Speranski no pasaba la mirada de una persona a otra, como involuntariamente se hace al entrar en una sala donde hay muchas personas, y no se daba prisa en hablar. Hablaba en voz baja, con la seguridad de ser escuchado y solo miraba a aquel con quien hablaba.
El príncipe Andréi seguía con especial atención cada palabra y cada movimiento de Speranski. Como frecuentemente ocurre con la gente, en particular con aquellos que juzgan severamente a sus allegados, el príncipe, al conocer a una nueva persona —sobre todo como Speranski—, cuya reputación le era conocida, esperaba hallar en él la perfección absoluta de las cualidades humanas.
Speranski comentó a Kochubéi que lamentaba no poder haber llegado antes, pues le habían entretenido en palacio. No dijo que se había retrasado por haber estado hablando con el zar, reparando el príncipe Andréi en esta afectada modestia. Cuando Kochubéi le presentó al príncipe, Speranski lentamente posó sus ojos sobre Bolkonski con la misma sonrisa y comenzó a mirarle en silencio.
—Estoy muy contento de conocerle. He oído hablar mucho de usted, como todo el mundo —dijo.
Kochubéi habló del proyecto de Bolkonski y de la visita a Arakchéev. Speranski sonrió más abiertamente.
—El director de la comisión es un buen amigo mío, Magnitski —dijo Speranski—. Si lo desea, puedo concertarle una entrevista con él. Estoy seguro de que hallará en él una buena acogida a todo lo que sea razonable.
Pronto se formó un círculo en torno a Speranski, y el anciano que hablaba de su funcionario Priánichnikov también formuló esa pregunta a Speranski.
El príncipe Andréi observaba involuntariamente todos sus movimientos. Le sorprendía la extraordinaria y despectiva tranquilidad con la que Speranski aguantaba las acusaciones. De vez en cuando sonreía, contestando que él no podía juzgar de lo que había de beneficioso o no beneficioso en la voluntad del zar. Tras conversar un rato, Speranski se levantó y se acercó al príncipe Andréi. Era evidente que consideraba necesario dedicarse a Bolkonski.
—No me ha dado tiempo a hablar con usted, príncipe, en medio de esta animada conversación —dijo sonriendo despectivamente, como dando a entender que ambos comprendían la nulidad de tales conversaciones. Involuntariamente, esa distinción halagó al príncipe.
—Le conozco desde hace tiempo, príncipe. Primeramente, por el asunto de sus campesinos, que ha sido nuestro primer ejemplo y sería deseable que muchos lo siguieran. En segundo lugar, porque usted es uno de los gentiles hombres de cámara que no se ha ofendido por el nuevo decreto.
—Sí —contestó el príncipe—. Mi padre no quiso que utilizara ese privilegio; comencé el servicio desde los grados inferiores.
—Y mientras tanto, la medida se condena bastante.
—Sin embargo, creo que hay algún fundamento en esas censuras.
—Fundamento para la ambición personal...
—En parte también para el estado.
—¿Qué quiere decir?
—Soy admirador de Montesquieu —dijo el príncipe Andréi—, y su idea de que la base de la monarquía es el honor, me parece irrefutable. Ciertos derechos y privilegios de la nobleza me parecen medios para sostener ese sentimiento.
La sonrisa desapareció del blanco rostro de Speranski, y su aspecto ganó bastante. Probablemente, las ideas del príncipe Andréi le parecieron amenas.
—Si enfoca la cuestión desde ese punto de vista... —comenzó diciendo en francés, pronunciando con dificultad y hablando con más lentitud que en ruso, pero con absoluta tranquilidad. Dijo que el honor no puede sostenerse con privilegios, nocivos para el servicio, y que el honor es o bien la posición de negación de acciones deshonestas o bien la célebre fuente de la competición para conseguir la aprobación y las recompensas que lo expresan. Sus conclusiones eran breves, simples y claras.
—La institución que sostiene este honor, similar a la Legión de Honor de Napoleón, no daña sino que ayuda al buen éxito del servicio. No es un privilegio de casta o de corte.
—No obstante, los privilegios han alcanzado el mismo objetivo —dijo el príncipe Andréi.
—Pero usted no ha querido ejercerlos, príncipe —respondió Speranski de nuevo con una sonrisa.
—Si me honra con su visita el miércoles —dijo Speranski—, como ya habré hablado con Magnitski, le comunicaré algo que le pueda interesar y además tendré el placer de conversar más detalladamente con usted.
Cerrando los ojos, hizo una reverencia y a la francesa, sin decir adiós e intentando pasar desapercibido, salió de la sala.
Durante los primeros tiempos de su estancia en San Petersburgo, el príncipe Andréi sintió que toda su aportación ideológica era perfectamente mutable. Quizá sus ideas y el enfoque sobre la vida que había elaborado durante su vida de retiro y que no había variado, quedaban ahora oscurecidas por las pequeñas obligaciones que le envolvían en San Petersburgo. Por la noche, al volver a casa, anotaba en su agenda cuatro o cinco visitas o entrevistas imprescindibles que debía atender a horas concretas. El ritmo de aquella vida, la disposición del día de tal modo que llegase a tiempo a todas partes, le sustraían buena parte de sus energías. Era de justicia que no hiciese nada durante estos primeros tiempos. Ni siquiera pensaba en nada ni tenía tiempo para ello, solamente hablaba, y con éxito, de lo que meditara antes en el campo. Sin embargo, al cabo de unos días, disgustado, se percató de que había repetido las mismas cosas el mismo día y en lugares diferentes. Pero estaba tan ocupado durante todo el día que no tenía tiempo para pensar que no hacía nada. De sus anteriores intereses en la vida, únicamente le asaltaban con frecuencia los vagos pensamientos sobre el roble que despuntaba, sobre su persona y sobre las mujeres.
Speranski produjo al príncipe Andréi una grata impresión, como solo la producen los personajes nuevos a las personas muy orgullosas, tal y como sucedió en la primera entrevista en casa de Kochubéi y después, el miércoles, en la de Speranski, donde recibió a solas al príncipe y habló con confianza largo rato con él. El príncipe consideraba a toda esa enorme cantidad de gente seres despreciables e insignificantes, y tenía tal deseo de encontrar el ideal vivo de la perfección al que él aspiraba, que pensaba que había hallado en Speranski ese tranquilizador ideal de hombre que era capaz de comprenderle por completo y al que estaba listo para respetar y apreciar con toda la fuerza de una consideración que había negado a los demás. Si Speranski hubiese pertenecido al mismo mundo que el príncipe Andréi, con la misma educación y costumbres morales, Bolkonski pronto le habría encontrado su parte débil, humana y no heroica. Pero ahora, esa mentalidad extraña y ajena para él le inspiraba aún más respeto. Por otra parte, Speranski, ya fuera porque apreciaba las capacidades del príncipe, ya fuese por encontrar necesario atraerlo para su causa, coqueteaba ante él haciendo gala de su imparcialidad y sus juicios sensatos, que ponía en escena como el único motivo de sus actos. Halagaba al príncipe con una fina lisonja unida a la presunción que consiste en el reconocimiento tácito de su contertulio como la única persona capaz de comprender la estupidez
de todos
los demás y todo el significado de sus propias ideas.
Durante su larga conversación del miércoles por la tarde, Speranski dijo más de una vez: «
Miramos
a todo lo que sobresale del nivel ordinario de nuestras arraigadas costumbres...», o sonriendo: «Pero
deseamos
que los lobos queden hartos y las ovejas a salvo...», o: «
Ellos
no lo pueden comprender...», y todo con una expresión que parecía decir: «Nosotros, usted y yo, comprendemos qué son ellos y quiénes somos nosotros».
