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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (60 page)

BOOK: Herejía
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—¿Adónde nos llevas? —le pregunté al guardia. —A casa de Mezentus.

—¿Estás loco? Aunque odio manchar su memoria, la verdad es que Mezentus recibió sobornos de Foryth.

—Es cierto, señor, pero su hija nunca estuvo de acuerdo con eso. Existe en su casa una habitación secreta de fácil acceso y buenas vías de escape. Además, no es probable que el Dominio os busque allí.

—Tiene sentido —comentó Palatina.

Concluí que el capitán de la guardia había sido eficiente, pero entonces me acosó un espantoso temor. ¿Cómo podía saber si me era leal? ¿Cómo verificar que no me traicionaría también? El capitán había servido fielmente a mi padre durante veinte años, pero lo mismo había hecho el camarero y sin duda también el encargado del puerto que pocos minutos atrás se había negado a impedir el desembarco de Etlae.

¿De qué posibilidades disponía para asegurarme?

Corrimos a lo largo de la calle y alcanzamos la puerta posterior de la vivienda de la familia Kuzawa. La puerta se abrió y entramos. El guardia regresó entonces a su cuartel para recibir nuevas órdenes. Noté que también la casa de esta familia parecía vacía.

Cuando se cerró la puerta, la hija de Mezentus, Ilda, se volvió hacia nosotros y se postró de rodillas ante mí, lo que me produjo una gran turbación.

—Mi señor, espero que mi familia te proteja y juro por Ranthas que yo permaneceré leal a ti.

No supe qué decir, pero cogí su mano y le indiqué con gentileza que se pusiera de pie.

—Gracias, Ilda.

Tenía los cabellos castaños y rizados, y un rostro vivaz e inteligente.

—Os mostraré dónde está la habitación secreta.

Ascendimos detrás de ella tres plantas de estrecha escalera artesonada y luego otra media planta. Entonces, Ilda presionó sobre uno de los paneles de cedro de las paredes del descansillo, que se deslizó dejando al descubierto una pequeña habitación sencillamente amueblada con un par de camas de reducidas dimensiones, una tina y una silla. De las paredes colgaban lámparas de éter y en un rincón había una diminuta ventana.

—¿Para qué sirve esta habitación? —pregunté, intrigado por conocer su propósito original.

—Mi abuelo mandó construirla cuando se levantó la casa para esconder el dinero. Luego mi tío la empleó para retozar con sus amantes y más tarde mi padre instaló estas camas por si recibía a visitantes que no deseaba que fuesen vistos. Ya no queda nadie más en mi familia que conozca su existencia. Ésta es la escalera posterior, que casi no se utiliza, conque podréis salir sin que nadie lo note. Haré lo posible para mantener al personal lejos de esta

parte. Lamento que debáis compartir la habitación, pero no puedo hacer nada al respecto.

Nos explicó dónde estaban todas las cosas y luego se fue por si la llamaba la nueva líder de la familia, que sin duda estaría despierta y querría saber qué sucedía.

Miré hacia el exterior por la estrecha ventana y— descubrí que daba a la calle principal, es decir, que cuando las tropas del Dominio avanzasen por la ciudad nuestro punto de observación sería privilegiado.

Llegaron unos veinte minutos después: eran dos pelotones de guerreros con casco y armadura. Unos vestían los colores blanco y carmesí propios de los sacri y los otros iban de verde y negro, distintivos de Khalaman. Debía de haber más soldados en otras partes de la ciudad,— una manta podía albergar a más de dos pelotones durante un viaje corto y, además, dos habrían sido muy pocos si el Dominio se hubiese visto forzado a enfrentarse con alguna resistencia.

Las farolas de éter de la calle daban apenas una luz difusa y fría, por lo que me fue imposible reconocer a nadie hasta que se acercó otro grupo portando antorchas. Unos diez o doce sacri a pie rodeaban a un conjunto de sacerdotes del Dominio vestidos de blanco y negro, con capuchas cubriendo sus rostros. Se me puso la piel de gallina al verlos caminar en silencio y de pronto me alegré de no haber permanecido en el palacio. Eran inquisidores.

