Hijos de Dune (32 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Hijos de Dune
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Eso es cierto
, pensó ella, irritada consigo misma porque aquello no se le hubiera ocurrido nunca. Tyek tenía que examinar aquello inmediatamente. Agitó de nuevo la cabeza.
¡No!
¿Qué era lo que estaba haciendo Farad’n? Tenía que saber que los Sacerdotes jamás se arriesgarían a dejar que los dos gemelos viajaran por el espacio.

Eso fue lo que dijo.

—¿Son los Sacerdotes o Dama Alia? —preguntó él, notando que los pensamientos de su madre habían ido por donde él había deseado. Se sintió regocijado por su nueva importancia, los juegos mentales eran algo útil en las conspiraciones políticas. Había pasado mucho tiempo desde que la mente de su madre le había interesado. Se dejaba maniobrar demasiado fácilmente.

—¿Crees que Alia desea el poder para ella? —preguntó Wensicia.

El apartó la mirada de su madre. ¡Por supuesto que Alia quería el poder para ella! Todos los informes procedentes de aquel condenado planeta concordaban en ello. Sus pensamientos tomaron un nuevo curso.

—He leído algo acerca de su planetólogo —dijo—. Hay allí alguna pista referente a los gusanos de arena y a los haploides; si tan sólo…

—¡Deja que los otros se ocupen de eso! —dijo ella, comenzando a perder la paciencia—. ¿Esto es todo lo que tienes que decirme después de lo que hemos hecho por ti?

—Tú no has hecho nada por mí —dijo él.

—¿Qué-é-é?

—Lo has hecho por la Casa de los Corrino —dijo él—, y tú eres la Casa de los Corrino en estos momentos. Yo aún no he sido investido.

—¡Tienes responsabilidades! —dijo ella—. ¿Qué hay de toda esa gente que depende de ti?

Como si aquellas palabras hubieran echado una carga sobre sus espaldas, Farad’n sintió el peso de todas las esperanzas y todos los sueños que seguían a la Casa de los Corrino.

—Sí —dijo—. Eso lo comprendo, pero no me gustan algunas de las cosas repugnantes que hacéis en mi
nombre
.

—Repug… ¿Cómo puedes decir esto? ¡Hacemos lo que haría cualquier Gran Casa para acrecentar su propia fortuna!

—¿Realmente? Creo que has hecho un poco demasiado. ¡No! No me interrumpas. Si debo llegar a ser Emperador, entonces será mejor que aprendas a escucharme. ¿Crees que no sé leer entre líneas? ¿Cómo fueron entrenados aquellos tigres?

Ella permaneció sin habla ante aquella aguda demostración de sus habilidades perceptivas.

—Entiendo —dijo él—. Bien, no culparé tampoco a Tyek porque sé que fuiste tú quien le metió en esto. Es un buen oficial en casi cualquier circunstancia, pero a partir de ahora luchará tan sólo por sus principios en una arena más ecuánime.

—¿Sus…
principios
?

—La diferencia entre un buen oficial y uno malo es la fortaleza de su carácter y unos cinco latidos de corazón —dijo él—. Él tiene que agarrarse a sus principios cada vez que éstos son desafiados.

—Los tigres eran necesarios —dijo Wensicia.

—Lo creeré si tienen éxito —dijo él—. Pero no perdonaré lo que ha habido que hacer para entrenarlos. No protestes. Es obvio. Han sido
condicionados
. Lo has dicho tú misma.

—¿Qué es lo que pretendes hacer? —preguntó ella.

—Pretendo sentarme a esperar y mirar —dijo él—. Quizá llegue realmente a Emperador.

Wensicia se llevó una mano al pecho, suspiró. Por unos pocos instantes se había sentido aterrorizada. Había llegado casi a creer que su hijo iba a denunciarla. ¡Principios! Pero ahora él estaba firme en su nuevo empeño; podía verlo claramente.

