Authors: Martín de Ambrosio
Tags: #ebook, #libro online, #libro electrónico, #editorial planeta, #guardapolvos, #sexo, #hospital, #diario perfil, #médicos, #enfermeras, #pacientes, #cirujanos, #enfermos, #enfermedades, #consultorio, #clínica, #perversion, #morbo, #mitos, #calentura, #guardias, #medicina, #residentes, #residencias, #sexopata, #sexo público, #De Ambrosio, #fantasías, #kinesiologos, #traumatologos, #instrumentadores, #instrumentadoras, #sala de espera, #camilla, #laboratorio, #examenes, #estudiantes, #jefe, #servicio, #sanatorios, #clínicas
Pocos pueden darse el lujo de encerrarse «para matarnos en un cuarto de hotel», como cantaba el cuartetero Rodrigo Bueno, encierro que deja a salvo no sólo la vida sino que permite evadir las miradas indiscretas. Quienes ostentan buenos récords en esto de apareamientos de largo término son las martas cibelinas âun mamÃfero que vive en Rusia y cuya piel funciona bien para confeccionar tapadosâ que copulan durante horas y horas. Ocho en total, dice Ambrosio GarcÃa Leal, qué hambre. También hay insectos que se pasan semanas en cópula, pero nadie desea nada de la vida de un insecto, por más que puedan jactarse whisky en mano de sus hazañas mÃnimas; unos sapos particulares (los
Atelopus
) están sobre la hembra cuatro meses seguidos, qué cargosos. Y, en época de celo, los leones tienen más de 150 relaciones en dos dÃas: lo que parece un error en las técnicas de retardo es en realidad una estrategia para estar seguro de que el embrión que cargará la leona será el propio, no sea cosa.
Según determinó la Sociedad Internacional de Medicina Sexual, para el machito humano, una cópula de menos de 60 segundos significa sufrir de sÃndrome de eyaculación precoz (pero, a no temer, puede tratarse⦠no sólo cambiando de pareja, señor, señora). Lo interesante es que la humana eyaculación precoz es algo relativamente novedoso: antes de que el goce femenino fuera la norma para Occidente, qué importaba, cuanto más rápido pasara ese molesto trámite, mejor. Y, lo dijimos antes, en apenas una generación o media generación, no mucho más allá de nuestras abuelas o nuestras tÃas más grandes. Refinamiento cultural reciente, mucho más que la ópera, las novelas de VÃctor Hugo o los relatos de Morales.
Otro punto más a favor de la singularidad de la sexualidad humana, culturalÃsima. Y por no decir nada de un tema escabroso: el tamaño del pene, exorbitante e innecesariamente grande en el ser humano (en comparación con otros monitos más modestos). GarcÃa Leal, entre otros autores, sostiene no sólo eso sino también que su estructura («en forma de émbolo», es decir, el dispositivo mecánico de ciertas bombas hidráulicas, por ejemplo) esconde una función, quizá no del todo vetusta hoy pero sà poco evidente: retirar el esperma de una pareja anterior de nuestra pareja actual y colocar el nuestro en un lugar preferencial, so traidora. Y he aquà otra diferencia con los otros primates más peludos. Un pene humano necesita entre 100 y 500 embestidas o, cómo llamarlas, ¿idas y vueltas? ¿entradas y salidas? Bueno, ese número, mientras que un macaco se maneja en un rango de entre 2 y 8, un mono búho no pasa de 4 y el mono aullador puede llegar a 20.
1
Ochos segundos ellos, entre ocho minutos y hasta una hora los machos humanos. Qué orgullo.