Detrás de los inquisidores, un poco más tarde, avanzaron las tropas desarmadas de Lepidor. Los hombres de Lexan, radiantes de alegría, las conducían de regreso a sus cuarteles. Su aspecto era triste y abatido, pero no había nadie herido. Tal era el poder del Dominio: capaz de forzar a cientos de personas a traicionar sus juramentos de lealtad a su clan sin haber siquiera blandido una espada.

Por último pasó otro exiguo grupo de sacri escoltando a cuatro sacerdotes. Uno iba vestido con una túnica de una orden monástica, pero no pude reconocer cuál. Otro era un mago del Fuego. El tercero era una figura encapuchada cubierta por una túnica roja, cuyo rostro me resultó imposible distinguir. Algo en él me resultaba familiar, sin embargo, aunque no podía asegurar qué.

La cuarta era Etlae. Mientras pasaba, sentí detrás de mí el sonido de la agitada respiración de Palatina.

—¡Traidora! —murmuró—. ¡Menos mal que estaba de nuestro lado!

No agregué nada; apenas la miré cabalgar, sintiendo una indecible angustia. Una nueva traición. Tanais había estado en lo cierto: nadie era quien parecía ser. Me pregunté entonces de parte de quién estaría el propio Tanais, de parte de quién estaban todos los demás. Sin duda, no de mi parte.

—¿Queda alguien en quien podamos confiar? —le pregunté a Palatina. Ella, al menos, compartía mi sangre y yo le había salvado la vida en el salón la otra noche.

—No podemos confiar por completo en nadie. Confiamos en Hamílcar porque obtiene sus beneficios aquí. Tú conociste a Elassel en Pharassa, antes de que comenzase todo esto. Supongo que también podemos confiar en ella. Además, Elassel puede abrir puertas y cerraduras, lo que resultará útil. Sagantha... no estoy demasiado segura. No creo que nos traicione mientras la faraona siga en peligro. ¿Qué opinas de Tétricus?

—Creo que podemos contar con él —afirmé. Había sido mi amigo durante años y jamás me había defraudado, pero, dadas las circunstancias, dudaba incluso de su lealtad—. Creo que los oceanógrafos me ayudarán, ya que en cierto modo son herejes por su trabajo.

—Debemos reunir a toda esta gente en un único sitio y decidir qué haremos.

—Eso será difícil No es factible reunirnos aquí y no hay ningún otro lugar en la ciudad al que podamos ir.

—Cuando regrese Ilda le preguntaremos qué ha sucedido, quién ha sido arrestado. No creo que hayan detenido a Sagantha, a menos que toda esta trama sea mucho más seria todavía de lo que pensaba.

—Etlae envenenó al exarca cambresiano al inicio de todo esto —dije, recordando de pronto la conversación que había mantenido con Sarhaddon en el parque de Pharassa—. Quizá piense que puede salirse con la suya.

—Eso es evidente. Pero envenenar a un exarca es una cosa y arrestar abiertamente a un almirante es algo muy diferente. No creo que lo haga, al menos no por el momento. Intuyo que Sagantha seguirá libre, pero que el Dominio habrá dispuesto gente que siga sus pasos. Respecto a Hamílcar... no lo sé.

Media hora más tarde regresó Ilda, abriendo el panel de entrada tan de repente que los dos nos asustamos.

—Os pido disculpas —susurró. Llevaba en una mano una canasta que dejó sobre una cama—. Os he traído algo de comida, por si tenéis hambre.

—¿Qué ha sucedido? —la urgió Palatina.

