Guardapolvos (6 page)

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Authors: Martín de Ambrosio

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BOOK: Guardapolvos
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Ahora estoy más recatada, de lo último que he tenido es algo con un secretario, que estaba bárbaro, no sabés lo que era, me dice sin hallar del todo empatía en mí. Pero lo vi afuera, no hice más lío en el hospital. Era un secretario de personal, recursos humanos, algo así. Yo me la pasaba en esa oficinita, haciendo trámites, se ríe. Cuando me preguntó ¿estado civil?, dije soltera y me le reí en la cara; ya está, me dijeron mis amigas, fuiste. Vino a casa; tenía novia. Ahora que lo pienso me pregunto, me dice, a qué me dediqué todos estos años. A salir con tipos con novia, jajaja. Qué triste. El secretario un día me sigue y me chista y me lo cuenta, que tenía novia, y me dice ¿sos celosa? Tenía el nombre de ella tatuado en el corazón, podés creer, qué boludo. Hubo un par de encuentros, estaba bien, era lindo, pero le faltaba gracia. Con Juliana, me dice, una colega, compartimos a varios de estos tipos, hasta que un día me la crucé porque estuvo con Pedro. Eso no, nenita, eso no se hace; nos distanciamos un poco después.

Y se frena, ya es tarde, me dice, estoy cansada, cerremos acá este patetismo, se flagela. Lo que necesitaría es que un camión de Cliba me pase por encima esta misma noche como castigo por mis malas acciones. Y esta vez no hay ironía en su voz. Y esta vez no se ríe.

SMS al otro día de la charla con Cristina

Hola, Martín, gracias por la entrevista de anoche. Me duele mucho la cabeza, y no es por el vino. Sos peor que un analista y eso que les tengo fobia, jeje. Un beso.

LA DESTREZA DEL CIRUJANO

«Si llegan a saber que me mete los cuernos, me dicen, que lo mato.»

Mis ojos y mis manos (…) doy a los cirujanos.

Miguel Hernández,

«Para la libertad».

Por mail

—Hola, Martín. Tengo que recordar quién me contó que hizo el scan de una monja en el que se veía un DIU y le dijo «Hermana, ¿hace mucho que no la visita el Espíritu Santo?» Claramente tenés que hablar con internistas y médicos con muchas guardias encima.

Todas las médicas dicen lo mismo. Los cirujanos son los peores, es lo primero que dicen cuando se les pregunta por la actividad sexual de los médicos. Todas las minas están detrás de ellos, a mí me gustan, me dijo Ximena, pero no paran de tener sexo con todas, así no se puede. Sobre todo con las instrumentadoras que son más gatos (otro dato repetido). Pero también con las administrativas, colegas, con todas. En segundo lugar están los traumatólogos y luego los clínicos, que son un poco más recatados. Pero sólo un poco más. Las relaciones con enfermeras y camilleros se dan poco en Buenos Aires. En cambio, en el interior he visto eso mucho más. Podrá ser que es porque hay menos variedad, porque no hay un exceso de gente como en la Capital que les permite a muchos ponerse exquisitos y seleccionar y segregar.

Se tiene mucho sexo en las guardias, me dice. Por varias razones. Por un lado, porque hay mucha gente, todo el tiempo está cambiando, que viene un residente nuevo, que hoy la guardia la hace otro, que conozco a uno, que conozco a otro.

A los cirujanos les gusta ejercer el poder en todos lados, les gusta hacer que se note su presencia. Y las instrumentadoras, que no son médicas, son las primeras en sufrirlos, me dice. Sin embargo, se las levantan, digo yo. Y bueno, sí, es así, el cirujano no quiere a alguien inteligente a su lado, a alguien que lo cuestione. Se instrumentan mutuamente. Exacto, me dice ella. A esta altura voy a tener que hablar con un cirujano, voy pensando.

