Heliconia - Primavera (27 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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El pelo se movió y se convirtió en el hombro de un phagor. El monstruo se volvió. Los grandes ojos rojizos relampaguearon. Bajó los largos cuernos y abrió los brazos para enfrentar el ataque. Aoz Roon le hundió la lanza debajo de las costillas.

Con un grito, la gran criatura de dos filos cayó hacia atrás, empujada por la carga de Aoz Roon. El hombre cayó también. El phagor le rodeó el cuerpo con los brazos, hundiéndole en la espalda las manos córneas. Ambos rodaron en la nieve sucia.

Las dos criaturas, la blanca y la negra, se convirtieron en un solo animal, que luchaba consigo mismo en un paisaje primario, tratando de separarse. Dio contra una raíz plateada y nuevamente se convirtió en dos partes, la negra debajo.

El phagor echó atrás la cabeza y abrió las mandíbulas. Dos hileras de dientes amarillos, enclavados como palas en unas encías blanquecinas, enfrentaron a Aoz Roon. Aoz Roon consiguió liberar un brazo, recoger una piedra, y meterla entre los labios y los dientes, que estaban a punto de cerrarse sobre él. Se puso de pie, vio el mango de la lanza clavado aún en el cuerpo del monstruo y se dejó caer encima. El phagor emitió un último y violento ronquido, y murió. Una sangre amarilla brotó de la herida. Los brazos del phagor se abrieron, y Aoz Roon se incorporó, jadeando. Un ave vaquera se elevó muy cerca y aleteó pesadamente hacia el este.

Alcanzó a ver cómo Laintal Ay despachaba a otro phagor. Otros dos huyeron a la carrera, abandonando la protección de un denniss horizontal. Ambos galopaban en un solo kaidaw e iban hacia los riscos. Las blancas aves los seguían con las alas desplegadas, devolviendo con nuevos chillidos los ecos que venían del desierto.

Dathka se acercó y apretó en silencio el hombro de Aoz Roon. Ambos se miraron, y sonrieron. Aoz Roon mostró los dientes blancos, a pesar del dolor. Dathka no separó los labios.

Laintal Ay apareció, entusiasmado.

—Lo maté. ¡Está muerto! —decía—. Tienen las vísceras en el pecho, los pulmones en el vientre…

Apartando con un puntapié el cuerpo del phagor, Aoz Roon se apoyó contra un tronco. Respiró con fuerza por la boca y la nariz para librarse del acre olor a lecha del enemigo. Las manos le temblaban.

—Llama a Eline Tal —dijo.

—¡Lo maté, Aoz Roon! —repitió Laintal Ay, señalando el cuerpo caído en la nieve.

—Trae a Eline Tal —ordenó Aoz Roon.

Dathka se acercó a los dos ciervos, que continuaban luchando con las cabezas juntas, las cornamentas unidas, batiendo la nieve con los cascos. Sacó el cuchillo y les cortó las gargantas como un experimentado carnicero. Los animales quedaron en pie, sangrando, hasta que no pudieron sostenerse; cayeron y murieron con los cuernos todavía unidos.

—La correa entre los cuernos… Es una vieja treta de los peludos —dijo Aoz Roon—. Apenas la vi, supe de qué se trataba.

Eline Tal llegó corriendo con Faralin Ferd y Tanth Ein. Apartaron a los hombres más jóvenes y sostuvieron a Aoz Roon.

—Sólo tenías que matar a ese monstruo; no abrazarlo —dijo Eline Tal.

El resto del rebaño había huido hacía tiempo. Los hermanos habían matado a tres ciervas y estaban orgullosos. Los demás cazadores vinieron a ver qué había ocurrido. Cinco animales no eran mala caza; el pueblo de Oldorando podría comer cuando ellos regresasen. Los cuerpos de los phagors se dejaron allí, pudriéndose. Nadie quería las pieles.

Laintal Ay y Dathka se llevaron las ciervas usadas como cebo mientras Eline Tal y los demás examinaban a Aoz Roon. Éste les apartó las manos, maldiciendo.

—Vámonos, de prisa —dijo, sosteniéndose el costado con una mueca de dolor—. Donde había cuatro puede haber más.

