Harry Potter. La colección completa (466 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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Un grito parecido al que Voldemort había dado al enterarse del robo de la copa hendió el aire. A Harry se le pusieron los nervios de punta y supo de inmediato que lo había desencadenado su aparición. Aunque todavía estaban los tres bajo la capa, miró a sus dos amigos, al tiempo que la puerta de Las Tres Escobas se abría de golpe y una docena de
mortífagos
con capa y capucha salían a la calle a toda prisa enarbolando sus varitas.

Harry le agarró la muñeca a Ron cuando éste fue a levantar la suya: eran demasiados para aturdirlos; si lo intentaban, delatarían su posición. Un
mortífago
agitó la varita y dejó de oírse el grito, aunque su eco siguió resonando en las lejanas montañas.


¡Accio capa!
—rugió un
mortífago
.

Harry se agarró a los pliegues de la capa invisible, pero ésta no dio señales de abandonarlo: el encantamiento convocador no había funcionado.

—Así que no estás debajo del envoltorio ese, ¿eh, Potter? —gritó el
mortífago
, y dijo a sus compinches—: ¡Dispersaos; está aquí!

Seis
mortífagos
corrieron hacia ellos: Harry, Ron y Hermione retrocedieron tan aprisa como pudieron por el callejón más cercano, y sus perseguidores no chocaron contra ellos de milagro. Los chicos esperaron en la oscuridad; oyeron las carreras de aquí para allá y vieron los haces que salían de las varitas e iluminaban la calle.

—¡Vámonos! —susurró Hermione—. ¡Desaparezcámonos ya!

—Buena idea —corroboró Ron, pero antes de que Harry replicara un
mortífago
gritó:

—¡Sabemos que estás aquí, Potter, y no tienes escapatoria! ¡Te encontraremos!

—Nos estaban esperando —susurró Harry—. Habían puesto ese hechizo para que les avisara de nuestra llegada. Supongo que habrán hecho algo para retenernos aquí y atraparnos…

—¿Y los
dementores
? —gritó otro
mortífago
—. ¡Soltémoslos! ¡Ellos lo encontrarán enseguida!

—El Señor Tenebroso no quiere a Potter muerto. Quiere matarlo…

—¡Pero los
dementores
no lo matarán! El Señor Tenebroso quiere la vida de Potter, no su alma. ¡Le será más fácil matarlo si antes lo han besado los
dementores
!

Hubo murmullos de aprobación y el miedo se apoderó de Harry, porque para rechazar a los
dementores
tendrían que utilizar los
patronus
, y éstos los descubrirían de inmediato.

—¡Tendremos que desaparecernos, Harry! —susurró Hermione.

En cuanto ella pronunció esas palabras, Harry percibió que aquel conocido frío antinatural se extendía por la calle. Se apagaron todas las luces del entorno, incluso las estrellas, y en medio de la oscuridad impenetrable el muchacho notó cómo Hermione lo agarraba por el brazo y cómo juntos giraban sobre sí mismos.

Era como si el aire que los envolvía, y en el que tenían que moverse, se hubiera solidificado: no podían desaparecerse; los
mortífagos
se habían esmerado con sus encantamientos. Harry cada vez notaba más frío. Los tres retrocedieron un poco más por el callejón, andando a tientas y procurando no hacer ruido. Entonces vieron llegar una decena de
dementores
por la esquina; se deslizaban en silencio, ataviados con sus negras capas y dejando ver las manos podridas y cubiertas de costras; las siluetas sólo eran visibles gracias a que su oscuridad era más densa que la del entorno. ¿Acaso percibían el miedo? Harry estaba seguro de que sí: los
dementores
se acercaban más y más, haciendo aquel ruido vibrante al respirar que el muchacho tanto detestaba, atraídos por la desesperanza disuelta en el ambiente…

Harry alzó su varita: no permitiría… no estaba dispuesto a sufrir el beso del
dementor
, y no le importaba lo que pudiera pasar después. Pensó en sus amigos y susurró:


¡Expecto patronum!

