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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry Potter. La colección completa (334 page)

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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—Así es. De modo que tendrás que sujetarte con fuerza a mi brazo. Al izquierdo, si no te importa. Como ya has visto, mi brazo derecho está un poco frágil. —Harry se agarró al antebrazo que le ofrecía—. Muy bien. Allá vamos.

Notó que el brazo del anciano profesor se alejaba de él y se aferró con más fuerza. De pronto todo se volvió negro, y el muchacho empezó a percibir una fuerte presión procedente de todas direcciones; no podía respirar, como si unas bandas de hierro le ciñeran el pecho; sus globos oculares empujaban hacia el interior del cráneo; los tímpanos se le hundían más y más en la cabeza, y entonces…

Aspiró a bocanadas el aire nocturno y abrió los llorosos ojos. Se sentía como si lo hubieran hecho pasar por un tubo de goma muy estrecho. Tardó varios segundos en darse cuenta de que Privet Drive había desaparecido. Dumbledore y él estaban de pie en una plaza de pueblo desierta, en cuyo centro había un viejo monumento a los caídos y unos cuantos bancos. Tras recuperar por completo los sentidos, comprendió que acababa de aparecerse por primera vez en su vida.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Dumbledore mirándolo con interés—. Lleva tiempo acostumbrarse a esta sensación.

—Estoy bien —contestó el chico frotándose las orejas, a las que no parecía haberles agradado dejar Privet Drive—. Pero creo que prefiero las escobas.

Dumbledore sonrió, se ciñó un poco más el cuello de la capa de viaje e indicó:

—Por aquí. —Echó a andar con brío por delante de una posada vacía y de varias casas. Según el reloj de una iglesia cercana, era casi medianoche—. Y dime, Harry, ¿te ha dolido últimamente… la cicatriz?

El chico se llevó una mano a la frente y se frotó la marca con forma de rayo.

—No —contestó—, y no lo entiendo. Creí que me ardería siempre, ya que Voldemort está recobrando su poder.

Vio que el anciano ponía cara de satisfacción.

—Yo, en cambio, creí todo lo contrario. Lord Voldemort ha comprendido por fin lo peligroso que puede resultar que accedas a sus pensamientos y sus sentimientos. Al parecer, ahora está empleando la Oclumancia contra ti.

—Pues por mí, mejor —repuso Harry, que no echaba de menos ni los inquietantes sueños ni los fugaces momentos en que se introducía en la mente de Voldemort.

Doblaron una esquina y pasaron ante una cabina telefónica y una parada de autobús. Harry volvió a mirar de reojo a Dumbledore.

—Profesor…

—Dime, Harry.

—Hum… ¿Dónde estamos?

—Esto, Harry, es el precioso pueblo de Budleigh Babberton.

—¿Y qué hacemos aquí?

—¡Ah, sí, claro! Todavía no te lo he explicado. Verás, ya he perdido la cuenta de las veces que he dicho esto en los últimos años, pero resulta que de nuevo hay un puesto vacante en el profesorado. Hemos venido aquí para convencer a un viejo colega mío, que ya se ha jubilado, para que regrese a Hogwarts.

—¿Y cómo puedo ayudarlo yo a convencerlo?

—¡Oh, ya encontraremos alguna manera! A la izquierda, Harry.

Subieron por una calle estrecha y empinada con hileras de casas a ambos lados, pero no había luz en ninguna ventana. El frío que, desde hacía dos semanas, se había instalado en Privet Drive reinaba también allí. Pensando en los
dementores
, Harry miró hacia atrás y, para tranquilizarse, sujetó con fuerza la varita que llevaba en el bolsillo.

—¿Por qué no nos aparecimos directamente en casa de su viejo colega, profesor?

—Porque eso sería tan descortés como echar abajo la puerta. Es de buena educación ofrecer a los otros magos la oportunidad de negarnos la entrada. De cualquier modo, la mayoría de las viviendas mágicas están protegidas de aparecedores no deseados. En Hogwarts, por ejemplo…

—…no puedes aparecerte ni en los edificios ni en los jardines —completó rápidamente Harry—. Me lo dijo Hermione Granger.

