Graceling (6 page)

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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Graceling
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—Ella nunca te haría daño, ¿sabes? —siguió diciendo Giddon—. Pero si alguien quisiera hacértelo, seguro que lady Katsa castigaría a esa persona. —Katsa soltó el tenedor y miró al noble, sorprendida por su amabilidad—. ¿Lo entiendes, pequeña? La chiquilla asintió en silencio y miró de reojo a Katsa. —A lo mejor te apetece estrecharle la mano —sugirió Giddon.

La niña se quedó pensativa un momento y después se acercó a Katsa y le tendió la mano. Una sensación extraña invadió a la joven, algo que no acababa de determinar. Esa criatura que quería tocarla despertaba en ella una especie de triste regocijo. Alargó la mano, pues, y asió los menudos dedos.

—Es un placer conocerte, Lanie.

La niña abrió los ojos de par en par, soltó la mano de Katsa y corrió hacia la cocina. Oll y Giddon rieron, pero la joven le dijo al noble:

—Te estoy muy agradecida.

—Es que tú no haces nada para borrar esa reputación de ogro de que gozas, y lo sabes, Katsa. No es de extrañar que tengas tan pocos amigos.

Muy propio de Giddon. Era típico en él convertir un gesto amable en una crítica a su carácter. Le encantaba poner de relieve sus faltas. Pero no la conocía en absoluto si creía que deseaba tener amigos. Katsa se centró en comer e hizo caso omiso de la conversación de los dos hombres.

No paró de llover. Giddon y Oll se sentían satisfechos de poder seguir charlando con los mercaderes y el posadero en la sala común, pero Katsa pensaba que la inactividad acabaría haciéndola chillar. Así que se dirigió al establo y dio un buen susto a un chiquillo, poco mayor que Lanie, que se hallaba en una de las cuadras encaramado en una banqueta para almohazar a un caballo. El de ella, por cierto; se percató cuando los ojos se le acostumbraron a la escasa luz que había dentro.

—No era mi intención asustarte —se disculpó—. Sólo busco un sitio donde practicar mis ejercicios.

El niño se bajó de la banqueta y huyó. Katsa alzó los brazos en un gesto exasperado. En fin, al menos ahora tenía el establo sólo para ella. Apartó balas de paja, sillas de montar y rastrillos para despejar un espacio enfrente de las cuadras, y ensayó una serie de golpes con los pies y las manos. Giró sobre sí misma y dio saltos, en todo momento consciente del lugar, del suelo, de las paredes que la rodeaban, de los caballos... Se concentró en adversarios imaginarios y logró sosegar la mente.

* * *

A la hora de la cena, Oll y Giddon tenían noticias interesantes.

—El rey Murgon ha hecho público que se cometió un robo en su castillo hace tres noches —explicó Oll.

—¿De veras? —Katsa miró con atención al capitán y después a Giddon. La expresión de ambos le recordaba la de un gato acorralando a un ratón—. ¿Y se sabe lo que fue robado?

—Sólo se informa de que se trata de un tesoro importante de la corte —repuso Oll.

—¡Cielos! ¿Y quién se supone que le ha robado ese tesoro?

—Algunos dicen que fue un chico graceling —contestó Oll—, una especie de hipnotizador que dejó dormidos a los soldados de la guardia real. —Otros hablan de un graceling gigantesco, casi monstruoso —añadió Giddon—; un luchador que venció a los guardias uno tras otro.

Se echó a reír de buena gana, y Oll sonrió sin alzar la vista del plato.

—Qué nuevas tan interesantes —comentó Katsa. Y entonces, esperando imprimir un timbre inocente a la voz, añadió—: ¿Os habéis enterado de algo más?

—La persecución se retrasó horas porque, al principio, se dio por sentado que el responsable era alguien perteneciente a la corte, un visitante —explicó Giddon—. Resulta que ese hombre era un graceling con el don de la lucha —bajó la voz y añadió—: ¿Te lo puedes creer? Menuda suerte hemos tenido.

—¿Y qué ha dicho ese graceling? Katsa hizo la pregunta sin perder la calma.

—Por lo visto, nada de utilidad. Adujo que no sabía nada de ese incidente.

—¿Y qué le han hecho?

—No tengo ni idea —dijo Giddon—. Es un dotado para la lucha, así que dudo que pudieran hacer mucho al respecto.

—¿Y quién es? ¿De dónde procede?

—No se ha dicho nada sobre eso. —Giddon le dio un codazo—. Vamos, Katsa, estás pasando por alto lo fundamental. ¿Qué más da quién sea? Perdieron horas interrogando a ese hombre. Cuando se decidieron a buscar por otro sitio a los ladrones, ya era demasiado tarde.

Katsa creía saber mejor que Giddon y Oll la razón por la que Murgon hubiera empleado tanto tiempo en someter a ese graceling en particular a un duro interrogatorio. Y también por qué se había tomado tantas molestias en que no se hiciera pública su procedencia. Murgon no quería que nadie sospechara que el tesoro robado era Tealiff, pero sobre todo que lo había tenido encerrado en sus mazmorras.

