Grotesco (70 page)

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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Grotesco
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Aquella noche, ambos nos pusimos muy sentimentales, pero eso no evitó que yo rompiera a reír cuando oí su ridículo soliloquio.

—Amaba a esa prostituta —dijo Zhang—. La que dices que se llamaba Yuriko.

—¡Por favor! No estás hablando en serio, ¿verdad? Si acababas de conocerla. Yuriko no era más que una puta vieja. Además, ella nunca habría confiado en ti. Odiaba a los hombres, ¿sabes?

Cuando me eché a reír, Zhang me cogió del cuello como si fuera a estrangularme.

—Así que te parece divertido… ¿Y si te hago lo mismo a ti, puta estúpida?

La luz anaranjada de la escalera se reflejaba en los ojos de Zhang, haciéndolos brillar. Parecía endemoniado, su rostro tenía un aspecto espeluznante. Asustada, aparté las manos de Zhang y me puse en pie. Notaba húmedas las mejillas, pero cuando me las enjugué con la mano noté que no era agua de lluvia, sino saliva de Zhang. Esperma, saliva: la mujer como recipiente de lo que el hombre expulsa.

—Lárgate —me espetó despachándome con un gesto de la mano.

Bajé por la escalera resbaladiza apartando la basura húmeda que encontraba a mi paso. ¿Qué tenía Zhang que hacía que quisiera huir de su lado desesperadamente? No lo sabía. Al llegar a la puerta de entrada, me topé con un hombre. Su cuerpo, empapado de lluvia y sudor, con una camiseta que delineaba su esbelta figura, emanaba un olor peculiar. Era Dragón. Me acomodé la peluca.

—¡Hola! —saludé. Él no respondió, pero me observó de arriba abajo con su mirada afilada—. Zhang está en la azotea. ¿Sabes por qué está allí? Parece que se esconde por algo que ha hecho.

Pensaba decirle que había asesinado a Yuriko y que por eso se ocultaba, pero antes de que pudiera hacerlo, Dragón me sorprendió con una explicación de su propia cosecha.

—Se esconde de nosotros, el muy capullo. Nos ha estafado dinero, y hasta que no nos lo devuelva le hemos prohibido entrar en el apartamento.

La noche que me acosté con Chen-yi y Dragón fue porque Zhang me engañó. Recuerdo que a Dragón incluso le había parecido bien.

—Ya, pues además ha matado a una prostituta. Ha asesinado a una prostituta en Shinjuku —le dije sonriendo.

—¿Una prostituta, dices? Que mate a todas las que quiera; es fácil encontrar repuestos. Pero dinero…, ¡ése es otro cantar! —Dragón agitó en el aire el paraguas que llevaba en la mano, salpicando agua por todas partes—. ¿No crees?

Asentí porque en algo tenía razón. El dinero tenía más valor que la propia vida. Sin embargo, cuando yo muriera, mi dinero no tendría ningún sentido porque mi madre y mi hermana se lo gastarían todo. Sólo de pensarlo me enfurecía, pero ¿qué podía hacer al respecto? Me disgustaba el hecho de que no hubiera caído antes en algo tan simple. Dragón me miró y se rió con sorna.

—¿Te crees todo lo que te cuenta ese capullo? Zhang es un mentiroso, ¿sabes? Nadie se cree nada de lo que dice.

—Todos mentimos.

—Pero es que nada de lo que dice ese perdedor es verdad. Siempre está fingiendo haber trabajado muy duro, hablando sobre cómo se marchó de su pueblo para buscar fortuna en la ciudad. Pero la verdad es que se cargó a su abuelo, a su hermano mayor y al hombre que tenía que casarse con su hermana, así que no le quedaba más remedio que escapar. Dice que obligó a su hermana a prostituirse cuando llegaron a Hangzhou y que luego traficó con drogas para una banda, y al final buscó protección en la hija de un político. Pero es todo mentira, absolutamente todo. Por Dios, sólo vino a Japón porque huía de la policía.

—Me ha contado que mató a su hermana.

Dragón me miró sorprendido, desconcertado.

