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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (37 page)

BOOK: Herejía
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Le pidió a uno de los servidores que se comunicase con el puesto de observación y le dio instrucciones para anunciar en un lapso de diez minutos la alerta meteorológica. Entretanto, la recepción volvió a capturar mi interés y pasé unos instantes hablándole a Atek de Taneth (pese a su incalculable saber sobre cuestiones de comercio, él jamás había estado allí). Era evidente que mi padre le había pedido que no me preguntase dónde había estado, al menos no en público. De hecho, ignoraba si Atek era también un hereje. Con todo, era el primo de mi madre y había sido criado a su lado. Me pareció improbable que no lo fuese.

Diez minutos exactos después de hablarle a mi padre de las nubes resonó en toda la ciudad el persistente gemido de la sirena anunciando la tormenta.

A1 anochecer, cuando ya todos se habían ido a la cama, tuve al fin ocasión de conversar en privado con mis padres. Nos dirigimos a la sala de recepción anexa a la suite personal de mis padres, bien iluminada por la cálida luz de las lámparas de éter y por unas cuantas antorchas. Costosos accesorios dispuestos en las paredes y sobre las ventanas servían de aislantes, evitando que alguien pudiese oír nuestras voces y, al mismo tiempo, impidiéndonos sentir el rugido de la tormenta. En el interior del palacio la tormenta sólo era un rumor lejano, pero lo cierto es que todavía no había alcanzado su máxima intensidad.

Me hundí en uno de los confortables sillones provenientes de Pharassa. El mobiliario de Océanus fue, curiosamente, otra de las cosas que eché de menos. Los habitantes del Archipiélago preferían los grandes cojines a las sillas o sillones, e incluso las copias de muebles de Océanus encargadas por mi padre en Taneth habían sido diseñadas por alguien que nunca había visto los originales.

—¿Cómo fue tu estancia en la Ciudadela? —preguntó mi padre mientras yo probaba un cóctel de frutas (casi podía decirse que había bebido demasiado en la recepción; como siempre, dos copas parecían ser mi límite natural).

—La disfruté —sostuve, y les resumí todo cuanto había sucedido allí y mis impresiones sobre el lugar, aunque omitiendo toda referencia a Palatina y Ravenna, o a la discusión final con Ukmadorian. Más allá de su irritante nota, el rector no había efectuado ninguna otra protesta en relación con nuestra partida.

—Así que eres un mago —comentó Elníbal cuando acabé mi relato.

Yo suponía que semejante novedad lo sorprendería, pero eso no sucedió. Me sentí extrañamente desilusionado.

—¿Lo esperabas? —pregunté, intentando averiguar por qué no demostraba más sorpresa ante mis novedades.

—Lo sabía —confesó—. Siempre lo supe.

—Ravenna es maga también, ¿verdad? —preguntó mi madre.—¿Cómo lo sabes? —exclamé.

—Utiliza la visión mágica de la Sombra. Cuando visité la Ciudadela, uno de mis amigos tenía cierto talento mágico y todavía puedo distinguir cuándo alguien emplea la visión mágica. ¿Cómo es de poderosa?

—Más poderosa que yo —respondí—. Al menos eso creo.

Se produjo una pausa y mis padres se miraron entre sí con curiosidad.

—Padre —dije—, ¿es cierto lo que me contaste de que me encontraste entre las ruinas de una aldea? Ahora debes decírmelo.

—No, no es cierto —admitió sin rodeos—, pero la verdad es tan extraña que no podía arriesgarme a revelártela hasta que hubieses pasado por la Ciudadela.

—Palatina afirma ser la prima del emperador, una joven que, al parecer, fue asesinada el año pasado.

—Palatina se parece a ti, y quizá tenga razón. Lo que te diré a continuación no debes repetírselo a nadie, ni siquiera a tus auténticos parientes.

Elníbal jugueteó nerviosamente con una paja suelta de un extremo de su silla. Al menos en aquel momento parecía incómodo. —Veinte años atrás, cuando luchaba como mercenario en Tumarian, es un clan del este del Archipiélago, tuve unos días libres en Ral Tumar junto a Moritan y Courtiéres. Nos comprometimos a probar el vino de todas las tabernas de la ciudad en apenas cuatro días.

Intenté imaginarme a los tres de juerga, emborrachándose por ahí, pero no logré hacerme a la idea.

—Un día estuvimos hasta muy tarde por ahí, no recuerdo por qué, y salimos del bar a eso de las dos de la mañana, en medio de una tormenta. Durante nuestro regreso a casa comenzó una pelea.

Lo detuve y, cuando asintió con la cabeza en señal de aprobación, utilicé un método que Ukmadorian me había enseñado, mediante el cual podía imprimir en mi propia mente los recuerdos de otra persona. Entonces estuve allí, en la calle de Ral Tumar, dieciocho años atrás.

El trío casi perdió el equilibrio al detenerse cuando observó delante de sí a tres hombres exhaustos con uniforme blanco enfrentados a cuatro figuras vestidas con túnicas púrpuras. La calle estaba pegajosa y resbaladiza por la sangre derramada, y otros dos hombres de blanco yacían muertos sobre los adoquines.

