Halcón (17 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—¿Te lo dio un huno ese arco? Yo creía que no eras amigo de ellos.

— emNe, ni allis —replicó Wyrd, con su risa sarcástica—. Se lo quité yo.

—¿Le quitaste el arco a un huno?

—Bueno, cuando ya no lo necesitaba —contestó él con sequedad.

—Ya —musité, con evidente temor—. Supongo, emfráuja Wyrd —añadí con voz queda para no excitar su carácter colérico— que serías… algo más joven cuando lo hiciste.

— emJa —contestó, sin darse lo más mínimo por ofendido—. Fue hace tres años. Antes, tenía que arreglármelas con un arco corriente de caza, como los que tú conoces. Bueno, estamos perdiendo el tiempo. Voy a cargarte, acémila. Con esta nieve reciente y blanda te costará caminar, y quiero llegar antes de que anochezca.

Mientras izaba sin dificultad el fardo de pieles y me lo colgaba a la espalda con unas correas de cuero que me pasaban por los hombros, me cruzaban el pecho y se sujetaban con firmeza a la cintura, me atreví a preguntar:

—¿Llegar, a dónde? ¡Uf!… ¿A dónde… ¡uf!… vamos?

—A una cueva que conozco —respondió alzando su piedra de sol y escrutando el cielo—. En esa dirección. em¡Atgadjats!

La voz significaba «¡En marcha!» y en marcha nos pusimos. Lo de la piedra de sol debió hacerlo únicamente por presumir, porque arrancó de cara al mordaz viento noreste, la misma dirección que veníamos siguiendo los dos hacía días. El viejo avanzaba por aquella nieve que le llegaba a la rodilla con la misma soltura que un joven, y el surco que dejaba en la nieve apenas facilitaba mis arduos pasos. Iba yo pensando en lo equivocado que había estado al pensar que aquel «viejo», como él mismo se había llamado, fuese débil o decrépito. Había dicho que tenía cincuenta años cuando la muerte de Atila; por consiguiente, si no mentía como un bellaco, ahora tendría sesenta y cinco, una extrema longevidad que pocos alcanzaban, con excepción de los hombres ociosos y consentidos de la ciudad y los eclesiásticos. No obstante, a la edad de sesenta y dos, había matado a un huno salvaje para apoderarse de su arco de guerra. Aquel Wyrd no tendría ya «tuétano en los huesos», como había dicho él mismo, pero sí

era demasiado viejo para el acto sexual —o mostrar interés alguno porque su acompañante fuese hombre o mujer, o eunuco— debía ser lo único para lo que era demasiado viejo. Ahora no me cabía la menor duda de que era capaz de cargar con el fardo de pieles con mayor facilidad que yo y más que ducho para colgarlas de un árbol por la noche, eme incluso colgarlas lanzándolas. Pero aquella noche íbamos a acampar cómodamente en una cueva, y estaba deseando llegar.

Tardamos mucho en llegar al sitio, y estábamos muy cansados. Aunque Wyrd me abría camino, yo resbalaba y tropezaba y no tardé en jadear sofocado. El viejo tenía razón: no necesitaba ninguna piel para abrigarme ni una tea para calentar el aire que respiraba. Pese a que era un día frío y de ventisca, sudaba copiosamente; el fardo que llevaba a la espalda me cubría desde la cintura hasta por encima de la cabeza

—no podía levantarla para ver hasta dónde— y el emjuika-bloth iba encaramado en él. O al menos así lo

hizo hasta que me noté tan cansado que le insté a que volara a nuestro paso y me aliviase así de su poco peso.

Sin dar un mal paso ni perder aliento, Wyrd hablaba sin cesar, o más bien gritaba para hacerse oír por encima del aquilón. No dejaba de hacer comentarios sobre el tiempo, el terreno, la fauna y flora del lugar, otros climas, terrenos, faunas y floras que conocía, sazonando copiosamente su charla con las habituales groserías y blasfemias.