Farad’n se puso en pie, se acercó a la puerta y tocó el timbre para llamar a los sirvientes de su madre. Se giró y la miró.

—Hemos terminado, ¿no?

—Sí. —Ella levantó una mano en el momento en que él iba a salir—. ¿Adónde vas?

—A la biblioteca. Últimamente me siento fascinado por la historia de los Corrino.

Salió, convencido más que nunca de la inflexibilidad de su nuevo empeño.

¡Maldita sea ella!

Pero ahora sabía que estaba comprometido. Y reconocía que había una profunda diferencia emocional entre la historia tal como estaba relatada en el hilo shiga y leída a comodidad de uno, una profunda diferencia entre este tipo de historia y la historia que uno vivía. Aquella nueva historia viviente que sentía acumularse a su alrededor poseía una sensación de sumergirse en un irreversible futuro. Farad’n podía sentirse ahora a sí mismo conducido por los deseos de todas aquellas fortunas que avanzaban junto a la suya. Encontró extraño no poder separar sus propios deseos en aquella bullente mezcolanza.

27

Se dice que en una ocasión Muad’Dib, al ver un hierbajo intentando crecer entre dos rocas, apartó una de ellas. Luego, cuando lo vio florecido, lo aplastó con la otra piedra. «Este era su destino», explicó.

Los Comentarios

—¡Ahora! —gritó Ghanima.

Leto, dos pasos delante de ella, a punto de alcanzar la estrecha hendidura en la roca, no vaciló. Se metió en la cavidad y se arrastró hasta que la oscuridad lo rodeó por completo. Oyó a Ghanima entrando tras él, luego un repentino silencio, y finalmente su voz, ni temerosa ni agitada:

—Me he atorado.

Leto se puso en pie, sabiendo que aquello ponía su cabeza al alcance de cualquier garra inquisitiva, se giró en el estrecho hueco, y palpó hasta encontrar la mano de Ghanima. La sujetó.

—Es mi traje —dijo ella—. Se me ha enganchado.

Leto oyó rocas desmoronándose directamente bajo ellos, tiró de la mano de Ghanima, pero consiguió tan sólo hacerla avanzar un poco.

Se oyó un jadeo bajo ellos, luego un gruñido.

Leto se tensó, apretando su espalda contra la roca, y tiró del brazo de Ghanima. La ropa se rasgó y la sintió avanzar bruscamente hacia él. Ella se quejó, y supo que se había hecho daño, pero tiró de nuevo fuertemente. Ella penetró un poco más en la hendidura, luego del todo, cayendo junto a él. De todos modos aún estaban demasiado cerca de la boca de la hendidura. Leto se giró, se dejó caer a cuatro patas, y gateó más adentro. Ghanima se apresuró a seguirle. Sin embargo, había en sus movimientos una palpitante tensión que le decía que se había herido. Llegaron al final de la abertura, y Leto se giró y miró hacia arriba, hacia la estrecha embocadura superior de su refugio. La abertura estaba a unos dos metros por encima de ellos, llena de estrellas. Algo grande oscureció las estrellas.

Un resonante gruñido hizo vibrar el aire alrededor de los gemelos. Era profundo, amenazador, un antiguo sonido: el cazador hablándole a su presa.

—¿Te has hecho mucho daño? —preguntó Leto, manteniendo su voz tranquila.

Ella le devolvió el mismo tono:

—Uno de ellos me ha dado un zarpazo. Me ha desgarrado el destiltraje por la pierna izquierda. Estoy sangrando.

—¿Como cuánto?

—Una vena. Puedo contener la hemorragia.

—Haz un torniquete —dijo él—. No te muevas. Yo me encargaré de nuestros amigos.

—Ten cuidado —dijo ella—. Son mayores de lo que esperábamos.

Leto desenfundó su crys y lo levantó. Sabía que el tigre debía estar indagando hacia abajo, metiendo sus garras por la estrecha hendidura que no permitía el paso de su cuerpo.

