Grandes esperanzas (5 page)

Read Grandes esperanzas Online

Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
9.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es verdad —dijo el tío Pumblechook—. Ha dado usted en el clavo. Hay muchos asuntos excelentes para quien sabe emplearlos. Esto es lo que se necesita. Un hombre que tenga juicio no ha de pensar mucho para encontrar un asunto apropiado, si para ello tiene la sal necesaria—. Y después de un corto intervalo de reflexión añadió—. Fíjese usted en el cerdo. Ahí tiene usted un asunto. Si necesita usted un asunto, fíjese en el cerdo.

—Es verdad, caballero —replicó el señor Wopsle, cuando yo sospechaba que iba a servirse de la ocasión para aludirme—. Y para los jóvenes pueden deducirse muchas cosas morales de este texto.

—Presta atención —me dijo mi hermana, aprovechando aquel paréntesis.

Joe me dio un poco más de salsa.

—Los cerdos —prosiguió el señor Wopsle con su voz más profunda y señalando con su tenedor mi enrojecido rostro, como si pronunciase mi nombre de pila—. Los cerdos fueron los compañeros más pródigos. La glotonería de los cerdos resulta, al ser expuesta a nuestra consideración, un ejemplo para los jóvenes—. Yo opinaba lo mismo que él, pues hacía poco que había estado ensalzando el cerdo que le sirvieron, por lo gordo y sabroso que estaba—. Y lo que es detestable en el cerdo, lo es todavía más en un muchacho.

—O en una muchacha —sugirió el señor Hubble.

—Desde luego, también en una muchacha, señor Hubble —asintió el señor Wopsle con cierta irritación—. Pero aquí no hay ninguna.

—Además —dijo el señor Pumblechook, volviéndose de pronto hacia mí—, hay que pensar en lo que se ha recibido, para agradecerlo. Si hubieses nacido cerdo...

—Bastante lo era —exclamó mi hermana, con tono enfático.

Joe me dio un poco más de salsa.

—Bueno, quiero decir un cerdo de cuatro patas —añadió el señor Pumblechook—. Si hubieses nacido así, ¿dónde estarías ahora? No...

—Por lo menos, en esta forma —dijo el señor Wopsle señalando el plato.

—No quiero indicar en esta forma, caballero —replicó el señor Pumblechook, a quien le molestaba que le hubiesen interrumpido—. Quiero decir que no estaría gozando de la compañía de los que son mayores y mejores que él, y que no se aprovecharía de su conversación ni se hallaría en el regazo del lujo y de las comodidades. ¿Se hallaría en tal situación? De ninguna manera. Y ¿cuál habría sido su destino? —añadió volviéndose otra vez hacia mí— Te habrían vendido por una cantidad determinada de chelines, de acuerdo con el precio corriente en el mercado, y Dunstable, el carnicero, habría ido en tu busca cuando estuvieras echado en la paja, se lo habría llevado bajo el brazo izquierdo, en tanto que con la mano derecha se levantaría la bata a fin de coger un cortaplumas del bolsillo de su chaleco para derramar tu sangre y acabar tu vida. No te habrían criado a mano, entonces. De ninguna manera.

Joe me ofreció más salsa, pero yo temí aceptarla.

—Todo eso ha significado para usted muchas molestias, señora —dijo la señora Hubble, compadeciéndose de mi hermana.

—¿Molestias? —repitió ésta—. ¿Molestias?

Y luego empezó a enunciar un tremendo catálogo de todas las enfermedades de que yo era culpable y de todos los insomnios que ella había sufrido por mi causa; enumeró todos los altos lugares de los que me caí, y las profundidades a que me despeñé, así como también todos los males que me causé a mí mismo y todas las veces que ella me deseó la tumba a donde yo, con la mayor contumacia, me negué a ir.

Creo que los romanos se debieron de exasperar unos a otros a causa de sus narices. Quizá por esto fueron el pueblo más intranquilo que se ha conocido. Pero sea lo que fuere, la nariz romana del señor Wopsle me irritó de tal manera durante el relato de mis fechorías, que sentí el deseo de tirarle de ella hasta hacerle aullar. Pero lo que había tenido que aguantar hasta entonces no fue nada en comparación con las espantosas sensaciones que se apoderaron de mí cuando se interrumpió la pausa que siguió al relato de mi hermana, y durante la cual todos me miraron, mientras yo me sentía dolorosamente culpable, con la mayor indignación y execración.

—Y, sin embargo —dijo el señor Pumblechook conduciendo suavemente a sus compañeros de mesa al tema del cual se habían desviado—, el cerdo, considerado como carne, es muy sabroso, ¿no es verdad?

—Tome usted un poco de aguardiente, tío —dijo mi hermana.

¡Dios mío! Por fin había llegado. Ahora observarían que el aguardiente estaba aguado, y en tal caso podía darme por perdido. Con ambas manos me agarré con fuerza a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y esperé mi destino.

