Hambre (12 page)

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Authors: Knut Hamsun

BOOK: Hambre
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—Sí, tengo aquí una cosa, y quería preguntarle si encontraría algún empleo para ella..., algo que no hacía más que molestarme en casa, se lo aseguro; una verdadera calamidad, unos botones.

—¿Y bien, qué es eso, qué clase de botones son? Y acercó sus ojos a mi mano.

—Si pudiera darme algunos
óre
... Lo que quiera... Usted mismo.

—¿Por esos botones? —Mi tío me miró estupefacto—. ¿Por esos botones?

—Lo justo para comprar un cigarro, lo que valgan. Pasaba por la puerta y he querido enterarme. Entonces el viejo usurero se echó a reír y se volvió a su mesa sin agregar una palabra. Me quedé allí plantado.

A decir verdad, no había concebido grandes esperanzas, y, sin embargo, creía posible obtener algo. Aquella risa era mi sentencia de muerte.

Tampoco serviría de nada tratar de colocarle mis gafas.

—Naturalmente, pondría en el lote mis gafas, es lógico —dije quitándomelas—. Sólo por diez óre, o si usted quiere, por cinco óre.

—Ya sabe que no puedo darle nada por sus gafas —dijo mi tío—; ya se lo he dicho.

—Pero me hace falta un sello —dije con voz sorda—. No puedo ni echar las cartas que he escrito. Un sello de diez o de cinco óre, como usted quiera.

—¡Vaya con Dios, y déjeme en paz! —respondió, haciéndome un gesto con la mano.

«¡Bueno, bueno, no hablemos más!», me dije. Maquinalmente recogí las gafas y los botones, y salí. Di las buenas noches y cerré la puerta detrás de mí, como de costumbre. ¡Vaya, que no hay remedio! Me paré en el descansillo de la escalera y miré una vez más los botones. «¡Pensar que no valen nada! ¡Y, sin embargo, son botones casi nuevos! ¡No puedo comprenderlo!»

Mientras estaba sumido en estas consideraciones, pasó a mi lado un hombre en dirección al sótano. En su prisa me había tropezado, nos excusamos los dos, y me volví para mirarle.

—¡Cómo! ¿Eres tú? —gritó al pie de la escalera. Subió y le reconocí—. ¡Dios mío, qué aspecto tienes! —dijo—. ¿A qué has venido aquí?

—¡Oh..., negocios! ¿Bajas tú? —le dije.

—Sí. ¿Qué has traído?

Temblaban mis piernas, me apoyé en la pared y tendí mi mano abierta con los botones.

—¡Diablo! —gritó—. ¡Eso es demasiado!

—Buenas noches —dije, haciendo ademán de marchar, porque los sollozos rompían mi pecho.

—¡No, espera un momento!

¿Qué tenía que esperar? También él iba a empeñar, quizá llevaba su anillo de bodas, habría ayunado varios días, debería dinero a su patrona.

—Sí —respondí—. Si te das prisa...

—Naturalmente —dijo, cogiéndome del brazo—. Pero lo que te digo; no te creo, eres idiota; es mejor que bajes conmigo.

Comprendí su intención, y de repente me invadió un puntillo de honor y contesté:

—¡No puedo! He prometido estar en la calle de Bernt Aker a las siete y media y...

—¡A las siete y media, muy bien! Pero son las ocho. Llevo el reloj en la mano, es lo que voy a entregar. ¡Vamos, entra, pecador hambriento! Sacaré por lo menos cinco coronas para ti.

Y me empujó hacia el sótano.

Tercera parte

Transcurrió una semana en la magnificencia y en la alegría.

Una vez más había franqueado el peor paso, podía comer todos los días, mi valor aumentaba y yo ponía manos a la obra. Tenía preparados tres o cuatro artículos que agotaban mi pobre cerebro, hurtándole cada resplandor, cada pensamiento que en él nacía, y me parecía que aquél funcionaba mejor que antes. Mi último artículo, que tantas ¡das y venidas me había costado, y en el que había puesto tanta esperanza, me había sido devuelto por el redactor jefe, y yo lo había destruido allí mismo, furioso, vejado, sin releerlo. Con el fin de abrirme varias salidas para el porvenir, quise ensayar en otro periódico. En el peor de los casos, y si esto no tenía éxito, me quedaba siempre el recurso de los buques.
La Monja
estaba en el muelle, dispuesta a zarpar, y tal vez, a cambio de mi trabajo, podría obtener en él pasaje para Arcángel o cualquier otro puerto. Por lo tanto, no me faltaban perspectivas por todas partes.

