Me pareció una descarada hipocresía por parte de McNaghten, pero, tal como muy pronto descubriría, semejante comportamiento era típico en nuestros tratos con los afganos.
—Va usted a ser nuestro correo, como hacen los hombres del señor Rowland Hill en Inglaterra. Llevará nuestros mensajes de buena voluntad a Sher Afzul, se los entregará, le dirá que todo marcha estupendamente bien, se mostrará amable con ese viejo demonio que, por cierto, está medio loco, y le tranquilizará en caso de que todavía esté preocupado por los subsidios y cosas por el estilo.
—Todo estará en las cartas —terció Burnes—. Usted deberá limitarse a darle todas las seguridades que sean necesarias.
—¿Qué le parece, Flashman? —dijo Cotton—. Será una buena experiencia para usted. Una misión diplomática, ¿comprende?
—Y muy importante —añadió Burnes—. Porque, si pensaran que ocurre algo o empezaran a sospechar, nuestra situación aquí se podría agravar.
«Y la mía mucho más», pensé yo. La propuesta no me hacía la menor gracia. Lo único que sabía de los
gilzai
era que tenían fama de ser unos brutos y unos asesinos, como todos los afganos del país, y la idea de visitar sus guaridas en la montaña sin la menor esperanza de que alguien acudiera en mi ayuda en caso de que surgieran problemas... bueno, Kabul no es que fuera precisamente Hyde Park, pero por lo menos era un lugar seguro de momento. Y lo que las mujeres afganas hacían a los prisioneros era suficiente argumento como para que se me revolviera el estómago con sólo pensarlo. Me habían contado unas historias tremendas.
Parte de mis reflexiones debieron reflejarse en mi rostro, pues Cotton me preguntó con la cara muy seria qué ocurría. ¿Acaso no quería ir?
—Por supuesto que sí, señor —contesté, mintiendo descaradamente—. Pero... bueno, es que todavía estoy un poco verde. Un oficial más experto...
—No se preocupe —dijo Burnes, sonriendo—. Se compenetra usted mejor con esa gente que algunos hombres que llevan veinte años de servicio aquí —me miró, guiñando un ojo—. Le he visto, Flashman, recuérdelo. ¡Ja, ja! Tiene usted eso que se llama «cara de tonto», sin ánimo de ofender. Significa que parece honrado. Además, el hecho de que hable usted un poco el
pashto
le permitirá ganarse su confianza.
—Pero, en mi calidad de ayudante del general Elphinstone, ¿no tendría que estar aquí...?
—Elphy aún tardará una semana en llegar —contestó secamente Cotton—. Maldita sea, hombre de Dios, esta es una oportunidad extraordinaria para usted. Cualquier joven en su lugar estaría deseando ir.
Comprendí que no le parecería nada bien que siguiera dando excusas, y dije que tenía mucho interés, por supuesto, y que sólo quería asegurarme de que era el hombre adecuado. La cuestión quedó definitivamente resuelta, y entonces Burnes me acompañó junto a un gran mapa que había en la pared y me mostró dónde estaba Mogala... Huelga decir que estaba en el quinto infierno, a unos ochenta kilómetros de Kabul, en una inhóspita región montañosa al sur del paso de Jugdulluk. Me indicó el camino que debería seguir, asegurándome que me proporcionarían un buen guía, y me dio el paquete sellado que debería entregar al medio loco (y, sin duda, medio humano) Sher Afzul.
—Encárguese de que llegue a sus manos —me dijo—. Es un buen amigo nuestro, de momento, pero no me fío de su sobrino Gul Shah. Ha sido demasiado amigo de Akbar Khan en otros tiempos. Si alguna vez surgen divisiones entre los
gilzai
, será por culpa de Gul; por consiguiente, tenga cuidado con él. No es necesario que le recuerde que ha de tener asimismo cuidado con el viejo Sher Afzul... es muy listo cuando está cuerdo, cosa que suele suceder casi siempre. Es señor de la vida y de la muerte en su parroquia, y en ella está usted incluido. No es probable que le cause ningún daño, pero procure ganarse su favor por si acaso.
