Hacedor de estrellas (19 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Hacedor de estrellas
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No entendimos realmente el drama profundo de esta raza hasta que llegamos a apreciar el aspecto dual de una mente que era de naturaleza animal-vegetal. Brevemente, la mentalidad de los hombres-plantas expresaba la cambiante tensión de los dos aspectos de su propia naturaleza: el aspecto animal, activo, afirmativo, objetivamente inquisitivo, moralmente positivo, y el vegetal, pasivo, subjetivamente contemplativo y devotamente aquiescente. Por supuesto, la especie había logrado dominar este mundo gracias a la actividad animal y la inteligencia humana práctica. Pero en todas las épocas esta voluntad práctica había sido templada y enriquecida por una suerte de experiencia que es raro encontrar entre los hombres. Todos los días, a lo largo de las edades, estas criaturas habían rendido su febril naturaleza animal no sólo a ese sueño inconsciente o poblado de sueños que conocen los animales sino a una clase especial de conciencia que (reconocimos) pertenecía al mundo de las plantas. Extendiendo sus hojas, habían absorbido directamente el elixir esencial de la vida que los animales reciben sólo de modo indirecto con la carne de las presas. Así parecían mantener un inmediato contacto físico con el manantial de la vida cósmica. Y este estado, aunque físico, era también de algún modo espiritual, y tenía profunda influencia en la conducta de las criaturas. Si el lenguaje teológico fuese aceptable, podríamos denominar a esta experiencia un contacto espiritual con Dios. Durante las ocupaciones nocturnas iban de un lado a otro como individuos aislados, sin experimentar de un modo inmediato la fundamental unidad de la especie, pero por lo común el recuerdo de la vida diurna evitaba que cayeran en los peores excesos del individualismo.

Tardamos mucho en comprender que aquel peculiar estado diurno no era simplemente la unidad mental de un grupo, ya fuese una tribu o una raza. No era esa la condición de las unidades aéreas en la nube-pájaro, ni de los mundos mentales telepáticamente constituidos que desempeñaron un notable papel en la historia de la Galaxia como descubriríamos más tarde. El hombre-planta no conocía en su vida diurna las percepciones y pensamientos de sus semejantes, alcanzando así una conciencia más comprensiva y discriminatoria del ambiente y el cuerpo múltiple de la raza. Al contrario, ignoraba completamente toda condición objetiva salvo aquella corriente solar que le bañaba el extendido follaje. Y esta experiencia le permitía vivir en un éxtasis constante de cualidad casi sexual, un éxtasis donde sujeto y objeto parecían ser idénticos, un éxtasis de unión subjetiva con la oscura fuente de toda vida finita. En este estado el hombre-planta podía meditar en su activa vida nocturna, y entender, más claramente que durante la noche, la complejidad de sus propios impulsos. En su modo diurno no abría juicio moral alguno sobre sí mismo o los otros. Revisaba mentalmente todas las gamas de la conducta humana con una alegría desinteresada y contemplativa, como si esa conducta fuese simplemente un factor más en el Universo. Pero cuando llegaba otra vez la noche, con su activo modo nocturno, la serena comprensión de sí mismo y de los otros que había alcanzado en el día parecía arder en un fuego de censura y alabanza moral.

En la larga vida de esta raza había habido siempre una cierta tensión entre los dos impulsos básicos que animaban su naturaleza. El desarrollo cultural había sido más notable en las épocas en que ambos impulsos se habían manifestado vigorosamente sin que ninguno predominase sobre el otro. Pero, como en otros mundos, el desarrollo de la ciencia natural y la producción de energía mecánica, de origen solar, habían causado graves confusiones mentales. La fabricación de innumerables implementos de lujo o que sólo servían para hacer la vida más cómoda, la expansión de los ferrocarriles eléctricos por todo aquel mundo, el desarrollo de las radiocomunicaciones, el estudio de la astronomía y de la bioquímica mecanicista, las urgentes exigencias que llevaban a la guerra o a la revolución social, todas estas influencias fortalecían la mentalidad activa y debilitaban la contemplativa. El clímax apareció al descubrirse que era posible prescindir enteramente del sueño diurno. Los productores de la fotosíntesis artificial podían ser inyectados rápidamente en el cuerpo vivo todas las mañanas, de modo que el hombre-planta dedicaba así prácticamente todo el día al trabajo activo. Muy pronto se desenterraron las raíces de la gente y se las utilizó en las fábricas como materia prima. Su función natural había terminado.

No debo perder tiempo en describir la pesadilla que vivió entonces ese mundo. Al parecer, la fotosíntesis artificial aunque mantenía el vigor del cuerpo era incapaz de producir alguna vitamina esencial para el espíritu. La enfermedad del robotismo, una vida puramente mecánica, se extendió por toda la población. Sobrevino por supuesto una fiebre de actividad industrial. Los hombres-plantas daban vueltas al planeta en toda clase de vehículos de propulsión mecánica, se adornaban con los últimos productos sintéticos, utilizaban como energía el calor volcánico central, consumían ingenio en destruirse unos a otros, y se lanzaban febrilmente a otras mil actividades en busca de una beatitud que no alcanzaban nunca.

