—Sí que debió ser grande —dije yo— y vivir muchos años, tal como me dijeron. Pero no pudo ser el rey que asentó a los godos en las bocas del Danuvius, pues, al menos un siglo antes del reinado de Ermanareikhs, los godos eran ya el terror del mar Negro, y empleaban a los navegantes cimerios —el pueblo que ahora se llama alano— para que los llevaran en sus expediciones de pillaje. Y, por cierto, aquellos godos piratas solían enviar un conciso mensaje a las ciudades antes de atacar: «Tributo o guerra.»
— ! emAj, es admirable! —exclamó Teodorico—. Fácil de comunicar en cualquier lenguaje e imposible de llamar a engaño. Espero tener la ocasión de utilizarlo. Thorn, gracias por indicármelo.
—Me congratula que me lo contaran —dije yo—. Bien, siguiendo con la historia… dos reyes después de Ermanareikhs, llegamos a tu bisabuelo Widereikhs, conquistador de los vendos. Y a partir de ahí está bien atestiguada la línea sucesoria. Después de él, tu abuelo Wandalar, vencedor de los vándalos. Y luego, tu padre y tu tío, los dos reyes hermanos —añadí, comenzando a recoger mis notas—. Bien, en cuanto tenga tiempo, pondré en orden todo lo que he recopilado y haré cuanto pueda por redactar una historia comprensible y exacta para establecer tu linaje hasta tu nueva hija, Thiudagotha, la del pueblo godo.
—Ya no tan nueva —dijo Teodorico, risueño—. La del pueblo godo ya camina bastante bien y charla por los codos. —Pues compilaré para ella un linaje ilustre, y, como dijiste que deseabas un árbol genealógico que posibiltara alianzas matrimoniales con las casas reales más distinguidas, trazaré las ramas de modo que tú y tus hijas seáis descendientes directos de ese Ermanareikhs a quien se comparaba con Alejandro Magno.
—Eso mejorará las posibilidades de matrimonio, emja —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Pero antes —añadió con solemnidad rara en él— espero obtener un emauknamo honorable propio. No me gustaría ser uno de esos residuos de una familia otrora famosa, que no acomete empresa alguna y sólo puede hacer alarde de alcurnia.
Y yo añadí con igual solemnidad, pues lo había previsto antes que él:
—Honrarás a Ermanareikhs como antepasado tuyo. Con el tiempo, en el otro mundo, podrá
congratularse de haber contado con el gran Teodorico entre su progenie.
— emGuth wiljis, habái ita swe —dijo mi rey, dirigiéndome una sonrisa afectuosa—. Así será si Dios quiere.
Me despedí y regresé a mi casa de campo a aguardar que nos llamase a mí y a Frido para parlamentar con Estrabón; podría haberme quedado en palacio, pero quise dormir bajo mi propio techo, dado que no consideraba terminada del todo mi misión. Desde la noche en que había escapado de las emwalis-karja, dejando en sus manos los restos de mi amante emmannamavi, había rondado mi cabeza una idea. ¿Volvería alguna vez, después de Thor y Genovefa, a tener satisfacción en brazos de un hombre o una mujer como tales? En aquella mi primera noche en casa, encontraría la respuesta, cuando menos a la mitad de la pregunta, por obra de una de mis esclavas.
