—¡Karái! —Pero Karái a duras penas podía galopar de igual a igual con el caballo. Otros dos perros se acercaron al lobo. Los de la jauría de Natasha ya estaban allí, pero ninguno le acosaba. Nikolai ya estaba a unos treinta metros de él. El lobo detuvo su paso por tres veces, se sentó sobre sus posaderas, enseñó de nuevo los dientes, se sacudió a los perros que le tenían agarrado por las patas traseras, y con el rabo encogido corrió hacia delante. Todo esto ocurría en mitad de la loma que unía el coto de Otrádnoe con el enorme bosque estatal de Zaseka. Fue adentrarse en el bosque, y el lobo huyó.
—¡Karáiushka! ¡Padre! —gritó Nikolai. Karái, el viejo animal mutilado, se hallaba ya un poco por delante del caballo, trotando con paso ajustado y conteniendo la respiración. No le quitaba ojo al lobo, que por un instante se había vuelto a parar. Un perro delgado y joven de la jauría de Natasha, de pelaje atigrado, se lanzó frontalmente a por el lobo con la inexperiencia de la juventud y quiso atraparlo. La fiera, abriendo sus fauces, se arrojó con una rapidez que nadie se esperaba a por el inexperto perro. Ensangrentado y con el costado desecho, el perro se echó a un lado con el rabo encogido, aullando desesperadamente. El lobo se levantó y, con la cola encogida entre las patas, echó de nuevo a correr hacia delante. Pero mientras el choque tenía lugar, Karái, con trozos de fieltro enrollados en sus muslos y ceñudo, ya se hallaba a cinco pasos de la bestia, sin cambiar su constante trote. Y en ese momento, como si un rayo lo hubiera atravesado, Nikolai vio que algo estaba pasando con Karái. Se había echado encima del lobo con dos saltos temerarios y, juntos, rodaban como una peonza. Cuando vio la cabeza del lobo, alzada hacia arriba y mostrando con la boca abierta unos dientes que no alcanzaban a nadie, y, que este por primera vez, había caído de lado y se esforzaba por aferrarse con sus gordas patas a la tierra para no caer de espaldas, Nikolai pensó que aquel era el momento más feliz de su vida. Ya estaba ahí mismo, echando un pie en tierra para bajar del caballo y hacerse cargo de él, cuando Karái cayó al lado del lobo. Tenía el pelo erizado, temblaba completamente y, con sus dientes carcomidos, hacía esfuerzos desesperados por levantarse y agarrar por el cuello al lobo. Pero resultaba evidente que sus dientes ya no estaban en buen estado. En uno de esos intentos, el lobo se revolvió y se hizo con la situación. Karái cayó de nuevo y le soltó. Como comprendiendo que la cosa no estaba para bromas, la fiera huyó a todo correr y se distanció de los perros.
—¡Dios mío! ¿¡Por qué!? —gritó frenético Nikolai.
Su tío, como viejo cazador, galopó por el atajo desde el bosque de Zaseka y le cortó la retirada, pero ningún perro estrechó el cerco. Por detrás, Karái se quedaba rezagado. Los cazadores, Nikolai, su tío, Natasha y los monteros, daban vueltas en torno a la fiera, gritando, sin escucharse entre ellos, y preparándose a descabalgar en cuanto el lobo se sentara sobre sus posaderas. Pero siempre conseguía quitárselos de encima, acercándose lentamente al bosque que habría de servirle de salvación.
Ya en el inicio del acoso, al oír los gritos, Danila se había lanzado por el lindero. Al hallarse sin galgos y no ser esa parte de la cacería asunto suyo, se detuvo a contemplar lo que sucedía. Vio cómo Karái agarraba al lobo y esperaba a que ahora lo atraparan. Pero al no desmontar los cazadores, la fiera se los quitó de encima y Danila empezó a gritar.
