—Ten cuidado —gruñó Brimstone—. ¿No sabes lo valiosos que son?
—Por supuesto que sí, he pagado por ellos.
—Ese es el valor de los
humanos
, tan idiotas que los trocearían para tallar chucherías y baratijas.
—¿Y qué harás tú con ellos? —preguntó Karou. Pronunció aquellas palabras con tono despreocupado, como si Brimstone fuera a descuidarse y a revelarle, al fin, el mayor de los misterios: qué demonios
hacía
con todos aquellos dientes.
Él le devolvió una mirada cansada, como diciendo: «Buen intento».
—¿Qué? Tú has sacado el tema. Y no, no conozco el valor
inhumano
de los colmillos de elefante. No tengo ni idea.
—Muy por encima de su precio —Brimstone empezó a cortar la cinta adhesiva con un cuchillo curvo.
—Entonces fue una suerte que llevara algunos
scuppies
—comentó Karou dejándose caer en la silla que acababa de abandonar Bain—. De lo contrario, tus inestimables colmillos habrían caído en manos de otro postor.
—¿A qué te refieres?
—No me diste suficiente dinero. Y aquel desgraciado criminal de guerra no dejaba de pujar y, bueno, no estoy
segura
de que fuera un criminal de guerra, pero tenía cierto aire indefinible de
criminalidad
, y me di cuenta de que estaba dispuesto a conseguir los colmillos, así que… Tal vez no debería haberlo hecho, ya que tú no apruebas mi… mezquindad, ¿fue esa la palabra que utilizaste? —sonrió con dulzura y balanceó las cuentas restantes de su collar, reducido a poco más que un brazalete.
Había empleado con el hombre el mismo truco que con Kaz, una incesante arremetida de picores comprometidos hasta que abandonó la sala. Seguramente Brimstone estaba al corriente; lo sabía todo. A Karou le hubiera gustado que se lo agradeciera. En vez de eso, Brimstone tiró una moneda sobre la mesa.
Un miserable
shing.
—¿Eso es todo? ¿He arrastrado esas cosas por todo París a cambio de un
shing
, mientras que el barbudo se larga con dos
gavriels
?
Brimstone la ignoró y extrajo los colmillos de su mortaja. Twiga acudió a consultarle algo e intercambiaron unas palabras en voz baja, en su propio idioma, que Karou había aprendido desde la cuna de forma natural, no mediante un deseo. Era un idioma áspero, con gruñidos y abundantes fricativas, y una pronunciación en su mayoría gutural. En comparación, incluso el alemán y el hebreo sonaban melodiosos.
Mientras ellos discutían sobre la configuración de los dientes, Karou comenzó a rellenar su hilera de deseos casi inútiles con los
scuppies
guardados en tazas de té, con los que formó un brazalete de varias vueltas. Twiga trasladó los colmillos hasta su rincón para limpiarlos, y Karou pensó en marcharse a casa.
Casa
. Aquella palabra siempre aparecía entrecomillada en su mente. Se había esforzado para que su piso mostrara un aspecto acogedor, decorándolo con obras de arte, libros, lámparas ornamentales, una alfombra persa tan ligera como una piel de lince y, por supuesto, sus alas de ángel, que ocupaban toda una pared. Sin embargo, resultaba imposible rellenar su verdadero vacío: la respiración de Karou era la única que agitaba el aire. Cuando estaba sola, el hueco de su interior, aquella
carencia
, como ella lo definía, parecía crecer. Incluso la relación con Kaz le había permitido contener la sensación, aunque no lo suficiente. Nunca lo suficiente.
Recordó su pequeña cuna, colocada detrás de las altas estanterías de libros en la parte trasera de la tienda, y deseó poder acostarse en ella esa noche. Así se quedaría dormida como antes, escuchando los murmullos, los ondulantes movimientos de Issa, los crujidos de las pequeñas criaturas que correteaban entre las sombras.
—Mi dulce niña —Yasri salió de la cocina con una bandeja de té. Junto a la tetera había un plato con su especialidad: galletas en forma de cuerno rellenas de crema—. Debes de estar hambrienta —afirmó con voz de loro. Y mirando de reojo a Brimstone, añadió—: No es sano para una chica que está creciendo andar siempre a la carrera de acá para allá, sin descansar un instante.
—Esa soy yo, la chica que va de acá para allá —afirmó Karou. Cogió una galleta y se dejó caer en la silla para comérsela.
Brimstone la miró y luego respondió a Yasri:
—Y supongo que alimentarse a base de galletas sí será sano para una chica que está creciendo.
Yasri se quejó.
—Estaría encantada de prepararle una buena comida si te dignaras a avisarme, enorme bruto —se volvió hacia Karou y dijo—: Estás demasiado delgada, cariño. No te favorece.
—Así es —confirmó Issa acariciando el pelo de Karou—. Debería ser un leopardo, ¿no crees? Elegante y perezoso, con la piel caliente por el sol, y no demasiado flaco. Una chica-leopardo bien alimentada, lamiendo crema de un cuenco.