Pusieron los animales muertos sobre el lomo de los vivos e iniciaron el viaje de vuelta.

Nahkri estaba enojado con Aoz Roon.

—Esos dos machos estaban muertos de hambre. La carne será como cuero.

Aoz Roon no respondió.

—Sólo los buitres prefieren los ciervos a las ciervas —dijo Klils.

—Calla, Klils —gritó Laintal Ay—. ¿No entiendes que Aoz Roon está herido? Ve a practicar con el hacha.

Aoz Roon mantenía la vista clavada en el suelo, sin hablar, lo que irritaba aún más al hermano mayor. Alrededor, el eterno paisaje guardaba silencio.

Cuando finalmente estuvieron a la vista de Oldorando y de las protectoras fuentes termales, los vigías de las torres hicieron sonar los cuernos. Eran hombres demasiado viejos o enfermos para cazar. Nahkri les había dado una tarea más sencilla; pero si los cuernos no sonaban en el momento preciso en que la partida de caza aparecía a lo lejos, les suprimía la ración de rathel. Los cuernos eran la señal para que las mujeres abandonaran lo que estaban haciendo y acudieran a recibir a los hombres fuera de la empalizada. Ellas siempre temían que hubiera ocurrido alguna muerte; la viudez implicaba tareas humildes, mera subsistencia, vida más corta. En esta ocasión, contaron las cabezas y se alegraron. Todos los cazadores regresaban. A la noche habría una fiesta. Algunas de las mujeres concebirían.

Eline Tal, Tanth Ein y Faralin Ferd llamaron a las mujeres, en términos que eran a la vez cariñosos y abusivos. Aoz Roon cojeaba, solo, en silencio; miró por debajo de las cejas oscuras para ver si Shay Tal había venido. No era así.

Tampoco Dathka fue recibido por una mujer. Endureció el rostro juvenil mientras atravesaba el grupo de bienvenida, pues había esperado la presencia de Vry, la discreta amiga de Shay Tal. Aoz Roon despreciaba secretamente a Dathka porque no había una mujer que corriera a recibirlo, aunque él mismo estuviese en esa situación.

Vio que un cazador tomaba la mano de Dol Sakil, la hija de la partera. Y que su propia hija, Oyre, se precipitaba a recibir a Laintal Ay: pensó que harían buena pareja, y que de algo serviría esa unión.

Por supuesto, la muchacha tenía carácter firme, en tanto que Laintal Ay era más bien blando. Ella lo obligaría a una larga danza antes de consentir. En ese sentido, Oyre era como la preciosa Shay Tal: difícil, hermosa, y con una mente propia.

Pasó, cojeando, por las anchas puertas, con la cabeza baja, todavía cubriéndose el costado con la mano. Nahkri y Klils se acercaban, rechazando a sus estridentes mujeres. Ambos le echaron unas miradas amenazadoras.

—No te adelantes, Aoz Roon —le ordenó Nahkri—. Guarda tu lugar.

Aoz Roon lo miró por encima del hombro encogido.

—Una vez he blandido el hacha, y por Wutra, lo haré de nuevo —gruñó.

El mundo parecía borroso ante él. Bebió de un trago un jarro de rathel con agua, pero aún se sentía mal. Trepó al cubil que compartía con sus compañeros, por una vez indiferente a la tarea de desollar y limpiar la caza que había contribuido a traer. Una vez arriba, cayó al suelo. Pero no permitió que la esclava le cortara el abrigo de pieles para examinar las heridas. Descansó, apretándose las costillas con los brazos. Una hora más tarde salió solo en busca de Shay Tal.

Como pronto oscurecería, ella había ido a llevar cortezas de pan al Voral para alimentar a los gansos. El río estaba crecido. Se había deshelado durante el día; las aguas negras se movían enmarcadas por hojas de hielo blanco que los gansos atravesaban dando roncos graznidos. Habían estado siempre heladas, cuando ellos eran jóvenes.

Ella dijo: —Los cazadores se alejan mucho; sin embargo, esta mañana he visto caza del otro lado del río. Mielas y caballos salvajes, creo. Sombrío, taciturno, Aoz Roon la miró y le apretó el brazo.

