Hacia la Fundación (29 page)

Read Hacia la Fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Hacia la Fundación
6.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

No lo entendían. Cuando se le presentó el primer atisbo de la psicohistoria Seldon tenía treinta años, treinta y dos cuando pronunció su famosa conferencia en la Convención Decenal, y a partir de aquel momento todo pareció ocurrirle a la vez. Después de su breve entrevista con Cleon tuvo que huir por todo Trantor y conoció a Demerzel, Dors, Yugo y Raych, por no mencionar a los habitantes de Mycogen, Dahl y Wye.

Tenía cuarenta años cuando fue nombrado Primer Ministro y cincuenta cuando presentó su dimisión. Ahora tenía sesenta años.

Había invertido treinta años en la psicohistoria. ¿Cuántos años más le exigiría? ¿Cuántos años más viviría? ¿Sería posible que acabara muriendo y dejara el Proyecto de la Psicohistoria inacabado después de todos sus esfuerzos?

Fue a ver a Yugo Amaryl. Durante los últimos años el Proyecto de la Psicohistoria no había parado de crecer y complicarse, y Amaryl y Seldon se habían distanciado un poco. Durante sus primeros años en Streeling todo se reducía a Seldon y Amaryl trabajando juntos, sin nadie más.

Ahora…

Amaryl ya casi tenía cincuenta años, había dejado muy atrás su juventud, y parecía haber perdido su contagioso entusiasmo. Durante todos aquellos años no se había interesado por nada que no fuese la psicohistoria: esposa, compañera, aficiones, actividades secundarias…, todo aquello no figuraba en su vida.

Amaryl alzó la cabeza hacia Seldon y parpadeó. Seldon no pudo evitar percatarse de los cambios producidos en su apariencia. Una parte de ellos quizá se debieran a que Yugo se había arreglado los ojos. Veía perfectamente, pero los nuevos ojos tenían un aspecto vagamente artificial y tendía a parpadear muy despacio, dando la impresión de que estaba adormilado.

–¿Qué opinas, Yugo? – preguntó Seldon-. ¿Se ve alguna luz al final del túnel?

–¿Luz? Bien, de hecho… Sí -dijo Yugo-. Tamwile Elar, el nuevo… Ya le conoces, naturalmente.

–Oh, sí. Yo le contraté. Muy vigoroso y agresivo, ¿no? ¿Qué tal le van las cosas?

–Bueno, Hari, la verdad es que no me siento muy cómodo cuando estoy con él. Su risa ensordecedora me crispa los nervios, pero es muy brillante. El nuevo sistema de ecuaciones ha encajado a la perfección en el Primer Radiante y parece que puede permitirnos eludir el problema del caos.

–¿Sólo lo parece?

–Es demasiado pronto para pronunciarse, pero tengo muchas esperanzas. He llevado a cabo muchas pruebas que las habrían destrozado si no fuesen sólidas, y las nuevas ecuaciones han sobrevivido a todas. Estoy empezando a pensar en ellas como «las ecuaciones acaóticas».

–Supongo que no disponemos de ninguna demostración rigurosa referente a esas ecuaciones, ¿verdad? – preguntó Seldon.

–No, no disponemos de ninguna, aunque tengo a media docena de personas trabajando en ello…, Elar incluido, naturalmente. – Amaryl se volvió hacia su Primer Radiante, tan avanzado como el de Seldon, y contempló cómo las líneas luminosas de las ecuaciones se curvaban en el aire.

Eran demasiado pequeñas y finas para poder leerlas sin la ayuda de un amplificador.

–Añade las nuevas ecuaciones y quizá seamos capaces de empezar a emitir predicciones.

–Cada vez que estudio el Primer Radiante me asombro de lo útil que resulta el electroclarificador y de cómo consigue introducir los datos en las líneas y curvas del futuro -dijo Seldon con expresión pensativa-. También fue idea de Elar, ¿no?

