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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (70 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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Por fin se desistió de continuar allí, y la lancha se dirigió a la orilla, hacia la taberna que dejáramos poco antes, en donde nos recibieron con no pequeña sorpresa. Allí pude procurar algunas pequeñas comodidades a Magwitch, pues ya no sería conocido en adelante por Provis, que había recibido una grave herida en el pecho y un corte profundo en la cabeza.

Me dijo que se figuraba haber ido a parar debajo de la quilla del vapor y que al levantar la cabeza se hirió. La lesión del pecho, que dificultaba extraordinariamente su respiración, creía habérsela causado contra el costado de la lancha. Añadió que no pretendía decir lo que pudo o no hacer a Compeyson, pero que en el momento de ponerle encima la mano para identificarle, el miserable retrocedió con tanta fuerza que no tan sólo se cayó él al agua, sino que arrastró a su enemigo en su caída, y que la violenta salida de él (Magwitch) de nuestra lancha y el esfuerzo que hizo su aprehensor para mantenerle en ella fueron la causa del naufragio de nuestra embarcación. Me dijo en voz baja que los dos se habían hundido, ferozmente abrazados uno a otro, y que hubo una lucha dentro del agua; que él pudo libertarse, le dio un golpe y luego se alejó a nado.

No he tenido nunca razón alguna para dudar de la verdad de lo que me dijo. El oficial que guiaba la lancha hizo la misma relación de la caída al agua de los dos.

Cuando pedí permiso al oficial para cambiar el traje mojado del preso, comprándole cuantas prendas pudiera hallar en la taberna, me lo concedió sin inconveniente, aunque observando que tenía que hacerse cargo de cuantas cosas llevase el preso consigo. Así, pues, la cartera que antes estuviera en mis manos pasó a las del oficial. Además, me permitió acompañar al preso a Londres, pero negó este favor a mis dos amigos.

El «Jack» de la
Taberna del Buque
quedó enterado del lugar en que se había ahogado el expresidiario y se encargó de buscar su cadáver en los lugares en que más fácilmente podía ir a parar a la orilla. Pareció interesarse mucho más en el asunto cuando se hubo enterado de que el cadáver llevaba medias. Tal vez, para vestirse de pies a cabeza, necesitaba, más o menos, una docena de ahogados, y quizás ésta era la razón de que los diferentes artículos de su traje estuviesen en distintas fases de destrucción.

Permanecimos en la taberna hasta que volvió la marea, y entonces Magwitch fue llevado nuevamente a la lancha y obligado a acomodarse en ella. Herbert y Startop tuvieron que dirigirse a Londres por tierra, lo mas pronto que les fue posible. Nuestra despedida fue muy triste, y cuando me senté al lado de Magwitch comprendí que aquél era mi lugar en adelante y mientras él viviese.

Había desaparecido ya por completo toda la repugnancia que me inspirara, y en el hombre perseguido, herido y anonadado que tenía su mano entre las mías tan sólo vi a un ser que había querido ser mi bienhechor y que me demostró el mayor afecto, gratitud y generosidad y con la mayor constancia por espacio de numerosos años. Tan sólo vi en él a un hombre mucho mejor de lo que yo había sido para Joe.

Su respiración se hizo más difícil y dolorosa a medida que avanzó la noche, y muchas veces el desgraciado no podía contener un gemido de dolor. Traté de hacerle descansar en el brazo que tenía útil y en una posición cómoda, pero era doloroso pensar que yo no podía lamentar en mi corazón el hecho de que estuviese mal herido, ya que era mucho mejor que muriese por esta causa. No podía dudar que existirían bastantes personas capaces y deseosas de identificarle. Aquel hombre había sido presentado en su peor aspecto cuando fue juzgado; quebrantó la prisión; fue juzgado de nuevo, y por fin había regresado del destierro que se le impusiera por vida y fue la causa de la muerte del hombre que originó su captura.

Cuando nos volvíamos hacia el sol poniente que el día anterior dejamos a nuestra espalda, y mientras la corriente de nuestras esperanzas parecía retroceder, le dije cuánto lamentaba que hubiese venido a Inglaterra tan sólo por mi causa.

—Querido Pip —me contestó—. Estoy muy satisfecho de haber corrido esta aventura. He podido ver a mi muchacho, que en adelante podrá ser un caballero aun sin mi auxilio.

No. Pensé acerca de ello mientras me sentaba a su lado. No. Aparte de mis propias inclinaciones, comprendí entonces el significado de las palabras de Wemmick, porque después de ser preso, sus posesiones irían a parar a la Corona.

—Mira, querido Pip —dijo—. Es mucho mejor, para un caballero, que no se sepa que me perteneces. Tan sólo te ruego que vengas a verme de vez en cuando, como vas a ver a Wemmick. Siéntate a mi lado cuando te sea posible, y no pido nada más que eso.

—Si me lo permiten, no me moveré nunca de su lado. ¡Quiera Dios que pueda ser tan fiel para usted como usted lo ha sido para mí!

