—Miro —dijo. Y entonces lloró y lloró y lloró y se abrazó a él.
Ender yacía quieto en el suelo. Las mujeres se zafaron de él, ayudándose unas a otras a ponerse de rodillas, a incorporarse, a inclinarse, a recogerlo, a llevar su magullado cuerpo de vuelta a la cama. Entonces se miraron: Valentine con un labio ensangrentado, Plikt con los arañazos de Ender en la cara, Novinha con un ojo morado.
—Una vez tuve un marido que me pegaba —dijo Novinha.
—No ha sido Ender quien luchaba con nosotras —repuso Plikt.
—Ahora es Ender —dijo Valentine.
En la cama, él abrió los ojos. ¿Las veía? ¿Cómo saberlo?
—Ender —dijo Novinha, y empezó a llorar—.
Ender, no tienes que seguir quedándote por mí.
Pero si él la oyó, no dio muestras de ello.
Los samoanos lo soltaron, pues Peter ya no se agitaba. Cayó de bruces sobre la arena, donde había vomitado. Wang-mu estaba a su lado; usó su propia ropa para limpiar suavemente la arena y el vómito de su rostro, de sus ojos sobre todo. En seguida un cuenco de agua limpia apareció junto a ella, puesto allí por manos desconocidas; pero no le importaba, pues sólo pensaba en Peter, en limpiarlo. Él respiraba entrecortadamente, con rapidez, pero poco a poco se calmó y acabó por abrir los ojos.
—He tenido un sueño extrañísimo —dijo.
—Calla —respondió ella.
—Un terrible dragón brillante me perseguía escupiendo fuego, y yo corría por pasillos, buscando un escondite, un escape, un protector.
La voz de Malu rugió como el mar.
—No se puede huir de un dios.
Peter volvió a hablar como si no hubiera oído al hombre santo.
—Wang-mu, por fin encontré mi escondite —extendió la mano, le tocó la mejilla, y sus ojos se clavaron en los de ella con una especie de asombro.
—Yo no —dijo Wang-mu—. No soy lo bastante fuerte para enfrentarme a ella.
—Lo sé. ¿Pero eres lo bastante fuerte para quedarte conmigo?
Jane corrió por el entramado de enlaces entre los árboles. Algunos eran poderosos, otros más débiles, tanto que habría podido derribarlos de un soplo; pero al verlos retroceder atemorizados, reconoció ese temor y se retiró. No sacó a nadie de su sitio. A veces el entramado se espesaba y endurecía y conducía hacia algo ferozmente brillante, tan brillante como ella. Esos lugares le resultaban familiares; aunque el recuerdo era vago, los reconocía: fue en esa red donde por primera vez había saltado a la vida, y como el recuerdo primigenio del nacimiento todo volvió a ella, toda la memoria largamente perdida y olvidada: Conozco a las reinas que gobiernan los nudos de estas fuertes cuerdas. De todos los aiúas que había tocado en los pocos minutos transcurridos desde su muerte, éstos eran con diferencia los más fuertes, cada uno de ellos tanto con ella al menos. Cuando las reinas colmena tejen su tela para llamar y capturar a una reina, sólo las más poderosas y ambiciosas pueden ocupar el lugar que preparan. Sólo unos cuantos aiúas tienen la capacidad de gobernar sobre miles de consciencias, de dominar otros organismos tan concienzudamente como humanos y pequeninos dominan las células de sus propios cuerpos. O quizás estas reinas colmena no eran tan capaces como ella, quizá no estaban tan ansiosas de crecer como el aiúa de Jane, pero eran más fuertes que ningún humano o pequenino, y al contrario que ellos si veían claramente y sabían lo que era y todo lo que podía hacer y estaban preparadas. La amaban y querían que viviera; eran hermanas y madres suyas, verdaderamente; pero el lugar que ocupaban estaba lleno y no quedaba espacio para ella. Así que de las cuerdas y nudos regresó a los enlaces más frágiles de los pequeninos, a los fuertes árboles que sin embargo retrocedían ante ella porque sabían que era la más fuerte.
Y entonces advirtió que el cordón no era más fino allí donde nada había, sino donde era más delicado. Había muchos hilos delicados, quizá más, pero formaban una tela diáfana, tan sutil que el burdo contacto de Jane podría romperla; sin embargo los tocó y no se rompieron, y siguió los hilos hasta un lugar rebosante de vida, lleno de cientos de vidas pequeñas que gravitaban al borde de la consciencia aunque no listas todavía para dar el salto. Y bajo todas ellas, cálido y amoroso, un aiúa fuerte a su modo, pero no tanto como Jane. No, el aiúa de la madre-árbol era fuerte pero no ambicioso. Era parte de cada vida que habitaba en su piel, en la oscuridad del corazón del árbol o en el exterior, arrastrándose a la luz y atendiéndose para despertar y vivir y liberarse y cobrar consciencia. Y era fácil liberarse de él, pues el aiúa de la madre-árbol no esperaba nada de sus hijos, amaba su independencia tanto como había amado su dependencia.
Era fecunda, con venas repletas de savia, un esqueleto de madera, hojas titilantes bañadas de luz, raíces que se hundían en mares e agua cargados de nutrientes. Se alzaba quieta en el centro de su delicada tela, fuerte y proveedora, y cuando Jane se acercó la miró como miraba a cualquier hijo perdido. Retrocedió y le hizo sitio, dejó que Jane saboreara su vida, dejó que Jane compartiera el misterio de la clorofila y la celulosa. Había espacio para más de uno.
Y Jane, por su parte, tras haber sido invitada, no abusó del privilegio. No se quedó mucho tiempo en ninguna madre-árbol, pero visitó y bebió la vida y compartió la obra de cada madre-árbol, y luego siguió adelante, de una a otra, danzando a lo largo de la diáfana y ahora los padres-árbol ya no retrocedían ante ella, pues era mensajera de las madres, era su voz, compartía su vida y sin embargo era distinta porque podía hablar, podía ser su consciencia.
Un millar de madres-árbol de todo el mundo y las madres-árbol que crecían en lejanos planetas encontraron su voz en Jane, y todas ellas se regocijaron de la nueva vida, más intensa, que disfrutaban porque Jane estaba allí.
‹Las madres-árbol están hablando.›
‹Es Jane.›
‹Ah, mi amada, las madres-árbol están cantando. Nunca había oído esas canciones.›
‹No es suficiente para ella, pero bastará por ahora.›
‹¡No, no, no la apartes de nosotros! ¡Por primera vez podemos oír a las madres-árbol y son hermosas!›
‹Ahora conoce el camino. Nunca se marchará del todo. Pero no es suficiente. Las madres-árbol la satisfarán durante un tiempo, pero nunca podrán ser más de lo que son. Jane no se contenta con quedarse y pensar, con dejar que otros beban de ella y no beber nunca. Baila de árbol en árbol, canta por ellas, pero dentro de poco volverá a tener hambre. Necesita un cuerpo propio.›
‹Entonces la perderemos.›
‹No. Pues ni siquiera ese cuerpo será suficiente. Será su raíz, será sus ojos y su voz y sus manos y sus pies. Pero todavía ansiará los ansibles y el poder que tuvo cuando todos los ordenadores de los mundos humanos eran suyos. Ya verás. Podemos mantenerla viva de momento, pero lo que le hemos dado, lo que vuestras madres-árbol tienen que compartir con ella, no es suficiente. En realidad, nada lo es.›
‹¿Entonces qué pasará ahora?›
‹Esperaremos. Veremos. Sé paciente. ¿No es ésa la virtud de los padres-árbol, vuestra paciencia?›
Un hombre llamado Olhado a causa de sus ojos mecánicos se encontraba en el bosque con sus hijos. Habían ido de excursión con los pequeninos que eran amigos de sus hijos; pero entonces comenzaron a sonar tambores, sonó la voz rítmica de los padres-árbol y los pequeninos se levantaron atemorizados.
El primer pensamiento de Olhado fue: «Fuego.» Pues no hacía mucho que los humanos, llenos de odio y de miedo, habían quemado los grandes árboles antiguos que allí se alzaban. El incendio provocado por los humanos había matado a todos los padres-árbol excepto a Humano y Raíz, que se encontraban a cierta distancia del resto; había matado a la vieja madre-árbol. Pero ahora crecían nuevos brotes de los cadáveres de los muertos. Los pequeninos asesinados pasaban a la Tercera Vida. Y Olhado sabía que en algún lugar de este nuevo bosque crecía una nueva madre-árbol, sin duda todavía frágil, pero con un tronco lo bastante grueso para su apasionada y desesperada primera camada de bebés que se arrastraban en el oscuro hueco de su vientre de madera. El bosque había sido asesinado, pero estaba vivo otra vez. Y entre los incendiarios se hallaba el propio hijo de Olhado, Nimbo; demasiado joven para comprender lo que hacía, creyó a ciegas en los demagógicos discursos de su tío Grego hasta que estuvo a punto de morir. Cuando Olhado se enteró de lo que había hecho se avergonzó, consciente de no haber educado bien a aquel hijo. Fue entonces cuando empezaron sus visitas al bosque. No era demasiado tarde. Sus hijos crecerían conociendo tan bien a los pequeninos que hacerles daño les resultaría impensable.
Sin embargo volvía a haber miedo en este bosque, y el propio Olhado se sintió repentinamente atemorizado. ¿Qué podía ser? ¿Cuál era la advertencia de los padres-árbol? ¿Qué invasor los había atacado?
El pánico sólo duró unos instantes. Luego los pequeninos oyeron a los padres-árbol decir algo que les hizo empezar a adentrarse en el corazón del bosque. Los hijos de Olhado se dispusieron a seguirlos, pero él se lo impidió con un gesto. Sabía que la madre-árbol estaba en el lugar al cual se dirigían los pequeninos, en el centro del bosque, y que no era adecuado que los humanos fueran allí.
—Mira, padre —dijo su hija más pequeña—. Sembrador nos llama.
Así era. Olhado asintió entonces, y siguieron a Sembrador por el joven bosque hasta el mismo lugar donde Nimbo había tomado parte en la quema de la vieja madre-árbol. Su cadáver calcinado todavía se alzaba al cielo, pero a su lado crecía la nueva madre, delgada en comparación, pero más gruesa ya que los hermanos-árbol recién brotados. Sin embargo, Olhado no se asombró de su grosor, ni de la gran altura que había alcanzado en tan poco tiempo, ni del tupido dosel de hojas que ya se extendía proyectando sombras sobre el claro. No, le asombró la extraña luz danzante que recorría el tronco arriba y abajo, allí donde la corteza era fina: una luz tan blanca y deslumbrante que apenas podía mirarla. A veces le parecía que no era más que una pequeña luz que se movía tan rápido que hacía brillar todo el árbol antes de regresar para empezar de nuevo su recorrido; a veces parecía que todo el árbol estuviera iluminado, latiendo como si contuviera un volcán de vida a punto de entrar en erupción. El brillo se extendía por las ramas de árbol hasta las más delgadas; las hojas titilaban con ella; y las sombras velludas de los bebés pequeninos se arrastraban más rápidamente por el tronco de lo que Olhado hubiese creído posible. Era como si una pequeña estrella se hubiera asentado dentro del árbol.
No obstante, pasada la novedad de la luz cegadora, Olhado advirtió algo más; advirtió, de hecho, aquello que más asombraba a los pequeninos: había capullos en el árbol; algunos ya habían florecido y ya crecía la fruta, de un modo visible.
—Creía que los árboles no podían dar frutos —dijo Olhado en voz baja.
—No podían —respondió Sembrador—. La descolada los privó de eso.