Luego de indecibles sufrimientos empezaron a entender que todo aquel modo de vida era ajeno a la naturaleza esencial de la especie, una naturaleza de planta. Conductores y profetas se atrevieron a condenar la mecanización y la cultura científica intelectual que dominaba entonces y se pronunciaron contra la fotosíntesis artificial. En ese tiempo casi todas las raíces de la raza habían sido destruidas; pero la ciencia biológica se volvió a la tarea de generar nuevas raíces para todos, a partir de los escasos ejemplares que habían quedado en el mundo. Poco a poco la población pudo volver a la fotosíntesis natural. La vida industrial se desvaneció como escarcha al sol. Al volver a la vieja alternativa de vida vegetal y animal, los hombres-plantas, enfermos y fatigados luego de la larga fiebre de industrialismo, encontraron en la serena experiencia diurna una abrumadora alegría. La miseria de la vida reciente intensificaba por contraste el éxtasis de la experiencia vegetal. La penetración intelectual que las mentes más brillantes habían adquirido en la práctica del análisis científico se combinó con la revivida cualidad de la vida vegetal y la experiencia alcanzó así una nueva lucidez. Durante un corto tiempo vivieron en un nivel de claridad espiritual que iba a ser un ejemplo y un tesoro para los futuros eones de la Galaxia.

Pero aun en la vida más espiritual hay tentaciones. La fiebre extravagante del industrialismo y el intelectualismo había envenenado de un modo tan sutil a los hombres-plantas que su rebelión contra esa fiebre los llevó demasiado lejos, haciéndolos caer en la trampa de una vida vegetal tan unilateral como antes lo había sido la vida animal. Poco a poco dedicaron menos energía y menos tiempo a tareas «animales», hasta que al fin no sólo pasaban los días como árboles sino también las noches, y la inteligencia animal, manual, exploradora y activa murió en ellos para siempre.

Durante un tiempo la raza vivió en un éxtasis cada vez más vago y confuso de unión pasiva con la fuente universal del ser. El antiguo y perfeccionado mecanismo biológico que preservaba en forma de solución los gases vitales del planeta siguió funcionando automáticamente sin necesidad de cuidados. Pero el industrialismo había hecho crecer demasiado la población del planeta, y las reservas de agua y gas cumplían trabajosamente sus funciones. Las sustancias circularon de un modo peligrosamente rápido. Con el tiempo las tensiones que debía soportar el mecanismo fueron excesivas. Aparecieron algunas fisuras y nadie las reparó. Poco a poco el agua y otras sustancias volátiles escaparon del planeta. Poco a poco se agotaron las reservas, se secaron las esponjosas raíces, y se marchitaron las hojas. Poco a poco los beatíficos habitantes de ese mundo, que ya habían perdido todo carácter humano, pasaron del éxtasis a la enfermedad, el desaliento, el aturdimiento y la muerte.

Pero, como explicaré más adelante, su influencia llegó a modificar de algún modo la vida de la Galaxia.

Las «humanidades vegetales», si puedo llamarlas así, demostraron ser algo bastante raro. Algunas habitaban mundos de una especie muy curiosa que no he mencionado hasta ahora. Como se sabe, un planeta pequeño cercano a su sol tiende a girar cada vez más despacio, a causa de la fuerza de atracción del astro. Sus días se hacen más y más largos, hasta que al fin el planeta presenta constantemente una misma cara a su luminaria. No pocos planetas de este tipo, a lo largo de toda la Galaxia, estaban habitados, y en algunos vivían «humanidades vegetales».

Todos estos mundos «no diurnos» eran poco hospitalarios, pues un hemisferio era siempre extraordinariamente caliente y el otro extraordinariamente helado. La cara iluminada alcanzaba a veces la temperatura del plomo fundido; en la cara oscura, sin embargo, no había sustancia que pudiera mantenerse en estado líquido, pues la temperatura era siempre inferior en uno o dos grados al cero absoluto. Entre los dos hemisferios había un estrecho cinturón, o una mera cinta, que podríamos llamar zona templada. Aquí el Sol inmenso e incendiario estaba siempre oculto en parte por el horizonte. A lo largo del lado más fresco de esta cinta, que no era alcanzada por los rayos criminales del Sol, y a la que llegaba la luz de la corona, y algún calor conducido por el suelo desde la parte soleada, la vida no era invariablemente imposible.

Antes de perder su rotación diurna estos mundos habitados habían llegado ya a un punto notablemente alto de su evolución biológica. A medida que se alargaba el día, la vida tenía que adaptarse necesariamente a las extremas temperaturas del día y la noche.

