Hans von Dohnanyi, que había trabajado para la Abwehr, había sido arrestado en abril acusado de traición contra el Estado.
Canaris estaba ahora más pálido que nunca, pisando un terreno muy peligroso. Dijo:
—Mi Führer, no tenía la menor intención de…
Hitler le ignoró y se volvió a Himmler.
—¿Y qué piensa usted,
herr Reichsführer
?
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, mi Führer —contestó
Himmler—. Totalmente; pero, en realidad, hablo con ciertos prejuicios. Skorzeny, al fin y al cabo, es oficial de las SS. Por otra parte, creía que el asunto del Gran Sasso era precisamente uno de aquellos que podían encargarse a los
brandenburgers
.
Se refería a la división Brandenburg, unidad excepcional, formada a principios de la guerra y cuya finalidad era realizar misiones especiales. Sus actividades las controlaba, por lo menos en teoría, la segunda sección de la Abwehr, especializada en sabotaje.
A pesar de los esfuerzos de Canaris, esta unidad se había utilizado sobre todo en operaciones tipo guerrilla, detrás de las líneas rusas, y sus resultados no habían sido espectaculares.
—Exactamente —dijo Hitler—. ¿Qué han hecho sus preciosos
brandenburgers
? Nada que justifique un segundo de conversación.
Poco a poco se empezaba a enfurecer otra vez y, tal como le sucedía siempre en esas ocasiones, su capacidad de recorda alcanzaba niveles insólitos.
—Cuando se organizó esta unidad se llamaba Compañía de
Servicios Especiales, recuerdo haber oído a Von Hippel, su primer comandante, que después de haberles entrenado serían capaces de sacar al mismo diablo del infierno. Lo cual me parece harto irónico,
herr admiral
, pues por lo que puedo recordar no han sido precisamente ellos los que me han traído al Duce. Eso he tenido que solucionarlo yo mismo.
La voz iba
in crescendo
, los ojos lanzaban chispas de fuego, el rostro estaba empapado de sudor.
—¡Nada! —gritó—. No me han traído nada y, sin embargo, con hombres como ésos, con el equipamiento que tienen, deberían ser capaces de sacar a Churchill de Inglaterra.
Se produjo un silencio total. Hitler les miraba ahora uno por uno.
—¿No es así?
Mussolini parecía angustiado, Goebbels asentía ansiosamente.
Por su parte, Himmler agregó combustible a las llamas. Dijo, tranquilamente:
—¿Y por qué no, mi Führer? Después de todo, cualquier cosa es posible, aunque parezca milagrosa. Usted lo ha demostrado con el rescate del Duce.
—Exacto.
Hitler había recuperado la calma.
—¿No es una extraordinaria oportunidad para demostrar lo que es capaz de conseguir la Abwehr,
herr admiral
?
Canaris estaba atónito; no daba crédito a sus oídos.
—Mi Führer, ¿debo entender que…?
—Un comando inglés atacó el cuartel general de Rommel en África —dijo Hitler—, y otras unidades han atacado la costa francesa en varias oportunidades. ¿Debo creer que los alemanes no son capaces de hacer lo mismo?
Palmeó amistosamente a Canaris en los hombros y le sugirió:
—Estúdielo,
herr admiral
. Empiece a hacerlo. Estoy seguro de que conseguirá usted algo. ¿Está de acuerdo,
herr Reichsführer
?
—Desde luego —dijo Himmler sin vacilar—. Se puede hacer, cuando menos, un estudio de la viabilidad de la operación… La Abwehr podrá hacerlo, ¿verdad?
Sonrió ligeramente a Canaris, que se mantenía erguido, asombrado. El almirante se humedeció los labios y dijo con voz ronca:
—A sus órdenes, mi Führer.
Hitler le pasó el brazo por los hombros.
—Bien. Sabía que podía confiar en usted.
Extendió los brazos, como si fuera a empujarlos a todos y se inclinó sobre el mapa.
—Y ahora, caballeros, consideremos la situación en Italia.
Canaris y Himmler regresaban esa noche a Berlín. Partieron de Rastenburg al mismo tiempo pero en vehículos distintos, para recorrer los catorce kilómetros hasta el aeropuerto. Canaris llegó quince minutos tarde y cuando finalmente subió al Dornier no estaba exactamente de buen humor. Himmler ya estaba instalado en su asiento y Canaris vaciló un instante antes de unírsele.
—¿Problemas? —preguntó Himmler mientras el aparato iniciaba la marcha por la pista y se volvía contra el viento.
—Estoy agotado —dijo Canaris, reclinándose en el asiento—.
Muchas gracias, por cierto. Fue usted de gran ayuda allá dentro.
—Me alegra poder ayudarle.
Ya estaban en el aire; el ruido del motor aumentaba a medida que se elevaba el aparato.
—Dios mío, realmente estaba en forma esta noche —dijo Canaris—. Traer a Churchill. ¿Ha oído alguna vez una idea más loca?
