Hermoso Final (8 page)

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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

BOOK: Hermoso Final
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Pero justo cuando todo parecía imposible, pensé en Amma. Pensé en lo mucho que deseaba entrar en mi casa hasta el punto de que casi podía saborearlo, como un buen plato del estofado de Amma. Pensé en lo mucho que la echaba de menos, y en cómo deseaba abrazarla, escuchar uno de sus sermones y deshacer el lazo de su delantal, como había hecho toda mi vida.

En el momento en que todos esos pensamientos tomaron forma en mi mente, mis pies empezaron a zumbar. Bajé la vista pero no pude verlos. Me sentía como si hubiera echado una pastilla efervescente en un vaso de agua, como si todo a mi alrededor estuviera burbujeando y siseando.

Y luego desaparecí.

* * *

Me encontraba de pie en el túnel, justo frente a la
Temporis Porta
. La vieja puerta tenía el mismo aspecto prohibido en la muerte del que había tenido en vida, y me sentí feliz al dejarla atrás mientras me abría paso a través del túnel hacia Wate’s Landing. Sabía adónde me dirigía incluso en la oscuridad.

Corrí todo el camino hasta casa.

Y no me detuve hasta atravesar la puerta de la despensa, subir la escalerilla y llegar a la cocina. Una vez superado el problema de la sal y los saquitos de hechizos, los muros no parecían un problema, o no uno muy grande.

Era como presenciar una de las interminables sesiones de diapositivas de las Hermanas, y encontrarte frente a la pantalla contemplando la centésima foto de un trasatlántico, para, de pronto, bajar la vista y descubrir que el barco está pasando por encima de ti. Ésa es la sensación que me transmitía la pared. Una especie de proyección, tan irreal como una fotografía de alguien en su crucero a las Bahamas.

Amma no levantó la vista cuando me acerqué. Los tablones no crujieron por primera vez en la vida, lo que me hizo pensar en las miles de veces que aquello me hubiera venido bien —cuando intentaba salir furtivamente de casa por la puerta de la cocina, lejos de los vigilantes ojos de Amma. Era como esperar un milagro, e incluso así casi nunca funcionaba.

Habría sido estupendo poder echar mano de algunas habilidades de los Sheer cuando estaba vivo. Ahora daría cualquier cosa porque alguien supiera que estaba ahí. Es curioso cómo funcionan las cosas. Como suele decirse, supongo que tienes que tener mucho cuidado con lo que realmente deseas.

Entonces me detuve en seco. Bueno, lo que realmente me paralizó fue el olor que salía del horno.

Porque la cocina olía como el cielo, o al menos de la forma que debería oler el cielo, dado que últimamente no dejaba de pensar en él. Los dos mejores olores de la tierra. La chuleta de cerdo con salsa Carolina Gold era uno de ellos. Habría reconocido la famosa mezcla de mostaza dorada y salsa barbacoa de Amma en cualquier parte, por no mencionar el cerdo cocinado a fuego lento, que se deshacía al más mínimo roce del tenedor.

El otro olor era a chocolate. Pero no un chocolate cualquiera, sino el más espeso y oscuro de los alrededores, lo que significaba que Amma estaba preparando su tarta de chocolate, mi favorita entre todos sus postres. Aquella que nunca hacía para los concursos, ferias o incluso para familiares que se la pedían, porque sólo era para mí, por mi cumpleaños, cuando sacaba buenas notas o tenía un mal día.

Era mi tarta, igual que la de merengue de limón era la del tío Abner.

Me desplomé en la silla que tenía más cerca frente a la mesa, con la cabeza apoyada en las manos. No obstante, esa tarta no era para que yo la comiera. Era una ofrenda. Algo que llevar a Greenbrier y dejar en mi tumba.

La idea de esa tarta de chocolate abandonada sobre la tierra húmeda junto a la pequeña cruz de madera hizo que se me revolviera el estómago.

Mi situación era peor que estar muerto.

Me había convertido en uno de los Antepasados, aunque sin ninguno de sus poderes.

El cronómetro con forma de huevo sonó, y Amma apartó su silla, pinchando la aguja en el saquito una última vez y dejándolo caer sobre la mesa.

—No queremos que tu pastel se seque, ¿no es cierto, Ethan Wate? —Amma se acercó a abrir la puerta del horno, y una ola de calor y aroma a chocolate irrumpió en la cocina. Se puso sus manoplas guateadas e introdujo las manos tan al fondo que creí que iba a incendiarse. Entonces sacó la tarta con un suspiro, prácticamente arrojándola sobre los quemadores.

—Será mejor dejar que se enfríe. No quiero que mi chico se queme la boca.

Lucille
, que había olfateado el olor a comida, apareció en la cocina. Con un ágil salto se subió a la mesa, como hacía siempre, para tener la mejor posición posible.

Cuando me vio ahí sentado, soltó un espantoso maullido. Sus ojos me fulminaron con la mirada, como si hubiera hecho algo terriblemente ofensivo.