LucÃa
Nacida en un lugar de la provincia de Buenos Aires, a más de 400 kilómetros de la Capital, LucÃa âsu nombre, como todos, es ficciónâ estuvo tres años como interna del Pabellón V del Hospital de ClÃnicas de la Ciudad de Buenos Aires. Según cuenta ahora âsentada en un bar en una esquina del barrio de Belgrano, frente a ciertos cinesâ, allÃ, cerca de finales de la década del 70, convivÃan médicos del interior que no tenÃan dónde dormir. En el ClÃnicas hizo todos sus años de residencia y conoció a quien serÃa su marido. Ãl era porteño, y hasta auto tenÃa, toda una rareza por entonces, un sÃmbolo de estatus; provenÃa de toda una familia de médicos, otro signo de aristocracia. Pero âotra señal en el mismo sentido que las anterioresâ falsificó su condición de salteño para poder vivir allà y ser médico 24 horas, siete dÃas a la semana.
Como le pasa a mucha gente que pasó los cincuenta años, LucÃa âhoy directiva en un hospital de Buenos Airesâ dice que en la actualidad es otra historia, que antes todo era distinto; y mejor, claro. Ni siquiera cede a la idea de que ahora la libertad sexual es mayor y, por ende, hay más y mejores actos sexuales. No cree en nada de eso, aunque no se la ve especialmente mal, ni amargada, ni mucho menos. No a simple vista.
Todas sus referencias son sobre gente con apellido, gente de prestigio académico (médico) mundial, que sale en los diarios; desde luego, como todos, pide que no se mencione explÃcitamente a nadie. Parece orgullosa de haber compartido momentos de su vida con ellos, de haberlos siquiera rozado.
Parece que âcuentaâ el Pabellón V del ClÃnicas estaba separado en un ala masculina y una femenina. Las mujeres casi siempre tenÃan que compartir sus habitaciones; los hombres, rara vez. La primera historia que elige contar sucedió un jueves, después del mediodÃa cuando el trabajo en el hospital mermaba notoriamente; se habÃa hecho un asado para festejar el cumpleaños de uno de los residentes. Entre los viandantes habÃa una chica de afuera, a quien supusieron novia de alguno. Pero a eso de las cuatro de la tarde, subieron el volumen de la música, apagaron las luces, sacaron la red de una mesa de ping-pong que habÃa y esta chica comenzó con un show de
strip-tease
para un público de quince médicos y médicas. El pacto que se habÃan hecho era que con el desnudo final llegarÃa un sorteo y alguien recibirÃa el premio mayor: se la llevarÃa a una de las habitaciones. Pero un pÃcaro les ganó a varios de mano y mientras se discutÃa no sé qué cosa, enfiló acompañado para una de las habitaciones. Cuando descubrieron el engaño, sobrevino la furia y la venganza: por la banderola de la pieza lograron meter una manguera prevista contra incendios y asà separar a la flamante pareja. Pero el agua arrojada fue mucha, mojó a varios de los que quedaban de la fiesta y llegó hasta el segundo piso. Se enteraron los jefes, pero las reprimendas fueron suaves y las sanciones, ridÃculas. En consecuencia, se volvió a usar el agua para despertar gente que no se querÃa prender en festejos o en ruedas de canciones.
LucÃa coloca a esos años como los mejores de su vida; aunque no lo diga jamás asÃ, se le nota. Como habÃa mucha gente del interior, tenÃamos una mÃstica muy especial, dice, nos reunÃamos a cantar casi todas las noches, recuerda. Pero recalca que no todo era fiesta, y que se estudiaba mucho para ateneos y presentaciones, y que todos se convirtieron en clÃnicos y cirujanos brillantes. Otras dos parejas terminaron también casadas; ella tuvo dos hijos, y a los ochos años se separó. Pero no adjudica, para nada, su divorcio al hecho de las libertades sexuales que viven los médicos, dice y se rasca la nariz.
Recuerda la despedida de solteros que les hicieron: les enyesaron los brazos. Lo cual no serÃa nada si no fuera porque unas horas después y con bastante alcohol circulante, fueron sometidos a la ruptura del yeso con las sierras⦠que, ahora sà de verdad, pudieron haberlos desmembrados. Siempre estábamos al borde del desastre, dice, pero asà canalizaban los cirujanos el estrés. HabÃa camaraderÃa.
