Se encontró en un apuro cuando sacó la tarjeta de crédito, la miró y cayó en la cuenta de que no podía emplearla. Era la del teniente Vorkosigan, completamente dependiente de su paga de la embajada y plenamente comprometido en su actual misión. Quinn, a su lado, le miró por encima del hombro al ver su vacilación. Miles ladeó la tarjeta para que pudiera verla, oculta en su palma, y sus ojos se encontraron.
—Ah… no —reaccionó ella—. No, no —sacó su cartera.
«Tendría que haber preguntado el precio primero», pensó Miles mientras salían de la tienda llevando el molesto bulto en su elegante envoltorio de plástico plateado. El paquete, los había convencido por fin el vendedor, no requería agujeros de ventilación. Bueno, la piel le había encantado a Elli, y una oportunidad para encantar a Elli no era algo que perder por mera imprudencia (u orgullo) por su parte. Se la pagaría más tarde.
Pero ahora, ¿adónde ir para probarla? Miles trató de pensar mientras salían del centro comercial y se dirigían al acceso de tubo más cercano. No quería que la noche terminara. No sabía qué quería. No, sabía perfectamente bien lo que quería, sólo que no sabía si lograría obtenerlo.
Elli, sospechó, no sabía hasta dónde lo habían llevado sus pensamientos. Un poco de romance colateral era una cosa; el cambio de carrera que pensaba proponerle (bonita expresión, por cierto) daría un vuelco a su existencia. Elli, nacida en el espacio, que llamaba comedores de polvo a los que vivían en la superficie; Elli, que tenía planes propios para su carrera; Elli, que caminaba por tierra con el dudoso desdén de una sirena salida del agua. Elli era un país independiente. Una isla. Y él era un idiota y aquello no podía continuar sin ser resuelto mucho más tiempo o estallaría.
Una vista de la famosa luna de la Tierra, calculó Miles, era lo que necesitaban, preferiblemente brillando sobre el agua. El viejo río de la ciudad, por desgracia, era subterráneo en aquel sector. Había sido canalizado en tuberías arteriales por la explosión arquitectónica del siglo XXIII que había cubierto con una cúpula la mitad del paisaje no ocupado por torres deslumbrantes y arquitectura histórica preservada. Quietud, un lugar tranquilo y privado, no era algo fácil de encontrar en una ciudad de tantos millones de habitantes.
«La tumba es un lugar bonito y privado, pero nadie, creo, quiere allí abrazarse…» Los letales
flashbacks
de Dagoola habían remitido en las últimas semanas, pero éste lo cogió de improviso en un tubo elevador corriente que bajaba hasta el sistema de coches burbuja. Elli caía, arrancada de su torpe asidero por un sañudo vórtice (defecto de diseño en el sistema antigravedad), engullida por la oscuridad…
—¡Miles, ay! —se quejó Elli—. ¡Suéltame el brazo! ¿Qué pasa?
—Caemos —jadeó Miles.
—Claro que caemos, éste es el tubo de descenso. ¿Te encuentras bien? Deja que te mire las pupilas.
Se agarró a un asidero y se acercó a la pared del tubo, alejándose de la zona central de tráfico rápido. Los londinenses noctámbulos continuaban pasando ante ellos. El infierno se había modernizado, decidió Miles descabelladamente, y aquello era un río de almas perdidas que borboteaba hacia algún desagüe cósmico, más y más rápido.
Las pupilas de los ojos de ella eran grandes y oscuras…
—¿Se te dilatan o se te contraen cuando tienes esas extrañas reacciones a los medicamentos? —le preguntó ella, preocupada, el rostro a centímetros del suyo.
—¿Qué están haciendo ahora?
—Laten.
—Estoy bien —Miles tragó saliva—. La cirujana comprueba dos veces todo lo que me administra. Puede que me maree un poco, eso me dijo —no había soltado su asidero.
En el tubo de descenso, advirtió Miles de pronto, su diferencia de altura se anulaba. Flotaban cara a cara, sus botas colgando por encima de los talones de ella… ni siquiera necesitaba un cajón en el que subirse, ni tenía que arriesgarse a lastimarse el cuello. Por impulso, hundió los labios en los de ella. En su mente aulló durante una milésima de segundo un gemido de terror, como en el momento después de lanzarse desde las rocas a treinta metros de aguas claras que sabía heladas, después de haberse rendido a la gravedad pero antes de que las consecuencias lo envolvieran.
El agua era cálida, cálida… Ella abrió mucho los ojos, sorprendida. Miles vaciló, perdiendo su valioso ímpetu, y empezó a apartarse. Los labios de Elli se abrieron y enroscó un brazo en su nuca. Era una mujer atlética; la tenaza fue una inmovilización efectiva, no sujeta a las ordenanzas. Sin duda la primera vez que lo clavaban al suelo quería decir que había ganado. Devoró sus labios ansiosamente, besó sus mejillas, párpados, cejas, nariz, barbilla… ¿dónde estaba el dulce pozo de su boca? Ah, sí, allí… El grueso paquete que contenía la piel viva empezó a caer, rebotando tubo abajo. Una mujer que descendía los miró con mala cara, un adolescente que bajaba por el centro del tubo aplaudió e hizo gestos groseros y explícitos. El busca que Elli llevaba en el bolsillo sonó.
