–¿Y por qué te ha enviado a verme, hijo? – preguntó con la voz ligeramente ahogada por el trozo de bocadillo que tenía en la boca.
Raych se encogió de hombros.
–Creo que quizá pensó que descubriría algo sobre usted para utilizar en su contra. Es uña y carne con el Primer Ministro Demerzel.
–¿Tú no?
–No, señor. Yo soy dahlita.
–Ya sé que lo eres, mi joven Seldon, pero… ¿Qué significa eso?
–Significa que me siento oprimido, que estoy de su lado y que quiero ayudarle. Naturalmente, no quiero que mi padre se entere.
–No hay ninguna razón por la que deba llegar a saberlo. ¿Y cómo te propones ayudarme? – Joranum lanzó una rápida mirada a Namarti, quien estaba apoyado en su escritorio escuchándoles con los brazos cruzados y una expresión cada vez más sombría-. ¿Sabes algo sobre la psicohistoria?
–No, señor. Mi padre nunca me habla de eso…, y si lo hiciera no le entendería. Creo que no está llegando a ninguna parte.
–¿Estás seguro?
–Claro que estoy seguro. Un tipo que trabaja con mi padre… Yugo Amaryl, que también es dahlita, ha hablado de eso algunas veces. Estoy seguro de que no ha habido ninguna novedad importante.
–¡Ah! ¿Y crees que yo podría ver a Yugo Amaryl?
–No lo creo. No aprecia mucho a Demerzel, pero haría cualquier cosa por mi padre. Nunca le llevaría la contraria.
–¿Y tú? ¿Lo harías?
Raych puso cara de sentirse muy incómodo.
–Soy dahlita -dijo con voz malhumorada.
Joranum se aclaró la garganta.
–Entonces deja que te lo vuelva a preguntar… ¿Cómo te propones ayudarme, muchacho?
–Puedo contarle algo que quizá no crea.
–¿De veras? Ponme a prueba. Si no lo creo te lo diré.
–Es sobre Eto Demerzel, el Primer Ministro…
–¿Y bien?
Raych se removió nerviosamente y miró a su alrededor.
–Sólo Namarti y yo.
–De acuerdo. Entonces escúcheme con atención… Ese hombre, Demerzel… Bueno, en realidad no es un hombre. Es un robot.
–¿Qué? – estalló Joranum.
Raych tuvo la impresión de que debía explicarse.
–Un robot es un hombre mecánico, señor. No es humano, es una máquina.
Namarti se apresuró a intervenir.
–Jo-Jo, no creas ni una sola palabra. Es ridículo…
Joranum le hizo callar levantando una mano. Le ardían los ojos.
–¿Por qué has dicho eso?
–Mi padre estuvo en Mycogen hace tiempo, y me lo contó. En Mycogen hablan mucho de robots.
–Sí, ya lo sé. Por lo menos, eso es lo que he oído comentar.
–Los mycogenitas creen que hubo un tiempo en el que sus antepasados usaban los robots para muchas cosas, pero que fueron destruidos.
Namarti entrecerró los ojos.
–Pero, ¿qué te hace pensar que Demerzel es un robot? Por lo poco que he oído de esas fantasías, los robots son metálicos, ¿no?
–Así es -se apresuró a decir Raych-. Pero también he oído que unos cuantos eran idénticos a los seres humanos y que vivían eternamente…
Namarti negó violentamente con la cabeza.
–¡Leyendas! ¡Leyendas ridículas! Jo-Jo, ¿por qué estamos escuchando…?
Pero Joranum le interrumpió enseguida.
–No, G.D., quiero escuchar lo que tenga que decir. Yo también he oído hablar de esas leyendas.
–Son tonterías, Jo-Jo.
–No te precipites al decir que son «tonterías», y aun suponiendo que lo fueran, las personas viven y mueren por tonterías. Lo importante no es lo que existe, sino lo que la gente cree que existe. Bien, muchacho, dejando a un lado las leyendas… Supongamos que los robots existen. Entonces, ¿qué hay de particular en Demerzel que te impulse a afirmar que es un robot? ¿Te lo ha dicho él?
–No, señor -dijo Raych.
–¿Te lo ha dicho tu padre? – preguntó Joranum.
–No, señor. No me lo ha dicho nadie, pero estoy seguro de que es un robot.
–¿Por qué? ¿Qué te hace estar tan seguro?
–Es…, es algo extraño que hay en él. No cambia. No parece envejecer. No muestra emociones, es insensible. Hay algo en él que…, bueno parece como si estuviera hecho de metal.
Joranum se reclinó en su asiento y contempló a Raych durante unos momentos. Casi se podía oír el zumbido de sus pensamientos.
–Supongamos que es un robot, muchacho -dijo por fin-. ¿Por qué debería importarte? ¿En qué te afecta?
–Pues claro que me importa -dijo Raych-. Soy un ser humano. No quiero ver a un robot controlando el Imperio.
Joranum se volvió hacia Namarti y movió una mano en un gesto de aprobación entusiástica.