Uno de los hombres de blanco suplicó ayuda con voz desesperada, y Courtiéres y Moritan desenvainaron las espadas. Embistieron entonces a las figuras de púrpura (de manera algo inestable, ya que estaban muy borrachos). Un segundo después se desplomó otro hombre de blanco (el que había gritado), pero la llegada de otros tres sujetos invirtió el resultado de la lucha. Dos de las figuras de púrpura fueron eliminadas y una tercera, que sostenía un bulto contra su cintura, consiguió huir.

Mi padre, que era el más veloz de los tres amigos, partió tras el tercero mientras que Moritan y Courtiéres se quedaban rematando al último de los de púrpura.

Mi padre estuvo a punto de resbalar en medio de la cegadora lluvia, pero, tras recorrer unos pocos metros, logró alcanzar al fugitivo y asestarle un golpe con el filo del arma en las costillas.

El hombre gimió, se tambaleó y cayó sobre la espalda. Entonces el bulto empezó a llorar y me percaté de que estaba viéndome a mí mismo como era veinte años atrás. Me habían envuelto con una gruesa manta desde cuyo interior podía verse un ropaje de seda verde. Me perturbó pensar que yo había sido ese pequeño bulto alguna vez.

—Conque robando criaturas —dijo mi padre con furia, pero no hubo ninguna respuesta.

Elníbal me recogió, separándome del cadáver y, tras enfundar la espada, me llevó donde estaban los demás. El último de los hombres de blanco había caído y una daga sobresalía de su estómago alrededor de él yacían tres cuerpos de púrpura y otros cuatro de blanco. Pensé que vería el emblema del delfín de plata en la cintura del último en caer, que yacía moribundo, pero la única luz que había provenía del éter de la calle y sus ropas estaban bañadas en sangre.

—¿Quién es esta criatura? —inquirió mi padre, pues era evidente que el hombre se estaba muriendo—. ¿Quién eres tú?

—Soy Saethelen... del clan Salassa. El niño... —jadeó, tosiendo sangre, y Moritan intentó en vano moverle las manos. Pero, de algún modo, el hombre logró reanimarse.

¿Quién eres tú? —preguntó con voz espantosamente ronca. Se percibía un borboteo en su garganta.

—Elníbal, conde de Lepidor. —Lepidor... ¿dónde queda eso? —En Océanus. ¿Qué deseas?

El hombre de blanco buscó en sus ropas con manos temblorosas y sacó de su camisa un medallón con una cadena. Mientras lo sostenía, su rostro se ponía gris de dolor y perdía demasiada sangre como para que Moritan pudiese contener la hemorragia utilizando la capa de uno de los cadáveres.

—¿Reconoces esto?

Yo no logré reconocerlo, pero sí mi padre. —Es un medallón de Justiciar, thetiano.

Yo fui en otro tiempo canciller de Thetia. Por favor, júrame que criarás al niño y jamás le hablarás de esto al Dominio. Courtiéres tenía los ojos abiertos de par en par, pero mi padre cogió el medallón y dijo con solemnidad:

—Lo juro.

Otro estertor sacudió al moribundo; arqueó la espalda e intentó gritar, pero de su boca sólo brotó un chorro de sangre. Volvió a desplomarse sobre los adoquines.

—Cathan...

Sus miembros se agitaron una vez más y murió. Mi padre y sus amigos se quedaron solos con el niño bajo la lluvia.

—Mejor salgamos de aquí —dijo Moritan—. Seguramente habrá patrullas vigilando de madrugada y si nos encuentran, desearán saber qué sucedió y a quién pertenece este niño.

—Nunca llegó a decírnoslo —añadió mi padre.

La escena se desvaneció de mi mente y volví a reclinarme en el cálido y cómodo sillón de Lepidor.

—Eso es lo que sucedió —explicó Elníbal—. Cómo conseguimos huir y todo lo demás no tiene relevancia.

—¿Moritan y Courtiéres son también herejes? —aventuré.

—Sí, lo son. Courtiéres nunca fue a la Ciudadela (su tutor era un cambresiano devoto de la Tierra). Moritan sí fue, pero acabó volviéndose ateo: jamás apoyaría al Dominio, pero tampoco le preocupa demasiado el Archipiélago.

—Tu amiga, Palatina —intervino mi madre—. Su nombre es inusual y, sin embargo, creo haberlo oído hace poco.

—Así fue —le recordé—. La estrella naciente del partido republicano de Thetia era una joven de veintiún años llamada Palatina Canteni. Se supone que fue asesinada hace cerca de año y medio. —¿Crees que se trata de ella?

—No lo sé —admití, tanto para ellos como para mí mismo—. Aparentemente es mi prima.

—Tú eres thetiano, de eso no hay duda. Pero no tengo más información que pueda darte —dijo mi padre poniéndose de pie—. Mañana podremos conversar más sobre la Ciudadela y el resto de lo ocurrido.