El ciervo plateado salió de su varita y embistió a los
dementores
, que se dispersaron, y alguien soltó un grito triunfal:

—¡Es él! ¡Allí abajo, allí abajo! ¡He visto su
patronus
, era un ciervo!

Los
dementores
se habían retirado y volvieron a salir las estrellas, pero los pasos de los
mortífagos
cada vez se oían más cerca; sin embargo, antes de que Harry —presa del pánico— pudiera decidir qué hacer, se oyó un chirrido de cerrojos cerca de donde se hallaban. Se abrió una puerta en el lado izquierdo del estrecho callejón y una áspera voz dijo:

—¡Por aquí, Potter! ¡Deprisa!

El muchacho obedeció sin vacilar y los tres amigos cruzaron como un rayo el umbral.

—¡Id arriba sin quitaros la capa! ¡Y no hagáis ruido! —murmuró una figura de elevada estatura que pasó por su lado, salió a la calle y cerró de un portazo.

Harry no tenía ni idea de dónde estaban, pero entonces distinguió, a la parpadeante luz de una única vela, el bar mugriento y cubierto de serrín del pub Cabeza de Puerco. Corrieron por detrás de la barra, pasaron por otra puerta que conducía a una desvencijada escalera de madera y subieron tan aprisa como pudieron. La escalera daba a una salita provista de una alfombra raída y una pequeña chimenea, sobre la que colgaba un enorme retrato al óleo de una niña rubia que contemplaba la habitación con expresión dulce y ausente.

Desde allí se oían gritos en la calle. Sin quitarse la capa invisible, los chicos se acercaron con sigilo a la sucia ventana y miraron hacia fuera. Su salvador, a quien Harry ya había reconocido, era la única persona que no llevaba capucha. Se trataba del camarero de Cabeza de Puerco.

—¡Pues sí! —le gritaba a una de las figuras encapuchadas—. ¿Pasa algo? ¡Si vosotros enviáis a los
dementores
a mi calle, yo les enviaré un
patronus
! ¡Ya os he dicho que no quiero verlos cerca de mi pub! ¡No pienso tolerarlo!

—¡Ése no era tu
patronus
! —exclamó un
mortífago
—. ¡Era un ciervo! ¡Era el
patronus
de Potter!

—¿Un ciervo? —rugió el camarero, y sacó una varita mágica—. ¡Un ciervo! ¡Idiota!
¡Expecto patronum!

Una cosa enorme y con cuernos salió de la varita del camarero, agachó la cabeza como si fuera a embestir y enfiló la calle principal hasta perderse de vista.

—Ése no es el
patronus
que he visto —protestó el
mortífago
, aunque ya no tan convencido.

—Han violado el toque de queda, ya has oído el ruido —le dijo otro
mortífago
al camarero—. Había alguien en la calle, contraviniendo las normas…

—¡Si quiero sacar a mi gato, lo saco, y al cuerno con vuestro toque de queda!

—¿Has sido tú quien ha disparado el encantamiento maullido?

—¿Y qué si he sido yo? ¿Vais a llevarme a Azkaban, o a matarme porque he asomado la nariz por la puerta de mi propia casa? ¡Adelante, podéis hacerlo! Pero espero por vuestro bien que no os hayáis tocado la Marca Tenebrosa y lo hayáis hecho venir, porque le va a encantar que mi gato y yo hayamos sido los causantes de la llamada.

—¡No te preocupes por nosotros —dijo otro
mortífago
—, preocúpate de ti mismo y de no violar el toque de queda!

—¿Y dónde vais a traficar con pociones y venenos cuando me hayan cerrado el bar? ¿Qué va a pasar entonces con vuestros ingresos suplementarios?

—¿Nos estás amenazando?