Mientras sostenía su mano sentí que temblaba entre las mías, y cuando volvió el rostro a un lado oí de nuevo aquel mismo sonido raro en su garganta, aunque ahora muy suavizado, como todo lo demás en él. Fue muy conveniente que tratara de este punto, porque eso me hizo recordar algo que, de otro modo, no se me habría ocurrido hasta que fuese demasiado tarde: que él no debía conocer cómo habían desaparecido sus esperanzas de enriquecerme.

CAPITULO LV

Al día siguiente fue llevado al Tribunal de Policía, e inmediatamente habría pasado al Tribunal Superior, a no ser por la necesidad de esperar la llegada de un antiguo oficial del barco-prisión, de donde se escapó una vez, a fin de ser identificado. Nadie dudaba de su identidad, pero Compeyson, que le denunció, era entonces, llevado de una parte a otra por las mareas, ya cadáver, y ocurrió que en aquel momento no había ningún oficial de prisiones en Londres que pudiera aportar el testimonio necesario. Fui a visitar al señor Jaggers a su casa particular, la noche siguiente de mi llegada, con objeto de lograr sus servicios, pero éste no quiso hacer nada en beneficio del preso. No podía hacer otra cosa, porque, según me dijo, en cuanto llegase el testigo, el caso quedaría resuelto en cinco minutos y ningún poder en la tierra era capaz de impedir que se pronunciase una sentencia condenatoria.

Comuniqué al señor Jaggers mi propósito de dejarle en la ignorancia acerca del paradero de sus riquezas. El señor Jaggers se encolerizó conmigo por haber dejado que se me deslizase entre las manos el dinero de la cartera, y dijo que podríamos hacer algunas gestiones para ver si se lograba recobrar algo. Pero no me ocultó que, aun cuando en algunos casos la Corona no se apoderaba de todo, creía que el que nos interesaba no era uno de ésos. Lo comprendí muy bien. Yo no estaba emparentado con el reo ni relacionado con él por ningún lazo legal; él, por su parte, no había otorgado ningún documento a mi favor antes de su prisión, y el hacerlo ahora sería completamente inútil. Por consiguiente, no podía reclamar nada, y, así, resolví por fin, y en adelante me atuve a esta resolución, que jamás emprendería la incierta tarea de procurar establecer ninguna de esas relaciones legales.

Aparentemente, había razón para suponer que el denunciante ahogado esperaba una recompensa por su acto y que había obtenido datos bastante exactos acerca de los negocios y de los asuntos de Magwitch. Cuando se encontró su cadáver, a muchas millas de distancia de la escena de su muerte, estaba tan horriblemente desfigurado que tan sólo se le pudo reconocer por el contenido de sus bolsillos, en los cuales había una cartera y en ella algunos papeles doblados, todavía legibles. En uno de éstos estaba anotado el nombre de una casa de Banca en Nueva Gales del Sur, en donde existía cierta cantidad de dinero y la designación de determinadas tierras de gran valor. Estos dos datos figuraban también en una lista que Magwitch dio al señor Jaggers mientras estaba en la prisión y que indicaba todas las propiedades que, según suponía, heredaría yo. Al desgraciado le fue útil su propia ignorancia, pues jamás tuvo la menor duda de que mi herencia estaba segura con la ayuda del señor Jaggers.

Después de tres días, durante los cuales el acusador público esperó la llegada del testigo que conociera al preso en el buque-prisión, se presentó el oficial y completó la fácil evidencia. Por esto se fijó el juicio para la próxima sesión, que tendría lugar al cabo de un mes.

En aquella época oscura de mi vida fue cuando una noche llegó Herbert a casa, algo deprimido, y me dijo:

—Mi querido Haendel, temo que muy pronto tendré que abandonarte.

Como su socio me había ya preparado para eso, me sorprendí mucho menos de lo que él se figuraba.

—Perderíamos una magnífica oportunidad si yo aplazase mi viaje a El Cairo, y por eso temo que tendré que ir, Haendel, precisamente cuando más me necesitas.

—Herbert, siempre te necesitaré, porque siempre tendré por ti el mismo afecto; pero mi necesidad no es mayor ahora que en otra ocasión cualquiera.

—Estarás muy solo.

—No tengo tiempo para pensar en eso —repliqué—. Ya sabes que permanezco a su lado el tiempo que me permiten y que, si pudiese, no me movería de allí en todo el día. Cuando me separo de él, mis pensamientos continúan acompañándole.

El mal estado de salud en que se hallaba Magwitch era tan evidente para los dos, que ni siquiera nos sentimos con valor para referirnos a ello.

—Mi querido amigo —dijo Herbert—, permite que, a causa de nuestra próxima separación, que está ya muy cerca, me decida a molestarte. ¿Has pensado acerca de tu porvenir?

—No; porque me asusta pensar en él.

—Pero no puedes dejar de hacerlo. Has de pensar en eso, mi querido Haendel. Y me gustaría mucho que ahora discutiéramos los dos este asunto.

—Con mucho gusto —contesté.

—En esta nueva sucursal nuestra, Haendel, necesitaremos un...

