Mi gente de la finca me recibió con tanta cordialidad, que en seguida me sentí como si no hubiese estado ausente. Por supuesto, había cambios debidos al tiempo transcurrido; una de las esclavas a quien había favorecido en otros tiempos, la mujer alana llamada Naranj, esposa del encargado de los molinos, ya no tenía aquel cabello negro con reflejos de luna, pero sí su hija, y el encargado si sintió tan honrado
de cedérsela al amo como lo había hecho con la esposa. Mi otra barragana, la sueva Renata, se sintió muy ofendida, porque ella y su marido sólo tenían hijos, y yo cortésmente decliné sus ofrecimientos. Del mismo modo que Teodorico había renunciado a su capital de Novae al subir al trono de Roma, la provincia de Moesia Secunda, que había sido tierra federada de los ostrogodos, ahora era de nuevo provincia del imperio romano de Oriente; pero la circunstancia no había provocado cambios notables, ni las familias ostrogodas la habían abandonado para seguir a Teodorico; además, muchos de los que habían luchado con él en Italia habían regresado y el emperador Anastasio tuvo a bien sancionar su derecho a las propiedades.
Había también muchos otros residentes: griegos, eslovenos, rumanos y varios pueblos germánicos. Con ello, la provincia no acusó un descenso de población apreciable; algunas fincas, talleres y casas (incluida la casa que Veleda tenía en la ciudad) habían cambiado de dueño, pero eran las menos, y la ciudad y el campo prosperaban en paz.
Aquel viaje a mis tierras —y otros que hice años después— tenían un propósito concreto. Huelga decir que, como la finca había sido mi primer hogar, ansiaba volver a verla y disfrutarla. Pero, añoranza aparte, mi propósito era más pragmático.
Confiaba en encontrar mis propiedades prósperas y en pleno rendimiento, y así fue. Mis agricultores libertos y esclavos no habían caído en la indolencia ni en la negligencia porque su amo estuviera ausente; la granja y sus colonos prosperaban y me complació ver las ganancias y las pocas pérdidas apuntadas en los libros que me mostró el mayordomo. Fue precisamente por tener tan eficaces administradores y trabajadores la razón por la que regresé, pues había decidido iniciar el negocio de la cría y la venta de esclavos, esclavos tan buenos como los míos.
No es que pretendiera emcriarlos como hacía con los caballos de Kehaila, de cuya venta tan pingües beneficios obtenía. (Aunque he de señalar que mis propiedades en esclavos aumentaron de valor con los años, por el simple incremento numérico, al multiplicarse conforme a la naturaleza humana.) No, lo que yo pretendía era fundar una especie de academia de esclavos, comprando otros nuevos en cantidad; esclavos jóvenes, en ciernes y baratos, para que los enseñaran mis criados y, luego, venderlos como producto acabado a un precio mucho más alto.
Debo señalar que no necesitaba dinero. De las arcas de Ravena, el emcomes Cassiodorus empater me pagaba regularmente emstipendia y mercedes en consonancia con mi cargo de mariscal, y sólo con eso habría podido vivir holgadamente. Según las cuentas de mi mayordomo, había acumulado una buena cantidad de oro y plata con la cría de caballos y los productos de la finca. De hecho, el mayordomo había depositado la mayor parte de la suma en manos de prestamistas de Novae, Prista y Durostorum, y por cada ocho emsolidi recibía anualmente uno de interés. Así pues, era más que solvente, aunque muy lejos de ser tan rico como, por ejemplo, el emcomes Cassiodorus; no me guiaba la avaricia de acumular dinero, no tenía seres queridos con quien derrocharlo ni herederos a quien dejárselo al morir. Empero, ya en los primeros días de mi primer viaje a Roma había advertido la falta de cierto servicio y comprendí que podía suplirlo convirtiéndome en tratante de esclavos. ¿Por qué no probar? Si con ello me ganaba una buena fortuna, no había por qué desdeñarla.
Me apresuro a decir que no es que en Roma faltasen esclavos hombres, mujeres y niños; había gran cantidad. Lo que faltaba eran buenos esclavos; en tiempos pasados, las casas romanas disponían de los mejores esclavos —físicos, artistas, tenedores de libros—, pero ahora ya no. En tiempos pasados, muchos esclavos romanos habían sido hombres de tal mérito, que habían ganado dinero para comprar su libertad, o eran tan admirados que se les concedía la manumisión y llegaban a convertirse en auténticas luminarias de la civilización romana, como Fedro, Terencio y Publilius Syrus; pero ya no había esclavos así. En casi todo el resto del orbe, como sucedía en mi finca de Novae, a los esclavos se les consideraba herramientas, y era de sentido común tener las herramientas afiladas y en buen estado. Pero en la Roma actual y en las otras ciudades romanas de Italia, esas herramientas estaban descuidadamente romas y deterioradas. Quiero decir que a los esclavos no se les enseñaba ni formaba, ni se les estimulaba para que acrecentaran sus talentos naturales; a muy pocos se les dedicaba a funciones superiores a la de labrador y
pinche de cocina, y a los extranjeros, incluso sólo se les instaba a que aprendiesen el latín indispensable para entender las órdenes.