Torpemente, atraparon la piel y escaparon por la primera salida que encontraron. Pasaron a un andén de coches burbuja. Salieron tambaleándose al descubierto y se miraron, aturdidos. En un lunático instante, advirtió Miles, habían dado la vuelta a su relación de trabajo tan cuidadosamente mantenida. ¿Qué eran ahora? ¿Oficial y subordinada? ¿Hombre y mujer? ¿Amigos amantes? Tal vez fuese un error fatal.
Quizá fuese fatal de necesidad. Dagoola les había dado esa lección. La persona dentro del uniforme era más grande que el soldado, el hombre, más complejo que su papel. La muerte podía llevárselos a ambos al día siguiente y un universo de posibilidades, no sólo un oficial militar, se extinguiría. La habría besado de nuevo… maldición, si esa garganta de marfil hubiese seguido a su alcance…
La garganta de marfil emitió un gruñido de preocupación. Elli pulsó la tecla para abrir el canal del enlace seguro.
—¿Qué demonios…? No puedes ser tú, estás aquí. ¡Quinn al habla!
—¿Comandante Quinn? —la voz de Ivan Vorpatril sonaba débil pero clara—. ¿Está Miles con usted?
Miles frunció los labios en una mueca de frustración. El don de la oportunidad de Ivan era sobrenatural.
—Sí, ¿por qué? —preguntó Quinn al comunicador.
—Bueno, dígale que vuelva aquí inmediatamente. Tengo abierto un agujero en Seguridad para él, pero no podré mantenerlo así mucho más. Demonios, no conseguiré permanecer despierto más tiempo.
Una larga pausa que Miles interpretó como un bostezo surgió del enlace comunicador.
—Dios mío, no creí que fuera a conseguirlo —murmuró Miles. Agarró el comunicador—. ¿Ivan? ¿De verdad puedes colarme dentro sin que me vean?
—Durante unos quince minutos. Y he tenido que mandar todas las ordenanzas al infierno para hacerlo. Estoy reteniendo el puesto de guardia del tercer subnivel, donde se encuentran la energía municipal y las conexiones del alcantarillado. Puedo interrumpir la grabación vid y cortar la toma de tu entrada, pero sólo si vuelves antes que el cabo Veli. No me importa jugarme el cuello por ti, pero sí jugármelo por nada, ¿captas?
Elli estaba estudiando el pintoresco mapa holovid del sistema de tubotransporte.
—Puedes conseguirlo, creo.
—No servirá de nada…
Ella lo agarró por el codo y lo empujó hacia los coches burbuja. El firme brillo del deber nublaba la suave luz de sus ojos.
—Estaremos diez minutos más juntos por el camino.
Miles se frotó la cara mientras ella iba a comprar los billetes, tratando de obligarse a recuperar la racionalidad perdida. Vio su tenue reflejo mirándole desde la pared de espejo, ensombrecido por una columna, la cara enrojecida por la frustración y el terror. Cerró los ojos y luego volvió a mirar tras colocarse delante de la columna. De lo más desagradable: durante un segundo se había visto de nuevo llevando su uniforme verde barrayarés. Malditas fueran las píldoras. ¿Estaba su subconsciente tratando de decirle algo? Bueno, suponía que no estaría metido en verdaderos problemas hasta que un escáner cerebral tomado con sus dos uniformes distintos revelara dos pautas diferentes.
Al verse reflejado, la idea de pronto dejó de parecer graciosa.
Cuando regresó, abrazó a Quinn con sentimientos más complicados que el simple deseo sexual. Se robaron besos en el coche burbuja; más dolor que placer. Para cuando llegaron a su destino, Miles se encontraba en el estado físico de excitación más incómodo que recordaba. Seguro que toda la sangre había abandonado su cerebro para bajarle a la entrepierna, volviéndolo idiota de hipoxia y lujuria.
Ella lo dejó en el andén del distrito de las embajadas con un angustiado susurro de «¡Más tarde!». Sólo después de que el tubo se la hubiera tragado Miles se dio cuenta de que se había quedado la bolsa, que vibraba con un rítmico ronroneo.
—Lindo gatito.
Miles se la echó al hombro con un suspiro y empezó a caminar, cojeando, de vuelta a casa.
Despertó a la mañana siguiente sofocado por la ronroneante piel negra.
—Amistosa, ¿eh? —comentó Ivan.
Miles se liberó, escupiendo pelos. El vendedor había mentido: estaba claro que la bestia se nutría de personas, no de radiación. Las envolvía en secreto durante la noche y se las tragaba como una ameba: la había dejado a los pies de la cama, maldición. A millares de niños pequeños, que se escondían bajo las mantas para protegerse de los monstruos del armario, les esperaba una desagradable sorpresa.