—Esa bruja de Etlae y sus seguidores han tomado el palacio, los cuarteles y el puerto. No han dispuesto hombres junto a las murallas porque no parece preocuparlos el ataque de las tribus. Han arrestado a Atek, a todos los visitantes del Archipiélago con excepción de Sagantha, al comandante de la guardia y a todo el consejo.

—¿No han detenido a Hamílcar?

—¿Hamílcar? ¡Ah, lord Barca! No, él es libre de ir a donde quiera. Oí que Etlae había sido muy respetuosa con él.

Cuando nos contó todo lo que había podido averiguar (lo que no fue mucho, ya que Etlae había decretado el toque de queda) me puse a reflexionar al respecto. Sí, Hamílcar era un lord mercante, pero uno insignificante que probablemente quedaría arruinado como consecuencia de esta invasión. Entonces ¿por qué Etlae le había permitido partir y había sido tan amable con él? En seguida recordé que, según contó el propio Hamílcar, su tutor ocupaba un alto puesto en el Dominio. Ahora, Etlae estaba casi en la cima del Dominio y poseía un enorme poder. Para generar tanto respeto en ella, el tutor del mercader debía de ser de verdad muy importante. ¿Podíamos acaso seguir confiando en Hamílcar?

—Ah, una cosa más, antes de que me olvide —comentó Ilda cuando ya nos daba la espalda—. Lexan, la babosa, está con ellos. ¿Conque Lexan había acudido personalmente para supervisar su triunfo? ¿Estaban ya en Lepidor todos los instigadores del plan salvo lord Foryth?

—¡Tienes razón! —advirtió Palatina cuando se lo sugerí—. Todos están aquí a la vez. Eso implica que aún tenemos oportunidad. —¿Oportunidad de qué?

—De devolverles la jugada, de vencerlos en su propio juego. Entonces ¿dónde podríamos organizar un consejo de guerra? —Sería necesario informar a todos nuestros aliados, por no mencionar el hecho de reunirlos a todos bajo un mismo techo. No podemos pedirle a Ilda que se encargue de eso. Es demasiado peligroso. Especialmente contactar a gente como Elassel.

—Eres verdaderamente pesimista —dijo Palatina al tiempo que se levantaba de la cama donde había estado sentada y se me acercaba junto a la ventana—. El Dominio controla el palacio, los cuarteles y el puerto. No creo que estemos seguros en ningún lugar de la ciudad. Y estoy segura de que Hamílcar está siendo vigilado, incluso si Etlae y su gente se comportan amablemente con él.

—¿Hay algún sitio donde no puedan llegar los espías? ¿Un sitio donde den por sentado que nadie contactará con él?

Palatina guardó silencio por un instante, luego se volvió hacia mí sonriendo.

—Cathan, ¿qué te parece disfrutar de un poco más de natación? Lancé un gruñido.

La tarde siguiente, no bien oscureció, me coloqué de cuclillas, oculto detrás de un pequeño depósito, esperando el paso de una patrulla de sacri. Aunque la mayor parte defendía las tres zonas fundamentales (el palacio, el puerto y los cuarteles), así como el lugar donde se hallaban encarcelados los marinos del Archipiélago y los guardias navales, había el número suficiente de sacri rondando para complicar las cosas. Me había llevado unos veinte minutos atravesar el portal desde el barrio del palacio hasta el barrio del puerto, ya que dos guardias de Lexan revisaban a todo aquel que se acercase a las murallas y cuyo aspecto se pareciese al mío. Toda la ciudad había sido inundada de carteles prometiendo una recompensa digna de un rey para el que capturase al «hereje y adepto a la magia maléfica antes conocido como Cathan, conde de Lepidor, ahora declarado fuera de la ley por Su Majestad el Rey en nombre del Imperio». Éstos anunciaban asimismo que cualquiera que fuese descubierto ayudándome a escapar a mí o a mi compañera en las artes del demonio, «Paratina de Silverma», sería considerado también un hereje. Me pregunté quién les habría proporcionado la información. Al menos, algunos traidores eran unos incompetentes.