—Desde que Skorzeny sacó al Duce del Gran Sasso, el mundo ya no será el mismo. El Führer cree ahora en los milagros, y eso hará que la vida sea cada vez más difícil para nosotros dos,
herr admiral
.
—Mussolini fue una cosa —dijo Canaris—. Sin intentar minimizar en absoluto la magnífica hazaña de Skorzeny, me parece que Winston Churchill sería algo muy distinto.
—Oh, no lo sé. Siempre escucho los boletines de noticias que emite el enemigo, igual que usted. Está en Londres un día y en Manchester o Leeds al día siguiente. Camina por las calles con ese estúpido cigarro en la boca, conversando con la gente. Yo diría que entre los grandes líderes mundiales es el que goza de menor protección.
—Si usted se cree eso, entonces puede creer cualquier cosa —le dijo Canaris, cortante—. Los ingleses pueden ser lo que usted quiera, pero no son tontos. Sus servicios de inteligencia emplean jóvenes muy educados, que han asistido a Oxford o a Cambridge, pero que te clavarían un balazo en el vientre apenas te vieran. Y, sin ir más lejos, piense en el viejo. Es muy probable que lleve una pistola en el bolsillo del abrigo y le apuesto a que sigue siendo un excelente tirador.
Un ordenanza les sirvió café. Himmler dijo:
—¿Así que no piensa estudiar este asunto?
Usted sabe tan bien como yo lo que sucederá. Hoy es miércoles.
El viernes ya habrá olvidado toda esa locura.
Himmler asintió lentamente mientras bebía su café.
—Sí, supongo que tiene razón.
Canaris se puso de pie.
—Si no le importa, voy a dormir un rato.
Se sentó aparte, se cubrió con una manta, y se acomodó lo mejor que pudo para las tres horas de viaje que tenían por delante.
Himmler le observaba desde el otro lado del avión, con los ojos fríos, inmóviles. Su rostro era una máscara sin expresión. Podría haber sido un cadáver a no ser por el músculo que se le retorcía continuamente en la mejilla derecha.
Canaris llegó al atardecer a su despacho de la Abwehr, en el 74-76 de la Tirpitz Ufer. El chófer que le fue a buscar a Templehof le había traído sus dos perros favoritos. Canaris bajó del coche y ambos se le pegaron a los talones apenas empezó a caminar velozmente hacia el edificio.
Subió directamente al despacho. Se desabotonó el impermeable naval mientras avanzaba por el pasillo y lo entregó al ordenanza que le abrió la puerta.
—Café —pidió el almirante—. Mucho café.
El ordenanza empezaba a marcharse y Canaris le llamó:
—¿Sabe usted si está el coronel Radl?
—Creo que durmió anoche en su despacho,
herr admiral
.
—Bien. Dígale que quiero verle.
Se cerró la puerta y Canaris se quedó solo. Se sintió súbitamente agotado; se dejó caer en la silla del escritorio. El gusto personal de Canaris era sobrio. El despacho era pasado de moda y con escaso mobiliario; en el suelo había una alfombra ajada. En la pared, un retrato de Franco con una dedicatoria. Sobre el escritorio tenía un pisapapeles de mármol; la figura de tres monos que ni veían ni oían ni hablaban. Ni hacían mal a nadie.
—Ése soy yo —dijo en voz baja y golpeó con la mano, suavemente, el pisapapeles.
Respiró hondo para recuperar ánimos: sabía que estaba caminando por el mismísimo filo de la navaja en este mundo enloquecido. Había cosas que sospechaba, pero que no debía saber.
Un intento de hacer estallar en vuelo el avión de Hitler en viaje desde Smolensko a Rastenburg; habían sido dos oficiales de alta graduación. Y la constante amenaza de lo que podría suceder si Von Dohnanyi y sus amigos cedían finalmente a las torturas y hablaban.
El ordenanza reapareció con una bandeja con café, dos tazas y un pequeño pote de crema, una verdadera rareza en esos tiempos, en Berlín.
—Déjelo allí. Me serviré yo mismo.
El ordenanza se marchó y mientras Canaris se servía el café sonó un golpe en la puerta. El hombre que se presentó muy bien podía venir de un desfile militar: tan impecable llevaba el uniforme.
Era un teniente coronel de tropas de montaña, con la cinta de la campaña de Rusia, una banda plateada y la Cruz de Caballero en el cuello. Hasta el mismo parche que le cubría el ojo derecho era perfecto y combinaba con los guantes negros que llevaba en la mano izquierda.
—Ah, ya está aquí, Max —dijo Canaris—. Acompáñeme con el café y devuélvame la cordura. Cada vez que vuelvo de Rastenburg siento que necesito un psiquiatra, o al menos que hay alguien que lo necesita.
Max Radl tenía 30 años, pero aparentaba diez o quince años más, según el día o el tiempo. Había perdido el ojo derecho y la mano izquierda en la guerra, en 1941, y desde ese momento trabajaba con Canaris. Era a la sazón jefe de la tercera sección, que a su vez pertenecía al Departamento Z, el departamento central de la Abwehr, directamente a las órdenes del almirante. La sección tercera era una unidad especializada en las misiones más difíciles y el cargo le permitía a Radl meter la nariz en todas las demás secciones de la Abwehr, lo cual no le hacía precisamente muy popular entre sus colegas.
