Herejes de Dune (66 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
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Teg estudió a Muzzafar. Algo había cambiado durante la comida. Muzzafar lo observaba con una mirada fríamente calculadora.

—Lleváis un comunicador implantado —dijo Teg—. Habéis recibido nuevas órdenes.

—No sería aconsejable que vuestros amigos atacaran este lugar —dijo Muzzafar.

—¿Creéis que éste es mi plan?

—¿Cuál es vuestro plan, Bashar?

Teg sonrió.

—Muy bien. —La mirada de Muzzafar se desenfocó mientras escuchaba a su comunicador. Cuando se concentró de nuevo en Teg, su mirada tenía la expresión de un predador. Teg se sintió abofeteado por aquella mirada, reconociendo que alguien más estaba acudiendo a aquella estancia. El Mariscal de Campo pensaba en aquel nuevo desarrollo de los acontecimientos como en algo extremadamente peligroso para su huésped, pero Teg no vio nada que pudiera derrotar a sus nuevas habilidades.

—Pensáis que soy un prisionero —dijo Teg.

—¡Por la Roca Eterna, Bashar! ¡No sois lo que yo esperaba!

—La Honorada Matre que está viniendo, ¿qué es lo que espera? —preguntó Teg.

—Bashar, os lo advierto: no empleéis ese tono con ella. No tenéis ni la más ligera idea de lo que está a punto de ocurriros.

—Una Honorada Matre es lo que está a punto de ocurrirme —dijo Teg.

—¡Y espero que os derraméis en ella!

Muzzafar dio media vuelta y se marchó por el tubo.

Teg se quedó mirando su marcha. Podía ver el parpadeo de la segunda visión como una luz destellando en torno al tubo. La Honorada Matre estaba cerca, pero aún no estaba preparada para entrar en aquella habitación. Primero, consultaría con Muzzafar. El Mariscal de Campo no iba a poder decirle a aquella peligrosa mujer nada realmente importante.

Capítulo XXXIX

La memoria nunca recaptura la realidad. La memoria reconstruye. Todas las reconstrucciones cambian el original, convirtiéndose en marcos externos de referencia que inevitablemente se quedan cortos.

Manual Mentat

Lucilla y Burzmali entraron en Ysai desde el sur por un barrio de clase baja con luces muy espaciadas en las calles. Faltaba sólo una hora para la medianoche, y sin embargo la gente llenaba las calles. Algunos caminaban tranquilamente, algunos charlaban con un vigor enaltecido por las drogas, algunos sólo observaban expectantes. Se apiñaban en las esquinas, y dedicaron a Lucilla una fascinada atención a su paso.

Burzmali la urgió a caminar más aprisa, un ansioso cliente anhelante de estar a solas con ella. Lucilla siguió dedicando su atención a la gente.

¿Qué hacían allí? Aquellos hombres aguardando en los portales. ¿Qué era lo que esperaban? Trabajadores con pesados delantales emergiendo de un amplio callejón mientras Lucilla y Burzmali pasaban. De ellos emanaba un intenso olor a aguas fecales y sudor. Los trabajadores, casi divididos por igual en hombres y mujeres, eran altos, de cuerpos musculosos y gruesos brazos. Lucilla no pudo imaginar cuál era su ocupación, pero eran todos de un mismo tipo, y le hicieron darse cuenta de lo poco que sabía de Gammu.

Los trabajadores carraspearon y escupieron hacia un lado al tiempo que emergían a la noche.
¿Librándose de algún contaminante?

Burzmali acercó su boca al oído de Lucilla y susurró:

—Esos trabajadores son los Bordanos.

Ella arriesgó una mirada hacia atrás mientras el grupo caminaba hacia una calle lateral.
¿Bordanos?
Ahhh, sí: gente adiestrada y educada para trabajar en la maquinaria de compresión que reciclaba los gases fecales. Se les había extirpado el sentido del olfato, y la musculatura de sus hombros y brazos había sido incrementada. Burzmali la condujo girando una esquina y fuera de la vista de los Bordanos.

Cinco niños emergieron de un oscuro portal al lado de ellos y se alinearon en fila india siguiendo a Lucilla y Burzmali. Lucilla observó que sus manos aferraban pequeños objetos. Les seguían con una extraña intensidad. Bruscamente, Burzmali se detuvo y se volvió. Los niños se detuvieron también y se lo quedaron mirando. Le resultó claro a Lucilla que estaban preparados para alguna violencia.

Burzmali hizo chasquear sus manos frente a él y les hizo a los muchachos una inclinación.

—¡Guldur! —dijo.

Cuando Burzmali reanudó con ella su camino calle abajo, los niños ya no les siguieron.

—Hubieran podido lapidarnos —dijo Burzmali.

—¿Por qué?

—Pertenecen a una secta que sigue a Guldur… el nombre local del Tirano.

Lucilla miró hacia atrás, pero los niños ya no estaban a la vista. Habían desaparecido en busca de otra víctima.