La última crisis me había maltratado demasiado. Empezaba a caérseme el cabello en gran cantidad, tenía dolores de cabeza que me hacían sufrir mucho, sobre todo durante la mañana, y los nervios no se calmaban.

Escribía con las manos envueltas en trapos, por no poder tolerar la sensación de mi propio aliento en la piel. Cuando Jens Ola¡ cerraba con violencia la puerta de la cuadra, o cuando un perro, entrado en la cuadra, empezaba a ladrar, me hacía el efecto de que me introducían puntas de hielo hasta la médula de los huesos y me pinchaban por todas partes. Realmente, estaba bastante mal.

Todos los días trabajaba mucho, dándome apenas tiempo de tomar mi alimento antes de ponerme a escribir.

Mi lecho, como mi mesilla vacilante, estaban llenos de notas y de cuartillas escritas, en las que trabajaba alternativamente. Agregaba a ellas las nuevas ideas que se me ocurrían durante el día, modificaba, daba vida a los puntos muertos con una palabra escogida de aquí o de allá, avanzaba con gran trabajo de frase en frase, a costa de grandes esfuerzos. Por fin, uno de mis artículos quedó terminado una tarde; dichoso y alegre lo guardé en el bolsillo y fui a la redacción de
El Comendador
. Era ya tiempo de hacer una nueva expedición en busca de algún dinero, porque ya no quedaban muchos
óre
.

El Comendador
me rogó que me sentara un momento, terminaba en seguida... Siguió escribiendo. Dirigí una mirada circular al modesto despacho; bustos, litografías, recortes, un cesto de papeles desmesurado que parecía poder engullir una persona entera sin gran trabajo. Sentía tristeza en el alma a la vista de aquella enorme garganta de dragón siempre abierta, siempre dispuesta a recibir nuevos trabajos rechazados... nuevas esperanzas truncadas.

—¿Qué fecha es la de hoy? —dijo de repente
El Comendador
desde su mesa.

Veintiocho —contesté, satisfecho de poder prestarle un favor.

«Veintiocho.» Siguió escribiendo. Por fin, metió en un sobre varias cartas, tiró unos papeles al cesto y, dejando su pluma, se volvió en su silla a mirarme. Al advertir que me había quedado cerca de la puerta, me hizo con la mano un signo entre cómico y serio y me indicó una silla.

Para que no descubriese la ausencia de mi chaleco, me volví un poco, me abrí la americana y saqué del bolsillo mi artículo.

—Es un pequeño estudio acerca de Coreggio —dije—; desgraciadamente, no está tal vez escrito en forma que...

Me cogió las cuartillas y se puso a ojearlas con el rostro vuelto hacia mí.

Al fin vi de cerca el aspecto de aquel hombre, cuyo nombre oí ya en mi primera juventud y cuyo periódico ejerció sobre mí gran influencia durante muchos años. Tenía cabellos rizados, hermosos ojos morenos, un poco inquietos, y la costumbre de soplar con la nariz de cuando en cuando. Un pastor escocés no tendría seguramente un aspecto tan dulce como aquel formidable hombre de pluma, cuyas palabras dejaban marcas sangrientas dondequiera que caían. Me invadió un singular sentimiento de temor y de admiración hacia aquel hombre. Las lágrimas pugnaban por salir de mis ojos, e involuntariamente di un paso hacia él para expresarle mi profundo agradecimiento por cuanto él me había enseñado y rogarle que no fuese muy exigente conmigo. No soy más que un pobre diablo, bastante desgraciado ya.

Levantó la vista y dobló lentamente mi manuscrito, mientras meditaba.

Para facilitarle una respuesta, extendí el brazo y dije:

—¿Desde luego, no será aprovechable? Y sonreí para darle la impresión de que aceptaré su fallo con tranquilidad.