—Y tiene mucha razón. Otra vez a la izquierda.

A sus espaldas, el reloj de la iglesia dio la medianoche. Harry se preguntó por qué Dumbledore no consideraba descortés visitar a su colega tan tarde, pero, en lo que a preguntas se refería, tenía algunas más urgentes que plantearle.

—Señor, en
El Profeta
leí que han despedido a Fudge…

—Correcto —confirmó Dumbledore torciendo por una empinada callejuela—. Lo ha sustituido, como estoy seguro de que también habrás leído, Rufus Scrimgeour, que hasta ahora era el jefe de la Oficina de
Aurores
.

—¿Y qué tal…? ¿Qué tal es?

—Una pregunta interesante. Es competente, desde luego, y tiene una personalidad más fuerte y decidida que Cornelius.

—Ya, pero a lo que me…

—Ya sé a qué te refieres. Rufus es un hombre de acción, y como lleva toda su vida activa combatiendo a los magos tenebrosos, no subestima a lord Voldemort.

Harry aguardó en silencio, pero Dumbledore no hizo ningún comentario acerca de su desacuerdo con Scrimgeour que había mencionado
El Profeta
, y como no tuvo valor para sacar el tema, habló de otra cosa.

—Y también leí lo de Madame Bones, señor.

—Sí —asintió el mago en voz baja—. Una pérdida terrible. Era una gran bruja. Creo que es allí. ¡Ay! —Había señalado con la mano lastimada.

—Profesor, ¿qué le ha pasado en la…?

—Ahora no tengo tiempo para explicártelo —le cortó—. Es una historia emocionante y quiero hacerle justicia.

Sonrió al muchacho, y éste comprendió que no le estaba dando largas y que tenía permiso para seguir formulando preguntas.

—Una lechuza me trajo un folleto del Ministerio de Magia, señor, con las medidas de seguridad que todos deberíamos adoptar contra los
mortífagos

—Sí, yo también recibí uno —dijo Dumbledore, aún sonriendo—. ¿Lo encontraste útil?

—No mucho.

—Ya me lo imaginaba. Pero no me has preguntado, por ejemplo, cuál es mi mermelada favorita, ya sabes, para comprobar que soy el verdadero profesor Dumbledore y no un impostor.

—No se me… —empezó Harry, sin saber si estaba riñéndole o no.

—Para otra vez, Harry, quiero que sepas que mi mermelada favorita es la de frambuesa. Aunque, evidentemente, si yo fuera un
mortífago
me habría asegurado de averiguar mis propias preferencias respecto a las mermeladas antes de hacerme pasar por mí mismo.

—Ya, claro… Pues en ese folleto decía algo sobre los
inferi
. ¿Qué son? El folleto no lo explicaba.

—Son cadáveres —contestó Dumbledore con serenidad—. Cuerpos de personas muertas que han sido hechizados para hacer con ellos lo que se le antoje a un mago tenebroso. Pero hace mucho tiempo que no se ven
inferi
, al menos desde que Voldemort perdió el poder… El mató a tanta gente que pudo formar un ejército con ellos, claro. Es aquí, Harry, aquí mismo…

Se estaban acercando a una casita de piedra rodeada de un jardín. Harry estaba tan ocupado asimilando la espeluznante explicación sobre los
inferi
que no prestaba atención a nada más, pero, cuando llegaron a la verja, Dumbledore se detuvo en seco y el chico chocó contra él.

—¡Cáspita!

Harry siguió la mirada del anciano mago a lo largo del cuidado sendero del jardín y se le cayó el alma a los pies: la puerta de la casa colgaba de los goznes.

Dumbledore miró a ambos lados de la calle, que parecía desierta.