—¡Os esquiva! —gritó y arreó su caballo pardo no en dirección al lobo, sino directamente hacia la línea que delimitaba el bosque de Zaseka, al punto adonde sabía que el lobo se dirigiría. Al ir en esta dirección, galopaba hacia el lobo mientras los perros del tío de Nikolai le cortaban el paso por segunda vez, antes de que a Karái le diese tiempo a echársele encima de nuevo. Danila cabalgaba en silencio, blandiendo un puñal en su mano izquierda y, como un trillo de mano, arreando con la fusta al caballo en sus hundidos costados. Nikolai no vio ni oyó a Danila hasta que su caballo resopló a su lado, respirando con dificultad. No vio cómo, saltando por encima de la cabeza de su caballo, Danila cayó en medio de los perros, sobre el lomo trasero del lobo. En un instante, los mismos perros que antes no acosaban a la fiera, se lanzaron ladrando a por sus muslos. Danila, rodando, llegó hasta el cercado animal y agotado, como el que se echa a dormir, se desplomó con todo su peso sobre la bestia, agarrándola por las orejas. No permitió que la degollasen, y ordenó a un montero que le cortase un palo, con el que atravesó sus fauces. Ató a la jauría y cargó al lobo en un caballo. Cuando todo hubo terminado, Danila no dijo nada, y descubriéndose, con una sonrisa cohibida, infantil y tierna, se limitó a felicitar al joven conde por su gran dominio de la caza.
Se llamó a los galgos y todos se reunieron, deseando contarse todo lo acontecido. Pero bajo ese pretexto, se contaron lo que no había sucedido y emprendieron la marcha. El anciano conde bromeó con Danila sobre la fiera que casi había escapado.
—Sin embargo, hermano, te has enfadado —dijo el conde.
Danila respondió a esas palabras con una agradable sonrisa y el conde regresó a casa en su coche. Natasha se quedó con la cacería, a pesar de que se la intentó persuadir de lo contrario. Lo que más deseaba Nikolai era conquistar la cima del monte Zybin antes que los Ilaguin, que ya estaban cerca. Por este motivo, también continuó.
La cima del monte Zybin era una profunda hondonada surcada por el agua en medio de la verde espesura de una poveda en la que siempre había zorros. Apenas habían soltado a los galgos, cuando en el islote de al lado se escucharon los cuernos y el fragor de la cacería de los Ilaguin. Vieron a Ilaguin, que se hallaba cazando con sus perros cerca del monte. Había ocurrido lo siguiente: mientras que de entre los galgos de los Rostov huía un zorro hacia un dique cercano al bosque de los Ilaguin, dos cazadores de cada familia habían salido a ojear. Ambos empezaron a azuzar al zorro, y Nikolai vio cómo un zorro pequeño, rojizo y extrañamente peludo se extendía por entre el verdor. Corría y daba saltos en círculo. Haciendo estos círculos cada vez más frecuentemente, regateaba alrededor de los perros con su peluda cola. Finalmente se lanzó un perro blanco, y tras él, uno negro. La mezcla tomó forma de estrella, pues los perros estaban separados, apenas moviéndose un poco en torno al zorro. Dos jinetes se acercaron; uno, de los Rostov, con un sombrero rojo, y el otro, un desconocido, con un caftán amarillo. Durante un buen rato no ataron sus correas y permanecieron de pie, agitando los brazos. A su lado, los caballos estaban atados y los perros sueltos. Uno de ellos levantó la voz.
—Se pelean —le comunicó un montero a Nikolai.
Entonces los galgos se pusieron a correr detrás del zorro. Nikolai mandó llamar a su hermana y acudió al paso al lugar de la pelea. Desde la otra parte, también montado en un magnífico caballo, con una indumentaria que le hacía destacar entre los demás y acompañado por dos monteros, salió un corpulento señor al encuentro de Nikolai. Pero antes de que ambos caballeros se encontrasen, el ojeador que se había peleado, sin soltar de la correa al perro que llevaba al zorro, se aproximó al conde. Lejos todavía, se quitó el sombrero e intentó hablar con respeto, pero estaba pálido como un lienzo, y jadeante, fuera de sí. Tenía un ojo amoratado pero mantenía el orgulloso aspecto del vencedor.
