Grotesco (18 page)

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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Grotesco
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Cuando mi padre me dio permiso para vivir con los Johnson al día siguiente de aquella terrible pelea con mi hermana, me sentí extasiada. Johnson y yo nos dejamos llevar y cometimos una locura: echar somníferos en la bebida de Masami. Cuando ella empezó a roncar, pasamos el resto de la noche abrazados en la cama, a su lado. En otra ocasión, mientras ella estaba en la cocina haciendo carne a la parrilla o cualquier otra cosa de espaldas a nosotros, Johnson comenzó a acariciarme en el salón mientras fingíamos estar viendo la tele. Por encima de la tela de los pantalones, me frotó ahí abajo con sus manos, y luego colocó las mías alrededor de su cosa cuando ésta estuvo dura. Ésa era la primera vez que yo tocaba a un hombre de ese modo, y me convencí de que Johnson sería mi primer amante.

Desde el principio supe que nunca tendría a un chico japonés como amante. Para empezar, porque nunca se me acercaban y actuaban como si yo les aterrorizara porque era mestiza; de alguna forma, estaba fuera de su alcance. Pero, como consecuencia de ello, me atacaban en grupo y me gastaban todo tipo de bromas obscenas. Lo peor era encontrarse con un grupo de chicos del instituto en el tren: me manoseaban de una forma tan violenta que hasta me tiraban del pelo, y a mí no me quedaba más remedio que soportarlo. Una vez unos chicos me rodearon y me hicieron jirones la falda. Aprendí a una edad muy temprana; entendí que para sobrevivir sólo había una forma de luchar contra un hombre.

—Será mejor que vaya tirando o llegaré tarde a clase.

Johnson hizo una mueca amarga, y se levantó doblando su enorme cuerpo en dos. Era tan grande que siempre que se tumbaba en mi estrecha cama la mitad de su cuerpo sobresalía por un costado como si estuviera a punto de caerse. Era profesor de inglés y enseñaba en una escuela frente a la parada de la línea de Odakyu. Desde aquí se tardaba una hora en el tren exprés. Decía que en su clase había unas doce mujeres, todas ellas amas de casa.

—Digamos que un profesor de conversación en inglés de cincuenta y un años no es muy popular. Supongo que preferirían a un jovencito guapetón. ¿Por qué en Japón las únicas que quieren estudiar inglés son mujeres jóvenes? Si quiero dar clases, debo irme a un pueblecito del interior como ése. De lo contrario, no tendría alumnos.

Cuando Masami le pidió el divorcio, Johnson perdió la dignidad, el nombre, su dinero y todo lo demás. Lo despidieron de su trabajo como agente de valores extranjeros, y la cantidad que tuvo que pagar por el divorcio fue tan exorbitante que para él supuso un sacrificio tan grande como si le pidieran que se arrancara la piel a tiras. Sus parientes, una familia ilustre del nordeste de Estados Unidos, le dieron la espalda y le prohibieron que volviera a verme. Masami, por supuesto, había aireado los trapos sucios en el juzgado, contándole a todo el mundo que Johnson mantenía una relación conmigo.

—Más que un traidor; mi marido es un criminal. Se aprovechó de una chica de quince años de la que debía hacerse cargo. Ambos actuaron a mis espaldas e hicieron cochinadas en mi propia casa. Me preguntan que cómo es posible que eso sucediera durante tanto tiempo y yo no me diera cuenta, pero es que ¡yo cuidaba de esa niña! Le tenía tanto aprecio… Nunca, ni en un millón de años, me habría imaginado que podría hacer algo así. No solamente me traicionó mi marido, sino que también lo hizo ella. ¿Puede alguien comprender cómo me siento?

Después de eso, Masami se explayó largamente describiendo con todo lujo de detalles cómo había descubierto lo que nos llevábamos entre manos. Al divulgar nuestro secreto refirió todos los pormenores, con tanto lujo de detalles que incluso el juez y los abogados no tardaron en ruborizarse.