Les di a mis padres las buenas noches y regresé a mi antigua habitación, en la torre de la esquina, una planta por encima de la sala de recepción. Habían dejado allí mi equipaje y yo ya lo había desempaquetado. Me senté en la silla a contemplar la tormenta, meditando sobre lo que había vivido mi padre veinte años atrás. No había podido reconocer el medallón de Justiciar, pero sabía de qué se trataba. Esos medallones simbolizaban la autoridad legal suprema del imperio y habían sido hechos específicamente para cada individuo. No podían ser copiados ni robados. Por lo tanto, ¿qué había llevado al canciller de Thetia a arriesgar la vida en un rincón perdido de Tumar para proteger a un niño? ¿Quién era yo, que debía ser protegido de tal manera de las garras del Dominio? Era el primo de Palatina, pero ni siquiera mi padre conocía exactamente mi verdadera identidad. Y si era así, quizá no existiese nadie en el mundo capaz de revelármela. No me parecía probable hallar la respuesta en ningún archivo, pues, de haber sido escrita, sin duda alguien habría venido en mi busca.

Me sentí desolado, abatido. Conocer a Palatina me había dado nuevas esperanzas, pero ahora parecían evaporarse otra vez. Estaba seguro de que, con el tiempo, conseguiría averiguarlo, ya que no era posible que Palatina tuviese más que unos pocos primos directos. Pero la búsqueda podía tardar varios años.

CAPITULO XVIII

La tormenta seguía rugiendo a la mañana siguiente y se esperaba que durara tres días, como las dos tormentas anteriores. Aunque el Dominio prohibía el estudio de las tormentas, era de conocimiento general que llegaban en ciclos y que con frecuencia varias tormentas de idéntica duración se sucedían una a la otra.

Aprovechando el único momento en que ninguno de sus consejeros estaría trabajando, mi padre convocó una reunión del consejo. Era una reunión pública, así que invité a Ravenna y Palatina a presenciarla. Así verían cómo funcionaba Lepidor. Yo mismo era un miembro del consejo, aunque sin derecho a voto. Podía, sin embargo, asistir a las reuniones y pronunciar un discurso, aunque carecía de poder de decisión.

Pese a los cambios que se habían producido en toda la ciudad, la Sala del Consejo (diferente de la Cámara del Consejo, donde tenían lugar reuniones secretas) no había sufrido modificaciones considerables. Era un extenso salón ubicado en la segunda planta, con un techo en forma de bóveda y tapices adornando las paredes. El suelo estaba cubierto todavía con la misma alfombra azul oscuro; me agradó que mi padre no hubiese decidido reemplazarla, ya que su color era bellísimo. No menos elegantes eran las mesas y sillas ovales del consejo, hechas de antigua madera blanca pulida.

Mi padre estaba sentado a un extremo de la mesa, de espaldas a un alto ventanal situado al final del salón. Las cortinas estaban corridas en aquel momento para silenciar la tormenta. Atek se encontraba a su izquierda y el director del consejo, Osman Tailiennus, a su derecha. Osman llevaba varios años a la cabeza del consejo, y no me resultaba demasiado claro por qué, ya que parecía incapaz de tomar decisiones.

Yo estaba junto a Atek (no me era ajeno el motivo: tanto él como mi padre deseaban controlar lo que yo pudiese hacer). Mi padre me explicó que tendría mi propio asiento en cuanto me convirtiese en miembro fijo, y me aterrorizaba tener que decirle que no estaba en mis planes quedarme.

Contándome a mí, había ahora catorce consejeros, incluyendo al director del puerto, Janus Tortelen; el avarca Gaius Siana; Shihap, y el contralmirante Dalriadis, comandante de la armada imperial y de las fuerzas marítimas. Contralmirante era su rango en la armada imperial pero, dado que aquí era el único con una posición semejante, gozaba de los poderes de un almirante propiamente dicho.

Cuando llegamos, todos los consejeros ocupaban sus escaños, con excepción de Siana y Dalriadis. La galería y la mitad de la sala opuesta .al asiento de mi padre estaban a medio llenar. Vislumbré a mi madre en el sitio que le estaba reservado, así como a Ravenna y Palatina un poco más allá. Les clavé la vista y atraje su mirada; Palatina me sonrió y Ravenna me brindó apenas una de sus medias sonrisas. Verlas me ayudó a calmar mi ansiedad. Me preguntaba por qué escalar un muro de rocas no me había asustado y, en cambio, me ponía nervioso mi primera reunión del consejo en tiempos de paz, en mi propio hogar y rodeado de mi gente.

Dalriadis apareció unos instantes más tarde, le entregó su impermeable azul con capucha a un servidor y se colocó a mi lado. Su delgada boca se torció en una especie de sonrisa cuando me vio (era su modo de darme la bienvenida al consejo). Conocía muy bien a Dalriadis y me agradaba pese al arduo entrenamiento al que me había sometido durante mi aprendizaje como marino a bordo de la manta de Lepidor, el
Marduk
. ¿Compraríamos también una nueva manta? Pensé que, quizá, los beneficios del hierro lo permitirían, ya que su precio se elevaba a medida que decrecían los yacimientos de otros sitios. Pero todo podía cambiar si éramos atacados masivamente por piratas.

Mi padre golpeó el martillo de sesiones contra la mesa y preguntó:

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