Burzmali la guió doblando otra esquina. Ahora, se hallaban en una calle atestada de pequeños comerciantes vendiendo sus mercancías en tenderetes montados sobre ruedas… comida, ropas, herramientas pequeñas, cuchillos. Un sonsonete de gritos llenaba el aire en el intento de los comerciantes de atraer a los compradores. Sus voces tenían esa cualidad del empleo diario… un falso brillo compuesto por la esperanza de que los viejos sueños van a verse realizados, pero teñida por la seguridad de que la vida no va a cambiar para ellos. A Lucilla se le ocurrió pensar que la gente de estas calles perseguía un sueño fugaz, que la realización que buscaban no lo era en sí misma sino que se trataba tan sólo de un mito que habían sido condicionados a seguir, del mismo modo que los animales de carreras son entrenados a perseguir a un señuelo a lo largo de la interminable pista oval de carreras.

En la calle directamente frente a ellos, una corpulenta figura con un atuendo gruesamente acolchado estaba enzarzada en una discusión a voz en grito con un comerciante que ofrecía bolsas de malla de cuerda llenas con los bulbos color rojo oscuro de una fruta dulzonamente ácida. El olor de la fruta era intenso a su alrededor. El comerciante estaba quejándose:

—¡Robarías la comida de las bocas de mis hijos!

La corpulenta figura habló con una voz aguda, su acento estremecedoramente familiar para Lucilla.

—¡Yo también tengo hijos!

Lucilla se controló con un esfuerzo.

Cuando hubieron pasado la calle del mercado, le susurró a Burzmali:

—Ese hombre con las gruesas ropas acolchadas de ahí atrás… ¡era un Maestro tleilaxu!

—No es posible —protestó Burzmali—. Demasiado alto.

—Dos de ellos, uno sobre los hombros del otro.

—¿Estáis segura?

—Estoy segura.

—He visto a otros como éste desde que llegamos, pero en ningún momento sospeché.

—Hay muchos buscadores por estas calles —dijo ella.

Lucilla descubrió que no se preocupaba mucho por la vida cotidiana de los miserables habitantes de aquel miserable planeta. Ya no comprendía la explicación de haber llevado al ghola allí. De todos los planetas en los cuales el precioso ghola hubiera podido ser educado, ¿por qué había elegido la Hermandad precisamente éste? ¿Era realmente precioso el ghola? ¿No era posible que fuera meramente un señuelo?

Casi bloqueando la estrecha boca de un callejón junto a ellos había un hombre manejando un alto instrumento de girantes luces.

—¡Vive! —gritaba—. ¡Vive!

Lucilla retuvo el paso para observar a un transeúnte detenerse junto al callejón y entregarle una moneda al propietario, luego inclinarse hacia una depresión cóncava de la máquina que las luces hacían brillar. El propietario miró a Lucilla. Esta vio a un hombre con un enjuto y oscuro rostro, el rostro de un primitivo caladaniano en un cuerpo apenas ligeramente más alto que el de un Maestro tleilaxu. Había una expresión de desprecio en su caviloso rostro cuando tomó el dinero del cliente.

El cliente alzó su rostro de la concavidad con un estremecimiento y luego se apartó del callejón, vacilado ligeramente, los ojos empañados.

Lucilla reconoció el aparato. Sus usuarios lo llamaban un hipnobong, y estaba declarado fuera de la ley en todos los mundos más civilizados.

Burzmali la hizo apresurarse fuera de la vista del caviloso propietario del hipnobong.

Llegaron a una calle más ancha con una gran puerta en la esquina misma de un edificio frente a ellos. Había tráfico peatonal por todas partes; ni un vehículo a la vista. Un hombre alto estaba sentado en el primer escalón de la puerta en la esquina, sus rodillas alzadas casi a la altura de la barbilla. Sus largos brazos rodeaban sus rodillas, las manos de finos dedos entrelazadas tensamente. Llevaba un sombrero negro de ala muy ancha que oscurecía su rostro de la luz de las farolas, pero dos resplandores gemelos que surgían de las sombras bajo aquella ala ancha le dijeron a Lucilla que no era la clase de humano que ella hubiera encontrado antes. Era algo acerca de lo cual la Bene Gesserit únicamente había especulado.

Burzmali aguardó hasta que estuvieron bien lejos de la figura sentada antes de satisfacer su curiosidad.

—Futar —susurró—. Así es como se hacen llamar. Hasta muy recientemente no han sido vistos en Gammu.

—Un experimento tleilaxu —indicó Lucilla. Y pensó:
un error que ha regresado de la Dispersión.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó.

—Es una colonia comercial, o al menos eso es lo que nos han dicho sus nativos.

—Pero vos no lo creéis. Esos son animales de caza que han sido cruzados con humanos.

—Ahhh, ya hemos llegado —dijo Burzmali.

Guió a Lucilla a través de una estrecha puerta hasta el interior de una pobremente iluminada casa de comidas. Lucilla sabía que aquello formaba parte de su disfraz: haz lo que hagan los demás en el barrio, pero no le hacía la menor gracia comer en aquel lugar, no por lo que podía interpretar a partir de los olores.

El lugar había estado lleno, pero estaba vaciándose cuando entraron.