Todavía estaba pensando sobre el pasado cuando Johnson, que había acabado de vestirse, me dio un beso en la mejilla.

—Te veo luego, cariño —me dijo como siempre hacía.

—Adiós, cielo.

Solíamos despedirnos del mismo modo, medio en broma.

Por entonces, yo todavía iba al trabajo. Mientras estaba en la ducha lavándome el sudor de Johnson y otros fluidos corporales, reflexioné sobre nuestro extraño destino. Aunque yo lo hubiera querido de otra forma, Johnson no fue el primer hombre con el que estuve. La sangre que corre por mis venas es mucho más dada a la lascivia de lo que se considera normal. Mi primer hombre fue Karl, el hermano menor de mi padre.

2

A
hora me parece todo más claro. Desde que era niña poseía algo que atraía a los hombres, tenía el poder de hacer aflorar en ellos el llamado complejo de Lolita. Por desgracia, sin embargo, cuanto mayor me hacía más difícil era conservar ese encanto, aunque no me abandonó de golpe. Todavía lo conservaba hasta cierto punto mientras tuve veinte años. Y puesto que mi belleza siempre ha superado de largo la de una mujer normal, aún hoy, con treinta y seis, soy atractiva. No obstante, ahora trabajo como chica de alterne en clubes baratos y, a veces, también como prostituta. Por lo que supongo que, en el verdadero sentido de la palabra, me he vuelto fea.

Mi sangre lasciva no me deja otra elección más que desear a los hombres. No importa lo vulgar que me vuelva, lo fea, lo vieja…, mientras haya vida en mi cuerpo seguiré deseando a los hombres. Es mi destino. Aunque ellos ya no se sorprendan al verme, aunque ya no me deseen, aunque me desprecien, he de acostarme con ellos. Mejor dicho, ansío acostarme con ellos. Es la contrapartida de un don que nadie puede conservar eternamente. Supongo que se podría decir que mi «poder» era poco más que pecado.

Mi tío Karl vino a buscarnos al aeropuerto de Berna con su hijo, Henri. Era principios de marzo y el aire todavía era frío y punzante. Karl llevaba un abrigo negro y Henri un plumífero amarillo. Un bigote ralo le había empezado a crecer alrededor de los labios. Karl no se parecía en nada a mi padre —rubio y flaco—, sino que era moreno y robusto. En todo caso, sus ojos avellanados y cóncavos, y el cabello negro, le daban un aire asiático. Karl abrazó a mi padre, feliz de verlo de nuevo, y luego le estrechó la mano a mamá.

—¡Bienvenidos! Mi mujer está deseando que vayáis a nuestra casa enseguida.

Mamá asintió levemente y retiró su mano de la de Karl en cuanto pudo. Incapaz de ocultar su incomodidad, Karl me miró y dio un paso atrás: en ese mismo instante supe que Karl era igual que Johnson.

Cuando Johnson y yo nos conocimos, yo tenía doce años y él veintisiete, de modo que aunque podía sentir su corazón galopar cada vez con más fuerza, yo no pude corresponderle de inmediato. Cuando conocí a Karl yo ya tenía quince años. Reconocí al instante el deseo que brillaba en sus ojos, y decidí que era hora de corresponderle.

Pronto trabé amistad con Henri, que era más o menos de mi edad; él tenía entonces veinte años. Me llevaba al cine, a tomar café y a las pistas donde esquiaba con sus colegas. Siempre que uno de sus amigos preguntaba «¿Quién es?», él respondía: «Es mi primita, ¡ni tocarla!» Sin embargo, al final me aburrí de salir siempre con él: tan sólo me quería para alardear.