El día había transcurrido en medio de una tristeza aún más profunda que la precedente, encerrado en la habitación mientras Palatina, cuyos rasgos eran menos conocidos, se escabullía a fin de contactar con las pocas personas que todavía nos apoyaban y a los que Ilda había podido encontrar. Con algo de suerte, Tétricus, Elassel y Hamílcar conseguirían congregarse en el punto de encuentro. Desistimos de enviarle un mensaje a Sagantha; lo vigilaban con demasiado recelo.

Cuando pasaban los tres sacri, moviéndose con la grácil fluidez de los asesinos profesionales y girando sus cabezas enmascaradas de un lado a otro, me eché hacia atrás ocultándome en la sombra de un saliente de una piedra. No notaron mi presencia.

Les di tiempo suficiente para llegar a la siguiente calle antes de atreverme a atravesar el espacio que me separaba de la edificación que contenía la piscina, situada contra las murallas, cruzando la calle. La puerta estaba cerrada, pero yo siempre llevaba conmigo la llave para acceder a las piscinas, así como las de acceso al palacio y, en ausencia de mi padre, las de los demás edificios importantes. No había nadie a la vista, así que entré y luego volví a cerrar la puerta con llave. No era la misma piscina de la que había emergido en mi anterior expedición, pero se le parecía mucho.

Cogí del depósito una bolsa a prueba de agua, algunas ropas de seda impermeable para bucear y dos equipos, y luego me dirigí hacia la escalerilla que conducía a la cámara inferior. Allí me puse las prendas de buceo, que eran negras y que, además de disminuir las posibilidades de ser detectado, me proporcionarían calor. A continuación guardé mis ropas en la bolsa impermeable y me la cargué a la espalda, ajusté las piezas de mi equipo al cinturón de buzo y comencé a descender por la escalera sumergiéndome en la piscina que comunicaba con el mar.

El agua no estaba en absoluto tan fría como cuando me había zambullido en el torrente, pero sabía que la temperatura bajaría cuando nadase por las profundidades en dirección a la manta de Hamílcar, en el tercer muelle. Cuando emergí desde el borde de una roca, todo pareció de repente mucho más oscuro y me llevó unos instantes adaptar la vista. Sobre mi izquierda se extendía el eje del puerto y la luz de sus ventanas alumbraba el agua que lo rodeaba. A diferencia del torbellino de mi última zambullida nocturna, ahora la superficie del mar estaba casi inmóvil. Ravenna había dicho una vez que nunca había visto nada tan tranquilo.

Al nadar junto a la enorme silueta negra de la Esmeralda, con sus camarotes oscuros y vacíos, descubrí que estaba pensando otra vez en Ravenna, aunque me había dicho a mí mismo que debía olvidarla para no ponerme demasiado triste. Ignoraba por completo si Ravenna había caído en manos de Etlae o si todavía era libre. Deseé que no hubiese sido capturada: no me parecía positivo que ningún mago cayese en las garras de la Inquisición, ni siquiera alguien que, como ella, me había lastimado tanto. Condenada Ravenna... ¿Por qué habría hecho tal cosa? ¿Qué la había poseído?

Una sombra se movió junto a mí y recobré la concentración para llevar a cabo mi misión. Miré a mi alrededor y vi a un par de peces alejándose a toda prisa. Ahora me hallaba debajo del primer nivel, intentando apartarme tanto como podía del eje del puerto por si a alguien se le ocurría mirar por la ventana cuando yo nadaba cerca de las luces.

Llegué al segundo muelle. El
Eryx
de Hamílcar reposaba sujeto a sus amarraderos en el tercer muelle y se percibían luces que provenían de las ventanillas de varios camarotes. Comprendí que me había desviado un poco de mi curso y lo corregí nadando un poco más hacia la derecha para situarme justo delante del ala del puerto, donde no había ventanillas con luces encendidas.

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