Esta primera y prolongada conversación con Speranski no hizo más que reforzar en el príncipe Andréi el sentimiento de respeto e incluso admiración con el que había visto por primera vez a Speranski. Veía en él a un hombre de gran inteligencia, virtuoso y racional, un pensador riguroso que con energía y obstinación había conseguido el poder y lo ejercía solo para el bien de Rusia. A los ojos del príncipe Andréi, Speranski era precisamente el hombre que él mismo deseaba ser. Un hombre que explicaba de una manera razonable todos los fenómenos de la vida, reconociendo como real solo lo que era racional y que sabía aplicar a todas las cosas la medida de la razón. Todo parecía tan sencillo, claro y, principalmente, racional en la exposición de Speranski, que el príncipe Andréi forzosamente se mostraba de acuerdo en todo. Si discrepaba y discutía, se debía únicamente a que deseaba a propósito permanecer independiente y porque le irritaba la visión de las manos de Speranski al coger la tabaquera o el pañuelo. Todo lo encontraba bien, pero había una cosa que turbaba al príncipe Andréi: su blanca mano carnosa y delicada, a la que involuntariamente miraba el príncipe, como habitualmente se mira a las manos de las personas que detentan el poder. Por algún motivo, esa mano le irritaba.
Igualmente le causó una impresión desagradable el excesivo desprecio de Speranski hacia los demás y la variedad de pruebas que aportaba como confirmación de sus opiniones. Empleaba todos los instrumentos posibles de la razón, exceptuando la comparación, y como le parecía al príncipe Andréi, pasaba de uno a otro con demasiado atrevimiento. Bien se situaba en el terreno de la práctica y censuraba a los soñadores, bien en el terreno de la sátira, burlándose irónicamente de sus rivales; bien se volvía rigurosamente lógico, bien se elevaba de repente a la esfera de la metafísica. Este último instrumento de demostración lo utilizaba cuando el príncipe expresaba su desacuerdo. Trasladaba la cuestión a las alturas de la metafísica, pasaba a definir el espacio, el tiempo y el pensamiento, y sacando de allí sus objeciones, de nuevo bajaba al terreno de la discusión.
En general, el principal rasgo de la mentalidad de Speranski, lo que sorprendía más al príncipe era su obediencia a la razón y su fe infinita en ella, característica común en todos los ladinos. Era evidente que nunca podría tener Speranski la idea, habitual para el príncipe, de que no se debe expresar todo lo que se piensa, y de que acaso lo que uno habla y en lo que uno cree sea absurdo. Vagamente, estos eran los rasgos, o más bien las impresiones, que había percibido el príncipe durante la conversación. Pero al salir de su casa, el príncipe experimentó hacia él un extraño sentimiento de admiración, semejante al que en otros tiempos sintió hacia Bonaparte. La circunstancia de que Speranski fuera hijo de un sacerdote y de que los mentecatos pudieran despreciarle —como hacían muchos— solo por ser hijo de un pope, obligaba al príncipe Andréi a guardar con especial cuidado ese sentimiento e, inconscientemente, a acrecentarlo.
Su conversación había comenzado con el tema de los campesinos del príncipe Andréi, a quienes había convertido en agricultores libres. En confianza, Speranski —halagando especialmente al príncipe— le transmitió las ideas del zar acerca de la abolición de la servidumbre. Partiendo de este tema, la charla pasó de un modo natural a la necesidad de reformas simultáneas, etcétera.
Sobre el proyecto del nuevo reglamento militar, Speranski dijo solamente que Magnitski había prometido examinar el reglamento con ayuda de Bolkonski, pero todavía no había tenido tiempo de hacerlo.
Hacia el final de la conversación, Speranski propuso al príncipe Bolkonski hablar de la cuestión de por qué no prestaba ningún servicio y le ofreció un puesto en la comisión de redacción de leyes. Con este motivo, Speranski le relató con ironía que la comisión tenía ciento cincuenta años de existencia, que costaba millones de rublos, que no había hecho nada, y que Rosenkampf se había limitado a pegar etiquetas a todos los artículos de la legislación comparada.
—Y eso es todo. Queremos dar nuevos poderes judiciales al Senado, pero no tenemos las leyes. Por lo tanto, es un pecado que personas como usted, príncipe, no presten ahora servicio.
El príncipe respondió diciendo que para ello era imprescindible poseer una formación jurídica de la que no disponía.
—Nadie la tiene, ¿qué quiere usted? Es un círculo vicioso del que hay que salir a la fuerza.