Vamos,
Lucille
. ¡Que nos conocemos desde hace mucho!

—¿Qué pasa, vieja amiga? ¿Tienes algo que decir?

Lucille
volvió a maullar. Estaba tratando de llamar la atención de Amma. Al principio, pensé que sólo intentaba dar la lata. Pero luego comprendí que me estaba haciendo un favor.

Amma estaba escuchando. Más que escuchar, estaba escrutando y mirando por toda la habitación.

—¿Quién anda ahí?

Volví a mirar a
Lucille
y sonreí, alargando el brazo para rascarle la cabeza. Ella se enroscó bajo mi mano.

Amma barrió la cocina con su ojo de halcón.

—No te atrevas a entrar en mi casa. No quiero que tu espíritu merodee por aquí. Aquí no queda nada más que llevarse. Unas cuantas ancianas y corazones rotos nada más. —Extendió lentamente el brazo hacia la jarra que estaba sobre la encimera y agarró la Amenaza Tuerta.

Ahí estaba. Su arma letal, su todopoderosa cuchara de la justicia. El agujero en el centro parecía más que nunca un ojo que todo lo ve. Y no tuve duda de que podía ver, casi tan bien como Amma. Fuera el que fuese el estado en el que me encontraba, podía sentir con total nitidez que el objeto era extremadamente poderoso. Al igual que la sal, la cuchara parecía brillar, dejando una estela de luz cada vez que la ondeaba en el aire. Supongo que las cosas con energía podían adoptar todas las formas y tamaños imaginables. Y cuando se trataba de la Amenaza Tuerta, yo era el último en poner en duda los poderes que tenía.

Me revolví incómodo en la silla.
Lucille
me lanzó otra mirada, bufando. Estaba empezando a cansarme. Me dieron ganas de bufarle en su cara.

Estúpido gato. Ésta aún es mi casa,
Lucille Ball.

Amma miró en mi dirección, como si pudiera ver directamente dentro de mis ojos. Resultaba espeluznante comprobar lo cerca que estaba de intuir donde me encontraba. Levantó la cuchara por encima de los dos.

—Ahora escúchame. No me gusta que metas las narices en mi cocina, sin permiso. Así que o bien sales ahora mismo de mi casa, o te presentas, ¿me has oído? No pienso consentir que irrumpas en esta familia. Ya he tenido que soportar suficientes cosas.

No me quedaba mucho tiempo. A decir verdad, el olor del saquito con el hechizo me estaba poniendo malo, y no tenía demasiada experiencia en encantamientos, si es que podían llamarse así. Estaba completamente fuera de mis habilidades.

Miré fijamente la tarta de chocolate. No quería comerla, pero sabía que tenía que hacer algo con ella. Algo para que Amma entendiera, igual que había hecho con Lena y el botón de plata.

Cuanto más pensaba en la tarta, más claro veía lo que tenía que hacer.

Di un paso hacia Amma y su pastel, esquivando la agresiva cuchara, y planté mi mano en la tarta, con toda la fuerza que pude. No fue fácil, sentí como si estuviera intentando dejar mi huella en el cemento de Hollywood unos momentos antes de que éste se solidificara en la acera.

Pero aun así lo hice.

Arranqué un buen trozo de tarta de chocolate, dejando que ésta se desmoronara por un lado y su contenido se esparciera hasta el quemador. Incluso podría haberle dado un buen bocado, que era más o menos lo que parecía el agujero en el lateral de la tarta.

Un enorme y fantasmal mordisco.

—¡No! —gritó Amma, contemplándola fijamente con ojos abiertos como platos mientras con una mano sujetaba la cuchara y con la otra el delantal—. Ethan Wate, ¿eres tú?

Asentí, a pesar de que no podía verme. Sin embargo, algo debió de notar, porque dejó caer la cuchara y se desplomó en una silla frente a mí, permitiendo que las lágrimas afloraran a sus ojos, como un bebé al verse solo en el cuarto habilitado como guardería de la iglesia.

Conseguí escucharla a través de las lágrimas.

Era apenas un susurro, pero me llegó con tanta claridad como si estuviera gritando mi nombre.

—Mi chico.

Sus manos temblaban mientras se aferraba al borde de la vieja mesa. Puede que Amma fuera una de las mejores Videntes de las tierras bajas, pero también era una Mortal.

Y yo me había convertido en otra cosa.

Posé mis manos sobre las suyas, y hubiera podido jurar que deslizó sus dedos entre los míos. Estaba acunándose ligeramente en la silla, igual que hacía cuando cantaba un himno que le gustaba o estaba a punto de terminar un crucigrama especialmente difícil.

—Te echo de menos, Ethan Wate. Más de lo que imaginas. No soy capaz de hacer mis crucigramas. No puedo recordar cómo hacer el estofado. —Se pasó una mano por los ojos, dejándola sobre la frente como si tuviera dolor de cabeza.

Yo también te echo de menos, Amma.

—No te vayas muy lejos de aquí, todavía no. ¿Me has oído? Tengo un par de cosas que decirte, uno de estos días.

No lo haré.

Lucille
se lamió la pata, pasándola por encima de sus orejas. Bajó de la mesa y maulló una última vez. Luego empezó a caminar fuera de la cocina, deteniéndose solamente para mirarme. Podía escuchar lo que estaba diciendo con tanta claridad como si me estuviera hablando.

¿Y bien? Vienes de una vez. Me estás haciendo perder el tiempo, chico.

Me volví para abrazar a Amma, pasando mis largos brazos alrededor de su pequeña silueta, como había hecho tantas veces antes.

Lucille
se paró y ladeó la cabeza, esperando. Entonces hice lo que siempre hacía cuando se trataba de ella. Me levanté de la mesa y la seguí.

8
Botellas rotas

L
ucille
arañó la puerta del dormitorio de Amma, que se abrió ligeramente. Me deslicé por la abertura justo detrás del gato.

El dormitorio de Amma tenía mejor y peor aspecto que la última vez que lo había visitado, la noche en que salté del depósito de agua. Esa noche, los tarros de sal, las piedras del río y el polvo de tumbas —los ingredientes de muchos de los hechizos de Amma— faltaban de su lugar en las estanterías, junto con dos docenas, como mínimo, de botellas diferentes. Sus libros de «recetas» estaban desperdigados por el suelo, sin que hubiera un solo amuleto o muñeca a la vista.

La habitación era un reflejo del estado de ánimo de Amma, perdido y desesperado, de tal forma que me dolía recordarlo.

Pero hoy el cuarto presentaba un aspecto totalmente diferente, hasta donde yo podía apreciar, la atmósfera aún estaba inundada de lo que ella sentía en su interior, las cosas que no quería que nadie más viera. La puertas y las ventanas estaban cubiertas de amuletos, pero si bien los viejos talismanes de Amma eran tan efectivos como solían, éstos parecían todavía mejores: había piedras intrincadamente dispuestas alrededor de la cama, pequeños haces de espino atados alrededor de las ventanas, sartas de cuentas decoradas con pequeños santos de plata y símbolos enlazados alrededor de los postes de la cama.

Se había tomado muchas molestias para mantener lo que fuera a raya.

Los frascos se apilaban igual a como recordaba, pero las estanterías ya no estaban vacías. Numerosas botellas rotas de cristal marrón, verde y azul se alineaban en ellas. Las reconocí de inmediato.

Eran las mismas del árbol de botellas de nuestro jardín delantero.

Seguramente Amma las había quitado. Tal vez ya no tuviera miedo de los malos espíritus. O puede que no quisiera atrapar a uno equivocado.

Las botellas estaban vacías, cada una tapada con su correspondiente corcho. Rocé una de las pequeñas, de un azul verdoso con una larga grieta en un lado. Lentamente, y con tanto esfuerzo como si estuviera empujando el Cacharro de Link colina arriba hasta Ravenwood en un día de verano, retiré el corcho de la boca de la botella, y la habitación empezó a desvanecerse…

* * *

El sol calentaba con fuerza, una húmeda bruma emergía del agua como un fantasma. Pero la pequeña niña con las trenzas bien peinadas sabía lo que pasaba. Los fantasmas estaban hechos de algo más que vapor y bruma. Eran tan reales como ella misma, esperando a que su anciana abuela o sus tías los llamaran. Y eran exactamente igual que los seres vivos.

Algunos eran amistosos, como las niñas que jugaban con ella a la rayuela o al juego de cordeles. Y otros eran odiosos, como el viejo que merodeaba alrededor del cementerio de Wader’s Creek siempre que tronaba. En cualquier caso, los espíritus podían ser atentos o muy irritables, dependiendo de su humor y de lo que tuvieras que ofrecer. Nunca estaba de más llevarles un regalo. Su retatarabuela se lo había enseñado.

La casa estaba justo en la cima de la colina, sobre el arroyo, como un desgastado faro azul que guiaba tanto a los muertos como a los vivos de vuelta a casa. Siempre había una vela encendida en la ventana en cuanto oscurecía, unas campanillas sobre la puerta, y una tarta de nueces sobre la mecedora por si acaso aparecía alguna visita, lo que sucedía muy a menudo.

La gente llegaba desde muy lejos para ver a Sulla, la Profetisa. Así es como llamaban a su retatarabuela, debido a sus numerosos auspicios que se hacían realidad. Algunas veces incluso dormían en el pequeño parterre de hierba delante de su casa, esperando su oportunidad para verla.

Pero, para la niña, Sulla era simplemente la mujer que le contaba historias y le había enseñado a hacer encaje y masa quebrada con mantequilla. La mujer con el gorrión que entraba volando por la ventana para posarse sobre su hombro, como si fuera la rama de un viejo roble.

Cuando alcanzó la puerta principal, la niña se detuvo, alisándose el vestido antes de entrar.

—¿Abuela?

—Estoy aquí, Amarie. —Su voz era suave y profunda. «Cielo y miel», decían los hombres de la ciudad.

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