—Vaya, supongo que ese hijo de puta dice la verdad de vez en cuando, porque eso podría ser cierto. Me lo contó otro tipo que hizo el viaje en el barco con Zhang. Me dijo que fingió cogerla de la mano, cuando lo que en realidad hacía era empujarla. Bueno, sea como sea, ese cabrón es un criminal. Y a nosotros nos ha jodido de verdad.

Dragón se encaminó hacia la escalera. Vi cómo se le tensaban los músculos de la espalda a través de la camiseta mojada.

—Oye, Dragón. —Se volvió—. ¿Quieres pasar un buen rato?

Una mueca de aversión cruzó su cara mientras me escudriñaba.

—Lo siento, pero no: debo ahorrar. Además, me gustan las mujeres con más curvas.

—¡Serás cabrón! Pues aquel día te lo pasaste muy bien conmigo.

Cogí el paraguas que Dragón había dejado en la entrada y se lo arrojé, pero cayó sobre un escalón. Dragón estalló en carcajadas y siguió subiendo. «¡Menudo hijo de puta! ¡Maldito hijo de puta!» Nunca había soltado tantos tacos antes, pero es que no podía evitarlo. «Espero que os muráis todos. ¡Hijos de puta!» Recordé que aquel día me había prometido a mí misma que nunca más volvería a aquel apartamento mugriento. Pero entonces, ¿por qué acababa de hacerle una proposición a Dragón? Debía de haber pasado por un momento de debilidad tras haber abrazado a Zhang en la azotea. O quizá era lo que Yuriko había predicho: porque las putas como nosotras desenmascaraban a los hombres. Había desenmascarado la debilidad de Zhang y la maldad de Dragón. Estaba tan furiosa que golpeé el buzón del apartamento 404 hasta romperlo.

Me pregunto qué habrá sido de Zhang. En eso pensaba mientras caminaba penosamente en dirección a la estatua de Jizo con la bolsa de plástico del colmado balanceándose en mi mano. He quedado con Arai allí. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez: cuatro meses. Tanto Yoshizaki como él solían invitarme a cenar, pero ahora solamente quieren que nos citemos en los hoteles. Primero eran dos veces al mes, luego sólo una, y ahora una vez cada dos meses más o menos. En compensación, trato de sacarles más dinero por cada servicio.

Cuando he llegado al callejón que lleva hasta la estatua de Jizo he divisado la espalda redonda de Arai. Estaba merodeando en la sombra, frente a la estatua, con el mismo viejo abrigo gris que llevaba el año pasado y también el anterior. Tenía el hombro caído, como de costumbre, por el peso de su bolsa negra de vinilo. Y, como de costumbre también, un periódico sobresalía por una esquina de la bolsa. La única diferencia es que ahora tiene menos pelo y el poco que tiene es más blanco y fino que hace dos años.

—Arai, ¿llevas esperando mucho rato? Has venido pronto, ¿no?

Él ha fruncido el ceño al oír mi voz aguda y se ha llevado el dedo a los labios para que guardara silencio. Sin embargo, no había nadie alrededor. ¿Por qué lo hacía, entonces? Tal vez temía que nos vieran en público. Arai no ha dicho nada y se ha dirigido hacia el hotel al que solemos ir. Los que están en Maruyama-cho son los más baratos de la zona: tres mil yenes por una estancia corta. Mientras lo seguía unos pasos por detrás de él, tarareaba una canción. Estaba de buen humor porque Arai me había llamado. Sentía que las cosas volvían a ser como antes, cuando yo era la reina de la noche en Shibuya. Puede que sea una prostituta callejera de la más baja estofa, pero no quiero morir. No estoy dispuesta a terminar como Yuriko.

Al llegar al hotel he abierto el grifo del agua caliente de la bañera y he echado un vistazo a la habitación por si había algo de valor que pudiera coger, como el rollo extra de papel higiénico. La bata podría servirme de algo y, por supuesto, había condones junto a la almohada, aunque esa noche sólo habían dejado uno, cuando habitualmente dejan dos. He llamado a recepción para quejarme y me han subido otro. Iba a usar uno con Arai. El otro me lo he guardado.

—¿Te apetece una cerveza, Arai?

He abierto la bolsa del colmado, he sacado la lata de cerveza y la comida que había comprado, y lo he dispuesto todo sobre la mesa. El
oden
era mi cena, así que me lo he comido sin ofrecerle nada.

—Dios santo, eso está muy caldoso, ¿no? —ha señalado con repugnancia.

Nos veíamos por primera vez en mucho tiempo, y ¿eso era todo cuanto se le ocurría decirme? No he respondido. El caldo de
oden
es bueno para mantener la línea, todo el mundo lo sabe. Te sacia y así luego no te apetece comer nada más. ¿Cómo es posible que los hombres no sepan algo tan sencillo como eso? Me he tomado el resto del caldo. Arai, molesto, me ha mirado y luego se ha ido al baño. Solía ser muy comedido conmigo, consciente de sus modales pueblerinos: el señor Arai, de la empresa de productos químicos de Toyama. ¿Cuándo había cambiado? Me he quedado allí sentada un rato, mirando al vacío, mientras lo pensaba.

—Ésta será la última vez que nos veamos —ha dicho de repente.

—Lo he mirado perpleja, pero él ha apartado la vista.

—¿Por qué?

—Porque este año me jubilo.

—¿Y qué? ¿Significa eso que también te jubilas de mí?

No he podido evitar reírme. ¿La empresa y la prostituta son una y la misma? Eso significaría que soy empleada de empresa tanto de noche como de día. O quizá es al revés: soy prostituta de día y también de noche.

—No es eso. Es sólo que pasaré en casa mucho más tiempo y será difícil que pueda escaparme. Además, dudo que tenga muchas penurias que necesite contarte.

—Vale, vale, ya lo entiendo —he dicho con impaciencia, y he plantado la mano extendida delante de él—. Entonces, dame lo que me debes.

Arai ha ido hacia el armario donde había dejado su chaqueta arrugada y de manera hosca ha sacado su cartera fina como el papel de fumar. Yo sabía que sólo llevaba dos billetes de diez mil yenes, porque siempre traía lo justo para pagarme quince mil a mí y tres mil por la habitación. Nunca salía con más de lo que necesitaba, igual que Yoshizaki. Ha depositado los billetes en la palma de mi mano.

—Aquí tienes. Dame los cinco mil que sobran.

—Falta dinero.

Arai se me ha quedado mirando.

—¿Qué dices? Esto es lo que te pago siempre.

—Éste es mi sueldo. Pero si soy empleada en tu empresa nocturna, puesto que te jubilas, debes pagarme también la liquidación.

Ha mirado la palma de mi mano sin decir nada. Luego, ha clavado sus ojos en los míos, visiblemente enfadado.

—Tú eres prostituta. ¡No tienes derecho a eso!

—No soy sólo prostituta; también soy empleada en una empresa.

—Ya, lo sé, ya lo sé: la corporación G. Siempre estás hablando de lo mismo. Pero estoy seguro de que eres una carga terrible para tu empresa. Si trabajaras en mi compañía, hace tiempo que te habrían despedido. La época de tu debut ya ha pasado, ya no eres la empleada de rostro floreciente que eras. Si te digo la verdad, eres bastante rara, cada vez más. Siempre que me acuesto contigo me pregunto qué diablos estoy haciendo. Te juro que no lo sé, porque de hecho me repugnas, pero cuando llamas me das pena y no puedo evitar quedar contigo.

—¿De veras? Pues entonces cogeré lo que me has dado por el rato que hemos pasado aquí. Los cien mil yenes que faltan puedes ingresarlos en mi cuenta bancaria.

—¡Devuélveme mi dinero, puta!

Arai ha cogido los billetes de mi mano. Yo no podía dejar que se los llevara: si perdía el dinero, me perdía a mí misma. Pero él me ha golpeado con fuerza en la cara; mi peluca ha salido volando.

—¿Qué te crees que estás haciendo?

—¡Eso me gustaría a mí saber! ¿Qué estás haciendo tú?