–¿Has oído eso, G.D.? «Soy un ser humano. No quiero ver a un robot controlando el Imperio…» Llévale a la holovisión y haz que lo repita. Haz que lo repita una y otra vez hasta que haya quedado grabado en el cerebro de todos los habitantes de Trantor…
–Eh -exclamó Raych, quien por fin había recuperado el aliento-. No puedo decir eso en la holovisión. No puedo permitir que mi padre descubra que…
–No, tranquilo -se apresuró a decir Joranum-. No podemos permitirlo. Nos limitaremos a citar las palabras. Ya encontraremos a otro dahlita… Usaremos a una persona de cada sector expresándose en su propio dialecto, pero el mensaje siempre será el mismo: «No quiero ver a un robot controlando el Imperio».
–¿Y qué ocurrirá cuando Demerzel demuestre que
no
es un robot? – preguntó Namarti.
–Oh, vamos -dijo Joranum-. ¿Cómo va a demostrarlo? Le resultará imposible… Es psicológicamente imposible. ¿Qué va a hacer? El gran Demerzel, el poder oculto tras el trono, el hombre que ha manipulado los hilos que controlan a Cleon I durante estos años, y los que controlaban a su padre antes de que él mismo subiera al trono… ¿Crees que bajará del pedestal y se dirigirá a los súbditos gimoteando que es un ser humano? Eso resultaría tan destructivo como el que fuese un robot. G.D., tenemos atrapado al enemigo en una situación en la que, inevitablemente, saldrá perdiendo, y todo se lo debemos a este joven maravilloso.
Raych se ruborizó.
–Te llamas Raych, ¿verdad? – dijo Joranum. En cuanto nuestro partido se lo pueda permitir, te demostraré que no olvidamos los favores. Dahl será bien tratado y tú disfrutarás de una buena posición con nosotros. Algún día serás el líder del sector de Dahl, Raych, y nunca lamentarás haber hecho esto. ¿Lo lamentas?
–No lo lamentaré mientras viva -dijo Raych con gran pasión.
–En ese caso, nos ocuparemos de que regreses con tu padre. Notifícale que no tenemos intención de crearle problemas, que le consideramos una persona muy valiosa. En cuanto a cómo lo descubriste, di lo que te parezca. Ah, y si averiguas algo más que pueda parecerte útil, algo sobre la psicohistoria en particular, háznoslo saber.
–Puede apostar por ello. Pero, ¿habla en serio cuando dice que se encargará de que Dahl sea tratado como merece?
–Desde luego que sí. Igualdad de sectores, muchacho, igualdad de mundos… Tendremos un nuevo Imperio del que habrán sido eliminadas las viejas lacras del privilegio y la desigualdad.
Y Raych asintió vigorosamente con la cabeza.
–Eso es lo que quiero -dijo.
Cleon, Emperador de la galaxia, pasó muy deprisa por debajo de la arcada que separaba sus aposentos privados en el Pequeño Palacio del sector de oficinas repleto de personal que vivía en los distintos anexos del Palacio Imperial, centro nervioso del Imperio.
Unos cuantos ayudantes personales del Emperador le seguían con la más profunda preocupación expresada en sus rostros. El Emperador no se movía para ver a nadie. Llamaba a quienes deseaba ver y esas personas acudían. Si el Emperador caminaba, nunca daba señales de apresuramiento o tensión emocional. ¿Cómo podía hacerlo? Era el Emperador y, por tanto, estaba más próximo a ser un símbolo de los mundos que un ser humano.
Sin embargo, ahora parecía humano. Apartaba a todo el mundo con un gesto impaciente de su mano derecha, y sostenía un holograma multicolor en la izquierda.
–El Primer Ministro… -dijo con una voz casi estrangulada y desposeída de todas las modulaciones cuidadosamente calculadas que había asumido junto con el trono-. ¿Dónde está?
Los altos funcionarios con los que se encontró vacilaron, emitieron balbuceos inarticulados y descubrieron que les resultaba imposible responder coherentemente. El Emperador los fue apartando con manotazos irritados e, indudablemente, consiguió que todos tuvieran la sensación de estar viviendo una pesadilla.
Al final, acabó por irrumpir en el despacho privado de Demerzel, jadeando ligeramente y gritando el nombre de su Primer Ministro.
–¡Demerzel!
Demerzel alzó la mirada con expresión levemente sorprendida en el rostro y se apresuró a levantarse, pues nadie permanecía sentado en presencia del Emperador si no contaba con su expreso permiso.
–¿Alteza? – murmuró.
Y el Emperador dejó caer el holograma sobre el escritorio de Demerzel con un golpe seco.
–¿Qué es esto? – preguntó-. ¿Quieres hacer el favor de explicármelo?
Demerzel contempló lo que el Emperador acababa de dejar delante de él. Era un holograma magnífico, preciso y lleno de vida. Casi se podía oír al niño -de unos diez años- pronunciando las palabras incluidas en el encabezamiento: «No quiero ver a un robot dirigiendo el Imperio».
–Alteza, yo también lo he recibido -dijo Demerzel en voz baja.
–¿Y quién más lo ha recibido?
–Tengo la impresión de que se trata de un panfleto que está siendo distribuido por todo Trantor, Alteza.