Seguro que el vendedor de pieles cultivadas era un agente provocador asesino cetagandano…
Ivan, en ropa interior y con el cepillo de dientes asomando entre sus brillantes incisivos, se detuvo a pasar las manos por la seda negra, que onduló intentando arquearse con la caricia.
—Es sorprendente —la barbilla sin afeitar de Ivan se movió y el cepillo cambió de lado—. Dan ganas de frotártela por toda la piel.
Miles se imaginó a Ivan acariciando…
—¡Uf! —se estremeció—. Dios, ¿dónde hay café?
—Abajo. En cuanto te hayas vestido según las ordenanzas. Trata de que parezca al menos que has estado en cama desde ayer por la tarde.
Miles olió problemas al instante cuando Galeni lo llamó para que se presentara a solas en su despacho media hora después de empezado su turno de trabajo.
—Buenos días, teniente Vorkosigan —sonrió Galeni, con fingida amabilidad. La sonrisa falsa de Galeni era tan horrenda como encantadora la verdadera.
—Buenos días, señor —asintió Miles, cansado.
—Ya veo que se ha recuperado de su agudo ataque osteoinflamatorio.
—Sí, señor.
—Siéntese.
—Gracias, señor.
Miles se sentó, torpemente: no había tomado píldoras para el dolor esa mañana. Después de la aventura de la noche anterior, rematada por aquella inquietante alucinación en el metro, Miles las había tirado a la basura y anotado mentalmente que debía decirle a su cirujana que había otro medicamento más que podía tachar de su lista. Galeni bajó las cejas en un destello de duda. Luego sus ojos repararon en la mano vendada de Miles. Éste se rebulló en su asiento, y trató de esconderla disimuladamente a su espalda. Galeni sonrió con acritud y conectó el holovid.
—Esta mañana he encontrado un reportaje fascinante en las noticias locales —dijo Galeni—. Me ha parecido que le gustaría verlo también.
«Creo que preferiría caerme muerto en su alfombra, señor.» Miles no tenía ninguna duda de lo que se le avecinaba. Maldición, y sólo se había preocupado de que la embajada cetagandana lo encontrara.
La periodista de Euronews Network comenzó su introducción. Evidentemente, aquel fragmento había sido filmado un poco después, pues el incendio de la licorería moría al fondo. Cuando la imagen cambió al rostro chamuscado y dolorido del almirante Naismith, aún ardía alegremente.
—… desafortunado error. —Miles oyó toser su propia voz betana—. Prometo una completa investigación…
La toma de sí mismo y la desgraciada empleada rodando por la puerta en llamas fue sólo moderadamente espectacular. Lástima que no hubiera sido de noche, para aprovechar todo el esplendor de la pirotecnia. La asustada furia del rostro de Naismith en el holovid tuvo un leve eco en el de Galeni. Miles sintió cierta conmiseración. No era ningún placer mandar a subordinados que no seguían tus órdenes y se metían en peligrosas estupideces por su cuenta. Galeni no iba a alegrarse de aquel asunto.
La cuña de noticias terminó por fin, y Galeni pulsó el interruptor de apagado. Se arrellanó en el asiento y miró firmemente a Miles.
—¿Bien?
Los instintos de Miles le advirtieron de que aquél no era momento para hacerse el gracioso.
—Señor, la comandante Quinn me llamó a la embajada ayer por la tarde para que manejara esta situación porque yo era el oficial dendarii más cercano. Sus temores resultaron justificados. Mi rápida intervención impidió daños innecesarios, quizá muertes. Debo pedir disculpas por ausentarme sin permiso. Sin embargo, no lo lamento.
—¿Disculpas? —ronroneó Galeni, reprimiendo la ira—. Se marchó usted
sin permiso
, sin protección y desafiando directamente las órdenes recibidas. Me perdí el placer, evidentemente por cuestión de segundos, de que mi próximo informe al cuartel general de Seguridad fuera para preguntar adónde enviar su cuerpo calcinado. Lo más interesante de todo es que se las apañó usted, según parece, para entrar y salir de la embajada sin dejar ninguna huella en mis registros de seguridad. ¿Y piensa resolverlo todo con una disculpa? Creo que no, teniente.
Miles defendió lo único que podía.
—No iba sin guardaespaldas, señor. La comandante Quinn estuvo presente. No pretendo resolver nada.
—Entonces puede empezar explicando exactamente cómo salió, y entró, a través de mi red de seguridad sin que nadie lo advirtiera —Galeni se echó atrás en su asiento con los brazos cruzados, frunciendo ferozmente el ceño.
—Yo…
Aquí estaba el meollo del asunto. Quizá confesar fuese bueno para su alma, ¿pero debía delatar a Ivan?
—Salí con un grupo de invitados que se marchaba de la recepción, por la puerta pública principal. Como llevaba el uniforme dendarii, los guardias supusieron que era uno de ellos.
—¿Y el regreso?
Miles guardó silencio. Galeni necesitaba recabar todos los datos para reparar su red, pero entre otras cosas Miles no sabía exactamente cómo había manipulado Ivan los escáneres vid, por no mencionar al cabo de guardia. Se había tendido en la cama sin preguntar los detalles.