–Sí. Fue ayudado por Cinda Monay, quien lo diseñó.

–Me alegra tener hombres y mujeres nuevos con mentes tan brillantes en el Proyecto. Hace que me sienta ligeramente reconciliado con el futuro.

–¿Crees que alguien como Elar podrá estar al frente del Proyecto algún día? – preguntó Amaryl sin dejar de estudiar el Primer Radiante.

–Quizá. Después de que tú y yo nos hayamos retirado…, o hayamos muerto.

Amaryl pareció relajarse y apagó el artefacto.

–Me gustaría dejar el trabajo terminado antes de retirarnos o de morir.

–A mí también, Yugo… A mí también.

–La psicohistoria ha sabido guiarnos bastante bien durante los últimos diez años.

Era cierto, pero Seldon sabía que aquello no podía considerarse un gran triunfo. No habían tenido grandes sorpresas, y todo se había desarrollado de forma relativamente tranquila.

La psicohistoria había predicho que el centro se mantendría estable después de la muerte de Cleon -aunque la predicción había sido muy confusa y poco precisa-, y así había ocurrido. La situación en Trantor era razonablemente tranquila. El centro se había mantenido estable incluso después de un asesinato y el final de una dinastía.

Y también había soportado las tensiones creadas por el gobierno militar. Dors tenía toda la razón del mundo cuando se refería a la Junta como «esa pandilla de militares incompetentes» e incluso podría haber ido más lejos en sus acusaciones sin faltar a la verdad; pero los militares estaban manteniendo unido al Imperio y seguirían haciéndolo durante un tiempo…, quizás el suficiente para permitir que la psicohistoria jugara un papel activo en los acontecimientos posteriores.

Últimamente Yugo había especulado con la posibilidad de crear Fundaciones -entidades separadas e independientes del Imperio-, que actuarían como semillas para los desarrollos futuros, en previsión de los tiempos difíciles que se aproximaban, y terminarían creando un Imperio nuevo y mejor. El mismo Seldon había investigado las consecuencias de ese curso de acción. Pero no disponía del tiempo necesario, y tenía la sensación de que también le faltaba la juventud necesaria para ello (lo cual hacía que se sintiera un poco abatido). Su mente seguía siendo sólida y racional, pero ya no poseía la resistente agilidad y creatividad con que había contado cuando tenía treinta años. Seldon sabía que iría perdiendo facultades con el transcurso de cada año.

Quizá debería encomendar la tarea al joven y brillante Elar liberándole de cualquier otra responsabilidad. Seldon tenía que admitir que aquello no le convencía, y confesarlo hacía que se sintiera un poco avergonzado de sí mismo. No quería haber inventado la psicohistoria sólo para que un jovencito recién llegado pudiera surgir de la nada y cosechar los frutos de la fama. De hecho, y para expresarlo de la forma más sincera y que más incómoda le resultaba, Seldon tenía celos de Elar y era lo suficientemente consciente de ello para avergonzarse de esa emoción.

Pero a pesar de sus emociones menos racionales, tendría que depender de hombres más jóvenes por mucho que le incomodara. La psicohistoria ya no era el coto privado de Seldon y Amaryl. Su década como Primer Ministro la había convertido en un gran proyecto aprobado y subvencionado por el gobierno, y para sorpresa de Seldon, después de presentar su dimisión como Primer Ministro y volver a la Universidad de Streeling, el proyecto había seguido creciendo. Cada vez que pensaba en su largo y ampuloso nombre oficial -Proyecto de Psicohistoria Seldon de la Universidad de Streeling-, Hari torcía el gesto, pero la gran mayoría de personas se referían a él llamándolo sencillamente el Proyecto.

Al parecer la Junta Militar creía que el proyecto podía llegar a convertirse en un arma política, y mientras lo creyera podría seguir contando con subvenciones. Los créditos llegaban a raudales y, a cambio, había que redactar informes anuales que resultaban tan eruditos como incomprensibles.