—Ha de tener un carácter perfectamente popular todo lo que publiquemos —contestó—. Usted sabe a qué público nos dirigimos. ¿No podría tratar de simplificarlo un poco? ¿O escribir de otro asunto que la gente entienda mejor?

Aquella deferencia me asombró. Comprendí que mi artículo estaba rechazado, pero no podía esperar una repulsa más elegante. Para no entretenerle más tiempo, contesté:

—¡Oh! Sí, puedo hacerlo muy bien.

Me dirigí a la puerta. «¡Jem! Que me perdonase haberle hecho perder el tiempo con aquel artículo.» Me incliné y abrí la puerta.

—Si lo necesita usted —dice—, puede siempre obtener un pequeño anticipo. Escribirá usted para pagar la cantidad que pida.

Había comprendido que yo no era capaz de escribir. Su ofrecimiento me humilló un poco, y contesté:

—No, muchas gracias, veré si me acompaña el éxito otra vez. De todos modos, se lo agradezco mucho. ¡Adiós!

—¡Adiós! —contestó
El Comendador
, volviéndose inmediatamente a su mesa.

Al menos, me había tratado con una amabilidad inmerecida y por ello le estaba reconocido. Por otra parte, sabría pagarle en la misma moneda. Me propuse no volver a verle hasta llevarle un trabajo del que yo estuviera plenamente satisfecho, un trabajo que pudiera extrañar un poco al
Comendador
y le hiciera pagarme diez coronas sin vacilar un momento. Volví a mi casa y me puse a escribir.

En las tardes siguientes, alrededor de las ocho, cuando los faroles ya estaban encendidos, pensaba regularmente en esto:

Cuando salgo de casa para dar un paseo por las calles, después del trabajo y de las penalidades del día, encuentro a una dama vestida completamente de negro, parada junto al farol que hay al otro lado de la puerta; vuelve su rostro hacia mí y me sigue con la vista cuando paso a su lado. Observo que lleva siempre el mismo traje, el mismo velo espeso que oculta su cara y le cae sobre el pecho, y tiene en la mano un pequeño paraguas con un anillo de marfil en el mango.

Era la tercera tarde que la veía, siempre en el mismo sitio; al pasar yo, daba media vuelta y se alejaba calle abajo.

Mi enervado cerebro sacudió sus fibras y en seguida tuve el ridículo presentimiento de que aquella visita era para mí. Estaba a punto de dirigirle la palabra, de preguntarle si buscaba a alguien, si necesitaba mi ayuda para lo que fuera, si debía acompañarla hasta su casa, aunque estuviese tan mal vestido, ¡ay!, y protegerla en las oscuras calles. Pero tenía el vago temor de que aquello terminaría por costarme algo: un vaso de vino, un paseo en coche, y yo no tenía dinero. Mis bolsillos, desesperadamente vacíos, ejercían en mí una influencia demasiado deprimente, y no tuve ni siquiera el valor de mirarla con curiosidad al pasar junto a ella. El hambre volvía a torturarme. No había comido desde la tarde anterior; no era mucho tiempo, comparado con otras veces; pero había empezado a debilitarse notablemente mi organismo y me bastaba un solo día de ayuno para padecer vahídos y vómitos frecuentes en cuanto bebía un poco de agua. Se agregaba a esto el suplicio del frío durante la noche. Dormía completamente vestido, como andaba durante el día, y me helaba hasta ponerme morado; todas las tardes sufría escalofríos, y me quedaba rígido durante el sueño. La vieja colcha no podía librarme de las corrientes de aire, y me despertaba por la mañana el crudo frío de la escarcha que entraba en mi cuarto y me constipaba.

Andando por las calles, pensaba en el medio de sostenerme a flote mientras terminaba mi primer artículo. «Si tuviera siquiera una vela —me decía—, forzaría la marcha trabajando por la noche, en cuanto concibiera la idea, sería cuestión de unas horas; y en tal caso, mañana podría ir a ver al
Comendador

Sin reflexionar más, entré en el Oplandsk, en busca de mi joven amigo del banco, con propósito de pedirle los diez ere para la vela. Crucé todas las salas sin obstáculo, pasé ante una docena de mesas ocupadas por parroquianos que comían, bebían, charlaban; llegué hasta el fondo del café, hasta el «salón Rojo», sin encontrar a mi hombre. Avergonzado e impaciente, salí a la calle y tomé la dirección del castillo.