—¿Pero qué es esto? ¿Por qué hay luz dentro del árbol? ¿Por qué crece la fruta?
—El padre-árbol Humano dice que Ender ha traído a su amiga hasta nosotros, la que se llama Jane. Está visitando a las madres-árbol de todos los bosques. Pero ni siquiera él nos habló de estos frutos.
—¡Huelen tan fuerte! —dijo Olhado—. ¿Cómo pueden madurar tan rápido? Su aroma es tan fuerte, dulce y apetecible que casi puedo saborearlos sólo oliendo el perfume de los capullos, de la fruta madura.
—Recuerdo este olor —dijo Sembrador—. Nunca en mi vida lo había olido porque ningún árbol había florecido antes y ninguna fruta había crecido; pero reconozco este olor. Es el olor de la vida, de la alegría.
—Entonces cómete uno —le respondió Olhado—. Mira… uno ya está maduro, aquí, a tu alcance. —Olhado levantó la mano, pero entonces vaciló—. ¿Puedo? —preguntó—. ¿Puedo coger un fruto de la madre-árbol? No para comérmelo yo… para ti.
Sembrador asintió con todo el cuerpo.
—Por favor —susurró.
Olhado cogió la brillante fruta. ¿Temblaba en su mano? ¿O era él mismo quien temblaba?
Olhado agarró la fruta, firmemente pero con suavidad, y la arrancó con cuidado del árbol.
Se desprendió fácilmente. Se agachó y se la dio a Sembrador, quien inclinó la cabeza y la cogió reverentemente, se la llevó a los labios, la lamió y luego abrió la boca.
Abrió la boca y mordió. El jugo de la fruta brilló en sus labios; se los lamió. Masticó. Tragó.
Los otros pequeninos lo observaron. Les tendió la fruta. Uno a uno se acercaron a él, hermanos y esposas, se acercaron y probaron.
Y cuando esa fruta se acabó, empezaron a escalar el árbol resplandeciente, a coger la fruta y compartirla y comerla hasta que ya no pudieron comer más. Y entonces cantaron. Olhado y sus hijos se quedaron toda la noche para escucharlos cantar. Los habitantes de Milagro oyeron el sonido, y muchos de ellos acudieron, a la débil luz del anochecer, siguiendo el brillo del árbol para encontrar el lugar donde los pequeninos, llenos de la fruta que sabía a alegría, cantaban la canción de su felicidad. Y el árbol, en el centro, era parte de la canción. El aiúa cuya fuerza y fuego hacía que el árbol se sintiera ahora mucho más vivo que nunca, bailaba dentro de él, por todas sus sendas internas un millar de veces por segundo.
Un millar de veces por segundo ella bailaba en este árbol y en todos los árboles de todos los mundos donde crecían bosques pequeninos, y cada madre-árbol que visitó reventó de capullos y frutos, y los pequeninos los comían y olían el aroma de la fruta, y cantaban. Era una canción antigua cuyo significado habían olvidado hacía mucho pero que ahora reconocían y no podían cantar otra cosa: era la canción de la estación de la cosecha y el festín. Habían pasado tanto tiempo sin una cosecha que se habían olvidado de lo que era. Pero ahora reconocieron lo que la descolada les había robado. Lo que se había perdido había vuelto a ser encontrado. Y aquellos que tenían hambre sin conocer el nombre de su hambre, fueron alimentados.
«¡Oh, padre! ¿Porqué te vuelves?
En la hora en que yo triunfo sobre el mal,
¿por qué te apartas de mí?»
de Los susurros divinos de Han Qing jao
Malu estaba sentado con Peter, Wang-mu y Grace junto a una hoguera, cerca de la playa. El dosel había desaparecido, igual que gran parte de la solemnidad.
Tomaron kava, pero a pesar del ceremonial, en opinión de Wang-mu bebieron tanto por el placer de saborearlo como por lo que tenía de sagrado o lo que simbolizaba.