Bien, me dijeron que la sueva rubia y de tez clara llamada Renata, durante mi larga ausencia, se había casado con uno de mis jóvenes esclavos, por lo que gentilmente me abstuve de ejercer mis derechos de propietario sobre ella y recurrí a los favores de la alana morena Naranj, cuyo esposo siempre había tenido a orgullo dejársela a su emfráuja; para mi deleite, y gracias a la completa colaboración de la mujer, volví a descubrir que no son realmente necesarias —a la vez y en un solo lecho— todas las variantes de abrazos, besos y acoplamientos en que yo me había enviciado; me alegré de volver a descubrir que, aunque hay limitaciones físicas a las maneras en que una hembra puede dar placer y gozar, éstas no son menos variadas y deleitables. Luego, a la noche siguiente —cuando, vestida como Veleda, llevé a mi casa de Novae a un joven viajante de comercio bien parecido que había conocido en la plaza del mercado—
viví la delicia de volver a descubrir que lo mismo es también cierto en la cópula con un amante varón. Cinco o seis días después, cerca del pueblo llamado Romula, me hallaba montado en emVelox, en perfecto atavío de guerra, mirando a la otra orilla de un riachuelo. El príncipe Frido, sin armas ni coraza, se encontraba a mi lado y detrás de ambos un fuerte contingente del ejército de Teodorico. A lo lejos, en la otra orilla, aguardaban también las tropas de Estrabón; fijaban su atención, igual que nosotros, en la desierta islita del centro del río, en la que Estrabón había estipulado se encontrasen los parlamentarios. Eran ocho, aunque sólo se veían siete.
De los nuestros, habían cruzado las poco profundas aguas el rey Teodorico y el emsaio Soas, y del bando contrario habían acudido el rey Feva a caballo y Estrabón en litera, a mano de cuatro porteadores; era evidente que el hombre-cerdo había insistido en que el encuentro tuviese lugar en la isla para que ni sus hombres ni los nuestros pudiesen ver que sólo asomaba su cabeza por las cortinas de la litera, postura escasamente digna para un comandante.
—¿Ves a tu padre entre ellos? —pregunté a Frido.
— em¡Ja, ja! —exclamó él, saltando alegre en la silla del caballo.
— emNe, no le llames ni saludes —me apresuré a decirle—. No tardarás en estar con él. De momento, guardemos silencio como los demás.
El muchacho lo hizo sin rechistar, pero se le notaba algo perplejo, pues desde nuestra llegada a Novae había esperado reunirse con él, cosa comprensible. Ni yo ni ninguno de mis criados le habíamos dicho que yo servía a Teodorico ni que él era un rehén en poder de mi rey; para llegar a Romula, él y yo habíamos cabalgado en retaguardia de la columna de centurias de Teodorico, por lo que el pequeño no sabía que estaba en aquel lugar con el ejército que iba a enfrentarse a su propio padre. Y en aquel momento ignoraba los términos de los parlamentos de la islita ni quiénes intervenían de ambos bandos. Todos los soldados guardaban silencio y hacíamos cuanto podíamos por evitar que los caballos relinchasen y que nuestras armas y armaduras hicieran ruido; escuchábamos lo que se decían Teodorico y Estrabón, porque éste hablaba sin recatarse con aquel vozarrón ronco que tan bien conocía yo. Era evidente que esperaba animar a sus tropas y desanimar a las nuestras haciendo oír las invectivas y acusaciones que vociferaba a Teodorico.
—¡Primo renegado, detestable Amalo! ¡Has convertido en aduladores a los altivos ostrogodos!
¡Bajo tu flaccida bandera no hacen sino imitar a los romanos! ¡Se han convertido en lameculos del emperador Zenón, vendiendo su independencia por unas migajas de la mesa imperial!
Frido se inclinó a hacerme una pregunta en voz baja.
—Ese hombre de la litera, que da esos gritos, ¿es Triarius el aliado de mi padre?
Asentí con la cabeza y el niño volvió a guardar silencio, menos perplejo pero no muy complacido de que su padre tuviese semejante aliado.
—¡Compatriotas —bramaba Estrabón—, os invito, os insto, os conmino a que os unáis a mí y os sacudáis el yugo romano! ¡Acabad con el reinado de nuestro traidor primo!