Karou sonrió y mordió la galleta. Yasri sirvió el té al gusto de cada uno, lo que implicaba cuatro azucarillos en el de Brimstone. Después de todos aquellos años, Karou seguía encontrando divertido que el Traficante de Deseos fuera goloso. Lo observó inclinado sobre su infinito trabajo, enfilando dientes para hacer collares.
—
Oryx leucoryx
—Karou identificó la especie del diente que Brimstone acababa de elegir de la bandeja.
No parecía impresionado.
—Los antílopes son un juego de niños.
—Entonces, pásame uno más complicado.
Brimstone eligió un diente de tiburón y Karou recordó las horas que de niña había pasado sentada junto a él, aprendiendo todo sobre los dientes.
—Marrajo —dijo.
—¿De aleta larga o corta?
—Vaya. Déjame pensar —permaneció inmóvil, sujetando el diente entre los dedos pulgar e índice. Brimstone había comenzado a enseñarle este arte de pequeña, así que era capaz de leer el origen y el estado de los dientes en sus vibraciones más sutiles.
—Corta —afirmó.
Brimstone lanzó un gruñido, que en él era lo más parecido a un elogio.
—¿Sabías que los fetos de tiburón mako se devoran entre sí en el vientre de su madre? —le preguntó Karou.
Issa, que estaba acariciando a Avigeth, lanzó un silbido de disgusto.
—Es cierto. Solo los fetos caníbales llegan a nacer. ¿Te imaginas que las personas hicieran lo mismo? —Karou colocó los pies sobre el escritorio, pero los retiró inmediatamente al notar la mirada sombría de Brimstone.
Envuelta por el cálido ambiente de la tienda, Karou comenzó a adormecerse y sintió la llamada de su pequeña cuna, escondida en un rincón, y del edredón que Yasri le había confeccionado, tan suave por los años de uso.
—Brimstone —musitó dudosa—, ¿podría…?
De repente, un ruido sordo, violento.
—Qué susto —exclamó Yasri chasqueando el pico con agitación mientras recogía los utensilios de la merienda.
Era la puerta trasera de la tienda.
Al fondo, tras la zona de trabajo de Twiga, en un oscuro rincón jamás iluminado por farol alguno, existía una segunda puerta. Karou nunca la había visto abierta, por lo que desconocía lo que ocultaba.
De nuevo se escuchó el ruido, esta vez tan fuerte que sacudió los dientes en sus tarros. Brimstone se levantó. Karou sabía lo que esperaba de ella —que se levantara también y se marchara inmediatamente—; sin embargo, se arrellanó en la silla.
—Deja que me quede —suplicó—. Estaré en silencio. Volveré a mi cuna. No miraré…
—Karou —dijo Brimstone—. Conoces las reglas.
—Odio las reglas.
Brimstone dio un paso hacia ella, dispuesto a arrancarla de su asiento si no obedecía, pero Karou se puso en pie de un salto, con las manos levantadas en actitud de rendición.
—Vale, vale.
Se enfundo el abrigo, con el estruendo de fondo, y cogió otra galleta de la bandeja de Yasri antes de que Issa la condujera al vestíbulo. La puerta se cerró tras ellas, alejándolas de cualquier sonido.
Ni siquiera se tomó la molestia de preguntar a Issa quién estaba tras la puerta, ya que ella nunca revelaba los secretos de Brimstone. Sin embargo, con cierta pena, comentó:
—Estaba a punto de preguntarle a Brimstone si podría dormir en mi antigua cuna.
Issa se inclinó para besarle la mejilla y dijo:
—Mi dulce niña, sería estupendo. Podemos quedarnos aquí, como cuando eras pequeña.
Claro que sí. Cuando Karou no tenía edad suficiente para aventurarse sola por las calles del mundo, Issa la había escondido allí. En ocasiones, habían permanecido agazapadas durante
horas
en aquel espacio diminuto, e Issa la había distraído cantando, dibujando —de hecho, fue ella quien la inició en el dibujo— o coronándola con serpientes venenosas, mientras Brimstone se enfrentaba dentro a lo que fuera que merodeara tras la otra puerta.
—Puedes volver a entrar —continuó Issa—, pero después.
—No importa —suspiró Karou—. Ya me marcho.
Issa le apretó el brazo y musitó:
—Que tengas dulces sueños, cariño.
Karou encorvó los hombros y se internó en la fría ciudad. Mientras caminaba, los relojes de Praga comenzaron a disputarse las campanadas de medianoche, y aquel largo y aciago lunes terminó por fin.
LAS PUERTAS DEL DIABLO
De pie, al borde de una azotea de Riad, Akiva contemplaba una puerta en la calle que había bajo sus pies. Era tan normal como las demás, pero él sabía lo que ocultaba. Podía sentir su penetrante halo de magia como un dolor detrás de los ojos.
Se trataba de uno de los portales del diablo al mundo de los humanos.
