Halcón (6 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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«Hay que predicar discretamente para la gente sencilla; darles leche…, pero sin aburrir a los que son más inteligentes. A éstos hay que darles carne. No obstante, no se debe exponer nada con excesiva claridad; por consiguiente, haz una salsa con la leche y la carne. Si los laicos fuesen capaces de comprender por sí mismos la palabra de Dios, si fuesen capaces de rezar sin nuestra mediación, ¿para qué

iban a necesitar la bendición del sacerdote, su autoridad o el propio sacerdocio?»

Sí, antes de salir de la abadía, ya tenía alguna que otra perspectiva del mundo en que vivíamos.

CAPITULO 4

No quiero dar la impresión de que los trece años que pasé en el Circo de la Caverna no fueron más que penoso trabajo y arduo estudio. El valle era un lugar espacioso y agradable, y siempre encontraba momentos para dejar las obligaciones y el estudio y disfrutar de la hermosura natural del paraje. Y puede que con mis escapadas a la naturaleza haya aprendido tanto como con los maestros, los pergaminos y los códices de la abadía.

Describiré el Circo de la Caverna para los que no lo conozcan. El valle tendrá unas cuatro millas romanas de largo y de ancho y está rodeado por un acantilado en forma de herradura que se alza en vertical como si fuese un cortinaje. El punto más alto de esta muralla de piedra —treinta veces la altura de un hombre, como mínimo— se halla en el fondo del arco de la herradura; por ambos lados va perdiendo altura —o es lo que parece, ya que, en realidad, es el terreno el que se va elevando— hasta que en la parte abierta el terreno del valle se une al de las tierras altas que lo rodean, la inmensa llanura ondulante llamada en el antiguo lenguaje la lupa. El único camino que sale del circo pasa por ese extremo abierto de la herradura, y, una vez en las tierras altas, se bifurca para tomar dirección nordeste hasta Vesontio y

sudoeste hasta Lugdunum y el gran río Ródano. Hay muchos otros ríos menos importantes que cruzan la llanura, muchos pueblos y hasta pequeñas ciudades entre Vesontio y Lugdunum. Había también un pueblo dentro del Circo de la Caverna, pero no ocupaba mayor área que las dependencias de una de las dos abadías y lo formaban nada más que rudimentarias chozas de techo de paja, en las que vivía la población local que labraba las tierras de San Damián o las suyas propias, además de los talleres artesanales del alfarero, el curtidor, el carretero y algunos otros. El pueblo no contaba con ninguno de los atractivos de la civilización, ni siquiera plaza de mercado, ya que no se compraban ni vendían provisiones ni nada. Los artículos que no producían sus propios habitantes llegaban en carro de otras localidades más importantes de la lupa. El valle se abastecía de agua no en un río corriente, como los de la meseta, sino en un riachuelo que surgía un tanto misteriosamente del acantilado y que nadie sabía de dónde procedía. En lo alto del muro, en lo que yo he denominado «el fondo del arco de la herradura», había una gran caverna, profunda y oscura, de la que brotaba el agua; desde su borde recubierto de musgo, el agua descendía por una serie de terrazas en las que se iba embalsando antes de caer a la siguiente. Finalmente, antes de precipitarse al valle por el declive al pie del farallón, el riachuelo se transformaba en una amplia balsa honda, en un extremo de la cual se había formado el pueblo. Sin embargo, el mejor sitio del riachuelo era el punto en que saltaba salpicando del labio rocoso de la caverna y descendía risueño al albur por las plácidas terrazas. En torno a las cristalinas balsas que en ellas se formaban había bancos de tierra, sedimentos arrastrados de las entrañas ocultas en que nació el manantial. Como aquellas parcelas de tierra eran demasiado reducidas y de difícil acceso para que los aldeanos se molestasen en ararlas, se habían llenado de flores silvestres, yerbas olorosas y arbustos, razón por la cual, en los meses templados del año, resultaba una zona ideal para bañarse, jugar o simplemente tumbarse a soñar.