—Este establecimiento me ha sido muy recomendado —dijo Burzmali mientras se sentaban en una mecaservicio y aguardaban a que les fuera proyectado el menú.

Lucilla observó a los clientes que se marchaban. Trabajadores nocturnos de las fábricas y oficinas cercanas, supuso. Parecían ansiosos en su prisa, quizá temerosos de lo que pudiera ocurrirles si llegaban tarde.

Qué aislada había estado ella en el Alcázar, pensó. No le gustaba lo que estaba aprendiendo de Gammu. ¡Qué miserable lugar era aquel negocio! Los taburetes en la barra a su derecha estaban rayados y astillados. El sobre de la mesa frente a ella había sido despellejado con limpiadores abrasivos hasta que ya no podía ser limpiado convenientemente por la barredora de vacío cuya boca podía ver cerca de su codo izquierdo. No había señales ni siquiera del sónico más barato para mantener la limpieza. Alimentos y otras evidencias de deterioro se habían ido acumulando en las múltiples rayas de la mesa. Lucilla se estremeció. No podía evitar la sensación de que había sido un error separarse del ghola.

El menú había sido proyectado, se dio cuenta de pronto, y Burzmali ya lo estaba examinando.

—Pediré por vos —dijo.

La forma de decirlo de Burzmali indicaba que no deseaba que ella cometiera un error ordenando algo que una mujer de la Hormu debía evitar.

La irritaba sentirse dependiente. ¡Era una Reverenda Madre! Estaba adiestrada para estar al mando de cualquier situación, dueña de su propio destino. Qué agotador era todo aquello. Hizo un gesto hacia la sucia ventana a su derecha, a través de la que se podía ver gente pasando por la estrecha calle.

—Estoy perdiendo clientes mientras estamos aquí, Skar.

¡Así! Eso era entrar en carácter.

Burzmali casi suspiró. ¡Por fin!, pensó. Había empezado a funcionar de nuevo como una Reverenda Madre. No podía comprender su abstraída actitud, la forma en que miraba a la ciudad y a su gente.

Dos bebidas lechosas surgieron del mecaservicio a la mesa. Burzmali bebió la suya de un solo trago. Lucilla probó la bebida con la punta de su lengua, analizando el contenido. Una imitación de cafiato diluida en un zumo con sabor a nuez.

Burzmali hizo un gesto con su barbilla para que se lo bebiera rápido. Obedeció, ocultando una mueca ante los sabores químicos. La atención de Burzmali estaba centrada en algo por encima del hombro derecho de ella, pero Lucilla no se atrevió a volverse. Aquello no se correspondería con su papel.

—Vamos. —Burzmali depositó una moneda sobre la mesa y salieron aprisa a la calle. Sonreía con la sonrisa de un cliente ansioso, pero había cautela en sus ojos.

El tempo de las calles había cambiado. Había poca gente ahora. Las oscuras puertas presentaban una más profunda sensación de amenaza. Lucilla se recordó que se suponía que representaba a un gremio poderoso cuyos miembros eran inmunes a la violencia común de los barrios bajos. La poca gente que había en la calle le abrió paso, contemplando los dragones de su túnica con algo parecido a la admiración.

Burzmali se detuvo ante una puerta.

Era como todas las demás a lo largo de aquella calle, ligeramente apartada de la acera, tan alta que parecía más estrecha de lo que realmente era. Un rayo de seguridad estilo antiguo guardaba la entrada. Ninguno de los nuevos sistemas había entrado en aquella zona de la ciudad, al parecer. Las propias calles eran testimonio de ello: diseñadas para vehículos de superficie. Dudaba de que hubiera alguna pista de aterrizaje en el techo de algún edificio en toda la zona. Ninguna señal de revoloteadores o tópteros por ninguna parte. Había música, sin embargo… un débil susurro que evocaba a la semuta. ¿Algo nuevo en la adicción a la semuta? Aquella debía ser a todas luces una zona donde iban a parar todos los adictos.

Lucilla alzó la vista hacia la fachada del edificio mientras Burzmali avanzaba por delante de ella y hacía saber de su presencia partiendo el rayo de la entrada.

No había ventanas en la fachada del edificio. Sólo el débil resplandor de algunos com–ojos aquí y allá, en el brillo mate del viejo plastiacero. Eran com–ojos antiguos, observó, mucho más grandes que los modernos.

Una puerta metida en las sombras se abrió hacia adentro sobre silenciosos goznes.

—Por aquí. —Burzmali la hizo entrar con una mano apoyada sobre su codo.

Entraron en un vestíbulo débilmente iluminado que olía a comidas exóticas y esencias amargas. Ella permaneció un momento identificando algunos de los aromas que asaltaban su olfato. Melange. Captó el inconfundible olor a canela. Y si, semuta. Identificó arroz quemado, sales de higet. Alguien estaba enmascarando otro tipo de cocina. Se estaban fabricando explosivos allí. Pensó en advertir a Burzmali, pero lo pensó mejor. No era necesario que él lo supiera, y podía haber oídos en aquel confinado espacio escuchando todo lo que ella dijera.

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