¿No era aquello cosa del diablo, del diablo ardiente, vivo, eterno, que no quería poner fin a mis tribulaciones? A grandes pasos rabiosos, con el cuello de la americana levantado sobre mi nuca, con las manos crispadas en los bolsillos del pantalón, marchaba injuriando a mi desgraciada estrella durante todo el camino. ¡Ni una hora de paz y tranquilidad durante siete, ocho meses; ni el alimento indispensable durante una semana para que el desfallecimiento no me hiciera doblar las rodillas! Por añadidura, me había mantenido honrado en medio de tanta miseria, honrado de arriba abajo. ¡Que Dios me perdonase! ¡Cómo había hecho el ridículo! Empecé a pensar en los remordimientos que había tenido por haber querido empeñar la colcha de Hans Pauli. Reí sarcásticamente de mi delicada probidad, escupí con desprecio y no encontraba palabras para mofarme de mi idiotez. ¡Ah! ¡No me volvería a suceder! Si encontrara en la calle aunque fuese la hucha de un colegial, el único óre de una pobre viuda, lo recogería y me lo guardaría con propósito deliberado y dormiría como un tronco. No en vano había sufrido lo indecible, mi paciencia había llegado a su límite, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.

Di tres o cuatro vueltas a la torre del castillo, luego adopté la resolución de volver a mi casa, di aún un corto paseo por el parque, y, por fin, volví a bajar por la calle de Karl Johann.

Eran, aproximadamente, las once. La calle estaba bastante oscura y la gente vagaba por todas partes, ya en parejas silenciosas, ya en parejas ruidosas. Era el gran momento, la hora del amor sensual, en que el tráfico secreto llega a su apogeo, en que se proyectan las aventuras alegres. Faldas crujientes, aquí y allá una breve risa sensual, senos ondulantes, respiraciones violentas, anhelosas; allá, hacia el Gran Hotel, una voz que llama: ¡Emma! Toda la calle no era más que un pantano del que ascendían cálidos vapores.

Involuntariamente exploré mis bolsillos, en busca de dos coronas. La pasión que vibraba en cada movimiento de las paseantes, la sombría luz de los faroles, la noche tranquila como encinta, todo atacaba mi sistema nervioso, la atmósfera llena de murmullos, de abrazos, de declaraciones temblorosas, de palabras no dichas, de pequeños gritos. Algunos hombres galanteaban a grandes gritos en el portal de Blomovist. Y yo no tenía las dos coronas. ¡Era una desolación, una miseria sin semejante, tanta indigencia! ¡Qué humillación, qué deshonra! De nuevo pensé en el último óbolo de una pobre viuda, que yo robaría, en la gorra o en el pañuelo de un colegial, en la alforja de un mendigo, que sin pizca de vergüenza llevaría a un trapero para divertirme con el dinero. Para consolarme a mí mismo y absolverme, me puse a achacar todos los defectos posibles a aquellas gentes alegres que me rozaban al pasar; alcé furiosamente los hombros y lancé miradas de desprecio sobre todos aquellos que desfilaban ante mí, pareja a pareja. ¡Esos estudiantes frugales, chupadores de bombones que creían cometer un acto de libertinaje «europeo» cuando lograban acariciar el seno de una modistilla! ¡Esos jóvenes, banqueros, comerciantes, leones de bulevar, que no desdeñaban ni a las hijas de los marineros, a las zafias maritornes del mercado que se dejan tumbar tras la primera puerta por un jarro de cerveza. ¡Qué sirenas! Su cama estaba aún caliente del cuerpo del bombero o del palafrenero de la noche anterior; el trono estaba siempre vacante, siempre disponible. «¡Suba, se lo ruego...!» Escupí lejos, sin cuidarme de si podía tocar a alguien; estaba furioso; lleno de desprecio por aquellas gentes que se tocaban unas a otras y aparecían a mis ojos tal como eran. Levanté la cabeza y saboreé la satisfacción de ser el único que conservaba limpio su camino.

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