Yo me aventuré muchas veces en el interior de la caverna de la que surgía el agua, y seguramente me habré adentrado mucho más que ninguno de los timoratos lugareños. Siempre elegía la hora en que el sol más penetraba, que no era mucho; en el Circo de la Caverna estábamos acostumbrados a que el sol «se acostara temprano» tras la cresta del farallón. Aun cuando entrase en el momento preciso, cuando el sol doraba el musgo del borde y las enredaderas que colgaban de la bóveda, la luz no alcanzaba más de veinte pasos hacia el interior; pero yo avanzaba cuanto podía a la luz del tenue resplandor para encender la antorcha lo más tarde posible. Siempre llevaba una al menos, un tallo hueco de cicuta relleno de lino embebido en cera, y bien guardado en la escarcela el pedernal, el eslabón y la yesca de pedo de lobo para encenderla. Esa clase de antorcha dura igual que un cirio y da mucha más luz. Si el riachuelo había cubierto antaño el suelo de la caverna de extremo a extremo, en mi época no lo cubría y se podía pasar bien por los dos lados. Naturalmente, el piso de roca era muy resbaladizo por la humedad y la llovizna que caía del techo, pero, por suerte, las botas que yo tenía estaban hechas de una pata de vaca sin curtir y con el pelo hacia afuera; les habían quitado la pezuña, pero habían dejado en el talón las pezuñas secundarias y se agarraban estupendamente al traicionero terreno. Nunca llegué al nacimiento del manantial, ni siquiera en un par de ocasiones en que fui con un haz de antorchas; pero sí que entré hondo en otras direcciones y no tardé en descubrir que el túnel por el que llegaba la corriente de agua era uno de tantos que se comunicaban. Al principio, no acababa de decidirme a aventurarme en los otros túneles por temor a que hubiese algún emskohl escondido desde la época de la antigua religión, o algún monstruo que un cristiano pudiese recelar, cual un demonio o un lujurioso súcubo. Además, aunque no hubiese nada de eso al acecho, temía que los túneles se fuesen bifurcando y acabara perdiéndome. Pero luego, cuando me fui habituando a andar por subterráneos, comencé a explorarlos y acabé por recorrer todos los que descubría, aunque fuesen tan estrechos que me obligaran a avanzar a gatas y, a veces, a arrastrarme tumbado. Nunca encontré habitantes que pudieran atemorizarme, de no ser unos lagartos blancos ciegos y muchos murciélagos colgados del techo, que se despertaban agitados chillando y me salpicaban con sus cagadas. Los túneles solían dividirse en diversos ramales, pero yo siempre sabía rehacer el camino por el rastro de hollín que dejaba la antorcha en el techo. Si no puedo reivindicar el descubrimiento del manantial, sí puedo decir que hallé cosas maravillosas, que mucho dudo alguien haya visto. Los túneles no sólo se bifurcaban y se entrecruzaban

