Temas no le faltaban, como la historia de aquel joven minero, un chico de dieciocho años que después de pasar penurias durante un largo año, logró juntar diez mil dólares que necesitaba para regresar a Oklahoma y comprar una granja para sus padres. Bajaba hacia Sacramento por los faldeos de la Sierra Nevada en un día radiante, con la bolsa de su tesoro colgada a la espalda, cuando lo sorprendió un grupo de desalmados mexicanos o chilenos, no era seguro. Sólo se sabía con certeza que hablaban español, porque tuvieron el descaro de dejar un letrero en esa lengua, garabateado con un cuchillo sobre un trozo de madera: «mueran los yanquis». No se contentaron con darle una golpiza y robarle, lo ataron desnudo a un árbol y lo untaron con miel. Dos días más tarde, cuando lo encontró una patrulla, estaba alucinando. Los mosquitos le habían devorado la piel.
Freemont puso a prueba su talento para el periodismo morboso con el trágico fin de Josefa, una bella mexicana empleada en un salón de baile. El periodista entró al pueblo de Downieville el Día de la Independencia, y se encontró en medio de la celebración encabezada por un candidato a senador y regada con un río de alcohol. Un minero ebrio se había introducido a viva fuerza en la habitación de Josefa y ella lo había rechazado clavándole su cuchillo de monte medio a medio en el corazón. A la hora en que llegó Jacob Freemont el cuerpo yacía sobre una mesa, cubierto con una bandera americana, y una muchedumbre de dos mil fanáticos enardecidos por el odio racial exigía la horca para Josefa. Impasible, la mujer fumaba su cigarrito como si el griterío no le incumbiera, con su blusa blanca manchada de sangre, recorriendo los rostros de los hombres con abismal desprecio, consciente de la incendiaria mezcla de agresión y deseo sexual que en ellos provocaba. Un médico se atrevió a hablar en su favor, explicando que había actuado en defensa propia y que al ejecutarla también mataban al niño en su vientre, pero la multitud lo hizo callar amenazándolo con colgarlo también. Tres doctores aterrados fueron llevados a viva fuerza para examinar a Josefa y los tres opinaron que no estaba encinta, en vista de lo cual el improvisado tribunal la condenó en pocos minutos. «Matar a estos
grasientos
a tiros no está bien, hay que darles un juicio justo y ahorcarlos con toda la majestad de la ley», opinó uno de los miembros del jurado. A Freemont no le había tocado ver un linchamiento de cerca y pudo describir en exaltadas frases cómo a las cuatro de la tarde quisieron arrastrar a Josefa hacia el puente, donde habían preparado el ritual de la ejecución, pero ella se sacudió altiva y avanzó sola hacia el patíbulo. La bella subió sin ayuda, se amarró las faldas en torno a los tobillos, se colocó la cuerda al cuello, se acomodó las negras trenzas y se despidió con un valiente
adiós señores
, que dejó al periodista perplejo y a los demás avergonzados. «Josefa no murió por culpable, sino por mexicana. Es la primera vez que linchan a una mujer en California. ¡Qué desperdicio, cuando hay tan pocas!», escribió Freemont en su artículo.
Siguiendo las huellas de Joaquín Murieta descubrió pueblos establecidos, con escuela, biblioteca, templo y cementerio; otros sin más signos de cultura que un burdel y una cárcel.
Saloons
había en cada uno, eran los centros de la vida social. Allí se Instalaba Jacob Freemont indagando y así fue construyendo con algunas verdades y un montón de mentiras la trayectoria —o la leyenda— de Joaquín Murieta. Los taberneros lo pintaban como un español maldito, vestido de cuero y terciopelo negro, con grandes espuelas de plata y un puñal al cinto, montado en el alazán más brioso que jamás habían visto. Decían que entraba impunemente con una sonajera de espuelas y su séquito de bandoleros, colocaba sus dólares de plata sobre el mesón y ordenaba una ronda de tragos para cada parroquiano. Nadie se atrevía a rechazar el vaso, hasta los hombres más corajudos bebían callados bajo la mirada relampagueante del villano. Para los alguaciles, en cambio, nada había de rumboso en el personaje, se trataba sólo de un vulgar asesino capaz de las peores atrocidades, que había logrado escabullirse de la justicia porque lo protegían los
grasientos
. Los chilenos lo creían uno de ellos, nacido en un lugar llamado Quillota, decían que era leal con sus amigos y jamás olvidaba pagar los favores recibidos, por lo mismo era buena política ayudarlo; pero los mexicanos juraban que provenía del estado de Sonora y era un joven educado, de antigua y noble familia, convertido en malhechor por venganza. Los tahúres lo consideraban experto en
monte
, pero lo evitaban porque tenía una suerte loca en las barajas y un puñal alegre que ante la menor provocación aparecía en su mano. Las prostitutas blancas se morían de curiosidad, pues se rumoreaba que aquel mozo, guapo y generoso, poseía una incansable pinga de potro; pero las hispanas no lo esperaban: Joaquín Murieta solía darles propinas inmerecidas, puesto que jamás utilizaba sus servicios, permanecía fiel a su novia, aseguraban. Lo describían de mediana estatura, cabello negro y ojos brillantes como tizones, adorado por su banda, irreductible ante la adversidad, feroz con sus enemigos y gentil con las mujeres. Otros sostenían que tenía el aspecto grosero de un criminal nato y una cicatriz pavorosa le atravesaba la cara; de buen mozo, hidalgo o elegante, nada tenía. Jacob Freemont fue seleccionando las opiniones