Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
Cuando llegué a mi casa encontré a mi hermana llena de curiosidad, deseando conocer detalles acerca de la casa de la señorita Havisham, y me dirigió numerosas preguntas. Pronto recibí fuertes golpes en la nuca y sobre los hombros, y mi rostro fue a chocar ignominiosamente contra la pared de la cocina, a causa de que mis respuestas no fueron suficientemente detalladas.
Si el miedo de no ser comprendido está oculto en el pecho de otros muchachos en el mismo grado que en mí —cosa probable, pues no tengo razón ninguna para considerarme un fenómeno—, eso explicaría muchas extrañas reservas. Yo estaba convencido de que si describía a la señorita Havisham según la habían visto mis ojos, no sería comprendido en manera alguna; y aunque ella era, para mí, completamente incomprensible, sentía la impresión de que cometería algo así como una traición si ante los ojos de la señora Joe ponía de manifiesto cómo era en realidad (y esto sin hablar para nada de la señorita Estella). Por consiguiente, dije tan poco como me fue posible, y eso me valió un nuevo empujón contra la pared de la cocina.
Lo peor de todo era que el bravucón del tío Pumblechook, presa de devoradora curiosidad, a fin de informarse de cuanto yo había visto y oído, llegó en su carruaje a la hora de tomar el té, para que le diese toda clase de detalles. Y tan sólo el temor del tormento que me auguraba aquel hombre con sus ojos de pescado, con su boca abierta, con su cabello de color de arena y su cerebro lleno de preguntas aritméticas me hizo decidir a mostrarme más reticente que nunca.
—Bien, muchacho —empezó diciendo el tío Pumblechook en cuanto se sentó junto al fuego y en el sillón de honor—. ¿Cómo te ha ido por la ciudad?
—Muy bien, señor —contesté, observando que mi hermana se apresuraba a mostrarme el puño cerrado.
—¿Muy bien? —repitió el señor Pumblechook—. Muy bien no es respuesta alguna. Explícanos qué quieres decir con este «muy bien».
Cuando la frente está manchada de cal, tal vez conduce al cerebro a un estado de obstinación. Pero, sea lo que fuere, y con la frente manchada de cal a causa de los golpes sufridos contra la pared de la cocina, el hecho es que mi obstinación tenía la dureza del diamante. Reflexioné unos momentos y, como si hubiese encontrado una idea nueva, exclamé:
—Quiero decir que muy bien.
Mi hermana, profiriendo una exclamación de impaciencia, se disponía a arrojarse sobre mí, y yo no tenía ninguna defensa, porque Joe estaba ocupado en la fragua, cuando el señor Pumblechook se interpuso, diciendo:
—No, no te alteres. Deja a este muchacho a mi cuidado, déjamelo.
Entonces el señor Pumblechook me hizo dar media vuelta para situarme frente a frente, como si se dispusiera a cortarme el cabello, y dijo:
—Ante todo, y para poner en orden las ideas, dime cuántas libras, chelines y peniques son cuarenta y tres peniques.
Yo calculé las consecuencias de contestar «cuatrocientas libras», pero, comprendiendo que me serían desfavorables, repliqué lo mejor posible y con un error de unos ocho peniques. Entonces el señor Pumblechook me advirtió que doce peniques hacían un chelín y que cuarenta peniques eran tres chelines y cuatro peniques. Luego añadió:
—Ahora contéstame a cuánto equivalen cuarenta y tres peniques.
Después de un instante de reflexión, le dije:
—No lo sé.
Yo estaba tan irritado, que, en realidad, ignoro si lo sabía o no.
El señor Pumblechook movió la cabeza, muy enojado también, y luego me preguntó:
—¿No te parece que cuarenta y tres peniques equivalen a siete chelines, seis peniques y tres cuartos de penique?
—Sí —le contesté.