Empecé a preguntarme si no habría alguna forma de que pudiera caer enfermo en las próximas dos horas. De ictericia, a ser posible, o de alguna dolencia infecciosa. Cotton puso el remate final.
—Si surgiera alguna dificultad —me dijo—, deberá usted resolverla.
A este paternal consejo, él y Burnes añadieron unas cuantas consideraciones acerca de la forma en que debería comportarme en caso de que el jefe decidiera discutir conmigo la cuestión de los subsidios, subrayando especialmente la necesidad de que yo me mostrara tranquilizador a toda costa —debo decir que nadie se tomó la molestia de indicarme quién me iba a tranquilizar a mí—, tras lo cual me despidieron. Burnes dijo que tenían depositadas grandes esperanzas en mí, un sentimiento que yo difícilmente podía compartir.
Sin embargo, no hubo nada que hacer y, a la mañana siguiente, emprendí el camino hacia el Este flanqueado por Iqbal y un guía afgano, y escoltado por cinco soldados del 16 de Lanceros. La escolta era lo bastante minúscula como para que sólo sirviera contra un salteador de caminos —cosa que nunca faltaba en Afganistán—, pero me dio un poco de ánimo, al cual se sumaron el fresco y vigorizante aire matinal y la idea de que probablemente todo iría bien y la misión supondría acceder a un nuevo escalón en la brillante carrera del teniente Flashman.
El sargento que estaba al mando de los lanceros se llamaba Hudson y ya había dado cumplidas muestras de su aptitud y determinación. Antes de emprender la marcha, me había sugerido que dejara el sable —nuestras espadas eran muy poco eficaces y le resbalaban a uno de la mano—
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y tomara en su lugar una de las cimitarras persas que utilizaban algunos afganos. Eran fuertes, ligeras y tremendamente afiladas. Tanto en esta cuestión como en el asunto de las raciones de los hombres y el forraje de los caballos se había mostrado muy práctico y capacitado. Era uno de esos hombres de talla media, complexión robusta y modales reposados que saben exactamente lo que hacen, y yo me alegraba de contar con su ayuda y la de Iqbal.
Nuestro primer día de marcha nos llevó hasta Khoord—Kabul y, al segundo día, abandonamos el camino en Tezeen y nos desviamos al sudesde hacia las colinas. La marcha, que por terreno llano ya había sido muy dificultosa, se había convertido ahora en una terrible pesadilla, pues el territorio era una sucesión de rocas abrasadas por el sol y mellados picachos, con unos pedregosos desfiladeros cuyos sueltos guijarros hacían tropezar y resbalar a los mulos. Tras abandonar Tezeen apenas vimos criaturas vivientes a lo largo de casi cuarenta kilómetros y, al caer la noche, acampamos en un elevado paso, al amparo de un peñasco que hubiera podido ser la pared del infierno. Hacía un frío espantoso y el viento soplaba con fuerza a través del desfiladero; se oía a lo lejos el aullido de un lobo, y apenas teníamos leña para mantener encendida nuestra hoguera. Me tendí sobre la manta, maldiciendo el día en que me había emborrachado en Rugby y pensando que ojalá pudiera estar cómodamente acostado en una cálida cama con Elspeth, o Fetnab, o Josette.
Al día siguiente, mientras subíamos por una larga y pedregosa ladera, Iqbal murmuró unas palabras por lo bajo y me señaló algo con la mano. En lo alto de la rocosa cumbre, distinguí una figura que desapareció casi inmediatamente.
—Un explorador
gilzai
—me explicó Iqbal. A lo largo de una hora, vimos algo así como una docena.