—¿Tan mal van las cosas?
—De lo peor. Mussolini parece un autómata ambulante, y Goebbels se apoya alternativamente en cada uno de los pies como un escolar que tuviera ganas de ir al baño.
Radl frunció el ceño. Siempre se sentía incómodo cuando oía expresarse de ese modo al almirante, hablando de gente tan importante. Aunque todos los días revisaba el despacho por si había micrófonos ocultos, nunca se podía estar completamente seguro.
—Himmler tenía su acostumbrado aspecto de cadáver complaciente, y el Führer…
—¿Más café,
herr admiral
? —le interrumpió instantáneamente Radl.
Canaris se volvió a sentar.
—No hacía más que darle vueltas al asunto del Gran Sasso y de lo condenadamente milagroso que era todo ese asunto y de por qué la Abwehr no era capaz de hacer algo parecido.
Se puso de pie de un salto, se acercó a la ventana y miró a través de las cortinas la mañana gris.
—¿Sabe lo que propuso que hiciera, Max? Que raptara a Churchill.
Radl se sorprendió violentamente.
—Por Dios, no es posible que estuviera hablando en serio.
—¿Cómo podemos saberlo? Un día es sí, otro día es no. Ni siquiera aclaró si lo quiere vivo o muerto. La operación de rescate de Mussolini se le ha subido a la cabeza. Ahora parece creer que todo es posible. Sacar al diablo del infierno. Citó esa frase bastante en serio.
—¿Y qué dijeron los demás? —preguntó Radl.
—Goebbels se quedó impasible, el Duce parecía angustiado.
Himmler es el más difícil. Respaldó al Führer. Dijo que por lo menos podríamos estudiar el caso. Un estudio de la viabilidad de la operación, eso dijo.
—Ya veo, señor —dijo Radl, vacilante—. Pero ¿cree usted que el Führer lo piensa seriamente?
—Por supuesto que no —replicó Canaris. Se fue hasta la cama de campaña que tenía a un extremo de la habitación, se sentó y se desató los zapatos—. Se olvidará muy pronto. Le conozco; cuando está así propone cualquier cosa. Y dice toda clase de tonterías. —Se metió en la cama y se cubrió con la manta—. No; yo diría que Himmler es el único problema. Es indudable que anda detrás de mí.
No dejará de recordarle este estúpido asunto en el futuro, cuando le convenga; aunque sólo sea para mostrarle que no hago lo que se me ordena.
—¿Qué quiere que haga yo entonces?
—Exactamente lo que insinuó Himmler. Un estudio de las posibilidades. Un hermoso y largo informe que les haga creer que realmente lo hemos estudiado. Por ejemplo, ¿verdad que ahora Churchill está en Canadá? Es posible que regrese en barco.
Seguramente puede hacer como si considerara seriamente la posibilidad de situar uno de nuestros submarinos en el punto exacto y en el momento oportuno. Después de todo, hace apenas seis horas que el Führer me aseguró personalmente que los milagros suceden realmente, pero sólo bajo la correcta inspiración divina. Dígale a Krogel que me despierte dentro de una hora y media.
Se cubrió la cabeza con la manta. Radl apagó las luces y salió.
No se sentía en absoluto contento mientras caminaba hacia su despacho, y no debido a la ridícula misión que le acababan de encomendar. Ese tipo de tareas ya era lugar común. Solía hablar de la tercera sección como el «departamento de absurdos».
Lo que en realidad le preocupaba era el modo de hablar de Canaris. Radl era uno de esos individuos a quienes les resulta indispensable ser escrupulosamente honrados consigo mismo. Y Radl era lo bastante hombre como para reconocer que no se preocupaba tanto del almirante como de sí mismo y de su familia.
Teóricamente, la Gestapo no tenía jurisdicción alguna sobre los militares. Pero, por otra parte, ya eran muchos sus conocidos que sencillamente habían desaparecido de repente de la faz de la Tierra.
Los infames decretos de exterminio que habían provocado la literal desaparición de muchos infortunados en las brumas de la noche
[1]
, tenían por objeto controlar a los habitantes de los países conquistados; pero Radl sabía muy bien que en aquellos momentos había más de 50.000 alemanes no judíos en los campos de concentración. Y habían muerto más de 200.000 desde 1933.
Entró en su despacho y se encontró al sargento Hofer, su ayudante, revisando el correo de la noche, que acababa de llegar. Era un hombre de 48 años, tranquilo, de pelo negro, nacido en las montañas de Harz, magnífico esquiador que se había unido al ejército y servido con él en Rusia.
Radl se sentó en su escritorio y se quedó mirando detenidamente una fotografía de su mujer y de sus tres hijas, a salvo en las montañas de Baviera. Hofer, que sabía distinguir perfectamente los síntomas, le dio un cigarrillo y le sirvió un trago de coñac Courvoisier que guardaba en uno de los cajones del escritorio.