Herejes de Dune (72 page)

Read Herejes de Dune Online

Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
2.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es un banco —dijo Teg.

—¿Qué? —Muzzafar había mirado a la puerta cerrada en la pared opuesta—. Oh, sí. Ella vendrá en cualquier momento.

—Por supuesto, ahora nos está observando.

Muzzafar no respondió, pero su mirada adquirió una expresión hosca.

Teg miró a su alrededor. ¿Había cambiado algo desde su visita anterior? No vio alteraciones significativas. Se preguntó si los santuarios como aquél habrían sufrido muchos cambios a lo largo de los eones. Había una alfombra de rocío en el suelo, tan suave como si fuera de plumas y tan blanca como la barriga de una ballena de pelaje. Brillaba con una falsa sensación de humedad que tan sólo el ojo detectaba. Un pie desnudo (aunque aquel lugar nunca hubiera visto un pie desnudo) sólo encontraría una acariciante sequedad.

Había una estrecha mesa de aproximadamente dos metros de largo casi en el centro de la habitación. El sobre tenía como mínimo veinte milímetros de grosor. Teg supuso que era jacarandá daniano. La superficie marrón oscuro había sido pulida hasta darle un lustre que sorbía la visión y revelaba las venas de su interior como las corrientes de un río. Había tan sólo cuatro sillas en torno a la mesa, sillas elaboradas por un maestro artesano con la misma madera que la mesa, con el asiento y el respaldo acolchados con lirpiel del tono exacto de la madera pulida.

Sólo cuatro sillas. Más hubiera sido una aseveración exagerada. No había probado ninguna de las sillas la otra vez, y no se sentó tampoco ahora, pero sabía lo que su carne iba a encontrar allí… una comodidad casi al nivel de una silla–perro. No hasta un tal grado de blandura y adaptación a la forma corporal, por supuesto. Demasiada comodidad podía conducir al que estaba sentado a la relajación. Aquella habitación y su mobiliario decían: «Ponte cómodo, pero permanece alerta.»

Uno no sólo debía tener sus cinco sentidos despiertos en aquel lugar, sino también un gran poder de violencia detrás, pensó Teg. Aquella había sido su opinión antes, y no había cambiado.

No había ventanas allí, pero las que había visto desde el exterior estaban cebradas con líneas de luz… barreras de energía para repeler intrusos y prevenir el escape. Teg sabía que tales barreras albergaban sus propios peligros, pero las implicaciones eran importantes. Sólo mantener el flujo de energía en ellas podría alimentar de energía a una ciudad de mediano tamaño durante toda la vida del más longevo de sus habitantes.

No había nada casual en aquella exhibición de riqueza.

La puerta que observaba Muzzafar se abrió con un suave clic.

¡Peligro!

Una mujer con una resplandeciente túnica dorada penetró en la habitación. Líneas de un rojo anaranjado danzaban en la tela.

¡Es vieja!

Teg no había esperado que lo fuera tanto. Su rostro era una máscara de arrugas. Los ojos, de un verde helado, estaban profundamente enterrados en sus órbitas. Su nariz era un prolongado pico cuya sombra alcanzaba sus finos labios y repetía el ángulo agudo de su barbilla. Un gorro negro casi cubría su pelo gris.

Muzaffar hizo una inclinación.

—Déjanos —dijo ella.

Abandonó la estancia sin una palabra, por la puerta por la que ella había entrado. Cuando la puerta se cerró tras él. Teg dijo:

—Honorada Matre.

—Así que habéis reconocido esto como un banco. —Su voz arrastraba consigo tan sólo un ligero temblor.

—Por supuesto.

—Siempre hay medios de transferir grandes sumas de poder en venta —dijo ella—. No hablo del poder que gobierna a las fábricas, sino del poder que gobierna a la gente.

—Y que normalmente pasa bajo los extraños nombres de gobierno o sociedad o civilización —dijo Teg.