Y a pesar de que mi hermana me dio instantáneamente un par de tirones en las orejas, me satisfizo mucho el observar que mi respuesta anuló la broma del señor Pumblechook y que le dejó desconcertado.
—Bueno, muchacho —dijo en cuanto se hubo repuesto—. Ahora dinos cómo es la señorita Havisham.
Y al mismo tiempo cruzó los brazos sobre el pecho.
—Muy alta y morena —contesté.
—¿Es así, tío? —preguntó mi hermana.
El señor Pumblechook afirmó con un movimiento de cabeza, y de ello inferí que jamás había visto a la señorita Havisham, puesto que no se parecía en nada a mi descripción.
—Muy bien —dijo el señor Pumblechook, engreído—. Ahora va a decírnoslo todo. Ya es nuestro.
—Estoy segura, tío —replicó la señora Joe—, de que me gustaría que estuviese usted siempre aquí para dominarlo, porque conoce muy bien el modo de tratarle.
—Y dime, muchacho: ¿qué estaba haciendo cuando llegaste a su casa? —preguntó el señor Pumblechook.
—Estaba sentada —contesté— en un coche tapizado de terciopelo negro.
El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron uno a otro, muy asombrados, y repitieron:
—¿En un coche tapizado de terciopelo negro?
—Sí —dije—. Y la señorita Estella, es decir, su sobrina, según creo, le sirvió un pastel y una botella de vino en una bandeja de oro que hizo pasar por la ventanilla del coche. Yo me encaramé en la trasera para comer mi parte, porque me ordenaron que así lo hiciera.
—¿Había alguien más allí? —preguntó el señor Pumblechook.
—Cuatro perros —contesté.
—¿Pequeños o grandes?
—Inmensos —dije—. Y se peleaban uno con otro por unas costillas de ternera que les habían servido en una bandeja de plata.
El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron otra vez, con el mayor asombro. Yo estaba verdaderamente furioso, como un testigo testarudo sometido a la tortura, y en aquellos momentos habría sido capaz de referirles cualquier cosa.
—¿Y dónde estaba ese coche? —preguntó mi hermana—. En la habitación de la señorita Havisham.
Ellos se miraron otra vez.
—Pero ese coche carecía de caballos —añadí en el momento en que me disponía ya a hablar de cuatro corceles ricamente engualdrapados, pues me había parecido poco dotarlos de arneses.
—¿Es posible eso, tío? —preguntó la señora Joe—. ¿Qué querrá decir este muchacho?
—Mi opinión —contestó el señor Pumblechook— es que se trata de un coche sedán. Ya sabe usted que ella es muy caprichosa, mucho..., lo bastante caprichosa para pasarse los días metida en el carruaje.
—¿La ha visto usted alguna vez en él, tío? —preguntó la señora Joe.
—¿Cómo quieres que la haya visto, si jamás he sido admitido a su presencia? Nunca he puesto los ojos en ella.
—¡Dios mío, tío! Yo creía que usted había hablado muchas veces con ella.
—¿No sabes —añadió el señor Pumblechook— que cuantas veces estuve allí, me llevaron a la parte exterior de la puerta de su habitación y así ella me hablaba a través de la hoja de madera? No me digas ahora que no conoces este detalle. Sin embargo, el muchacho ha entrado allí para jugar. ¿Y a qué jugaste, muchacho?
—Jugábamos con banderas —dije.
He de observar al lector que yo mismo me asombro al recordar las mentiras que dije aquel día.
—¿Banderas? —repitió mi hermana.
—Sí —exclamé—. Estella agitaba una bandera azul, yo una roja y la señorita Havisham hacía ondear, sacándola por la ventanilla de su coche, otra tachonada de estrellas doradas. Además, todos blandíamos nuestras espadas y dábamos vivas.
—¿Espadas? —exclamó mi hermana—. ¿De dónde las sacasteis?
—De un armario —dije—. Y allí vi también pistolas..., conservas y píldoras. Además, en la habitación no entraba la luz del día, sino que estaba alumbrada con bujías.