Una semana después, el príncipe Andréi era nombrado miembro de la comisión de reglamentos militares y, cosa que no esperaba en modo alguno, jefe de sección de la comisión de redacción de leyes. A petición de Speranski, se encargó de la primera parte del código civil que se estaba elaborando y con ayuda del código de Napoleón y el código de Justiniano, comenzó a trabajar en la composición del capítulo de derechos de las personas.
Así fue la vida del príncipe Andréi hasta el día de Año Nuevo de 1810, cuando debía de entrar en vigor la nueva constitución y tener lugar la primera reunión del Consejo Estatal. Parte del trabajo realizado, que le había ocupado todo el tiempo, se la entregó a Speranski. Pero al cabo de unos días se enteró de que su trabajo había sido de nuevo pasado a Rosenkampf para realizar modificaciones. Al príncipe le ofendió que Speranski no le comentara nada al respecto y entregara el trabajo para su modificación a la persona por la que el mismo Speranski expresaba frecuentemente un completo desprecio. Aunque esta circunstancia agravió al príncipe, no minó en absoluto la alta opinión, aprecio y respeto que sentía por Speranski. Con la obstinación de quien manifiesta un claro desdén, el príncipe mantuvo firme su opinión. En todo ese tiempo había acudido de visita a casa de Speranski unas seis veces. Siempre a solas, había hablado mucho con él, corroborando la particular e inhabitual mentalidad de Speranski. Por el contrario, Magnitski, con el cual colaboraba en la comisión de reglamentos militares, no le había causado una grata impresión; reconocía en él una mentalidad afrancesada desagradable y una falta de la bondadosa frivolidad francesa que siempre producía en él una impresión desagradable. Magnitski hablaba muy bien, a menudo muy inteligentemente, y recordaba un excepcional número de cosas. Pero a la misteriosa pregunta que siempre nos hacemos al escuchar un discurso inteligente —«¿por qué dice esto?»—, no se hallaba respuesta alguna en las palabras de Magnitski. Cierto día antes de Año Nuevo, Speranski invitó al príncipe Andréi a una cena informal.
En el comedor entarimado de la pequeña casa, cerca de los jardines Tavrícheski, que se distinguía por la limpieza (recordaba a la pulcritud de un convento), a las cinco en punto de la tarde el príncipe Andréi encontró reunidos a todo aquel círculo de amigos. No había damas, excepto la hija menor de Speranski —de rostro alargado, como el de su padre—, y su institutriz. Los invitados eran Gervais, Magnitski y Stolypin. Desde la antesala, el príncipe Andréi. oyó hablar en voz alta y unas sonoras y aburridas carcajadas, semejantes a las que se escuchan en el teatro. La voz de Gervais y el mismo Speranski marcaban claramente ja... ja... ja. Magnitski hablaba rápido y contaba muy agudamente anécdotas sobre la estupidez de un alto funcionario con el que tenía tratos. Pero las risas que se escuchaban a su alrededor, al príncipe no le parecieron divertidas. Speranski le estrechó su blanca y delicada mano, al tiempo que masticaba algo y continuaba riéndose. Sentados a la mesa, la conversación no cesó ni por un instante. Tampoco cesó la risa, que con su nota de falsedad tocó alguna fibra sensible en el alma del príncipe. El enorme y orondo Stolypin, ahogándose, hablaba del odio que sentía por un personaje célebre. En su voz había sinceridad, pero se repetía en él esa misma risa. Hasta ese momento, Speranski, como siempre, estaba contenido. Era evidente que después del trabajo deseaba descansar y divertirse en un entorno amigable. Escuchaba cómo sus invitados se divertían con la alegre conversación en la comida y quería hacer lo mismo, pero lo hacía de manera torpe. El timbre agudo de su voz causaba al príncipe una impresión desagradable. La mayor parte de los temas de la conversación eran burlas de personas que ya habían sido puestas en ridículo hacía tiempo y, sobre todo, la risa era pesada. El príncipe Andréi no se reía, y temía resultar cargante para esas personas. Pero nadie se percataba de su disconformidad con el humor allí reinante.