A su marido lo conoció en ese contexto parrandoso. Nos veÃamos todos los dÃas, almorzábamos y cenábamos, intimábamos más con todos, dice. Se puso de novia al final del primer año. Ãl salÃa con una chica de afuera y yo no le daba bolilla. Todo cambió cuando una noche tuve dos invitaciones más para salir: una, de un médico grosso y otra de un ingeniero también del interior. Se decidió por la tercera, de quien se transformarÃa en su marido.
Y vuelve sobre la mÃstica, lo que compartÃan. Era como ser hippies pero con estudios, dice. Si habÃa paros y no tenÃamos quién cocinara, los hombres traÃan la comida desde el subsuelo al pabellón. Igual, desde luego, el espÃritu de comunidad tenÃa sus lÃmites: una de esas veces llevaron casi una res entera y a las mujeres apenas si les dejaron las sobras, recuerda.
También cuenta cosas que le pasaron a otras. Una vez, una compañera estaba de guardia en otro hospital y decidió acostarse en una de las cuchetas que solÃa usar, arriba. Al rato, ya dormida, escucha que entran dos que no eran pareja. Los reconoce por las voces; ella estaba casada. Y se ponen muy plácidamente a hacer el amor casi en su oÃdo, sin suponer que habÃa alguien tan cerca, arriba. Ella se quedó todo el tiempo, que fue mucho, inmóvil, estupefacta.
Casos de médicos y médicas casadas y con relaciones paralelas durante años conozco muchos, dice. Yo y los demás los podÃamos y podemos ver casi a diario. Hacen las guardias, tienen algún escarceo nocturno (o no, según cómo venga la mano de trabajo), desayunan juntos y después vuelan cada uno para su casa.
Pero a veces las mujeres engañadas se enteran. Como una que lo fue a buscar y lo arañó por un largo pasillo del hospital y durante un viaje en auto. Fue famoso el caso, dice, por eso no te cuento en qué hospital, todo el mundo sabrÃa de qué hablo.
En la comunidad, adentro, todo se sabe. Y cada uno podrá responder por sà mismo por qué no se divorcia, dice. LucÃa cree que la mujer es la que menos se separa de lo que tiene, por los chicos y, o, por la seguridad económica que el hombre puede darle. En eso parece pensar de un modo clásico, LucÃa. Los varones, hoy, arriesgan más. Pero hay relaciones que no se entienden, dice. TenÃa una compañera brillante que salÃa con el ascensorista y otra con el chofer de la ambulancia. Eso, para LucÃa, es el colmo de la asimetrÃa. Hay un abismo, dice. La que salÃa con el ascensorista, médica brillante, estaba casada. Por qué lo hacÃa, alguna virtud tendrÃa el ascensorista, hipotetiza el cronista en busca de eficaz contrapunto. No sé, repone ella. Era una experiencia que buscaba, algo asà como vivir al lÃmite, dice, al borde del precipicio, insiste. Que tener un amante, que vivir la relación furtiva, que escaparte, que arreglar horarios insólitos. Pero, está segura, nunca iba a dejar a su marido, a quien tal vez amara.
Un clásico de hospital son las parejas de cirujano e instrumentadora, se ve mucho.
Una amiga médica de LucÃa se dio cuenta de que precisamente su marido cirujano salÃa con la instrumentadora. Ãl lo negó toda vez que pudo, con todo el énfasis necesario, hasta que ella, su mujer, irrumpió un dÃa en su consultorio. Ãl estaba solo. Pero una intuición, un dato, le hizo abrir el armario y ahà estaba ella sin mucho que instrumentar. El tema, dice LucÃa, es que él se habÃa casado con ella porque (él) era de clase baja y su mujer le aportaba un apellido con resonancias aristocráticas, justo lo que necesitaba. No se separaron; cómo se lo digo a mi familia, a mi padre, dice LucÃa que argumentó su amiga.
