—¡Echaos a un lado! —y Leto se había lanzado hacia adelante, derribando a Fremen adultos a diestra y siniestra, echándolos hacia atrás, derribándolos con sus manos, arrebatándoles sus cuchillos, tomándolos por la hoja con sus manos.
En menos de un minuto todos aquellos Fremen habían sido rechazados contra las paredes, en silenciosa consternación. Leto estaba de pie junto a su padre.
—Cuando Shai-Hulud hable, vosotros obedeceréis —había dicho Leto.
Y cuando algunos de los Fremen habían empezado a protestar, Leto había arrancado un saliente de roca de la pared del pasillo junto a la salida de la estancia y lo había desmenuzado con sus manos, mientras sonreía.
—Desmenuzaré vuestro sietch sobre vuestras cabezas —había dicho.
—El Demonio del Desierto —había susurrado alguien.
—Y también vuestros qanats —había confirmado Leto—. Los reduciré a polvo. Nunca hemos estado aquí, ¿me habéis oído?
Las cabezas asintieron enfáticamente, en un gesto de aterrada sumisión.
—Ninguno de vosotros nos ha visto —había dicho Leto—. Un solo susurro de vuestra parte, y volveré para enviaros a todos al desierto sin una pizca de agua.
Halleck había visto las manos alzarse en el gesto protector, el signo del gusano.
—Ahora nos iremos, mi padre y yo, acompañados por nuestro viejo amigo —había dicho Leto—. Preparad nuestro tóptero.
Y entonces Leto los había conducido hasta Shuloch, explicando durante el camino que debían actuar rápidamente porque «Farad’n estará aquí en Arrakis muy pronto. Y, como mi padre ha dicho, entonces podrás asistir a la auténtica prueba, Gurney».
Mirando hacia abajo desde la cima de la colina de Shuloch, Halleck se preguntó una vez más, como se había estado preguntando cada día:
—¿Qué prueba? ¿Qué es lo que quiere decir?
Pero Leto ya no estaba en Shuloch, y Paul se negaba a responder.
La Iglesia y el Estado, la razón científica y la fe, el individuo y su comunidad, incluso el progreso y la tradición… todo ello puede ser ajustado a las enseñanzas de Muad’Dib. Él nos enseñó que no existen opuestos intransigentes excepto en las convicciones de los hombres. Cualquiera puede echar a un lado el velo del Tiempo. Uno puede descubrir el futuro en el pasado o en su propia imaginación. Haciendo esto, uno reconquista su consciencia en su ser interior. Entonces uno sabe que el universo es un conjunto coherente y que él mismo es indivisible de él.
El Predicador a Arrakeen
, según H
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Ghanima estaba sentada fuera del círculo de luz de las lámparas de especia y observaba a aquel Buer Agarves. No le gustaba su redonda cara y sus fruncidas cejas, ni su forma de mover los pies mientras hablaba, como si sus palabras fueran una oculta música a cuyo compás danzaba.
No está aquí para parlamentar con Stil
, se dijo Ghanima, viendo su juicio confirmado en cada palabra y en cada movimiento de aquel hombre. Se apartó aún más del círculo del Consejo.
Cada sietch tenía una estancia como aquella, pero la sala de reuniones de la abandonada djedida le daba a Ghanima la impresión de un lugar angosto debido a su techo demasiado bajo. Los sesenta componentes del grupo de Stilgar mas los nueve que habían acudido con Agarves llenaban tan sólo uno de los extremos de la sala. Las lámparas de aceite de especia proyectaban temblorosas sombras que danzaban en las paredes, y el pungente humo llenaba el lugar con el aroma a canela.
La reunión había empezado al oscurecer, tras las plegarias por la humedad y la comida de la tarde. Duraba ya más de una hora, y Ghanima no conseguía sondear las ocultas corrientes de aquella puesta en escena de Agarves. Sus palabras sin embargo parecían claras, aunque sus gestos y los movimientos de sus ojos no concordaban con ellas.
Agarves estaba hablando ahora, respondiendo a una pregunta de uno de los lugartenientes de Stilgar, un sobrino de Harah llamado Rajia. Era un joven enjuto, ascético, cuya boca se curvaba hacia abajo en las comisuras, dándole un aire de perpetua suspicacia. Ghanima consideró que aquella expresión se ajustaba a las circunstancias.
—Por supuesto que estoy seguro de que Alia os garantizará un perdón absoluto a todos vosotros —estaba diciendo Agarves—. De otro modo yo no estaría aquí con este mensaje.
Stilgar intervino en el momento en que Rajia iba a hablar de nuevo.
—No me preocupa mucho el si nosotros podemos confiar en ella, sino el si ella confía en ti. —La voz de Stilgar arrastraba refunfuñantes connotaciones. No le gustaba la sugerencia de volver a su antiguo status.