—Yo sé tener la boca cerrada. Por eso venís aquí, ¿no?

—¡Sigo diciendo que he visto un
patronus
con forma de ciervo! —insistió el
mortífago
que había hablado primero.

—¿Un ciervo? —rugió el camarero—. ¡Pero si era una cabra, imbécil!

—Está bien, nos hemos equivocado —dijo el otro
mortífago
—. ¡Pero si vuelves a violar el toque de queda, no seremos tan indulgentes!

Mientras los
mortífagos
se dirigían hacia la calle principal, Hermione dio un gemido de alivio, salió de debajo de la capa y se sentó en una silla coja; Harry cerró bien las cortinas y se quitó la capa descubriendo también a Ron. Asimismo oyeron cómo, en el piso de abajo, el camarero echaba el cerrojo de la puerta y luego subía la escalera.

Entonces Harry se fijó en algo que había encima de la repisa de la chimenea: un pequeño espejo rectangular apoyado contra la pared, justo debajo del retrato de la niña.

El camarero entró en la habitación.

—¿Os habéis vuelto locos? —dijo con brusquedad mirándolos de uno en uno—. ¿Cómo se os ocurre venir aquí?

—Gracias —dijo Harry—. Muchas gracias. Nos ha salvado la vida.

El hombre soltó un gruñido, y el chico se acercó a él sin dejar de mirarlo, tratando de ver algo más, aparte del largo, greñudo y canoso cabello y la barba. Llevaba gafas, y tras los sucios cristales lucían unos ojos azules intensos y penetrantes.

—Era a usted a quien vi en el espejo.

Se produjo un silencio. Harry y el camarero se miraron con fijeza.

—Usted nos envió a Dobby.

El hombre asintió y miró alrededor buscando al elfo.

—Creía que vendría con vosotros. ¿Dónde lo habéis dejado?

—Está muerto —contestó Harry—. Lo mató Bellatrix Lestrange.

El camarero no mudó la expresión y, tras unos segundos, dijo:

—Lo siento. Ese elfo me caía bien.

Entonces se dedicó a encender lámparas tocándolas con la punta de la varita, sin mirar a los chicos.

—Usted es Aberforth —dijo Harry a las espaldas del hombre.

Él ni lo confirmó ni lo desmintió, y se agachó para encender el fuego.

—¿De dónde ha sacado esto? —preguntó Harry acercándose a la repisa de la chimenea para coger el espejo de Sirius, la pareja del que él había roto casi dos años atrás.

—Se lo compré a Dung hará cosa de un año —respondió Aberforth—. Albus me dijo qué era, y me ha servido para no perderos de vista.

Ron dio un gritito de asombro.

—¡La cierva plateada! —exclamó—. ¿Eso también lo hizo usted?

—No sé de qué me hablas —dijo Aberforth.

—¡Alguien nos envió un
patronus
!

—Con un cerebro así, podrías ser
mortífago
, hijo. ¿No acabo de demostrar que mi
patronus
es una cabra?

—¡Ah! —exclamó Ron—. Sí, ya… ¡Bueno, tengo hambre! —añadió, un poco ofendido, y el estómago le rugió.

—Os traeré algo de comida —dijo Aberforth, y salió de la habitación para reaparecer al poco rato con una hogaza de pan, un trozo de queso y una jarra de peltre llena de hidromiel que dejó en una mesita delante de la chimenea.

Los chicos, hambrientos, comieron y bebieron. Durante un rato sólo se oyó el chisporroteo del fuego, el tintineo de las copas y el ruido que hacían al masticar.