Durante un rato, Teodorico no hizo más que permanecer sentado pacientemente en su caballo, dejando que aquella cabeza que asomaba por las cortinas de la litera siguiese vociferando, de tal modo que el propio Estrabón podía comprobar el poco efecto que surtía la arenga en sus paisanos de nuestro bando. La voz del cerdo iba perdiendo potencia y se debilitaba, pero él porfiaba:
—¡Hermanos ostrogodos! ¡Compañeros rugios! ¡Hermanos y aliados! Seguidme al combate para que…
En aquel momento intervino Teodorico, con voz que todos pudieron oír:
— em¡Slaváith, nithjis! ¡Calla, primo! ¡Ahora voy a hablar yo! —pero no se dirigió a Estrabón ni a los ejércitos a la expectativa, sino al jinete que estaba junto a la litera—. Feva, ¿tienes buena vista? —el hombre dio un leve respingo en la silla sorprendido, pero se le vio asentir con la cabeza cubierta por el yelmo—. ¡Pues mira hacia allá! —añadió Teodorico, señalando hacia nosotros.
—Álzate en la silla, Frido —dije yo al príncipe en el momento en que su padre dirigía la vista hacia nosotros, pero el niño hizo algo mejor; con los estribos de cuerda que yo le había ayudado a hacer, podía ponerse en pie para que se le viera del todo y, entusiasmado, agitó la mano y gritó con todas las fuerzas que le permitía su voz infantil: em«¡Háils, fadar!»
El caballo del rey Feva dio un paso adelante tan sorprendido como su jinete. A continuación vimos que en la isleta se formaba un revuelo y todos se arremolinaban en conciliábulo, pero ahora no se oía lo que decían. Los tres jinetes —Teodorico, Soas y Feva— no hacían más que señalar hacia donde yo estaba con Frido, hacia Estrabón y hacia sus tropas; Feva cabalgaba de arriba a abajo en el reducido espacio de la isleta, junto a Teodorico y Soas, hablando con ellos con elocuentes ademanes, y, a continuación, se acercó a la litera a consultar con Estrabón. El cerdo sin duda también habría gesticulado de haber podido, pero únicamente se notaba una agitación de la litera por el peso de su cuerpo convulso. El revuelo prosiguió un rato, para cesar cuando el rey Feva alzó las manos en gesto de resignación, dejó de parlamentar y, tirando de las riendas del caballo, cruzó las aguas hasta la orilla y se dirigió hacia
el flanco izquierdo del expectante ejército. Allí, gesticuló algo más, gritando órdenes que no pude oír y una gran parte de las primeras filas de tropas —con toda evidencia sus rugios— bajaron las armas en señal de tregua; los jinetes desmontaron, los lanceros situaron la punta de la lanza hacia el suelo y los infantes envainaron la espada. Su actitud causó consternación en el resto de las tropas, se organizó un tumulto y los estandartes de los emsignifers comenzaron a bambolearse en medio del murmullo, cada vez más fuerte y furioso, de los soldados enfrentándose entre sí.
Aquella consternación no fue nada comparada con la de Estrabón; ahora se notaba que daba botes dentro de la litera, que daba fuertes sacudidas a hombros de los porteadores, obligados a una especie de baile para impedir que cayera. Teodorico y Soas seguían impávidos en sus respectivas sillas mirando el espectáculo. Oí por última vez la voz de Estrabón bramando: «¡Regresamos!», y los porteadores, con paso vacilante, dieron media vuelta y cruzaron las aguas con la litera, zarandeada por los furiosos movimientos del inválido.
—¿No voy a ver la guerra? —me preguntó Frido con voz doliente.
—Hoy no —contesté, sonriéndole—. Ésta la has ganado tú. Y en aquel momento se produjo el acontecimiento último de aquella jornada, el que los historiadores aún reseñan con espanto. Estrabón seguía agitándose tan furiosamente dentro de la litera, que los porteadores a duras penas podían salvar la cuestecilla de la ribera, cuando unos lanceros de las primeras filas de su ejército se acercaron a ayudarles; justo entonces, la litera dio un bandazo tan violento que Estrabón salió volando por las cortinillas, pudiendo ver todos que no era más que un grueso torso con una túnica corta de la que sobresalían una cabeza barbuda y cuatro muñones que se debatían impotentes. En aquel momento parecía un auténtico cerdo colgado en un tenderete de carnicero.