—¡Iba a azuzar sirviéndose de nuestros perros! Pero ha sido mi perra la que lo ha atrapado. Vea y juzgue. Quería llevarse la pieza, pero le he zurrado con el zorro en el morro. ¡Dámelo! ¿Y esto, no lo quieres? —dijo el cazador, mostrando su puñal, probablemente pensando que todavía estaba hablando con su rival.
Sin entrar en conversación con él, Nikolai, también agitado, siguió adelante al encuentro del caballero que se acercaba. El vencedor se puso en la fila de atrás y allí, rodeado por los curiosos que le compadecían, les relató su hazaña. En vez de un enemigo, Nikolai halló en Ilaguin un bondadoso caballero de gran presencia, que ardía en deseos de conocer al joven conde. Le anunció que había ordenado castigar al ojeador y que lamentaba mucho lo ocurrido. Rogó al conde que le considerase un amigo, ofreció sus terrenos para la caza, y con profunda galantería se quitó su gorro de castor ante Natasha, a la que hizo una serie de cumplidos mitológicos, comparándola con la diosa Diana. Ilaguin, para reparar la falta de su cazador, pidió insistentemente a Nikolai que pasara a su vedado, que cuidaba para sí y por el que pululaban zorros y liebres. Nikolai, halagado por la amabilidad de Ilaguin y deseando jactarse ante él de cobrarse una pieza, se mostró de acuerdo y se desvió aún más de su itinerario.
Para llegar al vedado de Ilaguin había que marchar lejos y atravesar campos pelados, en los que apenas había esperanzas de encontrar liebres. Las dos cacerías se igualaron y avanzaron unas tres verstas, no hallando nada. Los señores iban juntos. Todos miraban mutuamente a sus respectivos perros, tratando a hurtadillas de que no se notara que buscaban inquietamente entre las otras jaurías a los posibles rivales de los suyos. Si la conversación discurría sobre la rapidez de los perros, entonces cada uno hablaba con particular desdén de las cualidades del suyo propio, del que al hablar con su cazador, no hallaba palabras para colmarlo de elogios.
—Sí, es una buena perra. Caza bien —comentó Ilaguin con voz de indiferencia hacia Erza, su perra rojiza por la que dos años antes había dado tres familias de sirvientes a un vecino. Erza turbó especialmente a Nikolai; era extraordinariamente hermosa, de pura raza, de morro fino, delgada pero de músculos de acero, y con esas preciadas energía y alegría que los cazadores llaman corazón. El perro no corre con las patas, sino con el corazón. Todos los cazadores estaban locos por medir las fuerzas de sus perros. Todos albergaban la esperanza, pero no lo reconocían. Nikolai le susurró a su montero que daría un rublo a quien avistase una pieza, e Ilaguin ordenó lo propio.
—Tiene un buen perro, conde —habló Ilaguin.
—Sí, no está mal —contestó Nikolai.
—No comprendo —continuó Ilaguin— cómo otros cazadores son tan celosos de las fieras y de los perros. Por lo que a mí respecta, le diré que lo que me divierte es azuzar y marchar en una compañía como la de ustedes... No hay nada mejor... —se quitó de nuevo el gorro de castor ante Natasha—, pero eso de contar las pieles cobradas no me importa.
—Sí, claro.
—U ofenderme porque sea otro perro, y no el mío, el que cobre la pieza. Lo que me gusta es ver. ¿No es así, conde? Porque yo creo que...
Los cazadores se alinearon a lo largo del barranco. Los caballeros marchaban por el medio de la parte derecha.
—¡Tus, Tus! —se oyó en ese instante el prolongado grito de uno de los ojeadores de Ilaguin. Se había ganado un rublo al avistar una liebre.
—¡Ah!, parece que ha visto una —dijo con desdén Ilaguin—. Bueno, ¿qué? ¿Repetimos, conde?
—Sí... marchemos juntos, —contestó Nikolai, mirando a Erza y al perro rojizo de su tío, sin fuerzas para ocultar la emoción de que había llegado el momento de enfrentar a sus perros con los otros, en particular con los de Ilaguin, célebres por su velocidad. Nunca había conseguido hacer tal cosa.