El médico conjuga así, sospecho, a una persona que tiene un acceso privilegiado —y convalidado socialmente por facultades y realmente por años de estudio— al conocimiento del cuerpo, propio y ajeno, como objeto de estudio y como objeto de placer; algo que los hace terriblemente sexys. Durante años, «doctor» se escribía y pronunciaba con mayúsculas. Ahí está una de las tiras de Mafalda de hace pocas décadas en la que se demuestra que el mismo médico era consciente de su estatus social elevado: Quino no va con metáforas, sino que lleva al plano visual lo simbólico, un señor a la hora de decirle en la playa a qué se dedica al padre de Mafalda, que es un empleado con un pequeño y dudoso Citroën que a duras penas los llevó hasta Mar del Plata, lo hace subido literalmente a la loma. «
SOY DOCTOR
», le dice y no importa si ejerce acaso la abogacía, da igual. Tampoco importa si la loma la construye el doctor con su engole y su postura, sí, doctoral, o es algo que está en la mente del pobre padre de Mafalda que lo hace sentir un alfeñique social.

Si bien ahora hay una —si se me permite, sana— difuminación de ese título nobiliario, hay algo, o bastante, que permanece, en parte por el poder económico que se supone pueden llegar a tener los médicos. Y el guardapolvo se inviste así por obra y gracia de la sinécdoque con toda una carga de saberes, colocaciones sociales y sospechas de prestigio y de dinero. Además, los médicos tienen acceso a un secreto para aquellos que apenas pasaron por la puerta de la facultad de medicina: el secreto de la curación. Por si fuera poco, además, gozan de un conocimiento no sólo teórico de las drogas: pueden nada menos que cambiar los estados emocionales, por no mencionar que pueden lograr mutar un cuerpo de enfermo a sano. Vaya alquimia.

Después vienen otras cargas simbólicas como la lección de anatomía; si el médico conoce al dedillo cómo funcionan todos los órganos, cómo interactúan, qué los afecta y qué los beneficia, también sabe cómo funcionan
esos
órganos. Es un caso del típico conocimiento que puede hacernos felices. Que, reza el imaginario, puede hacernos descubrir cosas de nosotros mismos que siquiera sospechábamos. Un oasis de conocimientos aplicados al goce y la felicidad; ¿qué más podría pedirse del conocimiento?, ¿que modifique el mundo, que construya escuelas y puentes y epistemología y naves espaciales? Noooo, ¡por favor!

A todo eso que inviste al médico, el cirujano le agrega propiedades aún más especiales. Él interviene de un modo más tajante —si se permite la literalidad de ese lugar común— en los cuerpos, va hacia adentro de un modo radical y con el paciente en una situación que poco tiene que envidiar al descanso eterno: ahí está inerte a disposición de los instrumentos, con un tubo en la boca, ni respirar puede, y doblemente imposibilitado de hablar. El hombre hizo a Dios a imagen y semejanza de los cirujanos. Y ellos, los mismos cirujanos, lo saben más que cualquier rabí de Jerusalén; el problema es que se nota demasiado.

El secreto de los cirujanos no es sólo que se creen lindos y poderosos, sino que lo son. El poder que tienen sobre la vida y la muerte es más que evidente. Y la belleza fue «comprobada» por un estudio publicado en la prestigiosa revista
British Medical Journal
(si bien en su número de Navidad, algo más descontracturado para los habituales estándares de seriedad
made in
las islas). Un equipo de investigadores del Hospital Clínic de Barcelona mostró a un grupo de trabajadoras de ese hospital, 3 médicas y 5 enfermeras, imágenes de actores que hicieron de médicos en series famosas, cirujanos y clínicos. Les pidieron que los calificaran de 1 a 7 a los actores y a los 12 médicos y 12 cirujanos según su grado de belleza. Y fueron metodológicamente serios: descartaron en cada una de las puntuaciones el número más alto y el más bajo y usaron los restantes; es más, las estrellas del cine y la televisión fueron usadas como «grupo de control» porque no querían medir su belleza, que podría darse por descontada.