—Siempre te opones, Shay Tal. ¿Crees que sabes más que los cazadores? ¿Por qué no viniste cuando sonó el cuerno?

—Estaba ocupada. —Ella se libró de él y se puso a desmigajar las cortezas de pan de centeno mientras los gansos la rodeaban. Aoz Roon los apartó a puntapiés y volvió a apoderarse del brazo de Shay Tal.

—Hoy he matado a un phagor. Soy fuerte. Me hirió, pero conseguí matarlo. Todos los cazadores me miran con respeto, y todas las jóvenes. A ti te quiero, Shay Tal. ¿Por qué no me quieres?

Ella se volvió hacia él con una mirada punzante, de furia contenida.

—Te quiero, pero me torcerías el brazo si me opusiera a ti, y estaríamos siempre discutiendo. Nunca me hablas suavemente. Te puedes burlar y te puedes irritar; pero no sabes hablar con ternura. Por eso.

—No soy de los que hablan con ternura. Pero tampoco torcería ese brazo tan bonito. Te daría cosas verdaderas en qué pensar.

Shay Tal no respondió; siguió alimentando a las aves. Batalix se hundió en la nieve, dorando las hebras sueltas del pelo de la mujer. En el escenario duro y muerto, sólo la onda negra del agua se movía.

Aoz Roon, inseguro, se apoyaba ya en uno ya en otro pie, y la miraba.

—¿En qué estabas ocupada? —dijo.

Sin mirarlo, ella dijo con pasión:

—Tú oíste mis palabras el desdichado día que enterramos a Loilanun. Yo hablaba especialmente para ti. Estamos viviendo en una granja. Yo quiero saber qué ocurre en el mundo, más allá de esta granja. Quiero aprender cosas. Necesito tu ayuda, pero no eres del todo el hombre capaz de dármela. Por tanto me dedico a enseñar a otras mujeres, mientras haya tiempo, porque de ese modo me enseño a mí misma.—¿Qué bien puede hacer eso? Solamente crear problemas.

Ella no respondió; miraba más allá del río, donde se depositaban los últimos y mezquinos oros del día.

—Tendría que ponerte sobre mis rodillas y darte unos azotes. —Aoz Roon estaba en un punto más bajo de la orilla y alzaba la vista hacia Shay Tal.

Ella lo miró indignada. Casi inmediatamente, cambió de expresión. Rió, mostrando los dientes y el rosado paladar antes de cubrirlos con la mano.

—¡Realmente no comprendes!

Aprovechando el momento, él la abrazó con fuerza.

—Trataría de ser tierno contigo, y algo más, Shay Tal. Por tu encanto y por esos ojos, tan brillantes como el Voral. Olvida esos conocimientos de los que todos podemos prescindir, y sé mi mujer.

La hizo girar, con los pies en el aire, y los gansos se dispersaron coléricamente, estirando los cuellos hacia el horizonte.

Cuando estuvo otra vez en el suelo, ella dijo: —Te ruego que me hables con naturalidad, Aoz Roon. Mi vida es dos veces preciosa y sólo puedo entregarme una vez. El conocimiento es muy importante para mí. Para todos. No me obligues a elegir entre el conocimiento y tú.

—Hace tiempo que te quiero, Shay Tal. Yo sé que has estado enfadada por causa de Oyre, pero no deberías decirme que no. Quiero que seas mi mujer ahora mismo o buscaré otra, te lo advierto. Soy un hombre de sangre caliente. Vive conmigo, y olvidarás la academia.

—No haces más que repetirte. Si me quieres, trata de oír lo que digo. —Se volvió y echó a andar colina arriba hacia la torre. Pero Aoz Roon corrió y la alcanzó.

—Después de obligarme a decir tantas tonterías, Shay Tal, ¿me dejarás partir sin más? —Las maneras de él eran otra vez corteses y casi taimadas.—¿Y qué harías si fuera el jefe, el Señor de Embruddock? No es imposible. Entonces, tendrías que ser mi mujer.