Arai respiraba con dificultad.

—Aquí tienes, puta —me ha dicho entre dientes al tiempo que me arrojaba un billete de diez mil yenes—. Me marcho.

Ha cogido la chaqueta y ha colgado el abrigo doblado de su brazo.

—¡También debes pagar la habitación! —le he gritado mientras cogía la bolsa—. Y me debes setecientos yenes por la bebida y la comida.

—De acuerdo. —Se ha sacado del bolsillo un puñado de monedas, las ha contado y las ha arrojado sobre la mesa—. No me llames nunca más —ha dicho—. Cuanto más te miro, más miedo siento. Me das asco.

«Pues mira quién fue a hablar —he querido decir—. ¿Quién era el que siempre quería que me corriera haciéndomelo con los dedos? ¿No eras tú quien quiso que posara para sacarme fotos con la Polaroid? ¿No eras tú a quien le gustaban las prácticas sadomasoquistas? ¿A quién he tenido que chupársela en numerosas ocasiones hasta que me dolían las mandíbulas porque no se le levantaba? He hecho todo eso por ti, te he liberado, y ¿así es cómo me lo agradeces?»

Arai ha abierto la puerta y me ha dicho en un tono cortante:

—Sato-san, deberías andarte con cuidado.

—¿Qué quieres decir?

—Que la sombra de la muerte te persigue.

Y ha cerrado la puerta. Una vez sola, he mirado la habitación a mi alrededor. Bueno, gracias a Dios, no había abierto la lata de cerveza. Es raro que sólo haya pensado eso. Me ha ofendido más que me haya dicho que soy como una empresa que su repentino cambio de parecer respecto a mí. ¿El trabajo de un hombre y la prostitución son lo mismo? Si un hombre llega a la edad de jubilación en la empresa, ¿también debe dejar de ir con prostitutas? Era lo mismo que el sermón que me había echado aquella mujer en Ginza. ¡Pues ya basta! He metido la cerveza y los tentempiés en la bolsa de plástico y he cerrado el grifo del agua caliente.

He vuelto a la estatua de Jizo, donde me estaba esperando un hombre. Al principio he pensado que Arai habría cambiado de idea, pero luego he visto que el tipo llevaba vaqueros y era más alto que él.

—Tienes buen aspecto —ha dicho Zhang sonriendo.

—¿De veras? —Me he abierto la gabardina tanto como he podido; quería seducir a Zhang—. Tenía ganas de verte.

—¿Por qué?

Zhang me ha acariciado la mejilla con suavidad, y yo me he estremecido. «Sé bueno conmigo.» Me he acordado de aquella noche lluviosa, pero no iba a repetir esas palabras. Odio a los hombres, pero me encanta el sexo.

—Me gustaría trabajar un poco —he dicho—. ¿Te apetece? Te haré un buen precio.

—¿Tres mil yenes?

Hemos echado a andar.

Llevo un seguimiento de los hombres con los que me acuesto en mi diario. Pero, esta noche, los signos que he usado están al revés. Esta vez he señalado a Arai, WA, con un signo de interrogación, en vez de hacerlo con el extranjero. Con ese signo marco a los hombres con los que seguramente no volveré a acostarme. En otras palabras, señala a los hombres que creo que están podridos.

Cogidos del brazo, hemos paseado por las calles oscuras donde el cocinero me arrojó agua y me dijo que me perdiera, donde intenté canjear envases de cerveza por dinero y un hombre me dijo que eso ya no se hacía, hemos pasado por delante de la tienda de sake cuyo propietario me trató de forma cruel, por delante del colmado cuyo dueño se niega a hablarme aunque siempre le estoy comprando cosas, y por delante de los punkis que me alumbraban con las linternas mientras estaba follando en el solar y se partían de risa. Quería gritarles a todos ellos: «¡Miradme! No soy sólo una puta callejera, una furcia. Aquí estoy, del brazo de un hombre que me esperaba frente a la estatua de Jizo para que lo vea todo el mundo. Un hombre que es bueno conmigo porque soy la más solicitada, la más deseada, la más experta: la reina del sexo.»

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