—Mira allí a lo lejos, ese trozo de terreno sin nieve. ¿No ves los restos marchitos de una planta? Es el laserpicio, y puedes considerarte afortunado si la encuentras cuando estás estreñido y necesitas un buen purgante. Exprimes un poco de su resina, te la tomas y verás como vacías; ya lo creo.

—Muy… instructivo… emfráuja Wyrd… —dije casi ahogándome.

—¿Te parecen monótonos estos bosques de los Hrau Albos, muchacho? Ya verás cuando lleguemos a las llanuras pantanosas cerca de Singidunum en las tierras de los godos. Son tan lisas y tan desnudas esas llanuras, que lo más alto que se ve en ellas es algún campesino solitario. O su cabra o su oca.

—Muy… interesante… emfráuja Wyrd… —comenté casi sin respiración.

—Ahora vamos a pasar por un pinar, muchacho. ¿Sabes que las piñas, si las asas y luego las quemas, desprenden un incienso muy oloroso? Y, además, el aroma que desprende la resina quemada es un buen estimulante de los deseos venéreos de la mujer. Los paganos las utilizan en las orgías de sus templos para encender el deseo de las devotas. ¡Ja, por las cuarenta y nueve hijas fornicadoras de Tespias, el incienso de piña asada las pone tan calientes como el propio incienso!

Sin decir palabra, caí boca abajo en la nieve y allí me quedé tirado, casi sin respiración ni fuerzas para levantar mi propio peso y no digamos la carga a la espalda. Wyrd continuó su camino, sin darse cuenta ni dejar de charlar.

em—Iésus, me huelo que va a nevar más. Mejor será que nos demos prisa… —dijo. Luego su voz se perdió en la ventisca.

Debió de notar que ya no iba jadeante detrás de él, pues al cabo de un minuto o dos oí el sordo plaf plaf de sus pasos en la nieve. El ruido dejó de oírse y supuse que estaba de pie a mi lado, ya que el fardo me tapaba la vista.

—Por Murtia, diosa de la pereza, no irás a decirme que ya estás cansado… Si apenas es mediodía. Yo había recuperado algo de aliento y dije con voz ahogada:

—No lo estoy… emfráuja… lo simulo…

Con un pie y sin aparente esfuerzo, volcó el fardo y me dejó boca arriba; me miró como si hubiese dado la vuelta a una piedra y hubiera visto una babosa pegada a ella. El emjuika-bloth daba vueltas en círculo, estirando el cuello para ver la escena.

—Estoy cansado —dije—, tengo sed y las correas me han dejado los hombros en carne viva. ¿No podemos descansar un poco?

—Sólo un poco —contestó, gruñendo y sentándose a mi lado—, porque, si no, se te agarrotan los músculos.

Vaya, vaya, me dije, pensando que era él quien había estado fingiendo —forzando el paso y gritando constantemente en aquel soliloquio, haciendo como si no se cansase— y fuese así yo quien pidiera hacer un alto que a él le venía tan bien como a mí.

Metió un brazo en la nieve y rebuscó hasta que encontró un guijarro liso.

—Toma, muchacho. Cuando sigamos, llévalo en la boca mientras caminemos; ya verás como tienes menos sed. Y antes de que reemprendamos el camino te pondré unas pieles para que hagan almohadilla en los hombros. Ya verás como con el tiempo te salen unos buenos callos.

—Cuando nos pongamos en marcha —dije— podríamos cambiar un rato la carga.

—No —replicó tajante—. Dijiste que podías llevar ese fardo, y debes aprender a mantener tu palabra. Y fuiste tú quien pidió acompañarme. Ya me parecía a mí que me retrasarías la marcha, pero

consentí por mi buen carácter. Muchacho, tienes que aprender a saber qué es lo que pides, porque pueden concedértelo, pero una vez que te lo han concedido, debes aprender a aprovecharlo al máximo.

— emJa, fráuja —balbucí con resquemor.

—Conmigo no irás muy cómodo o a gusto, pero te beneficiarás enormemente. Aprenderás a vivir en el bosque, por ejemplo, y te harás fuerte de cuerpo y sentidos. emJa, el pilluelo Thorn se hará fuerte como yo —dijo, golpeándose el pecho.