Lentamente, muy lentamente, Leto tendió el cuchillo. Bruscamente algo tropezó con la punta de la hoja. Golpeó, y sintió la vibración del golpe a lo largo de todo su brazo, hasta el punto de que casi le hizo soltar el cuchillo. La sangre chorreó a lo largo de su mano y le salpicó el rostro, y casi inmediatamente un tremendo aullido lo ensordeció. Las estrellas se hicieron visibles de nuevo. Algo hendió el aire y se precipitó rocas abajo en dirección a la arena, lanzando violentos maullidos.

Las estrellas se oscurecieron una vez más, y Leto oyó el gruñido del cazador. El segundo tigre había ocupado su posición, despreocupado de la suerte de su compañero.

—Son persistentes —dijo Leto.

—Le has dado a uno —dijo Ghanima—. ¡Escucha!

Los aullidos y las frenéticas convulsiones bajo ellos se hacían cada vez más débiles. El segundo tigre, sin embargo, permanecía allí, ocultando las estrellas.

Leto enfundó su arma y tocó el brazo de Ghanima.

—Dame tu cuchillo. Quiero una hoja limpia para estar seguro de éste.

—¿Crees que pueda haber un tercero en reserva? —preguntó ella.

—No es probable. Los tigres laza cazan por parejas.

—Igual que nosotros —dijo ella.

—Exactamente —asintió él. Sintió la empuñadura del crys de Ghanima deslizarse en su palma, y la sujetó fuertemente. De nuevo levantó cuidadosamente la hoja por encima de su cabeza, tanteando. Pero esta vez la hoja tan sólo encontró el aire, incluso cuando alcanzó la zona peligrosa para su cuerpo. Retiró el brazo, reflexionando.

—¿No lo has alcanzado?

—No ha actuado como el otro.

—Todavía sigue aquí. ¿Lo hueles?

Leto tragó una inexistente saliva a través de una reseca garganta. Un aliento fétido, húmedo y con el musgoso olor de los felinos, asaltó su olfato. Las estrellas seguían bloqueadas a su vista. No se oía nada del primer felino: el veneno del crys había cumplido su cometido.

—Creo que voy a tener que ponerme de pie —dijo Leto.

—¡No!

—Debo conseguir que se ponga al alcance del cuchillo.

—Si, pero nos pusimos de acuerdo en que si uno de los dos resultaba herido…

—Y tú estás herida, así que eres tú quien debe volver —dijo él.

—Pero si tú resultas gravemente herido, yo no seré capaz de abandonarte —dijo ella.

—¿Tienes alguna idea mejor?

—Déjame a mí el cuchillo.

—¿Pero y tu pierna?

—Puedo mantenerme de pie apoyándome en la otra.

—Esa fiera puede arrancarte la cabeza de un solo manotazo. Tal vez la maula…

—Si hay alguien ahí fuera escuchando, sabrá que hemos venido preparados para…

—¡No me gusta que corras este riesgo! —dijo él.

—Quienquiera que esté ahí fuera no debe saber que tenemos maulas… todavía. —Tocó el brazo de Leto. Seré cuidadosa, mantendré la cabeza baja.

Como fuera que él permanecía silencioso, insistió:

—Sabes que soy quien tiene que hacerlo. Así que dame mi cuchillo.

Reluctante, Leto tanteó con su mano libre, encontró la de ella, y le pasó el cuchillo. Era lo más lógico que podían hacer, pero la lógica luchaba con todas sus emociones.

Oyó a Ghanima alejarse un poco, y el roce de sus ropas contra la roca. Luego ella contuvo el aliento, y supo que se había puesto de pie.
¡Ten mucho cuidado!
, pensó. Y estuvo a punto de tirar de ella para hacerla agacharse e insistir en usar la pistola maula. Pero aquello alertaría a cualquiera que estuviese allá afuera de que poseían tales armas. Peor aún, el tigre podría alejarse fuera de su alcance, y entonces se verían atrapados allí con un tigre herido esperándoles en algún lugar desconocido entre aquellas rocas.