que se ajustaban mejor a su imagen del bandido y así fue reflejándolo en sus escritos, siempre con suficiente ambigüedad como para retractarse en caso de que alguna vez se topara cara a cara con su protagonista. Anduvo de alto a bajo durante los cuatro meses del verano sin encontrarlo por parte alguna, pero con las diversas versiones construyó una fantástica y heroica biografía. Como no quiso admitirse derrotado, en sus artículos inventaba breves reuniones entre gallos y medianoche, en cuevas de las montañas y en claros del bosque. Total ¿quién iba a contradecirlo? Hombres enmascarados lo conducían a caballo con los ojos vendados, no podía identificarlos pero hablaban español, decía. La misma fervorosa elocuencia que años antes empleaba en Chile para describir a unos indios patagones en Tierra del Fuego, donde nunca había puesto los pies, ahora le servía para sacar de la manga a un bandolero imaginario. Se fue enamorando del personaje y acabó convencido de que lo conocía, que los encuentros clandestinos en las cuevas eran reales y que el fugitivo en persona le había encargado la misión de escribir sus proezas, porque se consideraba el vengador de los españoles oprimidos y alguien debía asumir la tarea de dar a él y a su causa el lugar correspondiente en la naciente historia de California. De periodismo había poco, pero de literatura había suficiente para la novela que Jacob Freemont planeaba escribir ese invierno.
Al llegar a San Francisco un año antes, Tao Chi'en se dedicó a establecer los contactos necesarios para ejercer su oficio de
zhong yi
por unos meses. Tenía algo de dinero, pero pensaba triplicarlo rápidamente. En Sacramento la comunidad china contaba con unos setecientos hombres y nueve o diez prostitutas, pero en San Francisco habían miles de clientes potenciales. Además, tantos barcos cruzaban constantemente el océano, que algunos caballeros enviaban sus camisas a lavar a Hawái o a China porque en la ciudad no había agua corriente, eso le permitía encargar sus yerbas y remedios a Cantón sin ninguna dificultad. En esa ciudad no estaría tan aislado como en Sacramento, allí practicaban varios médicos chinos con quienes podría intercambiar pacientes y conocimientos. No planeaba abrir su propio consultorio, porque se trataba de ahorrar, pero podía asociarse con otro
zhong yi
ya establecido. Una vez que se hubo instalado en un hotel, partió a recorrer el barrio, que había crecido en todas direcciones como un pulpo. Ahora era una ciudadela con edificios sólidos, hoteles, restaurantes, lavanderías, fumaderos de opio, burdeles, mercados y fábricas. Donde antes sólo se ofrecían artículos de pacotilla, se alzaban tiendas de antigüedades orientales, porcelanas, esmaltes, joyas, sedas y marfiles. Allí acudían los ricos comerciantes, no sólo chinos, también americanos que compraban para vender en otras ciudades. Se exhibía la mercadería en abigarrado desorden, pero las mejores piezas, aquellas dignas de entendidos y coleccionistas, no estaban expuestas a la vista, se mostraban en la trastienda sólo a los clientes serios. En cuartos ocultos algunos locales albergaban garitos donde se daban cita jugadores audaces. En esas mesas exclusivas, lejos de la curiosidad del público y el ojo de las autoridades, se apostaban sumas extravagantes, se hacían negocios turbios y se ejercía el poder. El gobierno de los americanos nada controlaba entre los chinos, que vivían en su propio mundo, en su lengua, con sus costumbres y sus antiquísimas leyes. Los
celestiales
no eran bienvenidos en ninguna parte, los gringos los consideraban los más abyectos entre los indeseables extranjeros que invadían California y no les perdonaban que prosperaran. Los explotaban como podían, los agredían en la calle, les robaban, les quemaban las tiendas y las casas, los asesinaban con impunidad, pero nada amilanaba a los chinos. Operaban cinco
tongs
que se repartían a la población; todo chino al llegar se incorporaba a una de estas hermandades, única forma de protección, de conseguir trabajo y de asegurar que a su muerte el cuerpo seria repatriado a China. Tao Chi'en, quien había eludido asociarse a un
tong
, ahora debió hacerlo y escogió el más numeroso, donde se afiliaba la mayoría de los cantoneses. Pronto lo pusieron en contacto con otros
zhong yi
y le revelaron las reglas del juego. Antes que nada, silencio y lealtad: lo que sucedía en el barrio quedaba confinado a sus calles. Nada de recurrir a la policía, ni siquiera en caso de vida o muerte; los conflictos se resolvían dentro de la comunidad, para eso estaban los
tongs
. El enemigo común eran siempre los
fan güey
. Tao Chi'en se encontró de nuevo prisionero de las costumbres, las jerarquías y las restricciones de sus tiempos en Cantón. En un par de días no quedaba nadie sin conocer su nombre y empezaron a llegarle más clientes de los que podía atender. No necesitaba buscar un socio, decidió entonces, podía abrir su propio consultorio y hacer dinero en menos tiempo del imaginado. Alquiló dos cuartos en los altos de un restaurante, uno para vivir y otro para trabajar, colgó un letrero en la ventana y contrató a un joven ayudante para pregonar sus servicios y recibir a los pacientes. Por primera vez utilizó el sistema del doctor Ebanizer Hobbs para seguir la pista de los enfermos. Hasta entonces confiaba en su memoria y su intuición, pero dado el creciente número de clientes, inició un archivo para anotar el tratamiento de cada cual.
Una tarde a comienzos del otoño se presentó su ayudante con una dirección anotada en un papel y la demanda de presentarse lo antes posible. Terminó de atender a la clientela del día y partió. El edificio de madera, de dos pisos, decorado con dragones y lámparas de papel, quedaba en pleno centro del barrio. Sin mirar dos veces supo que se trataba de un burdel. A ambos lados de la puerta había ventanucos con barrotes, donde asomaban rostros infantiles llamando en cantonés: «Entre aquí y haga lo que quiera con niña china muy bonita.» Y repetían en un inglés imposible, para beneficio de visitantes blancos y marineros de todas las razas: «dos por mirar, cuatro por tocar, seis por hacerlo», a tiempo que mostraban unos pechitos de lástima y tentaban a los pasantes con gestos obscenos que, viniendo de aquellas criaturas, eran una trágica pantomima. Tao Chi'en las había visto muchas veces, pasaba a diario por esa calle y los maullidos de las
sing song girls
lo perseguían, recordándole a su hermana. ¿Qué sería de ella? Tendría veintitrés años, en el caso improbable de seguir viva, pensaba. Las prostitutas más pobres entre las pobres empezaban muy temprano y rara vez alcanzaban los dieciocho años; a los veinte, si habían tenido la mala suerte de sobrevivir, ya eran ancianas. El recuerdo de esa hermana perdida le impedía recurrir a los establecimientos chinos; si el deseo no lo dejaba en paz, buscaba mujeres de otras razas. Le abrió la puerta una vieja siniestra con el pelo renegrido y las cejas pintadas con dos rayas a carbón, que lo saludó en cantonés. Una vez aclarado que pertenecían al mismo
tong
, lo condujo al interior. A lo largo de un corredor maloliente vio los cubículos de las muchachas, algunas estaban atadas a las camas con cadenas en los tobillos. En la penumbra del pasillo se cruzó con dos hombres, que salían ajustándose los pantalones. La mujer lo llevó por un laberinto de pasajes y escaleras, atravesaron la manzana completa y descendieron por unos carcomidos escalones hacia la oscuridad. Le indicó que esperara y por un rato que le pareció interminable, aguardó en la negrura de aquel agujero, oyendo en sordina el ruido de la calle cercana. Sintió un chillido débil y algo le rozó un tobillo, lanzó una patada y creyó haberle dado a un animal, tal vez una rata. Volvió la vieja con una vela, y lo guió por otros pasillos tortuosos hasta una puerta cerrada con candado. Sacó la llave del bolsillo y forcejeó con la cerradura hasta abrirlo. Levantó la vela y alumbró un cuarto sin ventanas, donde por único mueble había una litera de tablas a pocas pulgadas del suelo. Una oleada fétida les dio en la cara y debieron cubrirse la nariz y la boca para entrar. Sobre la litera había un pequeño cuerpo encogido, un tazón vacío y una lámpara de aceite apagada.
—Revísela —le ordenó la mujer.
Tao Chi'en volteó el cuerpo y comprobó que ya estaba rígido. Era una niña de unos trece años, con dos patacones de rouge en las mejillas, los brazos y las piernas marcados de cicatrices. Por toda vestidura llevaba una delgada camisa. Era evidente que estaba en los huesos, pero no había muerto de hambre o de enfermedad.
—Veneno —determinó sin vacilar.
—¡No me diga! —rió la mujer, como si hubiera oído la cosa más graciosa.
Tao Chi'en debió firmar un papel declarando que la muerte se debía a causas naturales. La vieja se asomó al pasillo, dio un par de golpes en un pequeño gong y pronto apareció un hombre, metió el cadáver en un saco, se lo echó al hombro y se lo llevó sin decir palabra, mientras la alcahueta colocaba veinte dólares en la mano del
zhong yi
. Luego lo condujo por otros laberintos y lo depositó finalmente ante una puerta. Tao Chi'en se encontró en otra calle y le costó un buen rato ubicarse para regresar a su vivienda.