Comprendí que su delicadeza quería evitar la palabra apropiada, y por eso terminé la frase diciendo:

—Un empleado.

—Eso es, un empleado. Y tengo la esperanza de que no es del todo imposible que, a semejanza de otro empleado a quien conoces, pueda llegar a convertirse en socio. Así, Haendel, mi querido amigo, ¿querrás ir allá conmigo?

Abandonó luego su acento cordial, me tendió su honrada mano y habló como podría haberlo hecho un muchacho.

—Clara y yo hemos hablado mucho acerca de eso —prosiguió Herbert—, y la pobrecilla me ha rogado esta misma tarde, con lágrimas en los ojos, que te diga que, si quieres vivir con nosotros, cuando estemos allá, se esforzará cuanto pueda en hacerte feliz y para convencer al amigo de su marido que también es amigo suyo. ¡Lo pasaríamos tan bien, Haendel!

Le di las gracias de todo corazón, pero le dije que aún no estaba seguro de poder aceptar la bondadosa oferta que me hacía. En primer lugar, estaba demasiado preocupado para poder reflexionar claramente acerca del asunto. En segundo lugar... Sí, en segundo lugar había un vago deseo en mis pensamientos, que ya aparecerá hacia el fin de esta narración.

—Te agradecería, Herbert —le dije—, que, si te es posible y ello no ha de perjudicar a tus negocios, dejes este asunto pendiente durante algún tiempo.

—Durante todo el que quieras —exclamó Herbert—. Tanto importan tres meses como un año.

—No tanto —le dije—. Bastarán dos o tres meses.

Herbert parecía estar muy contento cuando nos estrechamos la mano después de ponernos de acuerdo de esta manera, y dijo que ya se sentía con bastante ánimo para decirme que tendría que marcharse hacia el fin de la semana.

—¿Y Clara? —le pregunté.

—La pobrecilla —contestó Herbert— cumplirá exactamente sus deberes con respecto a su padre mientras viva. Pero creo que no durará mucho. La señora Whimple me ha confiado que, según su opinión, se está muriendo.

—Es muy sensible —repliqué—, pero lo mejor que puede hacer.

—Temo tener que darte la razón —añadió Herbert—. Y entonces volveré a buscar a mi querida Clara, y ella y yo nos iremos apaciblemente a la iglesia más próxima. Ten en cuenta que mi amada Clara no desciende de ninguna familia importante, querido Haendel, y que nunca ha leído el Libro rojo ni sabe siquiera quién era su abuelo. ¡Qué dicha para el hijo de mi madre!

El sábado de aquella misma semana me despedí de Herbert, que estaba animado de brillantes esperanzas, aunque triste y cariacontecido por verse obligado a dejarme, mientras tomaba su asiento en una de las diligencias que habían de conducirle a un puerto marítimo. Fui a un café inmediato para escribir unas líneas a Clara diciéndole que Herbert se había marchado, mandándole una y otra vez la expresión de su amor. Luego me encaminé a mi solitario hogar, si tal nombre merecía, porque ya no era un hogar para mí, sin contar con que no lo tenía en parte alguna.

En la escalera encontré a Wemmick que bajaba después de haber llamado con los puños y sin éxito a la puerta de mi casa. A partir del desastroso resultado de la intentada fuga no le había visto aún, y él fue, con carácter particular y privado, a explicarme los motivos de aquel fracaso.

—El difunto Compeyson —dijo Wemmick—, poquito a poco pudo enterarse de todos los asuntos y negocios de Magwitch, y por las conversaciones de algunos de sus amigos que estaban en mala situación, pues siempre hay alguno que se halla en este caso, pude oír lo que le comuniqué. Seguí prestando atento oído, y así me enteré de que se había ausentado, por lo cual creí que sería la mejor ocasión para intentar la fuga. Ahora supongo que esto fue un ardid suyo, porque no hay duda de que era listo y de que se propuso engañar a sus propios instrumentos. Espero, señor Pip, que no me guardará usted mala voluntad. Tenga la seguridad de que con todo mi corazón quise servirle.

—Estoy tan seguro de esto como usted mismo, Wemmick, y de todo corazón le doy las gracias por su interés y por su amistad.

—Gracias, muchas gracias. Ha sido un asunto malo —dijo Wemmick rascándose la cabeza—, y le aseguro que hace mucho tiempo que no había tenido un disgusto como éste. Y lo que más me apura es la pérdida de tanto dinero. ¡Dios mío!

—Pues a mí lo que me apura, Wemmick, es el pobre propietario de ese dinero.

—Naturalmente —contestó él—. No es de extrañar que esté usted triste por él y, por mi parte, crea que me gastaría con gusto un billete de cinco libras esterlinas para sacarlo de la situación en que se halla. Pero ahora se me ocurre lo siguiente: el difunto Compeyson estaba enterado de su regreso, y como al mismo tiempo había tomado la firme decisión de hacerlo prender, creo que habría sido imposible que se salvara. En cambio, el dinero podía haberse salvado. Ésta es la diferencia entre el dinero y su propietario. ¿No es verdad?

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