Los hombres de ciencia que atribuían la degeneración mental al aumento de rayos cósmicos afirmaban que si la raza hubiese descubierto la ciencia muchos siglos antes, cuando todavía no había llegado al período de mayor vitalidad, todo hubiera ido bien. Los problemas sociales que habían acompañado al advenimiento de la civilización industrial hubieran sido prontamente dominados. La sociedad hubiese sido una Utopía «medieval», aunque altamente mecanizada. Hasta hubiera sido posible evitar los efectos de los rayos cósmicos. Pero la ciencia había llegado demasiado tarde.
Bvalltu, por otra parte, sospechaba que la causa de aquella degeneración era algún factor inherente a la naturaleza humana. Estaba inclinado a creer que era una consecuencia de la civilización: al alterar el ambiente de la especie, aparentemente en su beneficio, la ciencia había originado un estado de cosas hostil al vigor espiritual. No pretendía saber si la causa del desastre era un aumento de la alimentación artificial, o la tensión nerviosa provocada por la vida moderna, o un obstáculo puesto a la selección natural, o la educación menos rigurosa de los niños. Quizá la influencia principal no era ninguna de éstas, relativamente recientes; pues había pruebas de que la decadencia se había iniciado en los principios mismos de la edad científica, si no antes. Era posible que algún misterioso factor nacido de las condiciones mismas de la Edad de Oro hubiese desencadenado el proceso. Hasta podía ocurrir, sugirió, que una comunidad genuina generara su propio veneno, que el joven educado en una sociedad perfecta, en una verdadera «ciudad de Dios», debiera rebelarse inevitablemente contra la pereza moral e intelectual, en nombre de un individualismo romántico y una pura destrucción; y que enraizado ya el mal, la ciencia y la civilización mecanizada hubieran acelerado la decadencia del espíritu.
Poco antes que yo dejara la Otra Tierra un geólogo descubrió el diagrama fosilizado de un aparato de radio muy complejo. Parecía ser una plancha litográfica de diez millones de años atrás. La avanzada sociedad que había producido esa pieza no había dejado ningún otro rastro. El descubrimiento sacudió al mundo inteligente; pero todos se consolaron pronto con el pensamiento de que una raza no humana y poco resistente había alcanzado hacía mucho tiempo un alto y breve grado de civilización. Se dijo que el hombre nunca hubiera podido caer desde una cima semejante.
De acuerdo con las opiniones de Bvalltu el hombre había llegado aproximadamente a la misma altura, una y otra vez, para retroceder luego a causa de alguna oculta consecuencia de su propia hazaña.
Cuando Bvalltu me expuso esta teoría, entre las ruinas de su ciudad natal, le sugerí que alguna vez, si no ésta, el hombre dejaría atrás con éxito el punto crítico de su carrera. Bvalltu me habló entonces de otro asunto, lo que parecía indicar que según él estábamos asistiendo al último acto de un largo y repetido drama.
Los hombres de ciencia sabían que debido a la escasa gravedad de aquel mundo, la atmósfera, ya enrarecida, estaba desapareciendo gradualmente. Tarde o temprano, la humanidad tendría que enfrentar el problema de detener esta fuga constante del precioso oxígeno. Hasta entonces la vida se había adaptado con éxito al progresivo enrarecimiento de la atmósfera, pero el cuerpo humano había alcanzado en este aspecto el límite de adaptabilidad. Si la pérdida no se detenía pronto, la raza declinaría inevitablemente. La única esperanza era que se descubriera algún modo de resolver el problema atmosférico antes de la próxima edad bárbara. La posibilidad de que así ocurriera había sido muy débil. Ahora la guerra había destruido esa posibilidad al atrasar un siglo el reloj de la investigación científica justo en el momento en que la naturaleza humana estaba en decadencia, y era posible que nunca pudiera abocarse a un problema tan difícil.