Mientras cabalgábamos, los veíamos en las colinas de ambos lados y detrás de las rocas y los salientes. En los últimos kilómetros divisamos a varios jinetes que nos seguían a derecha e izquierda y a nuestra espalda. Al salir de un desfiladero, el guía me señaló una cumbre coronada por una gran fortaleza de color gris, con una torre redonda detrás de su muralla exterior y toda una serie de cabañas agrupadas junto a su puerta almenada. Era Mogala, la plaza fuerte del caudillo
gilzai
Sher Afzul. Raras veces había yo contemplado un lugar que me resultara más desagradable a primera vista.
Nos adelantamos a medio galope, mientras los jinetes que nos habían estado siguiendo galopaban a ambos lados en dirección al fuerte, sin acercarse demasiado a nosotros. Montaban jacas afganas, iban armados con largos jezzais y lanzas, y tenían un aspecto terrible; algunos llevaban cotas de malla sobre las túnicas, y unos cuantos se cubrían la cabeza con cascos puntiagudos. Con sus exóticos atuendos y sus fieros rostros barbados, parecían guerreros de un cuento de hadas oriental... y, de hecho, lo eran.
Cerca de la entrada había una hilera formada por cuatro cruces de madera. Comprobé para mi horror que las cuatro cosas retorcidas y ennegrecidas clavadas en ellas eran cuerpos humanos. Estaba claro que Sher Afzul tenía sus propias ideas acerca de la disciplina. Uno o dos soldados murmuraron por lo bajo al ver las cruces, y varios miraron con inquietud a los jinetes que nos habían estado siguiendo como sombras y que ahora se habían alineado a ambos lados de la entrada. Por mi parte, yo me sentía dominado por una cierta inquietud, pero pensé: «Que se vayan al infierno estos negros del carajo, nosotros somos ingleses». Así que dije con voz recia y decidida:
—¡Adelante, muchachos, en posición de firmes!
Así cruzamos ruidosamente la siniestra entrada.
Calculo que Mogala debe de medir algo más de cuatrocientos metros de muralla a muralla, pero, en el interior de sus almenas, aparte la gigantesca torre del homenaje, había cuarteles y establos para los guerreros de Sher Afzul, almacenes, depósitos de armas y la casa del propio
kan
. En realidad, más que una casa, era un pequeño palacio, pues se levantaba a la sombra de un ciprés en medio de un precioso jardín junto a la muralla exterior, y por dentro parecía un decorado de la versión de
Las mil y una noches
de Burton. Había tapices en las paredes, alfombras sobre los suelos embaldosados, y biombos de madera labrada con enrevesados dibujos bajo los arcos. Se respiraba una atmósfera general de lujo... el jefe vivía muy bien, pero no quería correr ningún riesgo. Por todas partes se veían corpulentos centinelas armados hasta los dientes.
Sher Afzul resultó ser un hombre de unos sesenta años, con una barba teñida de un tono negro tan oscuro como el azabache y un feo rostro arrugado cuyo rasgo más destacado eran unos fieros y ardientes ojos que parecían traspasarle a uno de lado a lado. Me recibió con mucha cortesía en su sala de audiencias, sentado en un pequeño trono y rodeado por su corte, pero yo no dudé ni por un instante de las palabras de Burnes, en el sentido de que aquel hombre estaba medio loco. Sus manos no paraban de moverse y, mientras hablaba, tenía la costumbre de sacudir violentamente la cabeza tocada con un turbante. Sin embargo, prestó mucha atención mientras uno de sus ministros leía en voz alta la carta de McNaghten y, al término de la lectura, pareció darse por satisfecho. Después, él y sus cortesanos lanzaron exclamaciones de complacencia al ver el regalo que Cotton le había enviado: un precioso par de pistolas de Manton en un estuche de terciopelo, con una bolsa de municiones a juego y un frasco de pólvora. Tuvimos que salir todos inmediatamente al jardín para que el
kan
las pudiera probar; era un pésimo tirador, pero, al cuarto intento, consiguió volarle la cabeza a un loro muy bonito que estaba posado con las patas encadenadas a un palo y que, a cada disparo, soltó un estridente chillido hasta que el tiro final acabó con él.