Esto sucedía por dos razones. Dos razones tan antiguas como la propia institución de la esclavitud, sólo que en nuestro tiempo los romanos las consideraban con gran seriedad y solemnidad, incluso con cierta morbosidad; los que poseían esclavos estaban, naturalmente, acostumbrados a utilizar sexualmente a las mujeres atractivas de esa condición, lo que despertaba en ellos el temor de que sus mujeres hicieran lo propio con los esclavos varones, y así, hacían cuanto podían por mantenerlos bestiales, ignorantes y poco atractivos. La otra razón era también algo inherente a la institución: los esclavos en Italia sobrepasaban en número a los hombres libres y existía el temor de que —si se los educaba por encima del nivel de animales domésticos— pronto se dieran cuenta de su superioridad numérica y se uniesen para alzarse contra sus amos.
No hacía mucho que el senado romano había debatido la propuesta de obligar a los esclavos a vestir un uniforme, del mismo modo que a las prostitutas se les obligaba a llevar peluca rubia; con ello se trataría de evitar la posibilidad de que una mujer libre pudiese confundir a un esclavo bien parecido y bien hablado con un hombre libre y así sucumbir a su encanto; pero no fue aprobada porque entraba en conflicto con la otra razón que anima el temor a los esclavos: si todos vestían igual, pronto se percatarían de que eran muchos y sus amos no tantos. Ya existía cierta uniformidad entre ellos que nadie había tratado de evitar —su generalizada pertenencia al cristianismo— y eso preocupaba enormemente a los senadores y a los romanos.
(Debo matizar una afirmación que he hecho páginas atrás. Cierto que las clases altas y bajas romanas de hombres libres eran —como dije— paganas, heréticas o totalmente irreligiosas; pero me equivoqué al decir que eran cristianos «sólo en el medio». No había tenido en cuenta los esclavos. No hay que perderlos de vista.)
Como es bien sabido, el cristianismo tuvo su primer bastión en Roma precisamente entre aquellos desventurados y desgraciados de baja condición, y ha sido desde entonces la religión preferida de los esclavos. Hoy día, incluso los que llegan del extranjero —hasta los nubios y etíopes, que deben ser adoradores de dioses inimaginables en sus salvajes países— se han convertido sinceramente al cristianismo. Los esclavos, igual que los mercaderes, adoptan esa fe porque ven en ella una ventajosa transacción, pues a cambio de una buena conducta en esta vida se les promete una recompensa después de la muerte, que es la única que pueden esperar la mayoría de esclavos. Pero a los romanos libres, indistintamente de la religión que profesasen, les inquietaba que los esclavos cristianos se convirtiesen en una fuerza unificada que algún día se rebelase.
Bien, yo sé que era una aprehensión sin fundamento, porque el cristianismo predica que cuanto peor es la suerte de un hombre en la tierra, mejor será su recompensa en el cielo; es decir, que el cristianismo predica que los esclavos sigan siendo esclavos, contentos con su suerte, sumisos, abyectos y que nunca aspiren a alzarse por encima de su condición. «Los siervos obedecen en todo a sus amos.» Y es evidente que, cuanto más cristianos haya entre los esclavos, menos posibilidades tienen de emanciparse. En cuanto al otro temor —el de que las mujeres utilicen a los esclavos varones— yo sabía que no había ley, nada ni nadie que pudiera impedirlo. Yo era mujer y habría podido decirle al senado romano y a todos los hombres libres de Roma que se asustaban por la sombra de un asno. Nadie puede impedir que una mujer se acueste con un hombre si así lo desea; por mucho que a los esclavos se les obligue a vestir un uniforme, se les ponga una horrible peluca, sean nubios negros y feos o… aunque esté sujeto con grilletes en la prisión del Tullianum. Si una mujer quiere yacer con él, lo hará.
—Así que cuando comience a vender mis esclavos allá —dije— tal vez me acusen de pervertir la moral de Roma.
—¿Qué moral? —replicó Meirus, riéndose.
Seguía siendo el mismo Barrero de siempre, aunque ya debía ser viejo, pero su barba era tan reluciente como antaño y su avinagrado carácter no se había edulcorado con los años. El único cambio era que estaba aún más gordo y llevaba ropajes fastuosos y muchos anillos en los dedos. Todo ello gracias a
su próspero comercio de ámbar, aumentando enormemente su fortuna, decía él, gracias a su socio Maghib (ahora lo era) en la costa del Ámbar.
En el mercado de esclavos de Novae sólo encontré algunos muy jóvenes, como los que yo quería, que merecieran la pena. Igual sucedió en Prista y Durostorum, ciudades portuarias del bajo Danuvius, por la sencilla razón de que no había mucho donde elegir. Por ello descendí por el río hasta Noviodonum, sabiendo que allí existe un gran comercio de esclavos en torno al mar Negro; y, naturalmente, fui a visitar a Meirus.
—Lo que debéis hacer —añadió, mientras servía más vino— es conseguir que vuestros esclavos sean tan competentes en sus respectivos oficios que, si a alguno le sorprenden alguna vez en la cama con la esposa del amo, éste expulse a la esposa.
—Espero conseguirlo. Los niños y niñas que he comprado voy a ponerlos de aprendices con mis mejores sirvientes, mi bodeguero, mi mayordomo, el actuario, etcétera. Los distribuiré con arreglo a las mejores disposiciones que pueda advertir en su aptitud; pero me gustaría que cada maestro pudiese ocuparse de varios a la vez, y no he encontrado mucho que elegir en las ciudades del río.
—Pero habéis venido al lugar adecuado. En Noviodonum los hay de todos los tamaños, formas, edades y colores; varones, hembras, eunucos, carismáticos, persas, khazares, misios, de lugares inimaginables, de países que nunca habréis oído nombrar. ¿Tenéis alguna preferencia definida? Yo creo que los del Quersoneso son los mejores.
—Sólo quiero que sean jóvenes, adolescentes, listos, fuertes, sin formación y, por lo tanto, baratos. No quiero concubinas ni putos; sólo quiero buena materia prima que pueda formar y refinar en mi academia.
—Entendido. Mañana recorreremos los mercados, y supongo que podréis llevaros una barcaza llena. Permitid que sea vuestra nariz aquí en Noviodonum a partir de este momento, ya que Maghib está
en Pomore. Yo seguiré abasteciéndoos y sólo con lo mejor. Y hablando de razas y colores, últimamente han llegado al mercado dos o tres jovencitas de un pueblo del lejano oriente llamado los Seres, mujeres exquisitas, de huesos finos y piel amarilla; me maravilló que unas beldades tan delicadas hayan podido llegar en buen estado desde tan lejano país. Ahora que, baratas no eran. Aquí sólo queda una; la adquirió
Apostolides, dueño del mejor lupanar de Noviodunum. Os lo presentaré después del emnahtamats. Probad a la joven; no os resultará barato tampoco, pero os aseguro que merece la pena. Mientras cenábamos espárragos y liebre estofada con ciruelas acompañado de vino de Cefalonia, le pregunté a Meirus hasta qué punto se apreciaba en el imperio oriental el gobierno de Teodorico en el occidental.
— emVái, del mismo modo que lo aprecian, supongo, todos los gobernantes, nobles, plebeyos y esclavos desde aquí hasta las islas del Estaño. Todos comentan que su reinado promete ser uno de los más prósperos y pacíficos del imperio romano desde la época de «los cinco emperadores buenos», es decir, el período comprendido entre el reinado de Nerva emel Magnánimo y el de Marco Aurelio, hace ya cuatro siglos.
—Me complace saber que la gente aprueba su reinado —dije.
—Pues sí, aprueban su habilidad de gobierno, no tanto a su persona. No se ha olvidado el traicionero asesinato de Odoacro, y la opinión general es que todos sus consejeros tienen que andar de puntillas para no arriesgarse a que les pase por la espada al menor descuido.
— emBalgs-daddja —rezongué—. Yo soy uno de sus consejeros más allegados y no tengo que andar de puntillas.
—Y hay otros que a todas luces no sienten más que envidia de sus dotes de gobierno. Al emperador Anastasio, por ejemplo, nunca le ha gustado mucho, claro, porque le fastidia ver a alguien inferior en título que le aventaje en las artes de gobierno.
—¿Creéis que Anastasio le pondrá tropiezos?
—De momento no. Tiene cosas más urgentes en qué ocuparse… como es reforzar el sistema defensivo contra los persas en la frontera oriental. emMe, las dificultades para Teodorico no vendrán de
fuera, sino de su propio territorio. Cuando digo que es admirado desde aquí hasta las islas del Estaño, es porque la Iglesia católica no tiene influencia aquí ni en aquellas islas, pero en Italia y las otras provincias en que sí la tiene, hará todo lo posible por difamarle y acosarle.
—Lo sé. Es despreciable. ¿Por qué los hombres de la Iglesia no le tratan con la misma indiferencia con que él lo hace?
—Acabáis de dar en el clavo. Porque ellos a él le traen sin cuidado, mientras que a ellos les encantaría que les persiguiese, les oprimiera, les desterrase, y esa indiferencia es para ellos mucho más agresiva que el acoso sistemático, porque les impide el placer del honor y el martirio. Les ofende que no les haga sufrir por su Madre Iglesia.
—Seguramente tenéis razón.
—Y lo que es peor, les ha hecho retroceder en un terreno en el que creían haber hecho progresos.
— ¡Cómo! Él no ha hecho nada a los hombres de la Iglesia.
—Ignorándoles, os repito. Mirad: cuando Anastasio recibió la corona imperial, la vestidura púrpura y los otros símbolos del imperio oriental, lo hizo de la mano del patriarca de Constantinopla, Anastasio, y a sus pies, en la postura degradada de la emproskynésis. ¿Y qué hizo Teodorico? Él ha subido al trono por conquista, por aclamación popular, por el voto del senado romano; a diferencia de Anastasio, no se detuvo un instante a pedir la bendición divina ni de ninguna Iglesia; no le coronó un obispo de su religión arriana y menos el llamado papa. Eso es un revés para todos los obispos cristianos y debe doler sobre todo al de Roma.