—Saca tu varita y sígueme, Harry —ordenó en voz baja. A continuación abrió la verja y recorrió con rapidez y sigilo el sendero, seguido del muchacho; luego empujó muy despacio la puerta de la casa con la varita en ristre—.
¡Lumos!

La punta de la varita de Dumbledore se inflamó y proyectó su luz por un estrecho recibidor. A la izquierda había otra puerta abierta. Manteniendo en alto la iluminada varita, el anciano entró en el salón, con Harry pegado a sus talones.

Ante ellos apareció un escenario de absoluta devastación: en el suelo yacía un astillado reloj de pie, con la esfera rota y el péndulo tirado un poco más allá, como una espada abandonada; un piano tumbado sobre un costado tenía las teclas esparcidas a su alrededor; los restos de una lámpara de cristal centelleaban a pocos pasos; los almohadones tenían tajos de los que salían plumas, y fragmentos de cristal y porcelana lo cubrían todo como si fuese polvo. Dumbledore alzó un poco más la varita para iluminar las paredes, cuyo empapelado estaba salpicado de una sustancia pegajosa de color rojo oscuro. El grito ahogado de Harry lo hizo volverse.

—Esto no pinta nada bien —observó con seriedad—. Sí, aquí ha pasado algo horroroso.

Avanzó con cautela hasta el centro de la habitación mientras examinaba los escombros. Harry lo siguió mirando a todas partes, temeroso de que pudieran encontrarlo detrás de los restos del piano o del derribado sofá, pero no vio ningún cadáver.

—Tal vez hubo una pelea y… se lo llevaron, ¿no, profesor? —sugirió, intentando no imaginar lo malherido que tendría que estar un hombre para dejar esas manchas en las paredes.

—No lo creo —repuso Dumbledore mientras miraba detrás de una volcada butaca con exceso de relleno.

—¿Insinúa que está…?

—Por aquí, sí.

Y sin previo aviso, se precipitó sobre la butaca e hincó la punta de la varita en el asiento, que gritó:

—¡Ay!

—Buenas noches, Horace —saludó Dumbledore, y se irguió de nuevo.

Harry se quedó boquiabierto. Un anciano calvo y tremendamente gordo, que se frotaba la parte baja del vientre y miraba a Dumbledore con ojos entrecerrados y gesto ofendido, se hallaba donde un segundo antes estaba la butaca.

—No necesitabas clavarme la varita tan fuerte —refunfuñó, poniéndose en pie con dificultad—. Me has hecho daño.

La luz de la varita brilló sobre su reluciente calva, sus saltones ojos y su enorme y plateado bigote de morsa, así como sobre los bruñidos botones de la chaqueta de terciopelo marrón que llevaba encima de un pijama de seda lila. La coronilla de aquel personaje apenas llegaba a la altura de la barbilla de Dumbledore.

—¿Cómo me has descubierto? —gruñó mientras se tambaleaba sin dejar de frotarse el vientre. Se mostraba impertérrito a pesar de que acababan de sorprenderlo haciéndose pasar por una butaca.

—Mi querido Horace —contestó Dumbledore, que parecía encontrar todo aquello muy gracioso—, si fuera verdad que los
mortífagos
han venido a visitarte, habría aparecido la Marca Tenebrosa encima de la casa.

El mago se dio una palmada en la ancha frente con una manaza.

—La Marca Tenebrosa —masculló—. Ya sabía yo que se me olvidaba algo. Bueno, en cualquier caso no habría tenido tiempo. Acababa de darle los últimos retoques al tapizado cuando entraste en la habitación. —Exhaló un suspiro tan hondo que estremeció las puntas del bigote.

—¿Quieres que te ayude a poner orden? —se ofreció Dumbledore con amabilidad.

—Sí, por favor.

Los dos magos (uno alto y delgado, y el otro bajito y gordo) se colocaron de pie, espalda contra espalda, y sacudieron sus respectivas varitas con un amplio e idéntico movimiento.