El pensamiento del desastre que esperaba casi con certeza a los Otros Hombres me hundió en un horror de dudas acerca del Universo donde podía ocurrir algo semejante. La idea de que todo un mundo de seres inteligentes pudiese desaparecer de pronto no era muy rara, pero hay una gran diferencia entre una posibilidad abstracta y un peligro concreto e inevitable.
En mi planeta, cuando veía el sufrimiento y la inutilidad de los individuos, me conformaba pensando que por lo menos el efecto de toda aquella lucha ciega debía ser el lento pero glorioso despertar del espíritu humano. Esta esperanza, esta certeza, habían sido nuestro más firme consuelo. Pero entendía ahora que nada garantiza esa victoria. Parecía que el Universo o el Hacedor del Universo eran indiferentes al destino de los mundos. Parecía que las luchas no acabarían nunca, y que debían aceptarse el sufrimiento y la pérdida; y alegremente, pues éste era el terreno mismo donde crecía el espíritu. Pero que toda lucha fuese final y absolutamente vana, que todo un mundo de espíritus sensibles fracasara y muriera, no podía ser sino una pura expresión del mal. En mi horror pensé que el Hacedor de Estrellas debía ser el Odio.
Bvalltu no pensaba lo mismo.
—Aunque las potencias nos destruyan —dijo—, ¿quiénes somos para condenarlas? Sería lo mismo que una palabra juzgara al hombre que la ha pronunciado. Quizá nos usen para sus propios y elevados fines, quizá usen nuestra fuerza y nuestra debilidad, nuestra alegría y nuestra pena, en algún tema excelente que nosotros no podemos concebir.
—¿Pero qué tema puede justificar tanta destrucción e inutilidad? —protesté—. ¿Y cómo podemos evitar nuestro juicio, y cómo podemos juzgar sino a la luz de nuestros propios corazones, como nos juzgamos a nosotros mismos? Sería una ruindad alabar al Hacedor de Estrellas sabiendo que es demasiado insensible para preocuparse por el destino de sus mundos.
El pensamiento de Bvalltu calló un momento. Luego el hombre alzó los ojos buscando entre las columnas de humo una estrella diurna. Y entonces me dijo:
—Si Él salvara todos los mundos, pero atormentara a un hombre, ¿merecería el perdón? ¿Y si fuera un poco duro sólo con un niño estúpido? ¿Qué puede importar nuestro dolor, o nuestro fracaso? ¡Hacedor de Estrellas! Un nombre, aunque no tengamos noción de su significado. Oh, Hacedor de Estrellas, debo alabarte aunque me destruyas. Aunque me tortures, mi bien amado. Aunque atormentes y consumas todos tus hermosos mundos, esas menudas obras de tu imaginación, aún así, te alabaré. Pues si así lo haces, así debe ser. Para mí puede estar mal, pero en ti
debe
estar bien.
Bvalltu bajó los ojos a la ciudad arruinada, y luego continuó:
—Y si al fin y al cabo no hay Hacedor de Estrellas, si la gran compañía de las galaxias hubiese nacido por sí misma, o aun si este pequeño mundo sórdido fuese el único habitáculo del espíritu entre las estrellas, y muriera para siempre, aún así, yo debo alabar. ¿Pero si no hay Hacedor de Estrellas, qué puede ser eso que alabo? No lo sé. Lo llamaría el gusto, el sabor de la existencia. Pero esto no significa mucho.
D
ebo de haber pasado varios años en la Otra Tierra, un período muy largo que no imaginé cuando encontré a aquel campesino. Muy a menudo anhelaba estar otra vez en mi casa. Acostumbraba preguntarme con una dolorosa ansiedad cómo estarían aquellos seres queridos, y con qué cambios me encontraría si lograba volver. Me sorprendía descubrir que a pesar de las innumerables nuevas experiencias que yo tenía en la Otra Tierra yo siguiese pensando en mi mundo de un modo tan insistente. Parecía que hacía un momento yo había estado sentado en la loma mirando las luces del suburbio. Sin embargo, habían pasado varios años. Si yo viera ahora a los niños, apenas podría reconocerlos. ¿Y la madre? ¿Cómo estaría?