—Esto es verdad —dijo el señor Pumblechook moviendo la cabeza con gravedad—. Por lo que he podido ver yo mismo, esto es absolutamente cierto.
Los dos se quedaron mirándose, y yo les miré también, vigilando, al mismo tiempo que plegaba con la mano derecha la pernera del pantalón del mismo lado.
Si me hubiesen dirigido más preguntas, sin duda alguna me habría hecho traición yo mismo, porque ya estaba a punto de mencionar que en el patio había un globo, y tal vez habría vacilado al decirlo, porque mis cualidades inventivas estaban indecisas entre afirmar la existencia de aquel aparato extraño o de un oso en la fábrica de cerveza. Pero ellos estaban tan ocupados en discutir las maravillas que yo ofreciera a su consideración, que eludí el peligro de seguir hablando. La discusión estaba empeñada todavía cuando Joe volvió de su trabajo para tomar una taza de té. Y mi hermana, más para expansionarse que como atención hacia él, le refirió mis pretendidas aventuras.
Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor asombro, los remordimientos se apoderaron de mí; pero eso tan sólo ocurría mientras le miraba a él y no cuando fijaba mi vista en los demás. Con respecto a Joe, y tan sólo al pensar en él, me consideraba a mí mismo un monstruo en tanto que los tres discutían las ventajas que podría reportarme el favor y el conocimiento de la señorita Havisham. No tenían la menor duda de que ésta «haría algo» por mí; sus dudas se referían tan sólo a la manera de hacer este «algo». Mi hermana aseguraba que recibiría dinero. El señor Pumblechook creía, más bien, que como premio se me pondría de aprendiz en algún comercio agradable, por ejemplo en el de cereales y semillas. En cuanto a Joe, discrepó de los dos al sugerir que quizá me regalara uno de los perros que se pelearon por las costillas de ternera.
—Si eres tan tonto que no tienes otras ideas más aceptables —dijo mi hermana— vale más que te vayas a continuar el trabajo.
Joe se apresuró a obedecer.
Cuando el señor Pumblechook se hubo marchado y cuando mi hermana se entregaba a la limpieza de la casa, yo me dirigí a la fragua de Joe y me quedé con él hasta que terminó el trabajo del día. Entonces me decidí a decirle:
—Antes de que se apague el fuego, Joe, me gustaría decirte algo.
—¿De veras, Pip? —preguntó Joe acercando a la fragua el banco de herrar—. Pues habla. ¿Qué es ello, Pip?
—Mira, Joe —dije agarrándome a una manga de la camisa que tenía arremangada y empezando a retorcerla entre mis dedos—. ¿Te acuerdas de lo que he dicho acerca de la señorita Havisham?
—¿Que si me acuerdo? —exclamó Joe—. ¡Ya lo creo! ¡Es maravilloso!
—Pues mira, Joe. Nada de eso es verdad.
—¿Qué me cuentas, Pip? —exclamó Joe con el mayor asombro—. ¿Acaso quieres decirme que...?
—Sí. No son más que mentiras, Joe.
—Pero supongo que no lo será todo lo que dijiste. Casi estoy seguro de que no vas a decirme que no existe el coche tapizado de terciopelo negro.
Y a la vez que yo movía negativamente la cabeza, añadió:
—Por lo menos estaban los perros, ¿verdad, Pip? Seguramente, si no les sirvieron costillas de ternera, perros sí habría.
—Tampoco, Joe.
—¿Ni un perro? —preguntó él—. ¿Ni un cachorro?
—No, Joe. No había nada de eso.
Mientras miraba tristemente a Joe, éste me contemplaba con el mayor desencanto.
—Pero, Pip, no puedo creer eso. ¿Por qué lo has dicho?
—Lo peor, Joe, es que no lo sé.