como el Laberinto de la antigüedad, sino que muchas veces desembocaban en espacios subterráneos mayores que la caverna de entrada, tan vastos que la luz de la antorcha no llegaba al techo. Y aquellos inmensos salones poseían un fantástico mobiliario: escabeles y bancos, pináculos y agujas de piedra que habían crecido en el suelo, y la materia de que estaban hechos me parecía como si se hubiera fundido. Del techo colgaban unas formas que semejaban carámbanos y cortinajes, también de roca como fundida. En una exquisita tracería de aquella roca fundida y congelada escribí con el humo de la antorcha la inicial de mi nombre, para demostrar que yo, Thorn, había estado allí, pero, luego, pensé que turbaba la prístina belleza del lugar y la borré con el dobladillo del hábito. Sin embargo, por muchas cosas misteriosas y extraordinarias que hallase bajo tierra, la más misteriosa y extraordinaria la encontré fuera, en el reborde de una de las cascadas. No era más que una piedra corriente, junto a una de las balsas, con un filo que parecía la hoja de un hacha; estaba casi toda cubierta de musgo, como las otras, pero lo que me llamó la atención es que tenía una muesca en forma de V en el borde, cual si realmente algún hachero hubiese golpeado con el filo contra algo más duro y se hubiese mellado. Pero la piedra no era un hacha; nunca lo había sido. El surco parecía haber sido hecho como con una lima de herrero, una buena lima gruesa, pues la muesca era casi tan ancha y profunda como mi dedo meñique, y, además, no tenía musgo y las caras internas estaban tan pulidas como el vellón tratado con piel de topo. No acababa yo de entender cómo, quién o por qué motivo habían hecho aquel surco, y tardé mucho en averiguarlo, comprendiendo entonces lo maravillosa que era aquella cosa tan simple y cuanto más maravillosa era lo que la había motivado. Pero de eso hablaré a su debido tiempo. Ahora, proseguiré la descripción del Circo de la Caverna. Como he dicho, en el valle, había pastos para ovejas y vacas; no muy vastos, claro está, como los de la lupa. En el pueblo había huertos, y en las afueras campos de labor con cultivos diversos, árboles frutales, viñas, tierras con lúpulo y hasta olivares, pues el acantilado del circo servía de resguardo y permitía que esa clase de árbol creciese tan al norte de las tierras mediterráneas de donde procede. Y entre esas tierras cultivadas había otras en barbecho.

En los huertos, pastos y campos de labor, siempre había hombres, mujeres y niños trabajando de lleno. Un forastero que hubiese contemplado a la gente trabajar en el Circo de la Caverna, difícilmente habría podido decir quiénes de los adultos eran lugareños y quiénes monjes de San Damián, pues todos vestían la misma harpillera gris con capucha para protegerse del sol o la lluvia. El hábito de hombres y mujeres en las comunidades religiosas —desde el del monje o la monja hasta el del obispo— lo hacían ex profeso de modo que no se distinguiese del traje del campesino más modesto, y cuando trabajaban en los campos, monjes y campesinos no sólo no se diferenciaban, sino que trabajaban igual de callados, salvo los pastores y cabreros que hacían sonar sus caramillos. (Estoy convencido de que el dios pagano Pan inventó esos caramillos, por la misma razón que los pastores los tocan: por puro aburrimiento.) Cuando yo paseaba, los monjes me hablaban o al menos me saludaban con una inclinación de cabeza, pero los campesinos, hombres y mujeres, parecía como si no me vieran, ni a mí ni nada que no fuese la tarea que se traían entre manos; su mirada era tan vacua como la de las vacas, y no es que fuesen altaneros ni hostiles. Era, sencillamente, su torpor natural.

Un día pasé junto a un hombre y una mujer ya ancianos que esparcían estiércol de oveja entre unos olivos y les pregunté por qué aquellas filas tan limpias del olivar tenían en el centro un enorme espacio circular. El viejo se limitó a lanzar un gruñido y siguió trabajando, pero la mujer se detuvo y me dijo:

—Muchacho, mira tú mismo lo que crece en él.

—Sólo dos árboles —contesté—. Árboles para dar sombra.

— emJa, y uno de ellos es un roble. A los olivos no les gustan los robles y no soportan que haya ningún roble cerca de ellos.

—¿Y por qué será? —repliqué—. El otro árbol que está junto al roble es un tilo, y no parece importarle.

— emAj, muchacho, siempre verás un roble y un tilo creciendo juntos. Antes, un hombre y una mujer que se amaban en los viejos tiempos —cuando la antigua religión— suplicaron a los dioses que les dejaran morir al mismo tiempo, y los dioses compasivos se lo concedieron, y más aún. Al morir los

viejos, los hicieron renacer en forma de roble y tilo, que crecen amorosamente uno al lado del otro. Y así

esos dos árboles han seguido haciéndolo desde entonces.