Me froté los magullados hombros, me envalentoné y dije:

—No hace falta ser muy fuerte para menospreciar las debilidades de los demás.

—¡Por Momo, dios del refunfuño, eres un cachorro desagradecido! —exclamó, alzando las manos al cielo.

—Nunca he oído yo eso del dios del refunfuño ni nada semejante —musité.

— emJa, un dios griego, como cabe esperar emde los griegos. El dios Momo en cierta ocasión le refunfuñó a Zeus por haberle puesto al toro los cuernos en la cabeza y no en los hombros, en donde tiene más fuerza.

—Conoces tantos dioses, emfráuja —dije yo para que siguiera sentado y charlando—, que supongo que no eres cristiano.

—Lo fui en un tiempo, pero me curé —respondió él en tono críptico.

—No habrás tenido un buen sacerdote, capellán o pastor.

—La palabra pastor significa ovejas que esquilar, y yo decidí no serlo —replicó él con un gruñido.

—Y la palabra «cínico» viene de la que en griego significa «perro» —repliqué yo—. Se les llama cínicos porque siempre gruñen a los hombres rectos.

—¡Cuánto sabes, cachorro! —contestó con un auténtico gruñido—. Los cínicos se pusieron ese nombre porque si a un perro le ofreces algo de comer lo huele y lo examina antes de engullirlo. Ahora, en pie, muchacho. Aún podemos llegar a la cueva antes de que oscurezca, si no vuelves a caerte. em¡Atgadjast!

Y proseguimos, el andando a buen paso y yo avanzando pesadamente. Estaba decidido a acabar el camino de aquella jornada, a donde fuésemos, sin desfallecer por ningún motivo que no fuese la muerte súbita. Conforme avanzaba tambaleante, me dediqué conscientemente a plantearme problemas, tales como: suponiendo que un oso pese igual que un caballo fuerte de carga, ¿cuánto pesa la piel de ese oso?

(¿Y cuánto pesa la piel completa del caballo?) Con ello distraía mi mente de mi angustiosa situación y fatiga, y logré concluir aquella tremenda caminata sin volver a caer. Habría jurado que duró no menos de cuatro años —Wyrd dijo que habían sido cuatro horas del tiempo de la Iglesia— cuando, por fin, exclamó: «Hemos llegado.»

Casi caigo de puro alivio y agradecimiento, pero logré contenerme.

—¿Y… la cueva? —inquirí sin aliento—. No descargo… el fardo… hasta que estemos dentro.

—La cueva está ahí —contestó, señalando un altozano cubierto de espesa vegetación—, pero puedes dejar aquí la carga, porque no entraremos hasta que salga él.

—¿Él? —dije, exasperado.

—O ella —añadió Wyrd despreocupado, dejando en el suelo los hatillos.

—¿Te burlas de mí, viejo? —repliqué sacando fuerzas de flaqueza, picado por la aviesa referencia al intercambio de sexo.

—¡Chist! —añadió él tajante—. No vayas a despertarle, o despertarla. Me refiero al oso, no a ti, irritable cachorro. ¿Cómo voy a saber su sexo? Sólo sé que la cueva es una buena madriguera de hibernación para osos, y tengo mis motivos para pensar que hay uno durmiendo.

—¿Vas a… matar otro oso? —inquirí, temblando ya bajo la abrumadora carga.

—Bueno, a lo mejor no hace falta. Puede que él mismo se quite la piel y me la dé —contestó Wyrd sarcástico—. Por la Estigia, cachorro, te he dicho que dejes la carga en tierra. Hazlo antes de que caigas con ella.

Me desembaracé casi sin fuerzas de las correas y dejé ier el fardo en la nieve, y no me senté ni tumbé inmediatamente, porque seguía encorvado de tal modo, que temí quedarme así para siempre. Anduve un rato tambaleándome pesadamente, tratando de desentumecerme la columna vertebral, mientras Wyrd encordaba su arco y lo tensaba, se colgaba la aljaba a la espalda, con el extremo emplumado de las flechas asomándole justo por encima del hombro derecho.