Mi hermana salió en busca de la botella de piedra, volvió con ella y sirvió una copa de aguardiente, pues nadie más quiso beber licor. El desgraciado, bromeando con la copita, la tomó, la miró al trasluz y la volvió a dejar sobre la mesa, prolongando mi ansiedad. Mientras tanto, la señora Joe y su marido desocupaban activamente la mesa para servir el pastel y el pudding.

Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Siempre agarrado con las manos y los pies a la pata de la mesa, vi que el desgraciado tomaba, jugando, la copita, sonreía, echaba la cabeza hacia atrás y se bebía el aguardiente. En aquel momento, todos los invitados se quedaron consternados al observar que el tío Plumblechook se ponía en pie de un salto, daba varias vueltas tosiendo y bailando al mismo tiempo y echaba a correr hacia la puerta; entonces fue visible a través de la ventana, saltando violentamente, expectorando y haciendo horribles muecas, como si estuviera loco.

Continué agarrado, mientras la señora Joe y su marido acudían a él. Ignoraba cómo pude hacerlo, pero sin duda alguna le había asesinado. En mi espantosa situación me sirvió de alivio ver que lo traían otra vez a la cocina y que él, mirando a los demás como si le hubiesen contradecido, se dejaba caer en la silla exclamando:

—¡Alquitrán!

Yo había acabado de llenar la botella con el jarro lleno de agua de alquitrán. Estaba persuadido de que a cada momento se encontraría peor, y, como un médium de los actuales tiempos, llegué a mover la mesa gracias al vigor con que estaba agarrado a ella.

—¿Alquitrán? —exclamó mi hermana, en el colmo del asombro—. ¿Cómo puede haber ido a parar el alquitrán dentro de la botella?

Pero el tío Plumblechook, que en aquella cocina era omnipotente, no quiso oír tal palabra ni hablar más del asunto. Hizo un gesto imperioso con la mano para darlo por olvidado y pidió que le sirvieran agua caliente y ginebra. Mi hermana, que se había puesto meditabunda de un modo alarmante, tuvo que ir en busca de la ginebra, del agua caliente, del azúcar y de las pieles de limón, y en cuanto lo tuvo todo lo mezcló convenientemente. Por lo menos, de momento, yo estaba salvado; pero seguía agarrado a la pata de la mesa, aunque entonces movido por la gratitud.

Poco a poco me calmé lo bastante para soltar la mesa y comer el
pudding
que me sirvieron. El señor Plumblechook también comió de él, y lo mismo hicieron los demás. Terminado que fue, el señor Pumblechook empezó a mostrarse satisfecho bajo la influencia maravillosa de la ginebra y del agua. Yo empezaba a pensar que podría salvarme aquel día, cuando mi hermana ordenó a Joe:

—Trae platos limpios y fríos.

Nuevamente me agarré a la pata de la mesa y oprimí contra ella mi pecho, como si el mueble hubiese sido el compañero de mi juventud y mi amigo del alma. Preveía lo que iba a suceder y comprendí que ya no había remedio para mí.

—Quiero que prueben ustedes —dijo mi hermana, dirigiéndose amablemente a sus invitados—, quiero que prueben, para terminar, un regalo delicioso del tío Pumblechook.

¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo.

—Tengan en cuenta —añadió mi hermana levantándose— que se trata de un pastel. Un sabroso pastel de cerdo.

Los comensales murmuraron algunas palabras de agradecimiento, y el tío Pumblechook, satisfecho por haber merecido bien del prójimo, dijo con demasiada vivacidad, habida cuenta del estado de las cosas:

—En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálanos con una raja de ese pastel.

Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a la despensa. Vi como el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me prometió que me darían un poco. No sé, con seguridad, si di un grito de terror mental o corporalmente, de modo que pudiesen oírlo mis compañeros de mesa, pero lo cierto es que no me sentí con fuerzas para soportar aquella situación y me dispuse a echar a correr. Por eso solté la pata de la mesa y emprendí la fuga.

Pero no llegué más allá de la puerta de la casa, porque fui a dar de cabeza con un grupo de soldados armados, uno de los cuales tendía hacia mí unas esposas diciendo:

—Ya que estás aquí, ven.

CAPITULO V

La aparición de un grupo de soldados que golpeaban el umbral de la puerta de la casa con las culatas de sus armas de fuego fue bastante para que los invitados se levantaran de la mesa en la mayor confusión y para que la señora Joe, que regresaba a la cocina con las manos vacías, muy extrañada, se quedara con los ojos extraordinariamente abiertos al exclamar:

—¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado... con el... pastel?

El sargento y yo estábamos ya en la cocina cuando la señora Joe se dirigía esta pregunta, y en aquella crisis recobré en parte el uso de mis sentidos.

Fue el sargento quien me había hablado, pero ahora miraba a los comensales como si les ofreciera las esposas con la mano derecha, en tanto que apoyaba la izquierda en mi hombro.

—Les ruego que me perdonen, señoras y caballeros —dijo el sargento—; pero, como ya he dicho a este joven en la puerta —en lo cual mentía—, estoy realizando una investigación en nombre del rey y necesito al herrero.

—¿Qué quiere usted de él? —preguntó mi hermana, resentida de que alguien necesitase a su marido.

—Señora —replicó el galante sargento—, si hablase por mi propia cuenta, contestaría que deseo el honor y el placer de conocer a su distinguida esposa; pero como hablo en nombre del rey, he de decir que le necesito para que haga un pequeño trabajo.

Tal explicación por parte del sargento fue recibida con el mayor agrado, y hasta el señor Pumblechook expresó su aprobación.

—Fíjese, herrero —dijo el sargento, que ya se había dado cuenta de que era Joe—. Estas esposas se han estropeado y una de ellas no cierra bien. Y como las necesito inmediatamente, le ruego que me haga el favor de examinarlas.

Joe lo hizo, y expresó su opinión de que para realizar aquel trabajo tendría que encender la forja y emplear más bien dos horas que una.

—¿De veras? Pues, entonces, hágame el favor de empezar inmediatamente, herrero —dijo el sargento—, porque es en servicio de Su Majestad. Y si mis hombres pueden ayudarle, no tendrán el menor inconveniente en hacerse útiles.

Dicho esto llamó a los soldados, que penetraron en la cocina uno tras otro y dejaron las armas en un rincón. Luego se quedaron en pie como deben hacer los soldados, aunque tan pronto unían las manos o se apoyaban sobre una pierna, o se reclinaban sobre la pared con los hombros, o bien se aflojaban el cinturón, se metían la mano en el bolsillo o abrían la puerta para escupir fuera.

Vi todo eso sin darme cuenta de que lo veía, porque estaba muy atemorizado. Pero, empezando a comprender que las esposas no eran para mí y que, gracias a los soldados, el asunto del pastel había quedado relegado a segundo término, recobré un poco mi perdida serenidad.

—¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué hora es? —preguntó el sargento dirigiéndose al señor Pumblechook, como si se hubiera dado cuenta de que era hombre tan exacto como el mismo reloj.

—Las dos y media, en punto.

—No está mal —dijo el sargento, reflexionando—. Aunque me vea obligado a pasar aquí dos horas, tendré tiempo. ¿A qué distancia estamos de los marjales? Creo que a cosa de poco más de una milla.

—Precisamente una milla —dijo la señora Joe.

—Está bien. Así podremos llegar a ellos al oscurecer. Mis órdenes son de ir allí un poco antes de que anochezca. Está bien.

—¿Se trata de penados, sargento? —preguntó el señor Wopsle como si ello fuese la cosa más natural.

—En efecto. Son dos penados. Sabemos que están todavía en los marjales, y no saldrán de allí antes de que oscurezca. ¿Alguno de ustedes ha tenido ocasión de verlos?

Todos, exceptuando yo mismo, contestaron negativamente y de un modo categórico. Nadie pensó en mí.

—Bien —dijo el sargento—. Pronto se verán rodeados por todas partes. Espero que eso será más pronto de lo que se figuran. Ahora, herrero, si está usted dispuesto, Su Majestad el rey lo está también.

Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata; se puso el delantal de cuero y pasó a la fragua. Uno de los soldados abrió los postigos de madera, otro encendió el fuego, otro accionó el fuelle y los demás se quedaron en torno del hogar, que rugió muy pronto. Entonces Joe empezó a trabajar, en tanto que los demás le observábamos.

El interés de la persecución encomendada a los soldados no solamente absorbía la atención general, sino que hizo que mi hermana se sintiera liberal. Sacó del barril un cántaro de cerveza para los soldados e invitó al sargento a tomar una copa de aguardiente. Pero el señor Pumblechook se apresuró a decir:

—Es mejor que le des vino. Por lo menos, tengo la seguridad de que no contiene alquitrán.

El sargento le dio las gracias y le dijo que prefería las bebidas sin alquitrán y que, por consiguiente, tomaría vino si en ello no había inconveniente. Cuando se lo dieron, bebió a la salud de Su Majestad y en honor de la festividad. Se lo tragó todo de una vez y se limpió los labios.

—Buen vino, ¿verdad, sargento? —preguntó el señor Pumblechook.

—Voy a decirle una cosa —replicó el sargento—, y es que estoy persuadido de que este vino es de usted.

El señor Pumblechook se echó a reír y preguntó:

—¿Por qué dice usted eso?

—Pues —replicó el sargento, dándole una palmada en el hombro —porque es usted hombre que lo entiende.

—¿De veras? —preguntó el señor Pumblechook riéndose otra vez—. Tome otro vasito.

—Si usted me acompaña. Mano a mano —contestó el sargento—. ¡A su salud! Viva usted mil años y que nunca sea peor juez en vinos que ahora.

Other books

A Lot Like Love by Julie James
The Sons by Franz Kafka
Niagara Falls All Over Again by Elizabeth McCracken
The Bookshop by Penelope Fitzgerald
Pray for Silence by Linda Castillo
Delicate Monsters by Stephanie Kuehn