Desde luego los actores, un
dream team
que incluyó a George Clooney (el «Ross» de
E.R.
), Patrick Dempsey (el «Shepherd» de
Grey's Anatomy
) y Hugh Laurie («House»), aventajaron a todos. Obtuvieron un promedio de 5,96 contra el 4,39 alcanzado por los cirujanos y el 3,65 de los pobres médicos clínicos. No sólo se midieron parámetros subjetivos —al fin, de un pequeño grupo de mujeres— sino que también se midió la altura. Y volvieron a ganar los cirujanos que promediaron 1, 794 metros contra 1,726 de los clínicos (sensación reforzada por el hecho de que suelen usar zapatos con plataforma en tanto los clínicos llevan estetoscopios que los achican y encorvan).

Los autores de la, digamos, investigación, encabezados por el epidemiólogo Antoni Trilla y el cirujano Antonio Lacy encararon el trabajo luego de advertir a simple vista que los estudiantes (ellos dan clases) más altos y lindos iban hacia la especialización en cirugía, mientras los retacones y más fieros se hacían clínicos o dermatólogos. Junto con Trilla y Lacy —que fueron incluidos como objetos observacionales— se sumaron al equipo María Bertran, epidemióloga, y Marta Aymerich, hemopatóloga (que es la esposa de Trilla y que, naturalmente, decidió excusarse a la hora de tener que calificar a su marido «para no tener problemas en la cena de Navidad», según dijo), todos con más de 25 años de ejercicio de la profesión. Como no se hicieron públicos los votos individuales, la encuesta generó rumores, discusiones y hasta apuestas ilegales entre los compañeros de hospital.

Luego de que los resultados empíricos confirmaran sus supuestos, los doctores fueron un poco más lejos e hipotetizaron que el hecho de pasar más tiempo en el quirófano, un ambiente estéril y frío —respiran más oxígeno puro— es lo que podría mejorarles su aspecto general; y lo mismo por el hecho de usar barbijos quirúrgicos que los protegen contra pequeñas lesiones bacterianas en los rostros, lo que sería otro eficaz método contra el envejecimiento. Claro que harían falta más estudios para comprobarlo, sostienen. Como hallazgo anexo a la investigación y que no fue específicamente buscado mencionan que los cirujanos son menos calvos que sus colegas.

Más interesantes aún son los razonamientos que hacen respecto de las razones «evolutivas» que hacen a los cirujanos así. «Ser más altos y lindos tiene muchas ventajas evolutivas para los cirujanos. Su altura los hace más propensos a ser maestros y comandantes, y les da una mejor visión de la sala de operaciones, lo que incluye al paciente que está acostado. También, como el cirujano está normalmente acompañado por practicantes jóvenes, colegas en entrenamiento, enfermeras, anestesistas y demás, su altura y apariencia los hacen fácilmente identificables como líderes», en un contexto en que todos están con la cara cubierta por las mascarillas.

De todos modos, a estos científicos no les pasó inad­vertido el hecho de que las dos conclusiones no son del todo coherentes: o los cirujanos ya son lindos antes de transformarse en tales, o se van poniendo guapos con el paso del tiempo gracias a factores varios. Y terminan el
paper
con más humor: «La mejor alternativa publicada en la literatura (preguntar a un espejo: “Espejito, espejito, ¿quién es el más guapo de todos?”) sólo funciona para reinas. Aunque se sabe que el espejo siempre dice la verdad, actualmente no tenemos este dispositivo disponible ya que el sistema nacional de salud español no lo suministra».

Lo consulté a Antoni Trilla —que es más bueno que Lassie— vía correo electrónico sobre la actividad sexual en los hospitales españoles. Me agradeció que citara su artículo en este libro y me dijo: «Respecto a tu pregunta específica, la comentamos en una reunión de un Comité (serio) en el que participan diversos especialistas, de ambos sexos, y la sensación general es que la actividad sexual de los cirujanos, en horario y lugar de trabajo, es quizá mayor que la de los médicos, que mayoritariamente expresaban su extrañeza al respecto: una guardia de 24 horas, con más de 20 pacientes atendidos, no despierta especialmente la libido en nuestra especialidad. Eso sí, no tenemos datos objetivos al respecto, ni creo que los podamos conseguir… Si realizásemos una encuesta, me temo que muchos de los sujetos objeto de estudio tenderían a sobrestimar sus actuaciones y conquistas, por lo que el resultado sería poco o nada fiable. Anécdotas en este sentido, yo no tengo ninguna en particular. Hay historias al respecto (que pueden ser leyendas urbanas del hospital) como la de una médica residente (de una especialidad quirúrgica) de la que se afirmaba había “coleccionado” a toda la plantilla masculina de su servicio. Los que no éramos de su servicio no formábamos parte del objeto de sus deseos, así que no podemos dar fe».