—¿Vas a entrar solo? —dije, atemorizado ante la posibilidad de que me ordenara acompañarle.

—¿A entrar? —replicó, aniquilándome con la mirada—. Cachorro, te he dicho que no estoy loco ni imbécil. ¿Acaso lo estás tú? Un oso tiene la fuerza de doce hombres y la inteligencia de once. Por Jalk, el matador de gigantes, ¿es que no has visto nunca un oso?

— emJa, sí que he visto —contesté complacido—. En Vesontio vi a un caballero en la calle, con uno que tenía un anillo en la nariz y le hacía bailar al son de una flauta. No bailaba con mucha gracia, pero… Wyrd lanzó una de sus carcajadas sarcásticas.

—Eres capaz de comparar un buey de labor con un uro salvaje, que es lo mismo que comparar un oso anillado con uno del bosque. Quédate aquí y observa, y aprende algo.

Entornó los ojos y escrutó detenidamente la maleza, musitando:

—A ver si me acuerdo. Sí, ésta forma un recodo a unos diez pasos de la entrada. emJa, una curva suave hacia la izquierda; lo que me deja una estrecha tronera, por así decir, para tirar. Tengo que entrar pegándome a la derecha…

Me dejó y, con la flecha ya dispuesta en el arco, avanzó cautelosamente agachado —en la que me hallaba yo a causa de la carga— para no rozar con la cabeza los arbustos cargados de nieve. Yo no había localizado la entrada de la cueva y no sabía si estaba ya próximo a ella, pero le vi que se agachaba detrás de una mata, con la mirada fija y alzando poco a poco el arco para apuntar con cuidado. Oí el rasgueo difuso de la cuerda del arco y el zumbido de la flecha entrando en la cueva. Y a continuación escuché pasmado una rápida sucesión de rasgueos y zumbidos. El viejo, con la celeridad y la habilidad de un atleta, lanzaba flecha tras flecha; su brazo derecho parecía una máquina, mientras que el izquierdo, que sostenía el arco, tenía la inmovilidad de una estatua. No pude contar las flechas que lanzó hasta que, al poco rato, fue como si el altozano se conmoviera al sonar un tremendo rugido. Aunque me encontraba a buena distancia, aquel horrendo ruido me amedrentó, mientras que Wyrd, sin precipitarse, se limitaba a lanzar una última flecha y a quedarse quieto donde estaba. No tuvo que esperar mucho. El otero en que había sonado aquel bramido como de volcán parecía entrar en erupción; de la invisible cueva surgió una enorme masa marrón, tan vertiginosa como el brazo del flechero, en medio de una nube de nieve y una lluvia de tallos y ramas de la maleza destrozada. El enorme oso rugiente se detuvo de pronto y, al cesar el revuelo de nieve, vi que tenía clavada una flecha en una de las patas delanteras; permanecía quieto, aunque sacudía la pata y movía su gran cabeza de un lado a otro, buscando con sus ojos de fuego a su verdugo, sin cesar de entonar su mortal canto de desafío. En un momento dado, echando espuma blanca por las temibles fauces, se irguió sobre las patas traseras para atisbar mejor por encima de los arbustos. Y fue el momento en que Wyrd apuntó cuidadosamente y disparó. Aunque aquella última flecha, por lo que vi, simplemente se le clavó debajo de la mandíbula, el gigantesco oso cesó en sus rugidos para emitir una especie de balido sordo y desesperado. Acto seguido, despacio, como una columna que se derrumba, cayó de espaldas, rodó de costado y quedó inerte, sacudiendo tan solo la pata de curvadas garras.

Eché a correr por el surco que Wyrd había abierto en la nieve, con todas las fuerzas que me permitían la columna vertebral y los músculos aún sin desentumecer, pero cuando llegué a donde él estaba, todavía a resguardo de la mata, me hizo seña para que me detuviese.

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