En los polos, de estos planetas, si no estaban demasiado inclinados hacia la elíptica, la temperatura era bastante constante, y se convertían pronto en ciudadelas desde donde las formas vivas se aventuraban a visitar regiones menos hospitalarias. Muchas especies lograron extenderse hasta cerca del ecuador con el simple método de enterrarse e «invernar» durante el día y la noche, saliendo sólo a la superficie al alba y al anochecer y lanzándose entonces a una furiosa actividad. Cuando los días tuvieron la duración de los viejos meses, algunas razas, que habían desarrollado rápidos medios de locomoción, corrían simplemente alrededor del planeta, siguiendo la puesta del sol y el amanecer. Era raro ver como las más ágiles de estas especies ecuatoriales corrían por las llanuras a la luz horizontal del Sol. Sus patas eran a menudo tan altas y delgadas como los mástiles de un navío. De cuando en cuando se desviaban extendiendo los largos cuellos para alcanzar a alguna escurridiza criatura o arrancar un bocado de hojas. Esa constante y rápida migración hubiese sido imposible en mundos menos ricos en energía solar.

Una inteligencia humana nunca hubiera podido desarrollarse en estos mundos sí no hubiera aparecido antes que los días y noches fuesen excesivamente largos, y las diferencias de temperatura excesivamente grandes. En los mundos donde los hombres-plantas y otras criaturas habían conocido la civilización y la ciencia antes que la rotación se hubiera retardado de modo notable, se hicieron grandes esfuerzos para adaptar la vida a la creciente inclemencia del ambiente. A veces la civilización se retiró a los polos, abandonando el resto del planeta. A veces se construyeron habitaciones subterráneas en otras regiones, y los habitantes salían a la superficie sólo en los crepúsculos para cultivar la tierra. A veces un sistema de ferrocarriles a lo largo de las paralelas de la latitud llevaba a una población migratoria de un centro agrícola a otro, siguiendo la luz crepuscular.

Al fin, sin embargo, cuando el movimiento de rotación cesó del todo, la civilización fijó sus raíces en la cinta estacionaria que dividía el día de la noche. Por este tiempo, si no antes, la atmósfera había desaparecido también. Como puede imaginarse, una raza condenada a luchar por su supervivencia en estas tan arduas circunstancias no podía mantener una vida mental muy rica y delicada.

VIII - De los exploradores

B
valltu y yo, junto con el grupo cada vez mayor de nuestros compañeros exploradores, visitamos muchos mundos de muchas clases raras. En algunos nos detuvimos sólo unas pocas semanas del tiempo local; en otros nos quedamos siglos, o saltamos de un punto a otro de la historia, guiados por nuestro interés. Como una nube de langostas descendíamos en el mundo que acabábamos de descubrir y cada uno elegía un huésped apropiado. Luego de un período de observación, largo o corto, nos alejábamos, para regresar otra vez, quizá, al mismo mundo en otra de sus edades, o para esparcirnos entre muchos mundos, muy apartados en el tiempo y en el espacio.

Esta extraña vida me transformó en un ser muy distinto de aquel inglés que en un cierto día de la historia humana había subido de noche a una colina. No sólo mi propia experiencia inmediata había superado los límites comunes, sino que también, a causa de una unión peculiarmente íntima con mis compañeros, yo mismo me había multiplicado, por así decir. Pues en cierto sentido yo era tanto Bvalltu y cualquiera de mis otros colegas como aquel inglés.

Este cambio, que nos afectó a todos, merece una cuidada descripción, no sólo por su interés intrínseco, sino porque nos sirvió para entender a muchos seres cósmicos cuya naturaleza, de otro modo, hubiese sido siempre para nosotros un misterio.

Nuestra nueva condición comunal era tan perfecta que las experiencias de cada uno eran accesibles a todos. Así, el nuevo yo, participaba con igual facilidad de las aventuras de aquel inglés que había sido como de las de Bvalltu y los otros. Y, por otra parte, yo tenía los recuerdos de una existencia anterior e independiente en todos los mundos nativos de las criaturas del grupo.

Algún lector de mente filosófica podría preguntarme aquí si los distintos individuos, cada uno con su experiencia, nos convertimos en un solo individuo con una única corriente de experiencia, o si continuamos siendo distintos individuos con experiencias numéricamente distintas pero similares. Mi respuesta sería que no lo sé. Pero puedo afirmar por lo menos que yo, el inglés, y similarmente cada uno de mis colegas, «despertamos» gradualmente hasta sentirnos en posesión de las experiencias de los otros, y asimismo con una inteligencia más lúcida. Si, como sujetos de experiencia, éramos muchos o uno solo, no lo sé tampoco. Pero sospecho que la pregunta es una de esas que no pueden contestarse correctamente porque en última instancia no tienen significado.

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