—Bueno —dijo Aberforth cuando, ahítos, Harry y Ron se reclinaron amodorrados en sus asientos—, hemos de encontrar la mejor forma de sacaros de aquí. Pero no podemos hacerlo por la noche; ya habéis oído lo que pasa si alguien sale de su casa después del anochecer: se dispararía el encantamiento maullido y se os echarían encima como
bowtruckles
sobre huevos de
doxy
. Y como no creo que logre hacer pasar un ciervo por una cabra otra vez, esperaremos al amanecer, que es cuando levantan el toque de queda; entonces podréis poneros la capa invisible y marcharos a pie. Salid cuanto antes de Hogsmeade y subid a las montañas; allí os podréis desaparecer. Quizá veáis a Hagrid, que está escondido en una cueva con Grawp desde que intentaron detenerlo.

—No pensamos irnos —dijo Harry—. Tenemos que entrar en Hogwarts.

—No seas estúpido, chico —repuso Aberforth.

—Debemos ir —insistió Harry.

—Lo que tenéis que hacer es alejaros de aquí en cuanto podáis.

—Usted no lo entiende. No disponemos de mucho tiempo. Tenemos que entrar en el castillo. Dumbledore, es decir, su hermano, quería que nosotros…

El reflejo del fuego hizo que por un instante las sucias gafas de Aberforth se quedaran opacas, y Harry recordó los ojos ciegos de la araña gigante,
Aragog
.

—Mi hermano Albus quería muchas cosas, pero resulta que la gente tendía a salir perjudicada cuando él llevaba a la práctica sus grandiosos planes. Aléjate del colegio, Potter, y si puedes sal del país. Olvídate de mi hermano y sus astutos planes. Él se ha ido a donde ya nada de esto puede hacerle daño, y tú no le debes nada.

—Usted no lo entiende —repitió Harry.

—¿Ah, no? —dijo Aberforth con serenidad—. ¿Crees que no comprendía a mi hermano? ¿Crees que conocías a Albus mejor que yo?

—No he querido decir eso —replicó Harry; estaba como aletargado por el cansancio y el exceso de comida y bebida—. Es que… me encargó que hiciera un trabajo.

—¡No me digas! —se burló Aberforth—. Un trabajo agradable, supongo, bonito y fácil. El tipo de trabajo que un joven mago no cualificado realizaría sin demasiado esfuerzo, ¿verdad?

Ron soltó una amarga risa; Hermione estaba muy tensa.

—No, no es un trabajo fácil —dijo Harry—. Pero tengo que…

—¿«Tengo que»? ¿Por qué «tengo que»? El está muerto, ¿no? —gruñó Aberforth sin miramientos—. Déjalo ya, chico, si no quieres correr la misma suerte que él. ¡Sálvate!

—No puedo.

—¿Por qué?

—Yo… —Harry se sentía abrumado, pero como no podía explicárselo tomó la ofensiva—: Usted también lucha, ¿verdad? Usted pertenece a la Orden del Fénix…

—Pertenecía —puntualizó Aberforth—. La Orden del Fénix ha pasado a la historia. Quien-tú-sabes ha vencido, todo ha terminado, y aquel que piense lo contrario se engaña a sí mismo. Aquí nunca estarás a salvo, Potter; él está decidido a acabar contigo. Así que vete al extranjero, escóndete, sálvate. Y será mejor que te lleves a estos dos contigo. —Apuntó con un dedo a Ron y Hermione—. Ahora que se sabe que han estado trabajando contigo, correrán peligro toda su vida.

—No puedo irme —insistió Harry—. Tengo que hacer una cosa…

—¡Que la haga otro!

—No. Tengo que hacerlo yo. Dumbledore me explicó todo lo que…

—¡Ah, vaya! ¡No me digas! ¿Y te lo contó todo? ¿Fue sincero contigo?

Harry deseó decir «sí», pero por algún extraño motivo esa palabra no acudía a sus labios. Por lo visto, Aberforth sabía lo que el chico estaba pensando.

—Yo conocía muy bien a mi hermano, Potter. Aprendió de mi madre el arte de guardar secretos. Nosotros crecimos rodeados de secretos y mentiras, y Albus tenía un talento innato para eso.

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