—Sospechaba que erais muy inteligente —dijo ella. Tomó una silla y se sentó, pero no indicó a Teg que hiciera lo mismo—. Me considero una banquera. Eso ahorra un montón de torpes y desagradables rodeos.

Teg no respondió. Parecía no haber necesidad. Siguió estudiándola.

—¿Por qué me estáis mirando así? —preguntó ella.

—No esperaba que fuerais tan vieja —dijo él.

—Je, je, je. Tenemos muchas sorpresas para vos, Bashar. Más tarde, una Honorada Matre más joven puede que murmure su nombre para marcaros. Alabad a Dur si eso ocurre.

El asintió, sin comprender mucho de lo que ella decía.

—Este es también un edificio muy viejo —dijo ella—. Os estuve observando cuando llegasteis. ¿No os sorprende eso, también?

—No.

—Este edificio ha permanecido esencialmente sin cambios durante varios miles de años. Está construido con materiales que durarán mucho más todavía.

El miró a la mesa.

—Oh, no la madera. Pero dentro, todo es polastine, polaz y pormabat. Las Tres Pes nunca han sido objeto de burla allá donde la necesidad las ha requerido.

Teg permaneció en silencio.

—Necesidad —dijo ella—. ¿Tenéis alguna objeción a las cosas necesarias que ha habido que haceros?

—Mis objeciones no importan —dijo él. ¿A dónde quería ir a parar aquella mujer? Estaba estudiándole, por supuesto. Del mismo modo que él la estudiaba a ella.

—¿Creéis que los demás han objetado alguna vez sobre lo que vos les hicisteis a ellos?

—Indudablemente.

—Sois un comandante natural, Bashar. Creo que seréis muy valioso para nosotras.

—Siempre he pensado que era más valioso para mí mismo.

—¡Bashar! ¡Miradme a los ojos!

El obedeció, viendo pequeñas motas de color naranja flotando en el blanco de sus ojos. La sensación de peligro era aguda.

—¡Si alguna vez veis mis ojos completamente de color naranja, cuidado! —dijo ella—. Me habréis ofendido más allá de mi habilidad de tolerarlo.

El asintió.

—¡Me gusta que podáis mandar, pero no podéis mandarme a mí! Mandaréis a la escoria, y esa es la única función que tenemos para alguien como vos.

—¿La escoria?

Ella agitó una mano, un movimiento negligente.

—Ahí afuera. Ya los conocéis. Su curiosidad es más bien angosta. No hay grandes posibilidades de penetrar en su consciencia.

—Pensé que era eso lo que queríais decir.

—Trabajamos para que las cosas sigan así —dijo ella—. Todo les llega a través de un denso filtro, que lo excluye todo menos lo que posee un valor inmediato para la supervivencia.

—No hay grandes posibilidades —dijo él.

—Os sentís ofendido, pero eso no importa —dijo ella—. Para esos de ahí afuera, su principal motivo de preocupación es: «¿Comeré hoy?» «¿Tendré un refugio para esta noche que no esté invadido de atacantes o bichos?» ¿Lujo? El lujo es la posesión de una droga o de un miembro del sexo opuesto que pueda, de tanto en tanto, mantener a la bestia a raya.

Y tú eres la bestia
, pensó él.

—Estoy tomándome un poco de tiempo con vos, Bashar, porque veo que podéis ser incluso más valioso para nosotras que Muzzafar. Y él es extremadamente valioso, por supuesto. En estos momentos, estamos recompensándole por traeros hasta nosotras en una condición receptiva.

Cuando vio que Teg seguía silencioso, dejó escapar una risita.

—¿No creéis que sois receptivo?

Teg se mantuvo inmóvil. ¿Le habían administrado alguna droga en aquella comida? Vio el parpadeo de la doble visión, pero los movimientos de la violencia habían recedido al tiempo que los destellos anaranjados abandonaban los ojos de la Honorada Matre. Sus pies debían ser evitados, sin embargo. Eran armas mortales.