—No importa el que ella confíe o no en mí —dijo Agarves—. Para ser sincero, no creo que lo haga. Pero siempre he tenido la impresión de que ella no deseaba realmente que fueses capturado. Ella era…
—Ella era la mujer del hombre al que maté —dijo Stilgar—. Admito que fue él quien lo provocó. Fue como si se dejara caer sobre su propio cuchillo. Pero esta nueva actitud huele a…
Agarves hizo danzar sus pies, con el rostro dominado la rabia.
—¡Alia te perdona! ¿Cuántas veces debo decírtelo? Ha hecho que los Sacerdotes prepararan una gran ceremonia para pedir la guía divina de…
—Esto tan sólo plantea otra cuestión —esta vez era Irulan, inclinándose por delante de Rajia, con su rubia cabeza recortándose sobre la oscura tez del joven—. Ella te ha convencido, pero podría tener otros planes.
—Los Sacerdotes han…
—Pero hay todas esas otras historias —dijo Irulan—, acerca de que tú eres algo más que tan sólo un consejero militar, que tú eres su…
—¡Ya basta! —Agarves estaba fuera de sí de rabia. Su mano se acercó a su cuchillo. Ocultas emociones se movían inmediatamente debajo de la superficie de su piel; contorsionando sus rasgos—. ¡Creed lo que queráis, pero haced callar a esa mujer! ¡Me contamina! ¡Enfanga todo lo que toca! Estoy cansado. Estoy sucio. Pero nunca he levantado mi cuchillo contra mi propia raza… ¡Ahora… ya basta!
Ghanima, observando aquello, pensó:
En esto, al menos, la sinceridad surge de su boca.
Sorprendentemente, Stilgar se echó a reír.
—Ahhh, primo —dijo—. Perdóname, pero hay verdad en la rabia.
—¿Entonces aceptas?
—Yo no he dicho eso. —Alzó una mano cuando Agarves iba a estallar de nuevo—. No es por mi propio interés, Buer, sino por el de los demás. —Hizo un gesto a su alrededor—. Son mi responsabilidad. Déjanos considerar por un momento qué reparaciones nos ofrece Alia.
—¿Reparaciones? No se ha hablado de reparaciones. Perdón, pero no…
—Entonces, ¿qué es lo que ofrece como garantía de su palabra?
—El Sietch Tabr y tú como su Naib, plena autonomía como terreno neutral. Ella comprende ahora cómo…
—No volveré a formar parte de su séquito ni a proporcionarle hombres para la lucha —advirtió Stilgar—. ¿Queda esto comprendido?
Ghanima se dio cuenta de que Stilgar estaba empezando a ceder, y pensó:
¡No, Stil! ¡No!
—No será necesario nada de eso —dijo Agarves—. Alia desea tan sólo que Ghanima le sea restituida y cumpla con la promesa del compromiso que ella…
—¡Si es así vete! —dijo Stilgar, con el ceño fruncido—. Ghanima como precio de mi perdón. Si piensa que yo…
—Ella piensa que eres un hombre sensato —argumentó Agarves, sentándose de nuevo.
Alegremente, Ghanima pensó:
No lo hará. No malgastes tu aliento. No lo hará.
Y mientras pensaba aquello, Ghanima oyó un suave roce tras ella y a su izquierda. Empezó a girarse, y sintió que unas poderosas manos la sujetaban. Un pesado tapiz impregnado con somnífero cubrió su rostro antes de que pudiera gritar. Notando que perdía el conocimiento, se sintió arrastrada hacia una puerta en la parte más oscura de la sala. Y pensó:
¡Hubiera debido intuirlo! ¡Hubiera debido estar preparada!
Pero las manos que la sujetaban eran de un adulto, y fuertes. No pudo librarse de ellas.
Las últimas impresiones sensoriales de Ghanima fueron las del frío aire de la noche, un vislumbre de estrellas, y un rostro cubierto por una capucha que bajaba la vista hacia ella y luego preguntaba:
—No ha recibido ningún daño, ¿verdad?
La respuesta se perdió al tiempo que las estrellas giraban y se fundían ante su mirada, fundiéndose en un relámpago de luz que era el núcleo más interno de su yo.
Muad’Dib nos dio un tipo particular de conocimiento acerca de la penetración profética, acerca del comportamiento que rodea a tal penetración y su influencia sobre los acontecimientos vistos como «activos» (es decir, acontecimientos que se supone ocurrirán en un sistema relacionado que el profeta revela e interpreta). Como ha sido notado en otros lugares, esta penetración opera como una trampa peculiar para el propio profeta. Él puede convertirse en la víctima de lo que sabe… lo cual es un fracaso humano relativamente común. El peligro es que aquellos que predicen acontecimientos reales pueden verse dominados por el efecto polarizante producido por los abusos de su propia verdad. Tienden a olvidar que nada puede existir en un universo polarizado sin que esté presente su opuesto.
