Harry Potter y el cáliz de fuego (19 page)

BOOK: Harry Potter y el cáliz de fuego
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Y, para sorpresa de todo el mundo, cogió a Fred y George y los abrazó con tanta fuerza que sus cabezas chocaron.

—¡Ay!, mamá... nos estás ahogando...

—¡Pensar que os reñí antes de que os fuerais! —dijo la señora Weasley, comenzando a sollozar—. ¡No he pensado en otra cosa! Que si os atrapaba Quien-vosotros-sabéis, lo último que yo os había dicho era que no habíais tenido bastantes TIMOS. Ay, Fred... George...

—Vamos, Molly, ya ves que estamos todos bien —le dijo el señor Weasley en tono tranquilizador, arrancándola de los gemelos y llevándola hacia la casa—. Bill —añadió en voz baja—, recoge el periódico. Quiero ver lo que dice.

Una vez que hubieron entrado todos, algo apretados, en la pequeña cocina y que Hermione hubo preparado una taza de té muy fuerte para la señora Weasley, en el que su marido insistió en echar unas gotas de «whisky envejecido de Ogden», Bill le entregó el periódico a su padre. Éste echó un vistazo a la primera página mientras Percy atisbaba por encima de su hombro.

—Me lo imaginaba —dijo resoplando el señor Weasley—. «Errores garrafales del Ministerio... los culpables en libertad... falta de seguridad... magos tenebrosos yendo por ahí libremente... desgracia nacional...» ¿Quién ha escrito esto? Ah, claro... Rita Skeeter.

—¡Esa mujer la tiene tomada con el Ministerio de Magia! —exclamó Percy furioso—. La semana pasada dijo que perdíamos el tiempo con nimiedades referentes al grosor de los calderos en vez de acabar con los vampiros. Como si no estuviera expresamente establecido en el parágrafo duodécimo de las Orientaciones para el trato de los seres no mágicos parcialmente humanos...

—Haznos un favor, Percy —le pidió Bill, bostezando—, cállate.

—Me mencionan —dijo el señor Weasley, abriendo los ojos tras las gafas al llegar al final del artículo de
El Profeta
.

—¿Dónde? —balbuceó la señora Weasley, atragantándose con el té con whisky—. ¡Si lo hubiera visto, habría sabido que estabas vivo!

—No dicen mi nombre —aclaró el señor Weasley—. Escucha: «Si los magos y brujas aterrorizados que aguardaban ansiosamente noticias del bosque esperaban algún aliento proveniente del Ministerio de Magia, quedaron tristemente decepcionados. Un oficial del Ministerio salió del bosque poco tiempo después de la aparición de la Marca Tenebrosa diciendo que nadie había resultado herido, pero negándose a dar más información. Está por ver si su declaración bastará para sofocar los rumores que hablan de varios cadáveres retirados del bosque una hora más tarde.» Vaya, francamente... —dijo el señor Weasley exasperado, pasándole el periódico a Percy—. No hubo ningún herido, ¿qué se supone que tendría que haber dicho? «Rumores que hablan de varios cadáveres retirados del bosque...» Desde luego, habrá rumores después de publicado esto.

Exhaló un profundo suspiro.

—Molly, voy a tener que ir a la oficina. Habrá que hacer algo.

—Iré contigo, papá —anunció gravemente Percy—. El señor Crouch necesitará todas las manos disponibles. Y podré entregarle en persona mi informe sobre los calderos.

Salió aprisa de la cocina.

La señora Weasley parecía disgustada.

—¡Arthur, te recuerdo que estás de vacaciones! Esto no tiene nada que ver con la oficina. ¿No se las pueden apañar sin ti?

—Tengo que ir, Molly —insistió el señor Weasley—. Por culpa mía están peor las cosas. Me pongo la túnica y me voy...

—Señora Weasley —dijo de pronto Harry, sin poder contenerse—, ¿no ha llegado
Hedwig
trayéndome una carta?

—¿
Hedwig
, cariño? —contestó la señora Weasley como distraída—. No... no, no ha habido correo.

Ron y Hermione miraron a Harry con curiosidad. Harry les dirigió una significativa mirada y dijo:

—¿Te parece bien que deje mis cosas en tu habitación, Ron?

—Sí, claro... Subo contigo —respondió Ron de inmediato—.Hermione...

—Voy con vosotros —se apresuró a contestar ella, y los tres salieron de la cocina y subieron la escalera.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Ron en cuanto cerraron tras ellos la puerta de la habitación de la buhardilla.

—Hay algo que no os he dicho —explicó Harry—: cuando desperté el domingo por la mañana, la cicatriz me volvía a doler.

La reacción de Ron y Hermione fue muy parecida a como se la había imaginado en su habitación de Privet Drive. Hermione ahogó un grito y comenzó de inmediato a proponer cosas, mencionando varios libros de consulta y a todo el mundo al que se podía recurrir, desde Albus Dumbledore a la señora Pomfrey, la enfermera de Hogwarts.

Ron se había quedado atónito.

—Pero... él no estaba allí... ¿o sí? ¿Estaba por allí Quien-tú-sabes? Quiero decir... la anterior vez que te dolió la cicatriz era porque él estaba en Hogwarts, ¿no?

—Estoy seguro de que esta vez no estaba en Privet Drive —dijo Harry—. Pero yo había estado soñando con él... con él y Peter... ya sabéis, Colagusano. Ahora no puedo recordar todo el sueño, pero sí me acuerdo de que hablaban de matar... a alguien.

Había vacilado un momento antes de decir «me», pero no quiso ver a Hermione aún más asustada de lo que ya estaba.

—Sólo fue un sueño —afirmó Ron para darle ánimos—. Una pesadilla nada más.

—Sí... pero ¿seguro que no fue nada más? —replicó Harry, mirando por la ventana al cielo, que iba poniéndose más brillante—. Es extraño, ¿no? Me duele la cicatriz, y tres días después los
mortífagos
se ponen en marcha y el símbolo de Voldemort aparece en el cielo.

—¡No... pronuncies... ese... nombre! —dijo Ron entre sus dientes apretados.

—¿Y recordáis lo que dijo la profesora Trelawney al final de este curso? —siguió Harry, sin hacer casó a Ron.

La profesora Trelawney les daba clase de Adivinación en Hogwarts.

Del rostro de Hermione desapareció la expresión de terror, y lanzó un resoplido de burla.

—Harry, ¡no irás a prestar atención a lo que dijo aquel viejo fraude!

—Tú no estabas allí —contestó Harry—. No la oíste. Aquella vez fue diferente. Ya te lo conté, entró en trance. En un trance de verdad. Y dijo que el Señor Tenebroso se alzaría de nuevo...
más grande y más terrible que nunca
... y que lo lograría porque su vasallo iba a regresar con él. Y aquella misma noche escapó Colagusano.

Se hizo un silencio durante el cual Ron hurgaba, sin darse cuenta, en un agujero que había en la colcha de los Chudley Cannons.

—¿Por qué preguntaste si había llegado
Hedwig
, Harry? —preguntó Hermione—. ¿Esperas carta?

—Le escribí a Sirius contándole lo de mi cicatriz —respondió Harry, encogiéndose de hombros—. Espero su respuesta.

—¡Bien pensado! —aprobó Ron, y su rostro se alegró un poco—. ¡Seguro que Sirius sabe qué hay que hacer!

—Esperaba que regresara enseguida —dijo Harry.

—Pero no sabemos dónde está Sirius... Podría estar en África o ve a saber dónde, ¿no? —opinó sensatamente Hermione—.
Hedwig
no va a hacer un viaje así en pocos días.

—Sí, ya lo sé —admitió Harry, pero sintió un peso en el estómago al mirar por la ventana y no ver a
Hedwig
.

—Vamos a jugar a
quidditch
en el huerto, Harry —propuso Ron—. Vamos, seremos tres contra tres. Jugarán Bill, Charlie, Fred y George... Puedes intentar el «Amago de Wronski»...

—Ron —dijo Hermione, en tono de «no creó que estés siendo muy sensato»—, Harry no tiene ganas de jugar a
quidditch
justamente ahora... Está preocupado y cansado. Deberíamos ir todos a dormir.

—Sí que me apetece jugar a
quidditch
—la contradijo Harry—. Vamos, cogeré mi Saeta de Fuego.

Hermione abandonó la habitación, murmurando algo que sonó más o menos cómo a: «¡Hombres!»

Ni Percy ni su padre pararon mucho en casa durante la semana siguiente. Se marchaban cada mañana antes de que se levantara el resto de la familia, y volvían cada noche después de la cena.

—Es un absoluto caos —contaba Percy dándose tono, la noche antes del retorno a Hogwarts—. Me he pasado toda la semana apagando fuegos. La gente no ha dejado de enviarnos vociferadores y, claro, si no se abren enseguida, estallan. Hay quemaduras por todo mi escritorio, y mi mejor pluma quedó reducida a cenizas.

—¿Por qué envían tantos vociferadores? —preguntó Ginny mientras arreglaba con celo su ejemplar de
Mil y una hierbas y hongos mágicos
sobre la alfombrilla que había delante de la chimenea de la sala de estar.

—Para quejarse de la seguridad en los Mundiales —explicó Percy—. Reclaman compensaciones por los destrozos en sus propiedades. Mundungus Fletcher nos ha puesto una demanda por una tienda de doce dormitorios con jacuzzi, pero lo tengo calado: sé a ciencia cierta que estuvo durmiendo bajo una capa levantada sobre unos palos.

La señora Weasley miró el reloj de pared del rincón. A Harry le gustaba aquel reloj. Resultaba completamente inútil si lo que uno quería saber era la hora, pero en otros aspectos era muy informativo. Tenía nueve manecillas de oro, y cada una de ellas llevaba grabado el nombre de un miembro de la familia Weasley. No había números alrededor de la esfera, sino indicaciones de dónde podía encontrarse cada miembro de la familia; indicaciones tales como «En casa», «En el colegio» y «En el trabajo», pero también «Perdido», «En el hospital» «En la cárcel» y, en la posición en que en los relojes normales está el número doce, ponía «En peligro mortal».

Ocho de las manecillas señalaban en aquel instante la posición «En casa», pero la del señor Weasley, que era la más larga, aún seguía marcando «En el trabajo». La señora Weasley exhaló un suspiro.

—Vuestro padre no había tenido que ir a la oficina un fin de semana desde los días de Quien-vosotros-sabéis —explicó—. Lo hacen trabajar demasiado. Si no vuelve pronto se le va a echar a perder la cena.

—Bueno, papá piensa que tiene que compensar de alguna manera el error que cometió el día del partido, ¿no? —repuso Percy—. A decir verdad, fue un poco imprudente al hacer una declaración pública sin contar primero con la autorización del director de su departamento...

—¡No te atrevas a culpar a tu padre por lo que escribió esa miserable de Skeeter! —dijo la señora Weasley, estallando de repente.

—Si papá no hubiera dicho nada, la vieja Rita habría escrito que era lamentable que nadie del Ministerio informara de nada —intervino Bill, que estaba jugando al ajedrez con Ron—. Rita Skeeter nunca deja bien a nadie. Recuerda que en una ocasión entrevistó a todos los rompedores de maldiciones de Gringotts, y a mí me llamó «gilí del pelo largo».

—Bueno, la verdad es que está un poco largo, cielo —dijo con suavidad la señora Weasley—. Si me dejaras tan sólo que...

—No, mamá.

La lluvia golpeaba contra la ventana de la sala de estar. Hermione se hallaba inmersa en el
Libro reglamentario de hechizos, curso 4º
, del que la señora Weasley había comprado ejemplares para ella, Harry y Ron en el callejón Diagon. Charlie zurcía un pasamontañas a prueba de fuego. Harry, que tenía a sus pies el equipo de mantenimiento de escobas voladoras que le había regalado Hermione el día en que cumplió trece años, le sacaba brillo a su Saeta de Fuego. Fred y George estaban sentados en un rincón algo apartado, con las plumas en la mano, cuchicheando con la cabeza inclinada sobre un pedazo de pergamino.

—¿Qué andáis tramando? —les preguntó la señora Weasley de pronto, con los ojos clavados en ellos.

—Son deberes —explicó vagamente Fred.

—No digas tonterías. Todavía estáis de vacaciones —replicó la señora Weasley.

—Sí, nos hemos retrasado bastante —repuso George.

—No estaréis por casualidad redactando un nuevo cupón de pedido, ¿verdad? —dijo con recelo la señora Weasley—. Espero que no se os haya pasado por la cabeza volver a las andadas con los «Sortilegios Weasley».

—¡Mamá! —dijo Fred, levantando la vista hacia ella, con mirada de dolor—. Si mañana se estrella el expreso de Hogwarts y George y yo morimos, ¿cómo te sentirías sabiendo que la última cosa que oímos de ti fue una acusación infundada?

Todos se rieron, hasta la señora Weasley.

—¡Ya viene vuestro padre! —anunció repentinamente, al volver a mirar el reloj.

La manecilla del señor Weasley había pasado de pronto de «En el trabajo» a «Viajando». Un segundo más tarde se había detenido en la indicación «En casa», con las demás manecillas, y lo oyeron en la cocina.

—¡Voy, Arthur! —dijo la señora Weasley, saliendo a toda prisa de la sala.

Un poco después el señor Weasley entraba en la cálida sala de estar, con su cena en una bandeja. Parecía reventado de cansancio.

—Bueno, ahora sí que se va a armar la gorda —dijo, sentándose en un butacón junto al fuego, y jugueteando sin entusiasmo con la coliflor un poco mustia de su plato—. Rita Skeeter se ha pasado la semana husmeando en busca de algún otro lío ministerial del que informar en el periódico, y acaba de enterarse de la desaparición de la pobre Bertha, así que ya tiene titular para
El Profeta
de mañana. Le advertí a Bagman que debería haber mandado a alguien a buscarla hace mucho tiempo.

—El señor Crouch lleva semanas diciendo lo mismo —se apresuró a añadir Percy.

—Crouch tiene suerte de que Rita no se haya enterado de lo de Winky —dijo el señor Weasley irritado—. Habríamos tenido una semana entera de titulares a propósito de que encontraran a su elfina doméstica con la varita con la que se invocó la Marca Tenebrosa.

—Creía que todos estábamos de acuerdo en que esa elfina, aunque sea una irresponsable, no fue quien convocó la Marca —replicó Percy, molesto.

—¡Si te interesa mi opinión, el señor Crouch tiene mucha suerte de que en
El Profeta
nadie sepa lo mal que trata a los elfos! —dijo enfadada Hermione.

—¡Mira por dónde! —repuso Percy—. Hermione, un funcionario de alto rango del Ministerio como es el señor Crouch merece una inquebrantable obediencia por parte de su servicio.

—¡Por parte de su esclava, querrás decir! —contestó Hermione, elevando estridentemente la voz—. Porque a Winky no le pagaba, ¿verdad?

—¡Creo que será mejor que subáis todos a repasar vuestro equipaje! —dijo la señora Weasley, terminando con la discusión—. ¡Vamos, todos, ahora mismo...!

Harry guardó su equipo de mantenimiento de escobas voladoras, se echó al hombro la Saeta de Fuego y subió la escalera con Ron. La lluvia sonaba aún más fuerte en la parte superior de la casa, acompañada del ulular del viento, por no mencionar los esporádicos aullidos del espíritu que habitaba en la buhardilla.
Pigwidgeon
comenzó a gorjear y zumbar por la jaula cuando ellos entraron. La vista de los baúles a medio hacer parecía haberlo excitado.

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