–Sí, ¿y ves a la persona a la que está mirando ese mocoso? – Cleon golpeó el holograma con un índice imperial- ¿No te parece que eres tú?
–La semejanza es asombrosa, Alteza.
–¿Me equivoco al suponer que el objetivo de este panfleto, como tú lo llamas, es acusarte de ser un robot?
–Parece que es lo que se pretende, Alteza.
–E interrúmpeme si me equivoco, pero ¿acaso los robots no son esos legendarios seres humanos de hojalata de los que están repletos las…, las noveluchas de misterio y los cuentos infantiles?
–Alteza, uno de los dogmas de los mycogenitas es que los robots…
–Los mycogenitas y sus dogmas no me interesan lo más mínimo. ¿Por qué te acusan de ser un robot?
–Seguro que se trata de una metáfora, Alteza. Quieren crear la imagen de que soy un hombre sin corazón, cuyas opiniones y actos no son más que los cálculos de una máquina desprovista de conciencia.
–Eso es demasiado sutil, Demerzel. No soy idiota. – El Emperador volvió a golpear el holograma con la punta de un dedo-. Quieren hacer creer a la gente que eres un robot.
–Si la gente quiere creerlo no podemos hacer gran cosa para impedirlo, Alteza.
–No podemos permitirlo. Va en detrimento de la dignidad de tu puesto. Peor aun, va en detrimento de mi propia dignidad… La implicación estriba en que he escogido como Primer Ministro a un hombre mecánico, y eso es algo que no se puede consentir. Veamos, Demerzel, ¿acaso no hay leyes que prohíben difamar a los funcionarios públicos del Imperio?
–Sí, las hay… y son bastante severas, Alteza. Su antigüedad se remonta a los tiempos de los grandes Códigos Legales de Aburamis.
–Y difamar al Emperador es un delito capital, ¿no?
–Sí, Alteza, es un delito castigado con la muerte.
–Bien, la difamación nos afecta a los dos…, el responsable de esto debería ser ejecutado de inmediato. Naturalmente, Joranum está detrás de todo, ¿no?
–Indudablemente, Alteza, pero demostrarlo podría resultar bastante difícil.
–¡Tonterías! ¡Tengo pruebas más que suficientes! Quiero una ejecución.
–Alteza, el problema radica en que las leyes sobre difamación casi nunca han sido utilizadas y, desde luego, no en este siglo.
–Ésa es la razón de que la sociedad se haya vuelto inestable y de que las mismísimas raíces del Imperio estén siendo atacadas. Las leyes están en los códigos, así que utilízalas.
–Alteza, os ruego que reflexionéis -dijo Demerzel-. Puede que no sea el curso de acción más prudente… Os haría quedar como un tirano y un déspota. El éxito de vuestro reinado se debe a la bondad y la…
–Sí, y mira en qué situación me ha colocado. Quizá haya llegado el momento de cambiar de estilo, quizá deban temerme en vez de amarme.
–Alteza, debo aconsejaros que no lo hagáis. Podría ser la chispa que provoque una rebelión.
–Entonces, ¿qué piensas hacer? ¿Presentarte ante el pueblo y decir «Miradme, no soy un robot»?
–No, Alteza, pues, como me habéis dicho, eso me colocaría en una posición indigna y, lo que es peor, afectaría gravemente a la dignidad de vuestra augusta persona.
–Bien, ¿entonces…?
–No estoy seguro, Alteza. Aún no he tomado ninguna decisión al respecto.
–¿Que aún no has tomado ninguna decisión…? Habla con Seldon.
–¿Alteza?
–¿Qué es lo que te parece tan incomprensible? ¡Habla con Seldon!
–¿Deseáis que le haga venir al palacio, Alteza?
–No, no hay tiempo suficiente. Supongo que podrás establecer una línea de comunicación protegida a prueba de interferencias, ¿no?
–Desde luego, Alteza.
–Pues hazlo. ¡Ahora!
Seldon era humano, así que no poseía el férreo autocontrol de Demerzel. La llamada a su despacho y el débil resplandor, casi imperceptible, del campo protector, bastaron para indicarle que estaba ocurriendo algo fuera de lo normal. Seldon ya había hablado por líneas protegidas anteriormente, pero nunca había utilizado un sistema de comunicación amparado por todos los recursos de la seguridad imperial.
Esperaba ver el rostro de algún funcionario gubernamental que se encargaría de prepararle para la aparición de Demerzel. Teniendo en cuenta la creciente agitación provocada por el panfleto en el que se le acusaba de ser un robot, era lo mínimo que podía esperarse. No esperaba nada más, y cuando la imagen del Emperador entró en su despacho (por así decirlo) envuelta en el suave resplandor del campo de protección, Seldon se quedó boquiabierto y se reclinó en su sillón mientras intentaba levantarse sin conseguirlo.
Cleon le indicó que siguiera en su sitio con un enérgico movimiento de mano.
–Supongo que está enterado de lo que ocurre, Seldon.
–¿Os referís al panfleto, Alteza?
–Exactamente. ¿Qué debemos hacer al respecto?
Seldon se puso en pie a pesar de que se le había dado permiso para permanecer sentado.