En planetas algo más grandes que la Tierra había a veces una especie casi humana muy diferente y bastante común. A causa de la mayor fuerza de gravedad, un animal de seis patas ocupaba allí el puesto del cuadrúpedo común terrestre. De él nacerían pequeños animales que cavaban sus madrigueras, rápidos y elegantes herbívoros, una especie de mamut a la que no le faltaban los colmillos, y algunos carniceros, todos de seis patas En estos mundos el hombre descendía comúnmente de una criatura parecida a la zarigüeya que en un momento empezó a usar el primero de sus tres pares de miembros en la construcción de nidos o para ayudarse a subir a algún sitio. Con el tiempo la parte delantera del cuerpo se hizo erecta, y el animal asumió gradualmente la forma de un cuadrúpedo con un torso humano en lugar de cuello. En verdad se transformó en un centauro, con cuatro patas y dos brazos. Era muy raro encontrarse en un mundo donde todas las comodidades y conveniencias de la civilización estaban adaptadas para servir a hombres de esta forma.
En uno de estos mundos, bastante más pequeño que los otros, el hombre no era un centauro, aunque contara al centauro entre sus remotos antecesores. En las etapas subhumanas de la evolución la presión del ambiente había ido metiendo unas en otras las partes horizontales del cuerpo del centauro, de modo que las patas delanteras y las traseras se habían juntado cada vez más hasta que al fin se transformaron en un único par vigoroso. Así el hombre y sus inmediatos antecesores eran bípedos con grandes traseros, que recordaban los polizones victorianos, y unas piernas en cuya estructura interna podía descubrirse aún el «centauro» original.
He de describir más detenidamente un mundo casi humano de una especie muy común, pues desempeña un importante papel en la historia de nuestra Galaxia. El hombre de estos mundos, aunque de muy distinta forma y fortuna, se había desarrollado en todos los casos a partir de un animal marino de cinco puntas, una especie de estrella de mar.
Esta criatura especializaría con el tiempo uno de los apéndices como órgano perceptivo, y los otros cuatro como órganos de locomoción. Más tarde desarrollaría unos pulmones, un complejo sistema digestivo, y un equilibrado sistema nervioso. Más tarde aún, el apéndice perceptivo produciría un cerebro, y los otros cuatro servirían para marchar y trepar. Las espinas suaves que cubrían el cuerpo de la estrella de mar ancestral se transformaban a veces en una especie de vello puntiagudo. Al fin aparecía un bípedo inteligente, erecto, equipado con ojos, narices, oídos, órganos del gusto, y a veces órganos de percepción eléctrica. Excepto el grotesco aspecto de las caras, y el hecho de que la boca estaba generalmente en el vientre, estas criaturas eran notablemente humanas. Sus cuerpos, comúnmente, estaban cubiertos con espinas suaves o un vello grueso, característicos ambos de estos planetas. No se conocían las ropas, salvo como protección en las regiones árticas. Los rostros, por supuesto, no eran nada humanos. La alta cabeza terminaba a veces en una corona de cinco ojos. Una abertura circular bajo los ojos servía a la vez para oler, comer y hablar.
La apariencia de estos «equinodermos humanos» no estaba de acuerdo con su naturaleza, pues aunque las caras eran inhumanas, las mentes —en su estructura básica— eran muy similares a las nuestras. Los sentidos eran también parecidos a los sentidos humanos, aunque en algunos mundos la sensibilidad al color era más variada que entre nosotros. Las razas dotadas de sentido eléctrico nos causaron algunas dificultades; pues para entender sus pensamientos tuvimos que aprender toda una nueva gama de cualidades sensoriales y un vasto sistema de raros símbolos. Los órganos eléctricos detectaban leves diferencias de carga eléctrica en relación con el propio cuerpo del sujeto. Originalmente se había empleado este sentido para revelar la presencia de enemigos equipados de órganos eléctricos de ataque. Pero en aquellos hombres su significado era principalmente social. Informaba acerca del estado emocional del prójimo. Además, tenían una función meteorológica.
Describiré con más detalles un ejemplo de estos mundos, que ilustra claramente el tipo, y representa a la vez interesantes peculiaridades.
La clave para la comprensión de esta raza es, me parece, su raro método de reproducción, esencialmente comunal. Todo individuo era capaz de producir un nuevo individuo, pero sólo en ciertas estaciones, y sólo mediante el estímulo de una especie de polen que emanaba de toda la tribu y flotaba en el aire. Los granos de este polen ultra microscópico no eran células germinativas, sino «genes», los factores elementales de la herencia. El polen comunal perfumaba en todas las épocas los lugares donde habitaba la tribu; pero cuando el grupo sentía alguna violenta emoción la nube de polen se hacía tan densa que llegaba a ser visible como una niebla. La concepción era probable sólo en esas raras ocasiones. Exhalado por los pulmones de todos los individuos, el polen era inhalado por aquéllos que estaban maduros para la fertilización. Se lo percibía como un perfume, rico y sutil, al que cada individuo había contribuido con su olor peculiar. Por medio de un curioso mecanismo psíquico y fisiológico el individuo en celo buscaba la estimulación del perfume de toda la tribu, o de la gran mayoría de sus miembros; y en verdad, si las nubes de polvo eran insuficientemente complejas, la concepción no se producía. La fertilización entre las tribus ocurría en tiempos de guerra, y en el incesante ir y venir de las gentes entre una tribu y otra.
