Harry Potter y el cáliz de fuego (35 page)

BOOK: Harry Potter y el cáliz de fuego
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—O sea —comentó Cedric con una sutil sonrisa— ¡que volvemos a jugar el uno contra el otro!

—Eso parece —repuso Harry. No se le ocurría nada que decir. En su cabeza reinaba una confusión total, como si le hubieran robado el cerebro.

—Bueno, cuéntame —le dijo Cedric cuando entraban en el vestíbulo, pálidamente iluminado por las antorchas—. ¿Cómo hiciste para dejar tu nombre?

—No lo hice —le contestó Harry levantando la mirada hacia él—. Yo no lo puse. He dicho la verdad.

—Ah... vale —respondió Cedric. Era evidente que no le creía—. Bueno... hasta mañana, pues.

En vez de continuar por la escalinata de mármol, Cedric se metió por una puerta que quedaba a su derecha. Harry lo oyó bajar por la escalera de piedra y luego, despacio, comenzó él mismo a subir por la de mármol.

¿Iba a creerle alguien aparte de Ron y Hermione, o pensarían todos que él mismo se había apuntado para el Torneo? Pero ¿cómo podía creer eso nadie, cuando iba a enfrentarse a tres competidores que habían recibido tres años más de educación mágica que él, cuando tendría que enfrentarse a unas pruebas que no sólo serían muy peligrosas, sino que debían ser realizadas ante cientos de personas? Sí, es verdad que había pensado en ser campeón: había dejado volar la imaginación. Pero había sido una locura, realmente, una especie de sueño. En ningún momento había considerado seriamente la posibilidad de entrar...

Pero había alguien que sí lo había considerado, alguien que quería que participara en el Torneo, y se había asegurado de que entraba. ¿Por qué? ¿Para darle un gusto? No sabía por qué, pero le parecía que no. ¿Para verlo hacer el ridículo? Bueno, seguramente quedaría complacido. ¿O lo había hecho para que muriera? ¿Moody había estado simplemente dando sus habituales muestras de paranoia? ¿No podía haber puesto alguien su nombre en el cáliz de fuego para hacerle una gracia, como parte de un juego? ¿De verdad había alguien que deseaba que muriera?

A Harry no le costó responderse esa última pregunta. Sí, había alguien que deseaba que muriera, había alguien que quería matarlo desde antes de que cumpliera un año: lord Voldemort. Pero ¿cómo podía Voldemort haber echado el nombre de Harry en el cáliz de fuego? Se suponía que estaba muy lejos, en algún país distante, solo, oculto, débil e impotente...

Pero, en aquel sueño que había tenido justo antes de despertarse con el dolor en la cicatriz, Voldemort no se hallaba solo: hablaba con Colagusano, tramaba con él el asesinato de Harry...

Harry se llevó una sorpresa al encontrarse de pronto delante de la Señora Gorda, porque apenas se había percatado de adónde lo llevaban los pies. Fue también sorprendente ver que la Señora Gorda no estaba sola dentro de su marco: la bruja del rostro arrugado —la que se había metido en el cuadro de su vecino cuando él había entrado en la sala donde aguardaban los campeones— se hallaba en aquel momento sentada, muy orgullosa, al lado de la Señora Gorda. Tenía que haber pasado a toda prisa de cuadro en cuadro a través de siete tramos de escalera para llegar allí antes que él. Tanto ella como la Señora Gorda lo miraban con el más vivo interés.

—Bien, bien —dijo la Señora Gorda—, Violeta acaba de contármelo todo. ¿A quién han escogido al final como campeón?

—«Tonterías» —repuso Harry desanimado.

—¡Cómo que son tonterías! —exclamó indignada la bruja del rostro arrugado.

—No, no, Violeta, ésa es la contraseña —dijo en tono apaciguador la Señora Gorda, girando sobre sus goznes para dejarlo pasar a la sala común.

El jaleo que estalló ante Harry al abrirse el retrato casi lo hace retroceder. Al segundo siguiente se vio arrastrado dentro de la sala común por doce pares de manos y rodeado por todos los integrantes de la casa de Gryffindor, que gritaban, aplaudían y silbaban.

—¡Tendrías que habernos dicho que ibas a participar! —gritó Fred. Parecía en parte enfadado y en parte impresionado.

—¿Cómo te las arreglaste para que no te saliera barba? ¡Increíble! —gritó George.

—No lo hice —respondió Harry—. No sé cómo...

Pero Angelina se abalanzaba en aquel momento hacia él.

—¡Ah, ya que no soy yo, me alegro de que por lo menos sea alguien de Gryffindor...!

—¡Ahora podrás tomarte la revancha contra Diggory por lo del último partido de
quidditch
, Harry! —le dijo chillando Katie Bell, otra de las cazadoras del equipo de Gryffindor.

—Tenemos algo de comida, Harry. Ven a tomar algo...

—No tengo hambre. Ya comí bastante en el banquete.

