempo conocía mis sentimientos. Sabía lo que pensaba de verdad incluso mientras hacía lo que ellos querían, lo que hiciera falta para conseguir lo que quería de ellos. Sin embargo, Peter Wiggin no tiene ni idea de lo que quiere realmente, porque ni su resentimiento ni su falta de libertad son suyas. Incluso eso procede de Andrew Wiggin. Incluso su autodesprecio es el autodesprecio de Andrew, y….
Y así una y otra vez, en círculos, como el sendero sin rumbo que Peter seguía a través del prado.
Wang-mu pensó en su ama… no, su antigua ama, Qing-jao. También ella seguía extrañas pautas. Era lo que los dioses la obligaban a hacer. No, ésa era la antigua forma de pensar. Era lo que la obligaba a hacer su desorden obsesivo-compulsivo: arrodillarse en el suelo y seguir las vetas de la madera de cada tablón, seguir cada una por el suelo hasta donde llegara, veta tras veta. Nunca significaba nada, y sin embargo tenía que hacerlo porque sólo con aquella absurda obediencia aturdidora podía ganar una brizna de libertad a los impulsos que la controlaban. Qing-jao fue siempre la esclava, y no yo. Pues el amo que la gobernaba a ella la controlaba desde dentro de su propia mente, mientras que yo podría siempre ver a mi ama ante mí; así que mi yo más íntimo permanecía intacto.
Peter Wiggin sabe que lo gobiernan los temores y pasiones inconscientes de un hombre complicado que se encuentra a muchos años-luz de distancia. Pero claro, Qing-jao creía que sus obsesiones venían de los dioses. ¿Qué importa si te dices que eso que te controla procede de fuera, si de hecho sólo lo experimentas dentro de tu propio corazón? ¿Adónde puedes ir para huir de ello? ¿Cómo puedes esconderte? Qing-jao debe de ser libre ya, gracias al virus portador que Peter trajo consigo a Sendero y puso en manos de Han Fei-tzu. Pero Peter… ¿qué libertad puede haber para él?
Y sin embargo debía vivir como si fuera libre. Debía seguir luchando por la libertad aunque la lucha misma fuera sólo un síntoma más de su esclavitud. Hay una parte de él que ansía ser él mismo. No, no ser él mismo: tener un yo.
¿Entonces cuál es mi participación en todo esto? ¿Se supone que he de obrar un milagro, y darle un aiúa? No tengo poder para eso.
Y sin embargo, tengo poder, pensó.
Ella debía de tener poder. ¿Por qué si no le hablaba él tan abiertamente? Aunque era una total desconocida, él le había abierto su corazón de inmediato. ¿Por qué? Porque conocía los secretos, pero también algo más.
Ah, por supuesto. Él podía hablarle libremente porque ella nunca había conocido a Andrew Wiggin. Tal vez Peter no era más que un aspecto de la naturaleza de Ender, todo lo que Ender temía y despreciaba de sí mismo. Pero ella nunca podría compararlos a los dos. Fuera lo que fuese Peter, no importaba quién lo controlase, ella era su confidente.
Y eso la convertía, una vez más, en la sirvienta de alguien. También había sido confidente de Qing-jao.
Se estremeció, como para desprenderse de aquella triste comparación. No, se dijo. No es lo mismo. Porque ese joven que deambula sin rumbo entre las flores silvestres no tiene ningún poder sobre mí, excepto el de hablarme de su dolor con la esperanza de que lo comprenda. Lo que yo le dé se lo daré libremente.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el marco de la puerta. Daré libremente, sí. ¿Pero qué planeo darle? Bueno, exactamente lo que quiere: mi lealtad, mi devoción, mi ayuda en todo lo que emprenda. Sumergirme en él. ¿Y por qué planeo hacer todo esto? Porque, por mucho que dude de sí mismo, tiene el poder de ganarse a la gente para su causa.
Abrió de nuevo los ojos y salió al prado a su encuentro. Peter la vio y esperó sin decir nada mientras se acercaba. Las abejas zumbaron a su alrededor; las mariposas revoloteaban por el aire, evitándola de algún modo en su vuelo caótico. En el último momento, ella extendió una mano y cogió a una abeja de una flor, cerró el puño y luego, rápidamente, antes de que la abeja pudiera picarla, la lanzó a la cara de Peter.
Extrañado, sorprendido, Peter espantó a la furiosa abeja, se agachó, la esquivó, y finalmente echó a correr unos cuantos pasos antes de que el insecto continuara su camino entre las flores. Sólo entonces se volvió hacia ella, airado.
—¿A qué ha venido eso?
Ella se rió, no pudo evitarlo. ¡Había puesto una cara tan graciosa!
—Oh, bueno, ríete. Ya veo que vas a ser una magnífica compañía.