Ghanima respiró profundamente y se apuntaló con la espalda contra una de las paredes de la hendidura.
Debo ser rápida
, pensó. Levantó el crys, con la punta hacia arriba. Su pierna izquierda palpitaba allá donde las garras la habían alcanzado. Sintió la tirantez de la costra de sangre seca y luego el fluir de un nuevo borbotón.
¡Muy rápida!
Sumergió sus sentidos en la calma preparatoria para la crisis a la manera Bene Gesserit le había enseñado, y arrojó el dolor y todas las demás distracciones fuera de su consciencia. ¡El tigre debía tenderse hacia abajo! Suavemente, pasó la hoja a lo largo de la abertura. ¿Dónde estaba aquel animal? Rastreó el aire otra vez. Nada. El tigre tenía que haber recibido el estímulo para atacar.

Cuidadosamente, probó con el olfato. Una cálida respiración le llegó desde su izquierda. Entonces se tensó, inspiró profundamente y gritó:


¡Taqwa!

Era el viejo grito de batalla Fremen, y su significado estaba en las más antiguas leyendas:
«¡El precio de la libertad!».
Con el grito lanzó un golpe, con la hoja hacia la profunda oscuridad que obstruía la embocadura de la cavidad. Las garras hallaron su codo antes de que el cuchillo tocara carne, y ella tuvo tan sólo tiempo de girar el brazo para evitar que las afiladas garras seccionaran su muñeca antes de que el dolor se convirtiera en agonía. Pero a través del terrible dolor sintió que la envenenada punta del cuchillo se hundía en el tigre. La hoja fue arrancada de sus entumecidos dedos. Pero la entrada de la hendidura se iluminó una vez más con la luz de las estrellas, y el lamento de muerte del felino llenó la noche. Ambos siguieron atentamente los espasmos de su agonía mientras se revolcaba entre las rocas. Finalmente se hizo el silencio.

—Me ha alcanzado en el brazo —dijo Ghanima, intentando atar un jirón de su ropa en torno a la herida.

—¿Mucho?

—Creo que sí. No siento la mano.

—Déjame encender una luz y…

—¡No hasta que estemos a cubierto!

—Me apresuraré.

Lo oyó girarse para alcanzar su fremochila, e instalar sobre ellos la cortina protectora de una pantalla nocturna cerrando la abertura. Leto no se preocupó de colocar el impermeabilizante para retener la humedad.

—Mi cuchillo está aquí al lado —dijo ella—. Puedo sentir la empuñadura con mi rodilla.

—Déjalo por ahora.

Encendió un pequeño globo. La brillantez de su luz les hizo parpadear. Leto dejó el globo en el arenoso suelo a un lado, y jadeó cuando vio el brazo de ella. Una de las garras había abierto una larga y profunda herida desde el codo hasta casi la muñeca, por la parte interna del brazo. La herida describía el giro que había hecho Ghanima con el brazo para clavar el cuchillo en la pata del tigre.

Ghanima echó una mirada a la herida, cerró los ojos y empezó a recitar la letanía contra el miedo.

Leto sintió casi físicamente la necesidad de imitarla, pero consiguió echar a un lado el clamor de sus emociones y empezó a vendar la herida. Debía hacerlo cuidadosamente para cortar la hemorragia, pero al mismo tiempo dando la apariencia de que había sido la propia Ghanima la que se lo había hecho. Para conseguir una mayor verosimilitud realizó el vendaje con una sola mano, sujetando el otro extremo con los dientes.

—Ahora veamos la pierna —dijo.

Ella se giró para presentarle la otra herida. No era tan mala como habían creído: dos arañazos profundos en la parte posterior de la pantorrilla. De todos modos, la sangre había manchado todo el destiltraje. La limpió de la mejor manera que pudo, y la vendó bajo el destiltraje. Luego selló el destiltraje sobre el vendaje.

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