—Sencillamente, pensáis en la escoria de forma equivocada —dijo ella—. Por fortuna, en su mayoría se limitan a sí mismos. Lo saben en algún lugar de las ciénagas de su consciencia más profunda, pero no pueden perder el tiempo luchando con eso o con cualquier otra cosa excepto el inmediato debatirse para la supervivencia.

—¿No pueden ser mejorados? preguntó él.

—¡No deben ser mejorados! Oh, procuramos que la mejora por si mismos sea un gran anhelo entre ellos. Nada real, por supuesto.

—Otro lujo que debe serles negado —dijo él.

—¡No un lujo! ¡Algo que no existe! Debe quedar siempre oculto bajo una barrera que nos gusta llamar ignorancia protectora.

—Lo que no conoces no puede hacerte daño.

—No me gusta vuestro tono, Bashar.

Las motas naranja danzaban de nuevo en sus ojos. La sensación de violencia disminuyó, sin embargo, cuando dejó escapar de nuevo una risita.

—La cosa contra la que estáis en guardia es lo opuesto de
lo-que-no-sabes.
Nosotras enseñamos que el nuevo conocimiento puede ser peligroso. Podéis ver la obvia extensión: ¡Todo nuevo conocimiento es no–supervivencia!

La puerta detrás de la Honorada Matre se abrió, y Muzzafar regresó. Era un Muzzafar distinto, el rostro enrojecido, los ojos brillantes. Se detuvo detrás de la silla de la Honorada Matre.

—Un día, podré permitiros que vos estéis también detrás de mí de esta forma —dijo ella—. Está en mi poder hacerlo.

¿Qué le habían hecho a Muzzafar?, se preguntó Teg. El hombre parecía casi drogado.

—¿Veis que poseo el poder? —preguntó ella.

El carraspeó.

—Eso es obvio.

—Soy una banquera, ¿recordáis? Acabo de efectuar un depósito en la cuenta de nuestro leal Muzzafar. ¿No nos das las gracias, Muzzafar?

—Os las doy, Honorada Matre. —Su voz era ronca.

—Estoy segura de que comprendéis en líneas generales ese tipo de poder, Bashar —dijo ella—. La Bene Gesserit os adiestró bien. Tienen un gran talento, pero me temo que no tienen tanto talento como nosotras.

—Y se me ha dicho que sois muy numerosas —dijo él.

—Nuestro número no es la clave, Bashar. Un poder como el nuestro tiene sus propias formas de canalizarse de modo que pueda ser controlado por un número pequeño.

Era como una Reverenda Madre, pensó, en la forma en que parecía responder sin revelar demasiado.

—En esencia —dijo—, un poder como el nuestro termina convirtiéndose en la sustancia de la supervivencia para mucha gente.
Entonces,
la amenaza de retirarlo es todo lo que necesitamos para gobernar. —Miró por encima de su hombro—. ¿Quieres que te retiremos nuestro favor, Muzzafar?

—No, Honorada Matre. —¡Estaba realmente temblando!

—Habéis descubierto una nueva droga —dijo Teg.

La risa de la mujer fue espontánea y estentórea, casi ronca.

—¡No, Bashar! Empleamos una muy vieja.

—¿Y pretendéis hacer de mí un adicto?

—Como todos los demás a los que controlamos, Bashar, vos tenéis una elección: muerte u obediencia.

—Es una elección también muy vieja —admitió. ¿Cuál era su inmediata amenaza? No podía captar violencia. Antes al contrario. Su doble visión le mostraba entrecortados atisbos llenos de armónicos extremadamente sensuales. ¿Creían que podían imprimarlo?

Ella le sonrió, una expresión de suficiencia con algo frígido debajo.

—¿Nos servirá bien, Muzzafar?

—Creo que sí, Honorada Matre.

Teg frunció pensativamente el ceño. Había algo profundamente perverso en aquella pareja. Iban contra toda la moralidad sobre la cual había modelado él su comportamiento. Era bueno recordar que ninguno de los dos conocía aquel extraño fenómeno que había acelerado sus reacciones.

Parecían estar gozando con su asombrado desconcierto.

Teg se sintió algo más tranquilizado al darse cuenta de que ninguno de los dos gozaba realmente de la vida. Podía ver claramente en ellos con los ojos que la Hermandad había educado. La Honorada Matre y Muzzafar habían olvidado, o más probablemente abandonado, todo lo que apoyaba la supervivencia de una alegre humanidad. Supuso que con toda seguridad ya no eran capaces de encontrar una auténtica fuente de placer en su propia carne, la suya debía ser principalmente una existencia de voyeur, el eterno observador, siempre recordando lo que había sido antes de efectuar aquel giro hacia lo que los había convertido en lo que eran ahora. Incluso cuando se revolcaban en la realización de algo que en una ocasión había significado gratificación, tendría que tenderse hacia nuevos extremos cada vez, simplemente para tocar los bordes de sus propias memorias.

La sonrisa de la Honorada Matre se hizo más amplia, mostrando una hilera de resplandecientes y blancos dientes.

—Mírale, Muzzafar. No tiene ni la menor idea de lo que podemos hacer.

Teg oyó aquello, pero también vio con ojos adiestrados por la Bene Gesserit. No quedaba ni un miligramo de ingenuidad en ninguno de aquellos dos. No era de esperar que nada los sorprendiera. Nada sería completamente nuevo para ellos. Sin embargo, seguían complotando y planeando, con la esperanza de que
aquel
extremo produjera el recordado estremecimiento. Sabían que no iba a hacerlo, por supuesto, y esperaban extraer de la experiencia tan sólo un poco más de ardiente rabia con la cual modelar otro intento hacia lo inalcanzable. Así era como trabajaba su pensamiento.

Teg dibujó una sonrisa para ellos, utilizando todos los talentos que había aprendido de manos de la Bene Gesserit. Era una sonrisa llena de compasión, de comprensión y de auténtico placer en su propia existencia. Sabía que era el insulto más mortal que podía lanzarle, y vio como golpeaba. Muzzafar lo miró con ojos llameantes. La Honorada Matre pasó de una ira que cubrió sus ojos de naranja a una repentina sorpresa y luego, muy suavemente, a un naciente placer. ¡No había esperado aquello! ¡Era algo nuevo!

—Muzzafar —dijo, el naranja desapareciendo de sus ojos—, trae a la Honorada Matre a quien has elegido para marcar a nuestro Bashar.

Teg, con su doble visión indicándole el peligro inmediato, comprendió al fin. Podía sentir la consciencia de su propio futuro expandiéndose como oleadas mientras la energía crecía en él. ¡El salvaje cambio en su interior estaba prosiguiendo! Sintió expandirse la energía. Con ella llegó la comprensión y las elecciones. Se vio a sí mismo lanzándose como un torbellino a través del edificio… cuerpos esparcidos tras él (los de Muzzafar y la Honorada Matre entre ellos), y todo el complejo con el aspecto de un matadero cuando él lo abandonara finalmente.

¿Debo hacer eso?,
se preguntó.

Por cada uno que matara, muchos más resultarían muertos. Vio la necesidad de aquello, sin embargo, del mismo modo que vio finalmente los designios del Tirano. El dolor que vio para sí mismo casi arrancó lágrimas de sus ojos, pero las contuvo.

—Sí, traedme a esa Honorada Matre —dijo, sabiendo que aquella iba a ser una menos que tuviera que buscar y destruir en algún otro lugar dentro del edificio. La sala de los controles del sondanalizador era lo primero que debía dominar.

Other books

Broken Angel by Sigmund Brouwer
Masks of a Tiger by Doris O'Connor
By Force of Instinct by Abigail Reynolds
Judith E French by Highland Moon
Target: Point Zero by Maloney, Mack
Poisoned by Kristi Holl
A Woman so Bold by L.S. Young