Por aquel entonces me percaté de algo extraño. Con chicos como Henri o compañeros de clase que tenían más o menos mi edad no era capaz de ejercer el mismo tipo de poder mágico que encandilaba a los hombres maduros. Era casi como si no percibieran mi encanto. Para los jóvenes yo era un chica normal y corriente, en ningún caso una diosa. Aunque no dejaban de mirarme, no era capaz de hacer surgir en sus ojos la misma excitación que provocaba en los hombres de edad. Aburrida de Henri, empecé a idear formas de quedarme a solas con Karl.

Una tarde pasé por casa de mis tíos cuando volvía del colegio fingiendo que me había confundido con la hora a la que habíamos quedado. Sabía que a esa hora Henri todavía estaría en la fábrica, y también sabía que mi tía Yvonne estaría en la panadería donde trabajaba media jornada, y que la hermana pequeña de Henri aún no habría regresado de la escuela. Mi padre me había dicho que Karl había vuelto a casa poco después del mediodía para hablar con el contable. Se sorprendió al verme.

—Henri no vendrá hasta después de las tres.

—¿En serio? Debo de haberme confundido con la hora a la que habíamos quedado. ¿Qué puedo hacer?

—¿Quieres entrar y esperarle? Podría prepararte un café. —Noté que su voz temblaba.

—Pues si no molesto…

—No te preocupes, de todas formas ya hemos acabado.

Karl me acompañó a la sala de estar, donde el contable estaba recogiendo sus papeles. Me senté en el sofá, que estaba tapizado con una tela lisa, y Karl me trajo una taza de café y algunas galletas que había preparado Yvonne. Lo único bueno de las galletas de mi tía es que eran dulces, porque por lo demás estaban malísimas.

—¿Te has adaptado al colegio?

—Sí, gracias por preguntar.

—Y parece que no tienes problemas con el idioma.

—Henri me enseña mucho.

Karl siempre vestía tejanos para ir a la fábrica, pero ese día llevaba una camisa blanca almidonada con unos pantalones grises y un cinturón de piel negra. La ropa de empresario no le sentaba bien; parecía tenso e incómodo. Se sentó delante de mí, moviéndose con nerviosismo, y paseó la mirada por mis piernas y luego por la minifalda del uniforme hasta llegar a mi cara. La tensión empezó a volverse tediosa. Comencé a pensar que había sido una estúpida por creer que podría esperar que Karl diera el primer paso, pero justo cuando miré mi reloj, él dijo, con una voz ronca por el deseo:

—¡Ah, si tuviera la edad de Henri!

—¿Por qué?

—Porque eres tan encantadora. Nunca he visto a nadie tan hermosa como tú.

—¿Porque soy medio japonesa?

—Bueno, digamos que me enamoré locamente en el mismo momento en que te vi.

—Me gustas, tío Karl.

—Es una pena, porque no está bien.

—¿Por qué no está bien?

Karl se ruborizó como un colegial. Me levanté, fui hacia él y me senté en su regazo. Luego le rodeé los hombros con los brazos, de la misma forma que tantas veces había hecho con Johnson. De inmediato sentí su cosa dura en el trasero. Era igual que con Johnson. ¿Es que algo tan duro y grande podía introducirse dentro de mí? ¡Cómo iba a doler!

—Ahhh —dejé escapar un pequeño suspiro imaginándome cómo sería.

Ésa fue la señal que necesitaba Karl. Apretó sus labios contra los míos en un beso hambriento y, con manos temblorosas, desabrochó con impaciencia los botones de mi blusa escolar y los corchetes de mi falda. Ambas prendas cayeron al suelo a nuestro alrededor, junto con los zapatos y los calcetines.

Cuando ya me había dejado en ropa interior, Karl me cogió en brazos y me llevó al dormitorio. Allí, en la cama dura de roble que compartía con su mujer, perdí mi virginidad. Me dolió mucho más de lo que esperaba, pero al mismo tiempo obtuve un placer tan intenso que no me cupo ninguna duda de que aquello me había gustado más que ninguna otra cosa en el mundo.