Pero nadie quería escuchar que no tenía hambre, nadie quería escuchar que él no había puesto su nombre en el cáliz de fuego, nadie en absoluto se daba cuenta de que no estaba de humor para celebraciones... Lee Jordan había sacado de algún lado un estandarte de Gryffindor y se empeñó en ponérselo a Harry a modo de capa. Harry no pudo zafarse. Cada vez que intentaba escabullirse por la escalera hacia los dormitorios, sus compañeros cerraban filas obligándolo a tomar otra cerveza de mantequilla y llenándole las manos de patatas fritas y cacahuetes. Todos querían averiguar cómo lo había hecho, cómo había burlado la raya de edad de Dumbledore y logrado meter el nombre en el cáliz de fuego.

—No lo hice —repetía una y otra vez—. No sé cómo ha ocurrido.

Pero, para el caso que le hacían, lo mismo le hubiera dado no abrir la boca.

—¡Estoy cansado! —gritó al fin, después de casi media hora—. No, George, en serio... Me voy a la cama.

Lo que quería por encima de todo era encontrar a Ron y Hermione para comentar las cosas con algo de sensatez, pero ninguno de ellos parecía hallarse en la sala común. Insistiendo en que necesitaba dormir, y casi pasando por encima de los pequeños hermanos Creevey, que intentaron detenerlo al pie de la escalera, Harry consiguió desprenderse de todo el mundo y subir al dormitorio tan rápido como pudo.

Para su alivio, vio a Ron tendido en su cama, completamente vestido; no había nadie más en el dormitorio. Miró a Harry cuando éste cerró la puerta tras él.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Harry.

—Ah, hola —contestó Ron.

Le sonreía, pero era una sonrisa muy rara, muy tensa. De pronto Harry se dio cuenta de que todavía llevaba el estandarte de Gryffindor que le había puesto Lee Jordan. Se apresuró a quitárselo, pero lo tenía muy bien atado. Ron permaneció quieto en la cama, observando los forcejeos de Harry para aflojar los nudos.

—Bueno —dijo, cuando por fin Harry se desprendió el estandarte y lo tiró a un rincón—, enhorabuena.

—¿Qué quieres decir con eso de «enhorabuena»? —preguntó Harry, mirando a Ron. Decididamente había algo raro en la manera en que sonreía su amigo. Era más bien una mueca.

—Bueno... eres el único que logró cruzar la raya de edad —repuso Ron—. Ni siquiera lo lograron Fred y George. ¿Qué usaste, la capa invisible?

—La capa invisible no me hubiera permitido cruzar la línea —respondió Harry.

—Ah, bien. Pensé que, si había sido con la capa, podrías habérmelo dicho... porque podría habernos tapado a los dos, ¿no? Pero encontraste otra manera, ¿verdad?

—Escucha —dijo Harry—. Yo no eché mi nombre en el cáliz de fuego. Ha tenido que hacerlo alguien, no sé quién.

Ron alzó las cejas.

—¿Y por qué se supone que lo ha hecho?

—No lo sé —dijo Harry. Le pareció que sonaría demasiado melodramático contestar «para verme muerto».

Ron levantó las cejas tanto que casi quedan ocultas bajo el flequillo.

—Vale, bien. A mí puedes decirme la verdad —repuso—. Si no quieres que lo sepa nadie más, estupendo, pero no entiendo por qué te molestas en mentirme a mí. No te vas a ver envuelto en ningún lío por decirme la verdad. Esa amiga de la Señora Gorda, esa tal Violeta, nos ha contado a todos que Dumbledore te ha permitido entrar. Un premio de mil galeones, ¿eh? Y te vas a librar de los exámenes finales...

—¡No eché mi nombre en el cáliz! —exclamó Harry, comenzando a enfadarse.

—Vale, tío —contestó Ron, empleando exactamente el mismo tono escéptico de Cedric—. Pero esta mañana dijiste que lo habrías hecho de noche, para que nadie te viera... No soy tan tonto, ¿sabes?

—Pues nadie lo diría.

—¿Sí? —Del rostro de Ron se borró todo asomo de sonrisa, ya fuera forzada o de otro tipo—. Supongo que querrás acostarte ya, Harry. Mañana tendrás que levantarte temprano para alguna sesión de fotos o algo así.

Tiró de las colgaduras del dosel de su cama para cerrarlas, dejando a Harry allí, de pie junto a la puerta, mirando las cortinas de terciopelo rojo que en aquel momento ocultaban a una de las pocas personas de las que nunca habría pensado que no le creería.

CAPÍTULO 18

La comprobación de las varitas mágicas

A
L
despertar el domingo por la mañana, a Harry le costó un rato recordar por qué se sentía tan mal. Luego, el recuerdo de la noche anterior estuvo dándole vueltas en la cabeza. Se incorporó en la cama y descorrió las cortinas del dosel para intentar hablar con Ron y explicarle las cosas, pero la cama de su amigo se hallaba vacía. Evidentemente, había bajado a desayunar.