Sólo se informaba sobre los aspectos más secundarios del Proyecto, e incluso en esos casos las matemáticas eran tan complejas que había muy pocas probabilidades de que pudieran ser entendidas por ningún miembro de la Junta Militar.

Cuando salió del despacho de su antiguo ayudante, Seldon tenía muy claro que Amaryl estaba más que satisfecho con los progresos de la psicohistoria, pero eso no impidió que volviera a sentir el peso impalpable de la depresión sobre él.

Decidió que todo era culpa de la inminente conmemoración de su cumpleaños. La fiesta había sido concebida como una ocasión de alegría y diversión, pero para Hari ni siquiera era un gesto de consuelo: sólo servía para que fuese todavía más consciente de su edad.

Además interfería en su rutina, y Hari era un animal de costumbres. Su despacho y varios despachos adyacentes habían sido vaciados, y ya llevaba varios días sin poder trabajar con normalidad. Suponía que los despachos serían convertidos en pequeños museos en su honor, y pasarían muchos días antes de que pudiera volver a trabajar. Amaryl era el único que se había negado tozudamente a marcharse, y había conservado su despacho intacto.

Seldon se preguntaba con bastante irritación a quién se le habría ocurrido todo aquello. No había sido Dors, naturalmente, ya que Dors le conocía demasiado bien; y tampoco podía ser cosa de Amaryl o de Raych, quienes ni siquiera se acordaban de sus propios cumpleaños. Había sospechado de Manella, e incluso había llegado a interrogarla abiertamente.

Manella admitió que estaba totalmente a favor de la celebración y que había dado órdenes para que se hicieran ciertos preparativos, pero dijo que la idea de una auténtica fiesta de cumpleaños había sido una sugerencia de Tamwile Elar. «El joven brillante -pensó Seldon-. Parece que es brillante en todo lo que hace…»

Suspiró. Ah, cómo le gustaría que el cumpleaños ya hubiese quedado atrás…

7

Dors asomó la cabeza por el hueco de la puerta.

–¿Puedo pasar?

–No, por supuesto que no. ¿Por qué creías que iba a permitirte entrar?

–No estás en el sitio habitual.

–Ya lo sé -dijo Seldon, y suspiró-. Me han expulsado del sitio habitual, es decir, de mi despacho, por culpa de la estúpida fiesta de cumpleaños. Ojalá ya hubiera acabado…

–¿Lo ves? Cuando a esa mujer se le mete una idea en la cabeza se adueña de su mente y va creciendo de forma implacable hasta acabar con el estallido original que crea un cosmos.

Seldon cambió de bando de inmediato.

–Vamos, vamos… Lo hace con la mejor intención del mundo, Dors.

–Líbrame de las buenas intenciones -dijo Dors-. Bien, de todas formas he venido aquí para hablar de otra cosa, algo que puede ser importante.

–Adelante. ¿De qué se trata?

–He estado hablando con Wanda sobre su sueño…

Dors vaciló.

Seldon emitió una especie de gorgoteo ahogado.

–No puedo creerlo -dijo después-. Tendrías que haber dejado que se le olvidara poco a poco.

–No, no lo creo. ¿Te tomaste la molestia de interrogarla sobre los detalles del sueño?

–¿Por qué debería hacerle pasar semejante mal rato a la pobre niña?

–Raych y Manella tampoco lo hicieron, así que tuve que encargarme yo.

–Pero… ¿Por qué torturarla haciéndole preguntas sobre eso?

–Porque tenía la sensación de que debía hacerlo -dijo Dors poniéndose muy seria-. En primer lugar, no tuvo el sueño en su cama.

–Bien, ¿y dónde estaba entonces?

–En tu despacho.

–¿Y qué estaba haciendo en mi despacho?

–Quería ver el sitio en el que se celebraría la fiesta y entró en tu despacho y, naturalmente, no había nada que ver porque lo han vaciado como parte de los preparativos para la fiesta. Pero tu sillón seguía estando allí. El sillón grande, ese del respaldo tan alto y los brazos enormes que está medio roto…, el que no quieres que sustituya por otro nuevo.

Hari suspiró como si se acordara de algo que ya habían discutido muchas veces y sobre lo que nunca habían conseguido ponerse de acuerdo.

–No está roto y no
quiero
un sillón nuevo. Sigue.

–Wanda se acurrucó en tu sillón y empezó a pensar que quizá no te harían una fiesta, y se fue poniendo triste. Me ha contado que después debió de quedarse dormida porque ya no recuerda nada con mucha claridad, salvo que en su sueño había dos hombres, no eran mujeres, de eso sí está segura, que estaban hablando.

–¿Y de qué hablaban?

–No lo recuerda con exactitud. Ya sabes lo difícil que resulta recordar los detalles en esa clase de circunstancias, pero dice que hablaban de la muerte y Wanda pensó que se referían a ti porque estás muy viejo. Ah, y recuerda haber oído dos palabras: «muerte» y «limonada».

–¿Qué?

–Muerte y limonada.

–¿Qué significa eso?

–No lo sé. La conversación se acabó, los hombres se marcharon y Wanda despertó en tu sillón temblando de frío y muy asustada…, y ha estado dándole vueltas a ese sueño desde entonces.

Seldon intentó sacar algo en claro de lo que acababa de contarle Dors, y no lo consiguió.

–Oye, querida -dijo por fin-, ¿qué importancia crees que hemos de darle al sueño de una niña?

–Hari, para empezar podemos preguntarnos si realmente se trataba de un sueño.

–¿Qué quieres decir?

–Wanda no ha dicho de forma inequívoca que fuese un sueño. Dice que «debió de quedarse dormida». Esas fueron sus palabras exactas. No dijo que se hubiese quedado dormida, sino que
debió de quedarse
dormida.

–¿Y qué deduces de eso?

–Puede que se sumiera en una especie de sueño ligero en el que habría oído a dos hombres…, dos hombres de carne y hueso que estaban hablando.

–¿Hombres de carne y hueso que hablaban de acabar conmigo, de la muerte y de la limonada?

–Sí, algo así.

–Dors -dijo Seldon intentando no perder la calma-, ya sé que siempre imaginas peligros que me amenazan e intentas anticiparte a ellos, pero esto es demasiado. ¿Por qué iba alguien a querer matarme?

–Ya se ha intentado en dos ocasiones.

–Cierto, pero considera cuáles eran las circunstancias. El primer intento se produjo poco después de que Cleon me nombrara Primer Ministro. Naturalmente, eso era una ofensa para la vieja jerarquía establecida de la corte e hizo que fuera odiado. Algunas personas creyeron que la mejor forma de resolver el problema era librarse de mí. El segundo intento tuvo lugar cuando los joranumitas intentaban adueñarse del poder y creyeron que yo me interponía en su camino, a lo que hay que añadir el sueño vengativo que obsesionaba a Namarti.

»Por fortuna ninguno de los dos intentos de asesinato tuvo éxito, pero… ¿Por qué tendría que haber un tercero ahora? Ya no soy Primer Ministro, y hace diez años que abandoné el cargo. Soy un matemático prácticamente retirado que envejece lentamente, y estoy seguro de que nadie tiene nada que temer de mí. Los joranumitas han sido eliminados y Namarti fue ejecutado hace mucho tiempo. Nadie puede tener ningún motivo para querer matarme.

Other books

The Promise by Lesley Pearse
Play Dead by Harlan Coben
Factoring Humanity by Robert J Sawyer
The Secret Life of Ceecee Wilkes by Chamberlain, Diane
Catherine and The Spanking Room by Michele Zurlo, Nicoline Tiernan
League of Denial by Mark Fainaru-Wada