Bvalltu era en parte responsable de mi larga estadía en la Otra Tierra. No quería oír hablar de mi partida hasta que los dos llegáramos a entender perfectamente el mundo del otro. Yo le estimulaba constantemente la imaginación describiéndole con toda claridad posible la vida en mi propio planeta, y él descubría en ese mundo la misma fusión de cosas maravillosas y ridículas que yo descubría en el suyo. En verdad, se resistía a admitir que su mundo fuera en su totalidad, el más grotesco.
Pero yo no me sentía atado a Bvalltu sólo por esta necesidad suya de información. Yo había llegado a sentir gran amistad por él. En los primeros días de nuestra relación había habido tensiones. Aunque los dos éramos seres humanos civilizados, que se esforzaban siempre por mostrarse corteses y generosos, nuestra extrema intimidad nos fatigaba a veces. A mí, por ejemplo, me cansaba a menudo su pasión por las bellas artes gustativas del planeta. Bvalltu se pasaba las horas pasando los dedos por unas cuerdas impregnadas para sentir las secuencias de sabores que eran para él de una forma y un simbolismo sutiles. Al principio me sentí intrigado, y luego llegué a emocionarme estéticamente; pero a pesar de su paciente ayuda nunca pude penetrar total y espontáneamente en la estética del gusto. Tarde o temprano yo me sentía fatigado o aburrido. Además, me impacientaba su periódica necesidad de dormir. Yo no tenía cuerpo y carecía de esas necesidades. Podía por supuesto salir de Bvalltu y pasearme solo por aquel mundo; pero me exasperaba a menudo tener que interrumpir interesantes experiencias sólo para que el cuerpo de mi huésped tuviera tiempo de recuperarse. A Bvalltu por su parte, por lo menos en los primeros días de nuestra amistad, no le agradaba nada que yo pudiera observar sus sueños. En la vigilia podía ocultarme sus pensamientos, pero dormido se encontraba desamparado. Naturalmente yo aprendí muy pronto a refrenar mis poderes, y él, por su parte, a medida que nuestra relación se transformaba en un respeto mutuo, dejó de dar tanto valor a su propia intimidad.
Con el tiempo empezamos a sentir que gustar separados el sabor de la vida era perder la mitad de su riqueza y su sutileza. Ninguno de los dos podía confiar en su propio juicio o sus propios motivos si el otro no estaba presente para ejercer una crítica constante aunque amistosa.
Ideamos entonces un plan que satisficiese a la vez nuestra amistad, su interés en mi mundo, y mi propia nostalgia. ¿Por qué no tratábamos de visitar juntos mi planeta? Yo había viajado desde allí; ¿por qué no podríamos viajar hacia allí? Luego de pasar un tiempo en la Tierra, podíamos intentar otro viaje mayor, juntos también.
Para esto teníamos que resolver dos diferentes tareas. La técnica del viaje interestelar, la que yo había conocido sólo por accidente y de un modo azaroso, debía ser totalmente dominada. Además, debíamos localizar mi sistema planetario en los mapas astronómicos de los Otros Hombres.