Por la forma en que ella lo miró, él comprendió por qué la perseguía; durante un instante, sintió la esencia de esa mujer que dijo con voz tranquila: —¿De modo que ése es tu sueño, Aoz Roon? Pues bien: el conocimiento y la sabiduría son otra clase de sueño, y estamos condenados a seguir cada uno el suyo, por separado. También yo te amo; pero como tú, no quiero que nadie tenga poder sobre mí.

Aoz Roon no respondió. Shay Tal sabía que a él le era difícil aceptar esa observación, o eso al menos era lo que él pensaba: pero Aoz Roon seguía otra línea de razonamiento y mirándola con dureza le preguntó: —Pero odias a Nahkri, ¿no es verdad?

—No me molesta.

—Ah, pero a mí sí.

Como era habitual cuando las partidas de caza regresaban, se hizo una fiesta. Todos comieron y bebieron hasta muy tarde. Además del habitual rathel, la corporación de las bebidas había producido un oscuro vino de cebada. Se cantaron canciones y se bailaron jigas, mientras los licores iban dominando la situación. Cuando la ebriedad alcanzó el punto culminante, la mayoría de los hombres estaba bebiendo en la gran torre, desde donde veían la calle principal. La planta baja había sido despejada, y ardía allí un fuego, y el humo subía, enroscándose, hasta las vigas de cantos metálicos. Aoz Roon estaba taciturno, y se alejó de los que cantaban. Laintal Ay lo vio salir, pero estaba demasiado ocupado persiguiendo a Oyre para perseguir también al padre de ella. Aoz Roon subió la escalera, atravesó los diversos niveles, emergió en el terrado y aspiró el frío de la noche.

Dathka, que no tenía talento para la música, lo siguió en la oscuridad. Corno de costumbre, no hablaba. Permaneció con las manos en las axilas, mirando las vagas sombras amenazantes de la noche. En el cielo, sobre ella, pendía una cortina de opaco fulgor verde cuyos pliegues desaparecían en la estratosfera.

Aoz Roon cayó hacia atrás con un gran grito. Dathka lo sostuvo, pero el hombre mayor se debatió y lo apartó.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás borracho?

—¡Mira! —Aoz Roon señaló la vacía oscuridad.— Ahora se ha ido, maldita sea. Una mujer con cabeza de cerdo. Eddre, ¡y qué mirada!

—Estás viendo cosas. Estás borracho.

Aoz Roon se volvió con irritación.

—No me llames borracho, renacuajo. La he visto, te digo. Desnuda, piernas delgadas, toda cubierta de pelo, desde el sexo al mentón, catorce tetas… Y venía hacia mí.

Aoz Roon corrió por el terrado sacudiendo los brazos.

Klils apareció en la puerta trampa, vacilando un poco, mordisqueando un fémur de ciervo.

—No tenéis nada que hacer aquí. Ésta es la Gran Torre. Aquí vienen sólo los que mandan en Oldorando.

—Basura —le dijo Aoz Roon acercándose—. Dejaste caer el hacha.

Klils lo golpeó violentamente en el cuello con el hueso de ciervo.

Rugiendo, Aoz Roon agarró a Klils por la garganta y trató de estrangularlo. Pero Klils le dio un puntapié en el tobillo y varios puñetazos debajo del corazón, y lo empujó hacia el parapeto del terrado, que en parte se desmoronó y cayó. Aoz Roon quedó con la cabeza colgando en el espacio.

—¡Dathka! —gritó—. ¡Ayúdame!

En silencio, Dathka se acercó a Klils por detrás, lo tomó firmemente por las rodillas y lo alzó en el aire. Sacudió el cuerpo del hombre, inclinándolo sobre el parapeto y sobre el vacío de siete plantas.

—¡No, no! —gritó Klils, luchando frenéticamente, abrazándose al cuello de Aoz Roon. Los tres hombres se debatían en la tiniebla verde, acompañados por las canciones de abajo, dos —y ambos entorpecidos por el rathel— contra uno, el flexible Klils. Finalmente lo vencieron, desprendiendo las manos que se agarraban a la vida. Con un grito final, Klils cayó. Oyeron el ruido del cuerpo que chocaba contra el suelo. Aoz Roon y Dathka se apoyaron jadeando en el parapeto.

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