En esta raza, pues, todo individuo podía tener hijos. Todos los niños por su parte tenían una madre individual, pero el padre era toda la tribu. La criatura que esperaba un hijo era considerada sagrada, y todos la atendían. Cuando el bebé «equinodermo» se separaba al fin del cuerpo de la madre, seguía siendo atendido por toda la comunidad con el resto de la población juvenil. En las sociedades civilizadas el cuidado de los niños estaba a cargo de enfermeras y maestros profesionales.
No me detendré a describir los importantes efectos fisiológicos de este método de reproducción. No se conocían allí las delicias y repugnancias que nos inspira el contacto con la carne del prójimo. Por otra parte, el siempre cambiante perfume tribal conmovía profundamente a los individuos. Me es imposible describir las curiosas variedades de amor romántico que todos los individuos sentían periódicamente por la tribu. Las frustraciones, las represiones, las perversiones de esta pasión eran a la vez la fuente de los momentos más eminentes y más sórdidos de la raza.
La paternidad común daba a la tribu una fuerza y unidad totalmente desconocidas en razas más individualistas. Las tribus primitivas eran grupos de unos pocos centenares o unos pocos miles de individuos, pero en los tiempos modernos este número creció notablemente. Siempre, sin embargo, si no se quería que el sentimiento de la lealtad tribal se convirtiera en algo enfermizo, tenía que basarse en el conocimiento personal de los distintos miembros. Aun en las tribus más numerosas, todas eran por lo menos «el amigo del amigo de un amigo». El teléfono, la radio, la televisión permitían que tribus tan grandes como nuestras ciudades menores conservaran entre sus miembros un cierto grado de relación personal.
Pero había siempre un punto máximo en el desarrollo normal de una tribu. Aun en las tribus más pequeñas y más inteligentes había una lucha constante entre la pasión natural del individuo por la tribu y su respeto por la individualidad, en sí mismo y en sus semejantes. Pero mientras que en las tribus pequeñas y en las más sanas de las tribus numerosas el respeto mutuo y el respeto de uno mismo mantenían el perfume y la frescura del espíritu tribal, en las tribus mayores e imperfectas la influencia hipnótica de la tribu misma llegaba a ahogar toda personalidad. Los miembros podían llegar a perder toda conciencia de sí mismos y sus semejantes como personas, y se convertían en órganos de la tribu, desprovistos de mente. De este modo la comunidad degeneraba en un rebaño animal, instintivo.
Estudiando la historia, las mentes más sutiles de la raza habían comprendido que la suprema tentación era la rendición de la individualidad a la tribu. Una y otra vez los profetas habían exhortado a los hombres pidiéndoles que fueran fieles a sí mismos, pero su prédica había sido casi totalmente vana. Las más grandes religiones de este mundo no eran religiones de amor sino religiones del yo. Mientras en nuestro mundo los hombres sueñan una utopía de amor universal, los «equinodermos» exaltaban el anhelo religioso de «ser uno mismo», sin capitular ante la tribu. Así como nosotros compensamos nuestro egoísmo inveterado venerando religiosamente la comunidad, así esta raza compensaba su inveterada inclinación al rebaño con una religiosa veneración del individuo.
En su forma más pura y más desarrollada, por supuesto, la religión del yo es casi idéntica a la religión del amor en su expresión más allá. Amar es querer la realización personal del bien amado, y descubrir, en la misma actividad de amar, un acrecentamiento del yo, incidental, pero vitalizador. Por otra parte, ser fiel a uno mismo, hasta la total potencialidad del yo, implica el acto de amar. Exige la disciplina del ser privado, en beneficio del ser mayor que abarca la comunidad entera y la realización del espíritu de la raza.
Pero la religión del yo era más efectiva entre los «equinodermos» que la religión del amor entre nosotros. El precepto «Ama a tu prójimo como a ti mismo» alimenta en nosotros muy a menudo la disposición a ver al prójimo como una mera imitación de uno mismo, y a odiarlo si demuestra ser diferente. El precepto de «Sé fiel a ti mismo» alimentaba en cambio la disposición de ser fiel a la estructura mental de la tribu.
La moderna civilización industrial hizo que muchas tribus traspasaran los límites más adecuados. Introdujo también «super-tribus» o «tribus de tribus», que correspondían a nuestras naciones y clases sociales. Como la unidad económica era la comunidad interior de la tribu, no el individuo, unas pocas y pequeñas tribus prósperas formaban la clase de los empleadores, y un gran grupo de tribus grandes y pobres la clase trabajadora. Las ideologías de las super-tribus ejercían un poder absoluto sobre todas las mentes individuales que estuvieran bajo su influencia.
En las regiones civilizadas las super-tribus y las tribus naturales, excesivamente desarrolladas, eran causa de una asombrosa tiranía de la mente. En relación con la tribu natural, por lo menos si ésta era pequeña y genuinamente civilizada, el individuo podía actuar con inteligencia e imaginación. Él y sus compañeros podían vivir en un grado de verdadera comunidad desconocido en la Tierra. Podía en realidad ser una criatura dotada de sentido crítico, que se respetaba a sí misma y respetaba a los demás. Pero en los asuntos relacionados con las super-tribus, ya fuesen nacionales o económicos, obraba de un modo muy distinto. Todas las ideas que llegaban a él con la sanción de la nación o la clase eran aceptadas sin juicio previo, y fervorosamente, tanto por él como por sus semejantes. Tan pronto como encontraba un símbolo o
slogan
de su super-tribu, dejaba de ser una personalidad humana y se convertía en una especie de animal descerebrado, capaz únicamente de reacciones estereotipadas. En los casos extremos la mente se le cerraba de un modo absoluto a cualquier influencia que se opusiera a las sugestiones de la super-tribu. Respondía entonces a la crítica con una furia ciega o simplemente hacía oídos sordos. Personas que en la comunidad íntima de su pequeña tribu natal eran capaces de simpatía y reconocimiento mutuos, se transformaban en respuesta a los símbolos tribales en recipientes de intolerancia y odio insensatos que dirigían contra las naciones o clases enemigas. En estas circunstancias llegaban a cualquier extremo de sacrificio personal en bien de la supuesta gloria de la super-tribu. Del mismo modo mostraban un ingenio notable cuando querían vengarse de algún enemigo que en una situación favorable podía ser tan bondadoso e inteligente como ellos mismos.
En la época de nuestra visita a este mundo parecía que las pasiones multitudinarias destruirían la civilización de un modo irrevocable y total. La reciente manía de super-tribalismo influía cada vez más en la conducción de los asuntos del mundo; una conducción nada inteligente en verdad, sino coaccionada en una esfera relativamente emocional por
slogans
que carecían casi de significado.
No me demoraré en describir cómo luego de un período de caos, un nuevo modo de vida comenzó a extenderse al fin por este perturbado mundo. Esto no ocurrió hasta que las fuerzas económicas de la industria mecanizada desintegraron a las super-tribus, atacadas también por sus propios conflictos. Entonces la mente individual fue otra vez libre. Las perspectivas de la raza cambiaron totalmente.
Fue en este mundo donde experimentamos por primera vez la dolorosa pérdida del contacto con los nativos, justo en el momento en que habiendo establecido algo similar a una utopía social en el planeta, empezaron a sentirse los primeros movimientos dolorosos del espíritu que iba a adelantarse a un plano mental fuera de nuestro alcance, o por lo menos más allá de nuestra comprensión de ese entonces.
De los otros mundos «equinodermos» de nuestra Galaxia, uno, más prometedor que lo común, llegó muy pronto a una fase brillante, pero fue destruido por una colisión astronómica. Todo el Sistema Solar se sumergió en una densa nebulosa. Los planetas se fundieron. En muchos otros mundos de este tipo asistimos al fracaso definitivo de la lucha por una mentalidad más despierta. El espíritu de venganza y los supersticiosos cultos del rebaño destruyeron las mejores inteligencias de la raza, y durmieron al resto con costumbres y principios tan dañinos que las fuentes vitales de la sensibilidad y la adaptabilidad de las que depende todo progreso fueron ahogadas para siempre.
Muchos miles de otros mundos casi humanos, además de aquéllos del tipo «equinodermo» llegaron a un fin prematuro. Uno, que sucumbió a un curioso desastre, merece quizá una breve noticia. Aquí encontramos una raza de una especie muy humana. Cuando su civilización alcanzó una etapa y un carácter muy similar a los nuestros, etapa en que los ideales de las masas carecen de la guía de una estimada tradición, y en la que la ciencia natural vive esclava de la industria individualista, los biólogos descubrieron la técnica de la inseminación artificial. Ocurría que en esa época estaba muy extendido el culto del irracionalismo, del instinto, de la rudeza, y del «divino salvaje» primitivo. Esta figura era particularmente admirada cuando combinaba la brutalidad con el poder de dominar las multitudes. Muchos países vivían bajo tiranías de este tipo, y en los llamados estados democráticos el gusto popular favorecía las mismas características.