—Oh, Dios mío, ¿cómo puedo haberme acostado con una niña…, y, además, como mi propia sobrina?

Karl se apartó de mí tan aprisa que a punto estuvo de tirarme de la cama. Se llevó las manos a la cabeza como si sufriera muchísimo. ¿Qué había tan terrible en lo que habíamos hecho?, me pregunté. Había sido maravilloso. De inmediato me sentí decepcionada por cómo él, abrumado por el arrepentimiento, había vuelto tan rápidamente a la realidad. No obstante, por su parte, Karl también se sentía desencantado. El sobrecogimiento y la admiración que había encontrado en su mirada desaparecieron tras hacer el amor. Ésa fue la primera vez que noté que, después de acostarse conmigo, una expresión de vacío se apoderaba de los hombres, como si hubieran perdido algo en el camino. Quizá por eso ahora siempre estoy buscando un hombre nuevo; quizá por eso soy prostituta.

Después de esa primera vez, me encontré con Karl a escondidas en varias ocasiones más. Una vez, no recuerdo cuándo, me recogió con su Renault cuando volvía a casa del colegio y condujo, conmigo en el asiento trasero, sin mirarme ni una sola vez. Fuimos a una cabaña de un amigo suyo situada al pie de una montaña. Era temporada baja y no había nadie por los alrededores. La cabaña era oscura y habían cortado el agua.

Con cuidado de no ensuciar la moqueta, extendimos unos periódicos en el suelo y organizamos un picnic con vino, panecillos y lonchas de salami. Karl me desnudó e hizo que me colocara en varias posiciones sobre la colcha blanca de la cama doble. Luego me sacó unas fotos con una cámara réflex. Cuando al final vino a la cama conmigo, mi pasión se había enfriado tanto como mi cuerpo.

—Tío Karl, tengo frío.

—Pues te aguantas.

Antes de que empezáramos a tener sexo, yo ya sabía que no era correcto hacerlo entre familiares de sangre. Y nosotros éramos familiares de sangre. La única persona que de ningún modo debía enterarse de nuestra relación era el hermano mayor de Karl, es decir, mi padre. Temíamos su reacción. Inevitablemente, cuando Karl acababa, siempre murmuraba con nerviosismo:

—Si lo supiera mi hermano, me mataría.

Los hombres viven según unas reglas que han creado a su medida; entre ellas, la que especifica que las mujeres les pertenecen. Una hija pertenece a su padre; una mujer, a su marido. Los deseos propios de una mujer son un obstáculo para los hombres y lo mejor es ignorarlos. Además, el deseo es exclusivo del hombre. Es su papel hacer insinuaciones a las mujeres, y proteger a sus mujeres de las insinuaciones de los otros hombres. En mi caso, yo era una mujer que había sido seducida por un miembro de su propia familia y, según las reglas de los hombres, eso no estaba bien. Por esta razón Karl estaba tan aterrorizado.

Yo no quería pertenecer a nadie. Para empezar, mi deseo no era un asunto irrisorio que un hombre pudiera proteger con facilidad. Pero ese día Karl estaba cambiado. Insultó a mi padre.

—Mi hermano no es lo que dice ser. No es muy claro con la contabilidad y, cuando se lo hice notar, se enfadó conmigo.

Para colmo, trata a su mujer de una forma imperdonable; se comporta con ella como si no fuera más que una criada.

Karl no lo habría entendido si yo le hubiera explicado que en realidad era mamá la que se comportaba como criada por voluntad propia. Tras mudarnos a Suiza, se sentía acomplejada por el hecho de ser japonesa. A diario preparaba caros platos japoneses y, luego, como nadie podía acabárselos, los guardaba en la nevera, donde pronto se abarrotaban Tupperwares llenos de
hijiki
hervido, estofado de
nikujaga
o lonchas de raíz de bardana. Aquellos recipientes me transmitían la tristeza de mi madre y dejaban en mí una sensación siniestra.

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