Extendió sus enormes alas, visibles únicamente en su sombra, y descendió hasta la calle provocando una lluvia de chispas al posarse en el suelo. Un barrendero lo vio y cayó de rodillas, pero Akiva lo ignoró y se colocó frente a la puerta, agarrando con firmeza la empuñadura de su espada. Deseaba profundamente desenvainarla y entrar como un vendaval en la tienda de Brimstone para acabar con todo de forma sangrienta; sin embargo, sabía que los portales estaban protegidos con magia y que no debía intentarlo, así que se concentró en su misión.
Extendió la mano y la colocó sobre la puerta. Se produjo un suave resplandor y olor a quemado, y cuando la retiró, su huella había quedado grabada en la madera.
Eso era todo, de momento.
Se volvió y se alejó entre la gente, que le abría paso apartándose contra las paredes.
Desde luego, no veían su aspecto real. Un hechizo ocultaba sus alas de fuego y podría haber pasado por un ser humano, aunque no lo estaba consiguiendo del todo. A los ojos de la gente era un hombre joven, alto y guapo —con una sobrecogedora belleza difícil de encontrar en la vida real— que deambulaba entre ellos con la elegancia de un predador, prestándoles tan poca atención como si fueran estatuas en un jardín de dioses. De su cintura colgaba una espada, y llevaba la camisa remangada, dejando al descubierto sus antebrazos bronceados y musculosos. Sus manos tenían un aspecto curioso, surcadas por cicatrices blanquecinas y tatuajes de tinta negra —meras líneas repetidas en la parte superior de los dedos—.
Tenía el pelo oscuro y casi rapado, con entradas que afilaban la línea de la frente. Su piel dorada aparecía más oscura en los planos de la cara —los pómulos, la frente, el caballete de la nariz—, como si viviera empapado en una intensa luz color miel.
Su belleza resultaba intimidante, y parecía difícil imaginarlo con una sonrisa en los labios. De hecho, Akiva no sonreía desde hacía muchos años, y no podía imaginar que volviera a hacerlo otra vez.
Pero todos estos detalles quedaban reducidos a meras impresiones fugaces. Lo que empujaba a la gente a detenerse a su paso eran sus ojos.
Eran de color ámbar, como los de un tigre, y al igual que los de ese animal aparecían perfilados en negro —el negro de sus espesas pestañas y el del kohl, que convertían sus iris dorados en haces de luz—. Eran puros y luminosos, cautivadores y de una belleza dolorosa; sin embargo, les
faltaba
algo. Tal vez la humanidad, esa capacidad de mostrar benevolencia a la que los hombres, sin ironía, han dado su nombre. Al doblar una esquina, una anciana se interpuso en su camino y Akiva lanzó toda la intensidad de su mirada sobre ella, arrancándole un grito ahogado.
Había fuego en sus ojos, y la mujer creyó que su cuerpo comenzaría a arder.
Jadeó y tropezó, y él extendió una mano para sujetarla. Notó calor y cuando pasó junto a ella, sus alas invisibles la rozaron. Surgieron chispas y la anciana quedó boquiabierta, paralizada por el pánico, mientras él se alejaba. Vio claramente cómo unas alas se desplegaban en su sombra al tiempo que él desaparecía, con una ráfaga de calor que le arrancó el pañuelo de la cabeza.
En un instante, Akiva había ascendido hasta el éter, sin percibir apenas las punzadas de los cristales de hielo que flotaban en el aire enrarecido. Deshizo el hechizo que ocultaba sus alas, convirtiéndolas en sábanas de fuego que azotaban la oscuridad del cielo. Se desplazaba a gran velocidad, en dirección a otra ciudad humana donde encontrar una nueva puerta revestida con la magia del diablo, y después de esa, otra, hasta que todas mostraran la huella negra de su mano.
En otros rincones del mundo, Hazael y Liraz cumplían la misma tarea. Y una vez que todas las puertas estuvieran marcadas, sería el principio del fin.
Y comenzaría con fuego.
LA CHICA QUE VA DE ACÁ PARA ALLÁ
Karou conseguía normalmente mantener sus dos vidas en equilibrio. Por un lado, era una joven de diecisiete años que estudiaba arte en Praga; por otro, la chica de los recados de una criatura no humana que era lo más parecido que tenía a una familia. Se había dado cuenta de que, a grandes rasgos, disponía de tiempo suficiente a lo largo de la semana para ambas vidas. Si no todas las semanas, la mayoría.
Y esta se estaba convirtiendo en una semana complicada.
El martes, estaba todavía en clase cuando Kishmish se posó en el alféizar de la ventana y golpeó el cristal con el pico. La nota que portaba era más breve incluso que la del día anterior y decía únicamente: «Ven». Karou acudió a la tienda, aunque, de haber sabido el lugar al que Brimstone pensaba enviarla, no lo habría hecho.
El mercado de animales de Saigón era uno de los lugares que más detestaba en el mundo. Allí, todos los cachorros de gato, pastores alemanes, murciélagos, osos malayos y langures que se exponían en jaulas no se vendían como mascotas, sino como
alimento
. La madre de un carnicero, una vieja bruja, iba recopilando dientes en una urna funeraria, y Karou acudía a recogerlos cada ciertos meses, cerrando el trato con un amargo trago de vino de arroz que le formaba un nudo en el estómago.