Los muebles volvieron volando a su posición original; los adornos se recompusieron suspendidos en el aire; las plumas se metieron de nuevo en los almohadones; los libros rotos se repararon por sí solos antes de regresar a sus estantes; las lámparas de aceite se trasladaron por el aire hasta sus mesitas y volvieron a encenderse; una serie de dañados marcos de plata también voló por la habitación y aterrizó, intacta, en un aparador; desgarrones, grietas y agujeros se repararon por todas partes, y las paredes se autolimpiaron.

—Por cierto, ¿qué clase de sangre era ésa? —preguntó Dumbledore, elevando la voz para hacerse oír por encima de las campanadas del restaurado reloj de pie.

—¿La de las paredes? ¡De dragón! —gritó el mago llamado Horace al mismo tiempo que, con un agudo chirrido y un fuerte tintineo, la lámpara de cristal volvía a enroscarse en el techo. Tras un último ¡pataplum! del piano, volvió a reinar el silencio—. Sí, de dragón —repitió el mago con desenfado, y se dirigió hacia una pequeña botella de cristal que había encima de un aparador. La puso a contraluz para examinar el espeso líquido que contenía—. Mi última botella, y por desgracia se ha puesto por las nubes. No obstante, quizá pueda volver a utilizarla. Hum. Ha cogido un poco de polvo.

La dejó otra vez en el aparador y suspiró. Entonces fue cuando reparó por primera vez en Harry.

—¡Atiza! —exclamó mientras clavaba sus saltones ojos en la frente de Harry y en la cicatriz con forma de rayo que la surcaba—. ¡Ajajá!

—Éste es Harry Potter —hizo las presentaciones Dumbledore—. Harry, te presento a un viejo amigo y colega mío, Horace Slughorn.

Éste se volvió hacia el director de Hogwarts con expresión sagaz.

—Creíste que así me persuadirías, ¿verdad? Pues bien, la respuesta es no, Albus.

Apartó a Harry con decisión, volvió la cara hacia otro lado y adoptó el aire de quien intenta resistir una tentación.

—Supongo que al menos podremos beber algo, ¿no? —propuso Dumbledore—. Y brindar por los viejos tiempos.

Slughorn titubeó.

—Está bien, pero sólo una copa —concedió de mala gana.

Dumbledore sonrió a Harry y lo condujo hacia una butaca (parecida a aquella por la que Slughorn se había hecho pasar) situada junto al fuego que había empezado a arder en la chimenea y al lado de una lámpara de aceite encendida. El muchacho se sentó con la impresión de que Dumbledore, por algún motivo, quería que él destacara cuanto fuera posible. Y en efecto, cuando Slughorn, que había estado ocupado con licoreras y copas, se dio otra vez la vuelta hacia la habitación, sus ojos se posaron de inmediato en Harry.

—¡Rediez! —exclamó, y desvió la mirada, como si la visión del chico lo asustara o le hiriera los ojos—. Toma… —Le dio una copa a Dumbledore, que se había sentado, le acercó la bandeja a Harry y luego se apoltronó en el reparado sofá. Tenía las piernas tan cortas que no tocaba el suelo con los pies.

—Cuéntame, Horace, ¿cómo te va? —preguntó Dumbledore.

—No muy bien. Tengo problemas respiratorios. Tos. Y también reuma. Ya no puedo moverme como antes. En fin, era de esperar. Ya sabes, la edad, la fatiga…

—Y sin embargo, debes de haberte movido con gran agilidad para prepararnos semejante bienvenida en tan poco tiempo. No creo que hayas tenido más de tres minutos desde el aviso.

—Dos —replicó Slughorn con una mezcla de fastidio y orgullo—. No oí el encantamiento antiintrusos cuando sonó porque estaba dándome un baño. Aun así —añadió con severidad y arrugando el entrecejo—, el hecho es que soy muy mayor, Albus. Soy un anciano cansado que se ha ganado el derecho a tener una vida tranquila y unas cuantas comodidades.

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