Las guardias son proclives a todo porque uno se pasa un dÃa entero ây eterno, a vecesâ con alguien y eso contribuye al acercamiento. Pero también hay tipos patológicos. Como el cirujano pediátrico que tenÃa el berretÃn de levantarse (LucÃa no usa esta palabra, dice «se enganchaba») a las madres de los chicos que tenÃan que operarse. Era el aristócrata que le gustaba salir con madres de chicos de hospital público; incluso llegado el caso, gitanas, dice ella, imaginate vos. Qué perversión, desliza el cronista para que la historia continúe. Pero LucÃa dice que no era un pervertido, que era un
playboy
, alguien que buscaba vivir y relacionarse sexualmente en un ámbito distinto al de siempre, al de su familia. HabÃa dicho «aristócrata» y aclara: su mujer era dueña de medio paÃs, no me pidas nombres, ruega, y el cronista tiene que aceptarlo y seguir escuchando, es el contrato implÃcito. Ãl era pintón, agradable, canchero y las mujeres no se rendÃan ante él porque estaban en un momento de vulnerabilidad en que descansaban su vida y la de sus hijos en las hábiles manos del cirujano: era un halago en cualquier circunstancia.
Pero no todos son
bon vivants
, desde luego. En otro hospital, un cirujano dejó a su mujer para irse con la instrumentadora. Cuando al año de vivir juntos, ella decide a su vez dejarlo, él ordena su consultorio, se pincha una vena y se suicida por goteo para que le dé un paro cardÃaco. Beneficios de tener el
know-how
. En ese mismo hospital hubo un caso de prácticas homosexuales entre un médico, casado con hijos, y un conscripto, un recluta de la colimba. LucÃa dice que salió en los diarios incluso, a fines de los 80. Fue un escándalo pero hay mucha homosexualidad también, dice, más de la que puede parecer.
Y vuelve a los cirujanos. Son complicados porque se creen superiores al resto. Ellos dicen en broma que tienen el fuego de Dios. En broma, pero lo dicen, dice LucÃa. Los anestesistas no; a cambio de eso, son conflictuados, introvertidos. Sà se dan los casos de dermatólogos con sus pacientes. Y cirujano plástico, dice, suspira: tener un cirujano plástico al lado es el sueño de toda mujer.
LucÃa cree que antes todo era más divertido, más relajado. Cree que ya no existe la misma mÃstica de las guardias de antes, de compañerismo. Se perdieron muchas cosas. Ahora todos están obsesionados con hacer carrera, con mejorar sus currÃculums, con ser más competentes. Antes se casaban jóvenes; hoy hasta eso han postergado en pos de progresar. Hay casos en las guardias; hace poco en mi hospital se nos perdió una chica y la buscamos hasta por la policÃa, llamamos a sus familiares; bueno, estaba en un consultorio teniendo sexo, pero no le habÃa avisado a nadie para que la cubriera.
Todo tiene que ver con que antes el trabajo era distinto. Una guardia ahora es mucho más trabajosa que antes, con la inseguridad, con los acuchillados, baleados, el fantasma de ser acusado de mala praxis. Antes habÃa más tiempo para convivir, dice y sigue de largo.
Otro caso es el de mi cuñado. El
bon vivant
que te dije que murió a los 50, vÃctima de un ataque cardÃaco final, que fue el corolario de una vida apurada por la certeza de la muerte inminente. Vivió al mango, dice. Sus guardias eran famosas. TenÃa dos amantes a la vez. Estaba casado y tenÃa hijos. Una vez, una de sus amantes se habÃa ido a Chile y desde ahà le escribió una carta, no era época aún de correos electrónicos. El asistente de mi cuñado, un tarambana, le dio la carta a la mujer que se tomó el cuidado de abrirla con vapor, leerla y volver a cerrarla prolijamente. Y asà fue que se la dio a su marido, pero él se dio cuenta de que otros ojos habÃan leÃdo antes esas lÃneas. Ambos sabÃan que el otro sabÃa, pero nunca se dijeron nada, lo manejaron tácitamente. Al poco tiempo, él se le apareció con un tapado de piel espectacular, una especie de premio a su silencio; asà pagó su travesura. Ella sabÃa todo, incluso que se iba a morir joven, pero lo idolatraba, no le importaba qué hiciera. Y cuando murió fue un drama.