La Visión Presciente
, por H
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Torbellinos de arena colgaban como niebla en el horizonte, oscureciendo el naciente sol. La arena era fría a la sombra de las dunas. Leto permanecía inmóvil, de pie, fuera del anillo de los palmerales, mirando al desierto. Podía oler el polvo y el aroma de las plantas espinosas, oír los sonidos matutinos de la gente y de los animales. Los Fremen no mantenían ningún qanat en aquel lugar. Tenían tan sólo el mínimo de plantas que podían ser irrigadas por las mujeres, que transportaban el agua en recipientes de piel. Su trampa de viento era un artilugio frágil, que era destruido fácilmente por los tormentosos vientos pero que era reconstruido también fácilmente. La adversidad, los rigores del comercio de la especia y la aventura eran allí una forma de vida. Aquellos Fremen seguían creyendo que el paraíso era el sonido del agua fluyendo, pero que conservaban ante todo un concepto de Libertad que Leto compartía.
La libertad es un estado de la soledad
, pensó.
Leto ajustó los pliegues de la túnica blanca que cubría su destiltraje viviente. Podía sentir como la membrana de truchas de arena lo había cambiado y, como siempre que pensaba en ello, se veía obligado a sobreponerse a un profundo sentimiento de pérdida. Ya nunca más sería completamente humano. Extrañas cosas nadaban en su sangre. Los cilios de las truchas de arena habían penetrado en cada uno de sus órganos, ajustándolos, cambiándolos. Las propias truchas de arena estaban cambiando, adaptándose. Pero Leto, sabiendo aquello, se sentía torturado por los viejos hilos de su perdida humanidad, de su vida atrapada en la angustia primaria de la antigua continuidad interrumpida. Conocía la trampa de dejarse dominar por tales emociones. La conocía muy bien.
Deja que el futuro ocurra por sí mismo
, pensó.
La única regla que gobierna la creatividad es el acto mismo de la creación.
Le era difícil apartar su mirada de la arena, de las dunas… de aquel gran vacío. Allí, a la orilla de la arena, había unas pocas rocas, pero que ayudaban a la imaginación a saltar hacia adelante, hacia los vientos, el polvo, las escasas plantas y los solitarios animales, las dunas confundiéndose con las dunas, el desierto con el desierto.
A sus espaldas le llegó el sonido de una flauta llamando a la plegaria matutina, el canto por la humedad que ahora era un salmo sutilmente alterado para el nuevo Shai-Hulud. Aquel conocimiento en la mente de Leto daba a la música un sentido de eterna soledad.
Podría simplemente adentrarme en este desierto
, pensó Leto.
Todo podría cambiar entonces. Una dirección podía ser tan buena como cualquier otra. Había aprendido ya a vivir libre de posesiones. Había refinado la mística Fremen hasta darle un terrible filo: todo lo que llevaba consigo era necesario, y esto era todo lo que llevaba. Pero no llevaba nada excepto las ropas que lo cubrían, el anillo con el halcón Atreides oculto en sus pliegues, y la piel-que-no-era-la-suya.
Sería tan fácil irse de allí.
Un movimiento muy arriba en el cielo llamó su atención: las enormes alas extendidas identificaron a un buitre. Aquello llenó su pecho de dolor. Como los Fremen salvajes, los buitres vivían en aquellos parajes porque allí era donde habían nacido. No conocían nada mejor. El desierto había hecho de ellos lo que eran.
Sin embargo, otra raza Fremen estaba surgiendo del surco abierto por Muad’Dib y Alia. Esas eran las razones por las cuales él no podía permitirse el adentrarse en el desierto como había hecho su padre. Leto recordó las palabras de Idaho, en los primeros tiempos:
—¡Esos Fremen! Están magníficamente vivos. Nunca me he encontrado con un Fremen glotón.
Ahora había multitud de Fremen glotones.
Una oleada de tristeza atravesó a Leto. Se había empeñado en una senda que podía cambiar todo eso, pero a un precio terrible. Y el dominar esa senda se hacía cada vez más difícil a medida que avanzaba hacia el vórtice.
Kralizec, el Tifón en el Límite del Universo, estaba allí… pero Kralizec o algo peor eran el precio de un paso en falso.
Sonaron voces a espaldas de Leto, luego una voz claramente infantil dijo:
—Está aquí.
Leto se giró.
El Predicador había salido de los palmerales, conducido por un niño.
¿Por qué sigo pensando en él como el Predicador?
, se dijo Leto.
La respuesta estaba allí, claramente grabada en la mente de Leto:
Porque ya no es Muad’Dib, ya no es Paul Atreides.
El desierto había hecho de él lo que era. El desierto y los chacales de Jacurutu con sus sobredosis de melange y sus constantes traiciones. El Predicador había envejecido mucho más allá de su edad, no sólo a pesar de la especia sino a causa de ella.
—Me han dicho que deseabas verme —dijo el Predicador, hablando cuando su pequeño guía se detuvo.
Leto miró al niño surgido de los palmerales, un ser casi tan pequeño como él mismo, temeroso pero al mismo tiempo ávidamente curioso. Sus jóvenes ojos relucían sombríos sobre la máscara de su destiltraje, adecuada a su tamaño.
Leto hizo un gesto con la mano.