—¡Slaváith, esas viejas habladurías! —gruñó el marido—. ¡A tu faena!

—Oh, emvái, los viejos tiempos eran buenos tiempos —murmuró la mujer, y siguió esparciendo estiércol.

Pero tampoco los campesinos se pasaban todo el día trabajando sin parar. Por la tarde, los nombres solían reunirse para jugar a los dados y emborracharse con vino y cerveza a la vez. Cuando lanzaban los tres cubitos de hueso con puntos, invocaban con voz ronca a Júpiter, Halja, Nerthus, Dus, Venus y otros demonios. Naturalmente, no podían invocar a ningún santo cristiano como intercesor en un juego en el que se hacían apuestas, pero resultaba evidente que los dados eran más antiguos que el cristianismo, pues a la combinación más valiosa —tres seises— la llamaban «la tirada de Venus». Igual que la tendencia de los campesinos al juego, otras de sus costumbres me parecían bien contrarias a las admoniciones prohibitivas de la Iglesia. Todos los veranos se celebraban un desordenado festejo pagano en honor de Isis y Osiris, y se entregaban a la comida, la bebida y el baile y, por lo visto, otra clase de recreos, pues nueve meses después nacían muchos niños. Además, aunque era habitual que los niños fuesen bautizados o que las parejas de campesinos se casasen, o fuesen enterrados al morir conforme a la religión cristiana, ellos efectuaban en esos casos otro tipo de rito. Un anciano del lugar hacía girar, sobre el recién nacido, la novia o la tumba, un martillo rudimentario de piedra, unido al palo por correas. Yo conocía el objeto por mis lecturas de textos en el antiguo lenguaje y sabía que era una réplica del martillo del dios Thor. A veces, en el muro de una casa en que había nacido un niño, en la que iba a vivir la novia o en el montón de tierra de la tumba, marcaban un signo —la cruz gamada de cuatro brazos iguales en ángulo con pedúnculo, que algunos llaman cruz «apretada»— como símbolo del martillo de Thor agitado en círculo. En mis vagabundeos y aventuras llegué a familiarizarme con todos los árboles, plantas, insectos, aves y animales del Circo de la Caverna. De los animales salvajes que allí vivían o que iban de paso, el único del que siempre había que ir prevenido era la víbora, y había que matarla a la primera de ser posible. Incluso el pájaro carpintero de cabeza roja, tan nocivo, no era peligroso de día; yo muchas veces le seguía en sus revoloteos de un árbol a otro, porque se decía que ese pájaro conduce a las personas hasta un tesoro escondido, aunque a mí ninguno me descubrió riqueza. Pero sí que tenía la prevención de no tumbarme a echar un sueño cuando había un pájaro de esos, pues también se decía que a los que estaban durmiendo les hacía un agujero en la frente y les metía gusanos, volviéndoles locos. De las otras aves, las cigüeñas blancas llegaban todas las primaveras y a veces eran muy ruidosas y hablaban entre ellas repicando con el pico, de modo que parecía haber una multitud bailando en zuecos. Pero su presencia complacía a la gente, pues se decía que traían buena suerte a la casa del tejado en que hacían el nido. En cierta ocasión, en una de mis salidas, me topé con un lobo adulto, y otra vez con un zorro, pero no eché a correr, pues en las dos ocasiones el animal ya apenas se tenía en pie y en seguida apareció un labriego con un azadón para rematarlo y quitarle la piel. Generalmente, esos depredadores entraban al valle sólo de noche y únicamente rondaban lejos de las zonas habitadas, pero los lugareños dejaban trozos de carne cruda con nomeolvides en polvo y eso era lo que hacía que lobos y zorros vagasen moribundos y ciegos por el día. El campesino que remató al lobo me dijo, mientras le pelaba:

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