Este problema geográfico, o mejor cosmográfico, demostró ser insoluble. Yo nada podía decir de mi viaje que sirviera para orientarnos. El estudio del problema, sin embargo, nos llevó a un asombroso descubrimiento, para mí terrible. Yo había viajado no sólo por el espacio sino también por el tiempo. En primer lugar parecía que —según la avanzada astronomía de los Otros Hombres— las estrellas tan maduras como el Otro Sol y mi propio Sol eran raras. Sin embargo, para la astronomía terrestre este tipo de estrellas era el más común. Enseguida hice otro descubrimiento que me dejó perplejo. La Galaxia que conocían los Otros Astrónomos era sorprendentemente distinta de la galaxia que se conocía en la Tierra. De acuerdo con los Otros Hombres el gran sistema estelar era mucho más chato. Nuestros astrónomos nos dicen que es como un gran bizcocho circular cinco veces más ancho que grueso. Según ellos se parecía más a un buñuelo. A mí mismo me había sorprendido a veces la anchura y la vaguedad de la Vía Láctea en el cielo de la Otra Tierra. Me había sorprendido también que los Otros Astrónomos creyeran que había en la Galaxia mucha materia gaseosa aún no condensada en estrellas. Para nuestros astrónomos parecía ser casi totalmente estelar.
¿Yo entonces había viajado mucho más de lo que había creído y había entrado en otra galaxia más joven? Quizá en aquel período de oscuridad, cuando se habían desvanecido los rubíes, amatistas y diamantes del cielo yo había cruzado el espacio intergaláctico. Ésta me pareció al principio la única explicación, pero algunos hechos nos obligaron a descartarla en favor de otra aún más rara.
Comparando la astronomía de los Otros Hombres con mis recuerdos fragmentarios de nuestra propia astronomía advertí que el cosmos de Galaxias que ellos conocían no se parecía al que conocíamos nosotros. Para ellos la forma media de las galaxias era mucho más rotunda y mucho más gaseosa; en verdad mucho más primitiva.
Además, en el cielo de la Otra Tierra varias galaxias estaban tan juntas que a simple vista parecían borrones de luz. Y los astrónomos habían demostrado que algunos de esos llamados «universos» estaban mucho más cerca del «Universo» local que el más cercano de los conocidos en la Tierra.
De pronto entendimos la verdad y nos quedamos realmente perplejos. Todo apuntaba al hecho de que yo había remontado de algún modo el río del tiempo y había llegado al remoto pasado, cuando casi todas las estrellas eran aún jóvenes. La sorprendente cercanía de tantas galaxias en el Universo de los Otros Hombres podía explicarse de acuerdo con la teoría de «Universo en expansión». Yo sabía bien que esta dramática teoría era sólo una hipótesis, y muy poco satisfactoria, pero aquí había por lo menos un notable fragmento de prueba que sugería que en algún sentido la teoría tenía que ser cierta. En épocas tempranas las galaxias, por supuesto, debían de haber estado muy juntas. Era indiscutible que yo había sido transportado a un mundo que había alcanzado la etapa humana mucho antes que mi planeta natal hubiera sido arrancado de la matriz del Sol.
La plena comprensión de la enorme distancia temporal que me separaba de mi hogar me recordó un hecho, o por lo menos una probabilidad, que inexplicablemente yo había olvidado: yo debía de esta muerto. Sentí entonces la desesperada necesidad de estar otra vez en mi casa. Mi hogar me parecía, continuamente, algo tan vívido, tan próximo. Aunque nos separaban parsecs y eones, me parecía que mi casa estaba siempre al alcance de la mano. Sí, si yo pudiese
despertar
, me encontraría allí otra vez, en la cima de la loma. Pero no despertaba. A través de los ojos de Bvalltu yo estudiaba mapas de estrellas y páginas de rara escritura. Cuando él alzaba los ojos, yo veía ante nosotros la caricatura de un ser humano, con una cara de rana que era apenas una cara, y con un tórax de paloma, desnudo, y cubierto por unos vellones verdes. Unos calzones cortos de seda roja y unas medias verdes también de seda le cubrían las piernas huesudas. Esta criatura que para un terrestre era simplemente un monstruo, era considerada en la Otra Tierra una mujer joven y hermosa. Y yo mismo, mirándola a través de los benevolentes ojos de Bvalltu, la reconocía como realmente hermosa. Para una mente habituada a la Otra Tierra sus facciones revelaban inteligencia e ingenio. Indudablemente, si yo podía admirar a una mujer semejante, yo debía de haber cambiado.