Harry se vistió y bajó por la escalera de caracol a la sala común. En cuanto apareció, los que ya habían vuelto del desayuno prorrumpieron en aplausos. La perspectiva de bajar al Gran Comedor, donde estaría el resto de los alumnos de Gryffindor, que lo tratarían como a una especie de héroe, no lo seducía en absoluto. La alternativa, sin embargo, era quedarse allí y ser acorralado por los hermanos Creevey, que en aquel momento le insistían por señas en que se acercara. Caminó resueltamente hacia el retrato, lo abrió, traspasó el hueco y se encontró de cara con Hermione.

—Hola —saludó ella, que llevaba una pila de tostadas envueltas en una servilleta—. Te he traído esto... ¿Quieres dar un paseo?

—Buena idea —le contestó Harry, agradecido.

Bajaron la escalera, cruzaron aprisa el vestíbulo sin desviar la mirada hacia el Gran Comedor y pronto recorrían a zancadas la explanada en dirección al lago, donde estaba anclado el barco de Durmstrang, que se reflejaba en la superficie como una mancha oscura. Era una mañana fresca, y no dejaron de moverse, masticando las tostadas, mientras Harry le contaba a Hermione qué era exactamente lo que había ocurrido después de abandonar la noche anterior la mesa de Gryffindor. Para alivio suyo, Hermione aceptó su versión sin un asomo de duda.

—Bueno, estaba segura de que tú no te habías propuesto —declaró cuando él terminó de relatar lo sucedido en la sala—. ¡Si hubieras visto la cara que pusiste cuando Dumbledore leyó tu nombre! Pero la pregunta es: ¿quién lo hizo? Porque Moody tiene razón, Harry: no creo que ningún estudiante pudiera hacerlo... Ninguno sería capaz de burlar el cáliz de fuego, ni de traspasar la raya de...

—¿Has visto a Ron? —la interrumpió Harry.

Hermione dudó.

—Eh... sí... está desayunando —dijo.

—¿Sigue pensando que yo eché mi nombre en el cáliz?

—Bueno, no... no creo... no en realidad —contestó Hermione con embarazo.

—¿Qué quiere decir «no en realidad»?

—¡Ay, Harry!, ¿es que no te das cuenta? —dijo Hermione—. ¡Está celoso!

—¿Celoso? —repitió Harry sin dar crédito a sus oídos—. ¿Celoso de qué? ¿Es que le gustaría hacer el ridículo delante de todo el colegio?

—Mira —le explicó Hermione armándose de paciencia—, siempre eres tú el que acapara la atención, lo sabes bien. Sé que no es culpa tuya —se apresuró a añadir, viendo que Harry abría la boca para protestar—, sé que no lo vas buscando... pero el caso es que Ron tiene en casa todos esos hermanos con los que competir, y tú eres su mejor amigo, y eres famoso. Cuando te ven a ti, nadie se fija en él, y él lo aguanta, nunca se queja. Pero supongo que esto ha sido la gota que colma el vaso...

—Genial —dijo Harry con amargura—, realmente genial. Dile de mi parte que me cambio con él cuando quiera. Dile de mi parte que por mi encantado... Verá lo que es que todo el mundo se quede mirando su cicatriz de la frente con la boca abierta a donde quiera que vaya...

—No pienso decirle nada —replicó Hermione—. Díselo tú: es la única manera de arreglarlo.

—¡No voy a ir detrás de él para ver si madura! —estalló Harry. Había hablado tan alto que, alarmadas, algunas lechuzas que había en un árbol cercano echaron a volar—. A lo mejor se da cuenta de que no lo estoy pasando bomba cuando me rompan el cuello o...

—Eso no tiene gracia —dijo Hermione en voz baja—, no tiene ninguna gracia. —Parecía muy nerviosa—. He estado pensando, Harry. Sabes qué es lo que tenemos que hacer, ¿no? Hay que hacerlo en cuanto volvamos al castillo.

—Sí, claro, darle a Ron una buena patada en el...

—Escribir a Sirius. Tienes que contarle lo que ha pasado. Te pidió que lo mantuvieras informado de todo lo que ocurría en Hogwarts. Da la impresión de que esperaba que sucediera algo así. Llevo conmigo una pluma y un pedazo de pergamino...

—Olvídalo —contestó Harry, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía. Pero los terrenos del castillo parecían desiertos—. Le bastó saber que me dolía la cicatriz, para regresar al país. Si le cuento que alguien me ha hecho entrar en el Torneo de los tres magos se presentará en el castillo.

—Él querría que tú se lo dijeras —dijo Hermione con severidad—. Se enterará de todas formas.

—¿Cómo?

—Harry, esto no va a quedar en secreto. El Torneo es famoso, y tú también lo eres. Me sorprendería mucho que
El Profeta
no dijera nada de que has sido elegido campeón... Se te menciona en la mitad de los libros sobre Quien-tú-sabes. Y Sirius preferiría que se lo contaras tú.

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