—Es terrible —exclamó Joe—. ¡Espantoso! ¿Qué demonio te poseía?
—Lo ignoro, Joe —contesté soltando la manga de la camisa y sentándome en las cenizas, a sus pies y con la cabeza inclinada al suelo—. Pero me habría gustado mucho que no me hubieses enseñado a llamar «mozos» a las sotas y también que mis botas fuesen menos ordinarias y mis manos menos bastas.
Entonces conté a Joe que era muy desgraciado, y que no me sentí con fuerzas para explicarme con la señora Joe y con el señor Pumblechook, que tan mal me trataban, y que en casa de la señorita Havisham había una joven orgullosa a más no poder, quien dijo que yo era muy ordinario, y como comprendí que el calificativo era justo, me disgustaba sobremanera haberlo merecido. Y ése fue el origen de las mentiras que conté, aunque yo mismo no podía comprender por qué las había dicho.
Éste era un caso de metafísica tan difícil para Joe como para mí. Pero él se apresuró a extraerlo de la región metafísica y así pudo vencerlo.
—Puedes estar seguro de algo, Pip —dijo Joe después de reflexionar un rato—, y es que las mentiras no son más que mentiras. Siempre que se presentan no debieran hacerlo y proceden del padre de la mentira, portándose de la misma manera que él. No me hables más de esto, Pip. Éste no es el camino para dejar de ser ordinario, aunque comprendo bien por qué dijeron que eras ordinario. En algunas cosas eres extraordinario. Por ejemplo, eres extraordinariamente pequeño y un estudiante soberbio.
—De ninguna manera, Joe —contesté—. Soy ignorante y estoy muy atrasado.
—¿Cómo quieres que crea eso, Pip? ¿Acaso no vi la carta que me escribiste anoche? Incluso estaba escrita en letras de imprenta. Bastante me fijé en eso. Y, sin embargo, puedo jurar que la gente instruida no es capaz de escribir en letras de imprenta.
—Ten en cuenta, Joe, que sé poco menos de nada. Tú te haces ilusiones con respecto a mí. No es más que eso.
—En fin, Pip —dijo Joe—. Tanto si es así como no, es preciso ser un escolar ordinario antes de llegar a ser extraordinario. El mismo rey, sentado en el trono y con la corona en la cabeza, sería incapaz de escribir sus actas del Parlamento en letras de imprenta si cuando no era más que príncipe no hubiese empezado a aprender el alfabeto. Esto es indudable —añadió moviendo significativamente la cabeza—. Y tuvo que empezar por la A hasta llegar a la Z, y estoy seguro de eso, aunque no lo sepa por experiencia propia.
Había cierta esperanza en aquellas sabias palabras, y eso me dio algún ánimo.
—Además, creo —prosiguió Joe— que sería mejor que las personas ordinarias siguiesen tratando a las que son como ellas, en vez de ir a jugar con personajes extraordinarios. Eso me hace pensar que, por lo menos, se podrá creer que en aquella casa haya siquiera una bandera.
—No, Joe.
—Pues créeme que lo siento mucho, Pip. Podemos hablarnos con franqueza, sin el temor de que tu hermana se irrite. Y lo mejor será que no nos acordemos de eso, como si no hubiese sido intencionado. Y ahora mira, Pip. Yo, que soy buen amigo tuyo, voy a decirte una cosa. Si por el camino recto no puedes llegar a ser una persona extraordinaria, jamás lo conseguirás yendo por los caminos torcidos. Ahora no les cuentes más mentiras y procura vivir y morir feliz.
—¿No estás enojado conmigo, Joe?
—No, querido Pip. Pero, teniendo en cuenta que tus mentiras fueron extraordinarias y que hablaste de costillas de ternera y de perros que se peleaban, yo, que soy buen amigo tuyo, te aconsejaré que cuando te vayas a la cama no te acuerdes más de eso. Es cuanto tengo que decirte, y que no lo hagas nunca más.