Hubo fuertes aplausos y Sher Afzul meneó la cabeza complacido.
—Un regalo espléndido —me dijo, mientras yo comprobaba satisfecho que mis conocimientos de
pashto
eran más que suficientes para entenderle—. Sea usted bienvenido, Flashman
bahadur
,
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porque estas armas son una verdadera maravilla. ¡Por Dios, que son armas dignas de un soldado!
Le dije que lo celebraba, y se me ocurrió la feliz idea de regalarle de inmediato una de mis pistolas al hijo del
kan
, un apuesto y despierto mozalbete de unos dieciséis años, llamado Ilderim. El chico empezó a soltar exclamaciones de alegría, y los ojos le brillaron de emoción mientras estudiaba el arma... había empezado con buen pie.
A continuación, uno de los cortesanos se adelantó y yo sentí que un estremecimiento me recorría la columna vertebral mientras lo miraba. Era un hombre alto —tanto como yo—, con unos hombros muy anchos y una fina cintura de atleta. Vestía una ajustada chaqueta negra, calzaba botas de caña alta y lucía alrededor de la cintura una faja de seda para llevar el sable. Se cubría la cabeza con un puntiagudo casco de acero, y tenía un rostro extremadamente hermoso, aunque con unas marcadas facciones orientales que a mí personalmente no me gustaban. Ustedes ya me entienden... nariz recta, labios muy carnosos y mejillas y mandíbulas suavemente femeninas. Lucía una barba bifurcada, y tenía los ojos más fríos que jamás he visto en mi vida. Me pareció que era un aguafiestas, y no me equivoqué.
—Yo puedo matar loros con un tirachinas —dijo—. ¿Sirven las pistolas del
feringhee
para alguna otra cosa?
Sher Afzulle dirigió una mirada más o menos asesina por poner en duda las excelencias de sus nuevas armas y, depositando una de ellas en su mano, le dijo que la probara. Para mi asombro, el muy bruto dio media vuelta y le pegó un tiro a uno de los esclavos que estaban trabajando en el jardín, que murió en el acto.
Les aseguro que se me heló la sangre en las venas. Contemplé las sacudidas del cuerpo sobre la hierba, vi que el
kan
sacudía la cabeza, y observé que el asesino le devolvía el arma encogiéndose de hombros. Había matado a un simple negro, y yo sabía que entre los afganos la vida se cotizaba muy barata; el hecho de matar a un ser humano tiene para ellos tan poca trascendencia como la tiene para nosotros disparar contra un faisán o pescar un pez. Pero resultaba un poco inquietante para un hombre con un temperamento como el mío saber que me encontraba en poder —pues, tanto si era un invitado como si no, yo estaba en su poder— de unos sinvergüenzas capaces de matar con semejante crueldad y sin el menor motivo. Me inquietaba más aquella idea que el asesinato propiamente dicho.
El joven Ilderim se dio cuenta y reprendió al tipo de la chaqueta negra... ¡no por la muerte del esclavo, que conste, sino por su descortesía para con un huésped!
—No se muerde la moneda de un honorable huésped, Gul Shah —le dijo, queriendo indicar con ello que a caballo regalado no había que mirarle el dentado. De momento, yo estaba tan asombrado por lo que acababa de ver que no le presté demasiada atención, pero, mientras el
kan
me acompañaba de nuevo al interior del palacio sin dejar de hablar atropelladamente, según su costumbre, recordé que el tal Gul Shah era el tipo contra el cual me había advertido Burnes... el amigo del gran rebelde Akbar Khan. Le vigilé mientras conversaba con Sher Afzul, y me pareció que él también me vigilaba a mí.