Ese imaginario del médico galán también ha sido retroalimentado por (y ha causado) novelas rosa protagonizadas por galenos. Otro estudio, en este caso del psiquiatra Brendan Kelly y publicado en
The Lancet
(una de las más importantes publicaciones de
papers
médicos del mundo y cuyo nombre proviene del instrumento para practicar sangrías), revisó veinte de esas obras para llegar a algunas conclusiones curiosas. «Había una acusada preponderancia de médicos brillantes, altos y musculosos; habitualmente eran de origen mediterráneo y habían sufrido tragedias personales. Las médicas y enfermeras tendían a ser cualificadas, guapas y decididas, pero, de todos modos, compasivas; muchas habían superado considerables obstáculos personales y profesionales en sus vidas. Con frecuencia, los protagonistas de ambos sexos habían renunciado a sus vidas personales para cuidar mejor a sus pacientes, muchos de los cuales sufrían enfermedades mortales de las que se recuperaban», mencionó en una entrevista el también docente del Colegio Universitario de Dublín. El artículo, que añade que las ventas anuales de este tipo de literatura romanticona (no sólo con médicos de protagonistas, desde ya) generan 1.200 millones de dólares, concluye diciendo, supongo que con ironía, que «estas novelas llaman la atención sobre las posibilidades románticas de la atención primaria y la aparente inevitabilidad de las pasiones descontroladas en la medicina de urgencias, sobre todo la practicada en aviones. Estas novelas sugieren que existe una urgente necesidad de incluir instrucciones en las artes amatorias en los programas de formación para médicos y enfermeras que pretendan trabajar en estos lugares». En esas veinte novelas se formaron once parejas médico-médica y ocho médico-enfermera. Y a los cirujanos les iba, cómo no, mejor. Pero a Kelly su experiencia le dice que la realidad no es tan así, la guardia no es tan emocionante, clama sin saber que en nuestros países le dirían que cada uno habla según cómo le va en la feria. En otro artículo periodístico, un profesor de medicina de Michigan, Mark Fendrich, le salió al cruce: «El potencial para el romance es alto en los ambientes emocionalmente intensos, como los hospitales», detalló. Gracias, Mark, ya lo sospechábamos.

Entrevisto a Rodrigo, cirujano, residente de segundo año. Su llegada, el modo en que nos desencontramos, su timidez, desmienten lo que me dijeron y me dirán aún sobre estos especialistas, cosas todavía peores, durante el resto del libro (y que yo ya las sé, pequeñas ventajas de tener una idea del rumbo que tomarán estas páginas). Ya la cordialidad telefónica me había resultado rara, discordante con la soberbia supuesta para la casta cirujanil. Al rato de hablar —café porteño alfajorero de Corrientes y Uriburu, seis y media de la tarde, calor de inicios de septiembre— me cuenta que es de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, digamos Pehuajó, que sus padres no eran médicos; de hecho nadie en su familia, bah una prima, creo, medio lejana. Mis hermanas estudian para contadoras en Santa Rosa. Me enarca las cejas, lo que profundiza unas entradas que se transformarán en calvicie hecha y derecha en pocos años, antes de los 35 pronostico para mí desde la soberbia que da un manojo tal de pelos que me cubren y que hay que desforestar como el Amazonas cada dos meses. Mi papá tiene un camión y mi mamá, nada, mi mamá es empleada de la Municipalidad, dice. ¿Cómo un camión?, trato de sonsacarle. Rodrigo no es alguien particularmente expansivo y parece levemente incómodo o, más bien, parece adaptado a su incomodidad y convive con ella con naturalidad, la domina, la sujeta y en definitiva la hace bailar a su antojo, triunfo de la mente. La voz no se le quiebra ni le tiemblan las manos.

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