Los libros de historia actuales apenas mencionan los acontecimientos de aquel reinado tiránico y atroz de Thiudereikhs Triarius, llamado Estrabón, pero sí que relatan cómo —después de sobrevivir a muchos de sus enemigos, salir ileso de muchas batallas y recuperarse de la grave mutilación que habría debido acabar con él— moriría finalmente en un accidente ignominioso, pues cayó sobre la punta de la lanza de uno de los soldados que acudían a ayudarle. El lancero se tambaleó al sentir aquel peso y sus compañeros se apresuraron a sostenerle la lanza. Así, la visión postrera que tuve de Estrabón fue la de un torso empalado y convulso que rápidamente venció con su peso a la lanza, cayendo a tierra entre los pies de sus leales.
Aquella noche, en la tienda de Teodorico, entre copas de vino, el rey y Soas comentaron lo acaecido aquel día.
Soas meneaba con pesimismo su cabeza gris y decía:
—Es evidente que Estrabón no buscó deliberadamente la indigna muerte que ha tenido, pero bien podía haberlo hecho después de la doble humillación de tener que renunciar al combate y ver a su principal aliado desertar ante sus tropas.
— emJa, estaba acabado y lo sabía —dijo Teodorico—. De todos modos, me alegra que el mundo se haya librado de él. Era una mancha en el recuerdo de mi lamentada hermana Amalamena; espero que ella y la mujer que tan heroicamente asumió su papel en las garras de Estrabón, así como sus otras víctimas, estén satisfechas con el fin que ha tenido. —Estoy seguro —musité yo, sabiendo que una de ellas lo estaba, por ser yo mismo.
—Ahora que Estrabón ya no existe —añadió Soas—, no hay día que sus intransigentes y desesperados ostrogodos no crucen el río para unirse a nosotros, y sus otros aliados, esa chusma de tribus estirias y sármatas, se esfuman.
—Y otra noticia aún mejor —terció Teodorico—. En lugar de regresar directamente a su país con sus tropas, el rey Feva se ha ofrecido a ponerlas a mi disposición.
—Feva no debe sentirse muy animado de volver con la reina Giso —dije yo, sarcástico—. Y no se lo reprocho. Por cierto, aún no he visto a Feva más que de lejos. ¿Es cierto que tiene una nariz más pequeña de lo normal?
—¿Cómo? —exclamaron los dos, mirándome perplejos. —Bueno, es un rugió —añadió
Teodorico—. Difícilmente puede tener una imponente nariz romana. ¿Por qué diablos preguntas eso?
Me eché a reír y les conté la buena disposición de la reina Giso por cortejar con Maghib, debido a su gran nariz armenia, imaginando que era indicio de su buena dotación viril. Los dos se echaron a reír y Teodorico dijo: —No sé por qué perdura ese viejo mito que la mayoría de las veces resulta una falacia. El viejo Soas se rascó la barba y añadió pensativo: —Por otro lado, si miramos el otro sexo, yo siempre he comprobado que la boca de una mujer es una indicación verídica de cómo son sus partes sexuales; una boca grande es signo de un emkunte de buen tamaño, y cuanto más ancha, holgada y húmeda es, otro tanto lo son sus partes bajas. Y una mujer de boquita ceñida como un capullo siempre tiene una abertura igual abajo.
Me quedé mirando al mariscal, resultándome algo difícil imaginarle de joven y con harta experiencia en bocas femeninas, pero Teodorico asintió con la cabeza y confirmó muy serio lo que el anciano decía.
— emJa, la similitud entre las dos aberturas de la mujer no es ninguna falacia. Por eso en muchos países de oriente obligan a las mujeres a taparse la faz en público y no mostrar más que los ojos. A los hombres no les gusta que otros midan lascivamente a sus mujeres, como si dijéramos. Soas volvió a asentir con la cabeza y dijo: