—¿Cómo está él? —preguntó Corcoran.
Con algunas lesiones, pero en general bien. Según lo que informan, han muerto todos, a excepción de Steiner, su segundo y el irlandés. En total, catorce muertos.
—Pero ¿cómo demonios se las arreglaron para escapar? Me gustaría averiguarlo.
—Bueno, se abrieron paso a la sacristía para eludir el fuego de Garvey y los hombres que estaban en los ventanales. Mi teoría es que Pamela y la joven Prior, cuando salieron por el túnel que conduce al presbiterio, tenían tanta prisa que olvidaron cerrar bien la puerta secreta.
—Me han dicho que la joven Prior estaba bastante enamorada de ese degenerado Devlin. ¿No cree que les puede haber ayudado?
—No lo creo. Pamela dice que la joven se sentía muy amargada con todo el asunto.
—Supongamos que es así —dijo Corcoran—. ¿Y nuestras bajas?
Kane revisó la segunda lista.
—Veintiún muertos, incluyendo a Shafto y al capitán Mallory, y ocho heridos —sacudió la cabeza—. Eran cuarenta en total. Se armará un verdadero lío cuando se sepa.
—Si es que se sabe.
—¿Qué me quiere decir?
—Londres ya me indicó que quieren echar tierra sobre todo el asunto. Por una parte, no quieren alarmar al pueblo. Imagínese: paracaidistas alemanes se dejan caer sobre Inglaterra para secuestrar al primer ministro. Y casi consiguen sus propósitos. ¿Y qué le parece ese Cuerpo Británico Libre? Ingleses en las SS. ¿Se imagina qué impresión causaría si se publicara todo eso en los periódicos? —Se estremeció—. Yo le habría ahorcado personalmente a ese condenado.
—Le comprendo perfectamente.
—Considere el problema desde el punto de vista del Pentágono.
Una unidad de elite, la elite de la elite de las fuerzas norteamericanas, se enfrenta con un puñado de paracaidistas alemanes y tiene un setenta por ciento de bajas.
—No lo sé —dijo Kane y sacudió la cabeza—, pero esto supone que una gran cantidad de gente se quede callada.
—Estamos en guerra, Kane —dijo Corcoran—, y en tiempos de guerra se puede obligar a la gente a que haga lo que se le dice; es así de simple.
Se abrió la puerta y asomó el joven cabo.
—Londres al teléfono otra vez, coronel.
Corcoran salió de prisa y Kane le siguió. Encendió un cigarrillo.
Salió por la puerta principal con el cigarrillo en la mano y caminó hacia la escalera que conducía a los senderos del jardín. Llovía con fuerza y estaba muy oscuro, pero olía a niebla. Caminó a través de la terraza. ¿Tendría razón Corcoran? Podía ser. Un mundo en guerra es lo bastante loco como para que cualquier cosa resulte posible.
Bajó los escalones. De repente un brazo se aferró a su garganta y una rodilla en la espalda. Pudo distinguir el brillo de un cuchillo.
—Identifíquese —dijo una voz.
—Mayor Kane.
Una linterna le recorrió de arriba abajo.
—Lo siento, señor. Cabo Bleeker.
—Debiera estar en cama, Bleeker. ¿Cómo va ese ojo?
Me pusieron cinco puntos, mayor; no es nada serio. Me voy, señor, con su permiso.
Desapareció y Kane se quedó mirando la oscuridad.
—Jamás —dijo en voz baja—, hasta el último de mis días lograré comprender a los seres humanos.
En el mar del Norte, tal como lo indicaba el informe del tiempo, suele haber vientos de tres a cuatro nudos, chubascos intermitentes, y niebla persistente hasta la mañana. La cañonera había avanzado a buena marcha y a las ocho había atravesado el área minada y había entrado en la vía de navegación próxima a la costa.
Muller iba al timón y Koenig terminaba de examinar otra vez los planos y mapas en que había trazado cuidadosamente el último tramo a navegar.
—Diez millas al este del cabo Blakeney, Erich.
Muller asintió y aguzó la vista, intentando atravesar la niebla.
—La niebla no nos ayuda nada.
—Oh, no lo sé —dijo Koenig—. Quizá la agradezcas antes de terminar.
Se abrió la puerta de la cabina de mando y entró Teusen, el telegrafista.
Mensaje de Landsvoort,
herr Leutnant
.
Le pasó una hoja de papel, Koenig la tomó y la leyó a la luz de la lámpara de la mesa. Miró largamente el mensaje y después lo apretó en la mano, lo redujo a una bola y lo tiró.
—¿Qué decía? —preguntó Muller.
—El Águila ha fracasado. Lo demás, sólo palabras.
Se produjo una pausa breve. La lluvia golpeaba las ventanas.
—¿Y nuestras órdenes? —dijo Muller.
—Continuamos con el plan —dijo Koenig y movió la cabeza—.
Piénselo. El coronel Steiner, Ritter Neumann…; todos esos hombres magníficos…
Estuvo a punto de llorar, por primera vez desde la infancia.
Abrió la puerta y clavó la mirada en la oscuridad. La lluvia le golpeaba el rostro. Muller le dijo, cuidadoso:
—Ciertamente, siempre es posible que algunos de ellos lo consigan. Uno o dos, quizá. ¿Sabe cómo funcionan estas cosas?
Koenig cerró la puerta con violencia.
—¿Me quieres decir que deseas acercarte de todos modos?
Muller no se molestó en contestar y Koenig se volvió hacia Teusen.
—¿Y tú también?
—Hemos trabajado juntos durante mucho tiempo,
herr Leutnant
. Hasta ahora nunca le he preguntado a dónde íbamos.
Koenig acusó el impacto, se emocionó. Palmoteó en los hombros a su segundo.
—De acuerdo, enviaremos este mensaje entonces.
La salud de Radl se había deteriorado rápidamente durante la tarde. Pero se había negado a quedarse en cama a pesar de los ruegos de Witt. Desde el último mensaje de Joanna Grey, había insistido en quedarse en la sala de radio, recostado en un viejo sillón que Witt le trajo mientras el operador intentaba ponerse en contacto con Koenig. El dolor del pecho no sólo empeoraba de minuto en minuto, sino que se le estaba extendiendo al brazo izquierdo. No era un ignorante. Sabía perfectamente lo que eso significaba. Y no le importaba. En ese momento ya nada le importaba.
A las 7.55 el operador se incorporó con una sonrisa de triunfo.
—Contacto, señor. Mensaje recibido y comprendido.
—Gracias a Dios —dijo Radl.
Se inclinó para abrir su cajetilla de cigarrillos, pero de súbito los dedos se le tensaron; Witt tuvo que ayudarle.
—Sólo queda uno, señor —le dijo y sacó el cigarrillo ruso y se lo puso en la boca a Radl.
El operador escribía febrilmente en un papel. Rompió la hoja y se volvió.
—La respuesta, señor.
Radl se sentía extrañamente mareado; no veía bien.
—Léala, Witt —dijo.
«Visitaremos el nido de todas maneras. Algunos aguiluchos pueden necesitar ayuda. Buena suerte.»
—Witt parecía desconcertado y agregó—: ¿Por qué dijo eso último, señor?
—Porque es un joven muy inteligente y sospecha que voy a necesitar tanta suerte como él —sacudió la cabeza lentamente—.
¿Qué hemos hecho con estos muchachos? Atreverse a tanto, sacrificarlo todo, ¿y para qué?
—Por favor, señor —dijo Witt, que parecía muy preocupado.
—Igual que este último de mis cigarrillos rusos —sonrió Radl—, todo lo bueno termina tarde o temprano, amigo mío.
Se volvió hacia el operador y se acercó para hacer lo que debía haber hecho por lo menos dos horas antes.
—Ahora me puede poner con Berlín.
En el límite este de la granja Prior había una casa vieja y arruinada que quedaba detrás de un bosque en el lado opuesto de la carretera principal a Hobs End. Sirvió para ocultar el Morris.
Eran las 7.15. Devlin y Steiner dejaron a Ritter al cuidado de Molly y bajaron a través del bosque para realizar un cauto reconocimiento del terreno. Llegaron justo a tiempo para ver a Garvey y a sus hombres que subían por la carretera del dique en dirección a la casa del guarda. Retrocedieron por el bosque y se agazaparon junto a una pared para estudiar la situación.
—Las cosas no están nada bien —comentó Devlin.
—No hace falta que vuelva a la casa. Puede atravesar directamente el pantano y llegar a tiempo a esa playa —le dijo Steiner.
—¿Para qué? —suspiró Devlin—. Tengo que hacerle una terrible confesión, coronel. Salí con tanta prisa que me olvidé la radio al fondo de una maleta llena de trastos que tengo colgada detrás de la puerta de la cocina.
—Amigo mío, es usted realmente único —se rió Steiner—. Dios tiene que haber roto el molde después de hacerle a usted.
—Lo sé —dijo Devlin—. Y es un verdadero lío vivir así; pero, volviendo al presente, es verdad que no puedo llamar a Koenig si no lo hago con ese aparato.
—¿No cree que él vendrá de todos modos aunque no le llamemos?
—Ése era el plan. A cualquier hora entre las nueve y las diez. Y otra cosa. Joanna Grey, le haya sucedido lo que sea, debe de haber enviado un último mensaje a Landsvoort. Y si Radl se ha comunicado con Koenig, lo más probable es que esos muchachos ya hayan iniciado el regreso.
—No —dijo Steiner—, creo que no. Koenig vendrá. Vendrá aunque no reciba ninguna señal nuestra.
—¿Y por qué?
—Porque me dijo que lo haría —afirmó Steiner—. Así que no necesita usted su aparato de radio. Si los rangers patrullan la zona, no se internarán en las playas porque están esos carteles que indican que están minadas. Si se da prisa, podrá internarse por el estuario unos quinientos metros: la marea estará baja todavía.
—¿Con Ritter en esas condiciones?
—Sólo necesita un bastón y un hombro en que apoyarse. Una vez, en Rusia, caminó ciento treinta kilómetros en tres días, a través de la nieve, con una bala en el pie derecho. Un hombre que sabe que va a morir si se queda donde está, sabe concentrarse maravillosamente y se las arregla muy bien para moverse a otra parte. Incluso es posible que le ahorre bastante tiempo. Trate de reunirse con Koenig apenas se acerque a la playa.
—Usted no va a venir con nosotros.
No era una pregunta; era la afirmación de un hecho inexorable.
—Creo que sabe a dónde tengo que ir, amigo mío.
—Siempre he pensado que hay que dejar que cada hombre se vaya al infierno como quiera —suspiró Devlin—, pero en este caso estoy dispuesto a hacer una excepción. No conseguirá ni siquiera acercarse. Tiene más guardias alrededor suyo que moscas en un pote de mermelada en un día de verano.
—Lo tengo que intentar a pesar de todo.
—¿Cree que eso servirá para que su padre salga de la prisión?
No se engañe usted. Y tiene que enfrentarse con el hecho. Nada de lo que usted haga le puede ayudar si ese lamentable viejo de la Prinz Albrechtstrasse decide lo contrario.
—Sí, es muy posible que tenga razón. Creo que he sido consciente de eso todo el tiempo.
—¿Entonces por qué?
—Porque me resulta imposible actuar de otro modo.
—No lo entiendo.
—Creo que sí lo entiende. Es el mismo juego que juega usted.
Trompetas al viento, el tricolor flameando en la mañana gris. Arriba la República. Recuerde la Pascua de 1916. Pero dígame una cosa, amigo mío. En última instancia, ¿quién controla a quién? ¿El juego le controla a usted o es usted quien lo controla a él? ¿Lo puede detener o siempre va a continuar igual? ¿Impermeables y ametralladoras, mi vida por Irlanda, etcétera, hasta el día que quede tirado a un costado del camino con una bala en la espalda?
—Dios sabe que lo ignoro —dijo Devlin, con la voz alterada.
—Pero yo sí que lo sé, amigo mío. Y ahora me parece que debo reunirme con los demás. No diga nada, por supuesto, sobre mis proyectos. Ritter puede poner dificultades.
—De acuerdo —dijo Devlin, a regañadientes.
Volvieron a través de la noche hasta la pequeña casa en ruinas y encontraron a Molly vendando otra vez a Ritter.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Steiner a Neumann.
—Bien —contestó Ritter, pero Steiner le puso la mano en la frente y se la halló empapada de sudor.
Molly se reunió con Devlin en el ángulo formado por las dos paredes, donde se había refugiado el irlandés para protegerse de la lluvia y poder fumar un cigarrillo.
—No está bien —le dijo a Devlin—. Necesita un doctor, me parece.
—Igual podríamos buscar un empresario —comentó Devlin—.
Pero no te preocupes por él. Lo que me preocupa ahora eres tú.
Puedes tener serios problemas por lo que has hecho esta tarde.
Molly parecía extrañamente indiferente.
—Nadie me vio acompañarlos fuera de la iglesia, nadie puede probar que lo hice. Todo lo que pueden suponer es que me pasé la tarde junto al fuego llorando por haber descubierto la verdad sobre mi amante.
—Por Dios, Molly.
—Pobre tonta, pequeña puta, eso es lo que dirán. Se quemó las manos y eso le servirá por lo menos para que aprenda a no confiar en los extraños.
—No te he dado las gracias —le dijo Devlin, torpemente.
Era una joven sencilla en muchos sentidos, contenta de ser así, y sin embargo en ese momento, más que nunca, deseaba ser capaz de expresarse con absoluta precisión.
—Te amo. Eso no significa que entienda lo que haces ni que me guste. Es algo distinto. El amor es un asunto aparte. Se oculta en un compartimiento aislado. Por eso te saqué esta noche de la iglesia. No porque estuviera bien o mal hacerlo, sino porque no habría podido seguir viviendo si te dejaba morir allí sin hacer nada por evitarlo.
Se soltó de Devlin.
—Iré a ver cómo está el teniente.
Volvió al coche y Devlin tragó saliva. ¿No era extraño? El discurso más admirable que había oído nunca. Una joven para cuidar y amar toda la vida. Y allí estaba él, casi a punto de llorar por la trágica pérdida y desperdicio de todo.
A las 8.20, Devlin y Steiner volvieron a deslizarse entre los árboles. La casa de Hobs End estaba oscura en medio de los pantanos, pero en la carretera principal se oían voces que hablaban bajo y se veía la sombra de un vehículo.
—Acerquémonos —susurró Steiner.
Se arrimaron al muro que separaba el bosque de la carretera y se asomaron por encima. Llovía con fuerza. Había dos jeeps, uno a cada lado de la carretera; varios rangers habían buscado refugio bajo los árboles. Brilló un fósforo en las manos de Garvey y el rostro se le iluminó un segundo.
Steiner y Devlin se retiraron.
—El negro grande —dijo Steiner—. El sargento que iba con Kane. Está esperando que se presente usted.
—¿Y por qué no estarán en la casa?
Es probable que allí haya dejado otros hombres. De ese modo tiene también cubierta la carretera.