¿Y por qué el graceling lenita no le había dicho nada a Murgon? ¿La estaría protegiendo?

Aquella condenada lluvia tenía que parar de una vez y así podrían regresar a la corte y reunirse con Raffin. Katsa bebió un sorbo y dejó la copa en la mesa.

—Qué golpe de suerte para los ladrones.

—¡Y tanto! —sonrió Giddon.

—¿Os han dado más noticias?

—La hermana del posadero tiene un bebé de tres meses —contestó Oll—. La otra mañana se llevaron un susto, pues creían que un ojo se le había oscurecido, pero sólo fue un efecto extraño de la luz.

—Fascinante.

La joven se echó salsa en la carne.

—La reina monmarda está terriblemente apenada por su padre, el príncipe Tealiff —añadió Giddon—. Nos lo contó un mercader de Monmar.

—He oído decir que no come nada —dijo Katsa.

Para ella, ésa era una forma absurda de manifestar una pena.

—Hay algún detalle más —informó Giddon—: se ha encerrado con su hija en sus aposentos. A excepción de su camarera, no deja que entre nadie, ni siquiera el rey Leck.

—¿Y permite que coma su hija? —cuestionó Katsa, a quien esa actitud no sólo le parecía absurda, sino muy rara.

—La camarera les lleva comida, pero no salen de los aposentos. Parece ser que el rey está siendo muy paciente —comentó Giddon.

—Lo superará —opinó Oll—. Es impredecible el efecto que puede causar la pena en una persona. Pero se le pasará cuando su padre aparezca.

El Consejo mantendría oculto al anciano por su propia seguridad, hasta que se descubriera la razón por la que había sido raptado. No obstante, tal vez podría enviarse un mensaje a la reina monmarda para aliviar aquella extraña aflicción. Katsa decidió tomar en consideración el asunto. Lo comentaría con Giddon y Oll cuando pudieran hablar sin correr peligro.

—Es lenita... —dijo Giddon—. Tienen fama de ser raros.

—Todo esto me parece muy extraño —dijo Katsa.

Ella nunca había sentido pesar o, si lo había experimentado, no se acordaba. Su madre, hermana de Randa, murió de unas fiebres antes de que a la pequeña Katsa le cambiara el color de los ojos; de las mismas fiebres murió también la madre de Raffin, la esposa de Randa. Al padre de Katsa, un señor fronterizo del norte de Terramedia, lo mataron en una incursión al otro lado de la frontera, en un ataque oestense a un pueblo norgando. No fue responsabilidad de su padre, pero asumió la defensa de sus vecinos y murió en el intento. Por aquel entonces, Katsa era tan pequeña que ni siquiera hablaba, así que no lo recordaba.

Y si su tío moría, no creía que sintiera pena. Miró a Giddon de soslayo; no le gustaría perderlo, pero suponía que tampoco le causaría dolor su muerte. Con Oll era diferente. A él sí lo lloraría, así como a su dueña de honor, Helda, y a Raffin. La pérdida de su primo le dolería más que si le cortaran un dedo, le rompieran un brazo o le dieran una puñalada en el costado.

Pero no se encerraría en sus aposentos, sino que saldría en busca de quien le hubiera ocasionado la muerte, y cuando lo encontrara, haría que esa persona sintiera un dolor tan grande como nadie hubiera experimentado jamás. Giddon le hablaba, pero ella no le prestaba atención. Salió de su abstracción con un estremecimiento.

—¿Qué decías?

—Decía, mi dama soñadora, que creo que el cielo está aclarando. Podremos ponernos en camino al amanecer, si quieres. Llegarían a la corte antes de que anocheciera. Katsa se acabó la cena muy deprisa y se fue corriendo a su habitación para preparar el equipaje.

Capítulo 6

E
l sol ya había recorrido un buen trecho en el cielo cuando los cascos de los caballos repicaron en el suelo marmóreo del patio del palacio de Randa. Blancos muros rodeaban por completo el castillo, contrastando vivamente con el color verde del suelo, y a todo lo largo de su parte superior, había galerías para que los cortesanos pudieran asomarse cuando iban de un sector a otro del palacio y admiraran los jardines, adornados con plantas trepadoras y rosados árboles en flor.

En el centro del jardín se había erigido una estatua del rey; un chorro de agua le brotaba de una mano —extendida—, mientras que con la otra sostenía una antorcha. Era un jardín bonito si uno no paraba en la estatua; y el patio también lo era, aunque en él no se disfrutaba de tranquilidad ni de intimidad debido a toda aquella gente de la corte deambulando por las galerías.

Aquél no era el único patio del castillo, pero sí el más grande, y por donde entraban los residentes en el castillo o las visitas importantes. El suelo se mantenía tan brillante que Katsa se veía a sí misma y a su caballo reflejados en él, y los muros de piedra —de un blanco rutilante— eran tan altos que la joven tuvo que echar la cabeza hacia atrás para distinguir la cúspide de las torres albarranas. Era imponente, impresionante; como le gustaba a Randa.

El ruido de los cascos de los caballos y los relinchos atrajeron a la gente a las galerías para ver quién había llegado. Un mayordomo del rey salió a recibirlos, y un instante después Raffin llegaba corriendo al patio.

—¡Por fin estáis aquí! Katsa le sonrió.

Después lo observó con más detenimiento, se puso de puntillas —era muy alto—, y le agarró un mechón de cabellos.

—Raff, ¿qué te has hecho? Tienes el pelo complemente azul.

—He estado haciendo pruebas con un remedio nuevo para los dolores de cabeza; se ha de aplicar en el cuero cabelludo y dar un masaje. Y como ayer me pareció que se me avecinaba una migraña, lo probé. Por lo visto tiñe de azul el cabello rubio.

—¿Y se te curó la migraña? —inquirió Katsa sonriendo de nuevo.

—Bueno, si de verdad me iba a acosar el supuesto dolor de cabeza, sí me lo curó, pero lo cierto es que no estoy convencido de que fuera a padecer tal migraña. Pero oye, ¿te duele a ti la cabeza? —preguntó, esperanzado—. Tienes el cabello tan oscuro que no se te pondría azul.

—No, no me duele; nunca tengo dolor de cabeza. ¿Y qué opina el rey de tu pelo?

Raffin esbozó una sonrisa desdeñosa y afirmó:

—No me dirige la palabra. Dice que es un comportamiento espantoso en un príncipe, y hasta que no recupere el tono normal de mi cabello, no me considera hijo suyo.

Oll y Giddon saludaron a Raffin y entregaron las riendas de sus monturas a un mozo de cuadra. Dejando solos a Katsa y a su primo en el patio, siguieron al mayordomo y entraron en el castillo. Los dos jóvenes estaban cerca del jardín y de la cantarina fuente de la estatua de Randa.

Fingiendo estar concentrada en manejar las correas que ataban las alforjas al caballo, Katsa bajó la voz y preguntó:

—¿Alguna novedad?

—No se ha despertado; ni una sola vez.

La joven se decepcionó, pero inquirió todavía en voz baja:

—¿Sabes algo de un lenita joven, un noble con el don de la lucha?

—Lo has visto al entrar en el patio, ¿verdad? —La pregunta le sorprendió tanto que alzó la vista de las correas—. Ha estado merodeando por aquí. A ése no es fácil mirarle a los ojos, ¿no es cierto? Es hijo del rey lenita. ¿Así que estaba allí?

Eso sí que no se lo esperaba. Se concentró de nuevo en las alforjas y comentó:

—¿El heredero de Ror?

—¡Diantre, no! Tiene seis hermanos mayores que él, y le pusieron el nombre más absurdo que he oído en mi vida para el séptimo heredero a un trono: príncipe Granemalion Verdeante. —Raffin sonrió—. ¿Alguna vez habías oído algo parecido?

—¿Por qué está aquí?

—Ah, en realidad es muy interesante. Asegura que busca a su abuelo raptado.

Katsa apartó otra vez la vista de las alforjas y la clavó en los risueños ojos azules de su primo.

—No habrás...

—Pues claro que no. Te he esperado.

A todo esto, un mozo se les acercó para ocuparse del caballo de Katsa, y Raffin se lanzó a un monólogo sobre las visitas que habían llegado durante la ausencia de la joven. Al poco rato un mayordomo del rey se aproximó desde una de las puertas de entrada.

—Viene a por ti —dijo Raffin—, ya que no soy hijo de mi padre en este momento y no envía mayordomos a buscarme. —Se echó a reír y se dispuso a marcharse—. Me alegro de que estés de vuelta —dijo en voz alta antes de desaparecer por un pasadizo abovedado.

El sirviente era uno de los mayordomos personales de Randa, un hombre menudo, enjuto y estirado.

—Lady Katsa, bienvenida. El rey desea saber si el asunto en el este se resolvió bien.

—Puedes decirle que sí.

—De acuerdo, mi señora. El rey quiere que se vista para la cena.

Katsa entrecerró los ojos y cuestionó:

—¿El rey desea alguna otra cosa?

—No, mi señora. Gracias, mi señora.

El hombre inclinó ligeramente la cabeza y se marchó presuroso para escapar a la mirada de la joven.

Katsa se cargó las alforjas al hombro y suspiró. Cuando el rey ordenaba que se vistiera para la cena, significaba que tenía que ponerse un vestido, arreglarse el cabello y lucir joyas en el cuello y en las orejas. También significaba que planeaba sentarla cerca de algún noble que buscaba esposa, aunque a buen seguro ella no era la mujer que el noble en cuestión tenía en mente.

Así que despejaría con presteza los temores del pobre hombre y quizá podría aducir que no se encontraba lo bastante bien para quedarse toda la velada; diría que le dolía la cabeza. Ojalá pudiera tomar el remedio para la migraña que había preparado Raffin, y el cabello se le volviera de color azul. Eso le daría un respiro con respecto a las cenas de Randa.

Raffin apareció de nuevo; esta vez, un piso por encima de donde ella se hallaba, en una galería que discurría por delante de su laboratorio. Se asomó a la barandilla y la llamó:

—¡Kat!

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