—Enfádate, no me importa —dijo Wang-mu—. Pero te diré una cosa. ¿Crees que allá en Lusitania, el aiúa de Ender ha pensado de pronto «¡Ay, una abeja!» y te ha hecho espantarla y esquivarla como si fueras un payaso?
Él puso los ojos en blanco.
—Ya salió la lista. ¡Vaya, Real Madre del Oeste, has resuelto todos mis problemas! ¡Ya veo que nunca he sido otra cosa que un niño! ¡Y esos zapatos de rubí, mira tú, siempre han tenido el poder de devolverme a Kansas!
—¿Qué es Kansas? —le preguntó ella, mirándose los zapatos, que no eran rojos.
—Sólo otro recuerdo que Ender ha compartido amablemente conmigo.
Se quedó allí, con las manos en los bolsillos, contemplándola. Ella permaneció también en silencio, las manos unidas, observándolo a su vez.
—¿Así que estás conmigo? —preguntó él por fin.
—Debes intentar no ser desagradable conmigo.
—Pídeselo a Ender.
—No me importa de quién sea el aiúa que te controla. Sigues teniendo tus propios pensamientos, que son diferentes de los suyos: la abeja te ha dado miedo, y él ni siquiera pensaba en una abeja, y lo sabes. Así que, no importa la parte de ti que él controle o quienquiera que sea el «tú» real, justo en la cara tienes la boca que va a hablarme, y te digo que si he de trabajar contigo será mejor que seas amable.
—¿Significa esto que no habrá más peleas de abejas?
—Sí.
—Muy bien. Con mi suerte, seguro que Ender me ha dado un cuerpo alérgico a las picaduras de abejas.
—Tampoco es demasiado saludable para las abejas —dijo ella. Él le sonrió.
—Creo que me gustas —dijo—. Odio esa sensación. Se dirigió hacia la nave.
—¡Vamos! —la llamó—. Veamos qué información puede darnos Jane sobre este mundo que tenemos que tornar al asalto.
«Cuando sigo el sendero de los dioses a través
de la madera
mis ojos siguen cada quiebro de las vetas.
Pero mi cuerpo se mueve en línea recta
para que quienes me miran vean que el sendero de
los dioses es recto,
mientras que yo habito en un mundo sin rectitud.»
de Los susurros divinos de Han Qing jao
Novinha no quería verlo. Cuando se lo dijo a Ender, la amable y anciana maestra parecía realmente preocupada.
—No estaba enfadada —explicó la vieja maestra—. Me dijo que…
Ender asintió; comprendía que la maestra se hallaba dividida entre la compasión y la sinceridad.
—Puedes decírmelo con sus palabras. Es mi esposa, así que lo soportaré.
La vieja maestra puso los ojos en blanco.
—Yo también estoy casada, lo sabes.
Por supuesto que lo sabía. Todos los miembros de la Orden de los Hijos de la Mente de Cristo (Os Filhos da Mente de Cristo) estaban casados. Era una de sus normas.
—Estoy casada, así que sé perfectamente que tu esposa es la única persona que sabe todas las palabras que tú no soportas oír.
—Entonces deja que me corrija —dijo Ender suavemente—. Es mi esposa, y estoy decidido a escucharla, pueda soportarlo o no.
—Dice que tiene que terminar de desherbar, así que no tiene tiempo para escaramuzas.
Sí, eso era propio de Novinha. Podía autoconvencerse de que había tomado sobre sus hombros el manto de Cristo pero, si así era, se trataba del Cristo que denunció a los fariseos, el Cristo que decía todas aquellas cosas crueles y sarcásticas a amigos y enemigos por igual, no el ser amable de paciencia infinita.
Con todo, Ender no era de los que se arredran simplemente porque sus sentimientos resultaran heridos.
—Entonces ¿a qué estamos esperando? —preguntó—. Muéstrame dónde puedo encontrar una azada.
La vieja maestra le contempló un buen rato; luego sonrió y lo acompañó a los jardines.
Al cabo de un momento, con guantes de trabajo y una azada en la mano, Ender se plantó al final de la hilera en la que Novinha trabajaba inclinada al sol, con los ojos fijos en el suelo mientras cortaba la raíz de una mala hierba tras otra, arrancándolas para que se secaran al calor abrasador. Se acercó a él.
Ender se dirigió hacia la fila sin desbrozar contigua a aquella donde Novinha trabajaba, y empezó a emplear la azada. No se encontrarían, pero pasarían uno al lado de la otra. Ella repararía en él o no. Le hablaría o no. Todavía lo amaba y lo necesitaba. O no. Pero no importaba, al final del día él habría trabajado en el mismo campo que su esposa, le habría facilitado el trabajo; y por tanto seguiría siendo su marido, por poco que ella lo quisiera.