—Bueno, me temo que van a adelantar a mi Milka.
—¿Es grande? —preguntó Ilaguin, acercándose hacia el lugar y no sin preocupación mirando y dando un silbido a Erza—. ¿Y usted, Mijaíl Nikanórovich? —le preguntó al tío.
Este caminaba enfurruñado.
—¿Cómo voy a meterme en eso, si ustedes pagan un pueblo por cada perro? ¡Rugay! —gritó—. ¡Rugáiushka! —volvió a gritar, expresando involuntariamente con este diminutivo su cariño a su rojizo perro y la esperanza que en él depositaba. Natasha sentía lo mismo que los demás y no ocultaba su preocupación. Más adelante, incluso expresó odio a todos los demás perros que osaran atrapar la liebre en vez de su Zavidka.
—Mira hacia dónde tiene la cabeza. Aléjate, llévate a los galgos —gritó alguien.
Pero apenas comenzaban a cumplirse esas órdenes, cuando la liebre, presintiendo la helada de la mañana siguiente, no aguardó por más tiempo y saltó de la madriguera, primeramente asomando una oreja. Los galgos unidos por sus correas, seguidos de los ojeadores, se lanzaron a por ella. Los ojeadores que estaban por todas partes soltaron a los perros. El respetable e impasible Ilaguin se lanzó al galope por el monte. Nikolai, Natasha y el tío volaban, sin saber ellos mismos cómo ni adonde, viendo tan solo a los perros y a la liebre, y temiendo perderles de vista aunque solo fuera por un instante. La liebre era grande y veloz. Estaba apostada en los rastrojos, pero por delante se abría la maleza sobre un terreno fangoso. Natasha, impaciente, estaba más cerca de la liebre que nadie. Sus perros fueron los primeros en clavarle la mirada y saltar corriendo. Para horror suyo, se percató de que su fiable Zavidka comenzaba a rezagarse, echándose a un lado. Dos perros jóvenes se estaban acercando, pero aún se encontraban lejos, cuando viniendo desde atrás voló la rojiza Erza, aproximándose a la liebre y meneando la cola como si prometiera atraparla en unos instantes. Pero esto apenas duró un segundo. Liubim igualó a Erza e incluso le sacó ventaja.
—¡Liubimushka! ¡Padrecito! —se escuchó el triunfante grito de Nikolai. Natasha únicamente chillaba. Parecía que Liubim iba a hacer presa y que los demás también la atraparían, pero tras haber llegado a su altura, pasó de largo como una bala. La liebre se había parado bruscamente. De nuevo la hermosa Erza acortó el espacio, quedándose como colgada del rabo de la liebre, tratando de no errar el golpe y atraparla por una pata trasera.
—¡Erza! ¡Mamita! —gritaba lloroso Ilaguin con la voz descompuesta.
Pero Erza no atendió a sus súplicas; en el mismo límite de la maleza la persiguió, pero no implacablemente. La liebre hizo un requiebro y se escabulló entre el verdor. De nuevo, como dos caballos emparejados, Erza y Liubim se nivelaron y reanudaron la persecución, pero no tan velozmente como por los rastrojos.
—¡Rugay! ¡Rugáiushka! ¡Es trigo limpio! —gritó entonces una nueva voz.
El rojizo Rugay, cubierto de fango hasta las rodillas, pesado y torpe, estirando y encorvando el lomo, corrió hasta alcanzar a los dos primeros. Los sobrepasó y ya encima de la liebre, apretó el paso con una terrible abnegación. Solo se veía cómo rodaba como una peonza, manchándose el lomo de barro. Finalmente, formó una estrella junto con los otros perros que rodeaban a la liebre. Al cabo de un minuto, todos estaban junto a la pieza. El tío, el único contento, desmontó y habiéndole cortado las patas traseras la sacudió para que chorreara la sangre, mirando con inquietud, con los ojos errantes, sin saber qué hacer con sus pies y manos mientras decía sin darse cuenta de sus palabras: