Gothika (15 page)

Read Gothika Online

Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: Gothika
4.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Te han dicho alguna vez que tienes una cara como antigua?

—¿Me estás llamando vieja?

—¡No, no, en absoluto! Quise decir que tus facciones son... son tan perfectas como las de una virgen de un cuadro antiguo.

—¿Tengo cara de virgen?

—En el sentido pictórico —puntualizó Alejo, sin poder hacer nada para que su voz no sonara temblorosa.

No podía evitarlo: se estaba poniendo agradablemente nervioso.

—¿Y, en el otro sentido, qué parezco? ¿Una puta, tal vez?

—No he querido decir eso ni mucho menos —dijo bajando la mirada.

Era evidente que estaba jugando con él. ¡Y lo peor es que le gustaba su juego!

—¿En qué trabajas? —preguntó la desconocida.

—Soy teleoperador.

En el fondo no era mentira.

—Tienes cara de escritor.

—Las apariencias engañan —repuso Alejo haciéndose el interesante.

—Eso es cierto. Nunca se sabe con quién puedes estar hablando.

—¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

—A sobrevivir.

No quiso ahondar en esa cuestión. Intuyó que, seguramente, trabajaba haciendo algo que detestaba, como le ocurría a él mismo en Regalo+, por lo que decidió cambiar de tema.

—¿Y te gusta este local?

—¿La verdad? No demasiado.

—¿Y, entonces, por qué vienes?

—Por lo mismo que has venido tú: para observar a la gente.

Alejo estaba cada vez más sorprendido.

—Aquel chico te hace señas —comentó dirigiendo sus increíbles ojos hacia la pista de baile.

Alejo se giró y vio a Darío. Efectivamente, le hacía señas para que fuera hacia él. «¡Qué inoportuno!», pensó.

—¿Me disculpas un momento?

—Claro. Ya nos veremos.

Daño lo esperaba junto a una columna. Al llegar hasta su posición lo agarró por las solapas y lo arrastró detrás, fuera del campo de visión de la desconocida que permanecía en la barra.

—¿Qué coño pasa? —inquirió molesto.

—¿Por qué hablabas con ésa?

—Porque es la única que se ha dignado dirigirme la palabra en este local de mierda.

—Pues yo juraría que estabas ligando.

—¡No digas gilipolleces! Te recuerdo que salgo con tu hermana. ¿Qué pasa con ella?

—¡Nada! Pero no te acerques a esa tía.

—¿Por qué?

—Porque me da mala espina.

—Es encantadora.

—Puede ser, pero tiene fama de rarita. No me fío de ella.

—¿Fama de rarita? ¿Pero tú te has mirado a un espejo? Te recuerdo que aquí somos todos igual de raritos, incluido yo mismo.

—¡Vale, como quieras! —concluyó Darío dando por finalizada la conversación.

Alejo ansiaba regresar junto a la misteriosa «rarita». Sin embargo, cuando salió de detrás de la columna, comprobó que su silla ya estaba ocupada por otra persona.

La buscó por todo el local sin éxito.

Se había volatilizado.

20

Eran las seis de la mañana. Sor Angustias se levantó adormilada. La noche había sido más larga que de costumbre y, debido a los acontecimientos acaecidos la madrugada anterior, apenas había podido pegar ojo. Después de asearse, hacia las seis y media, al igual que el resto de las almas que habían recibido el Hábito Santo en el convento de Santa Clara de Jesús, se dirigió al coro para Laudes. Se cruzó con la hermana Ramira, pero ninguna realizó comentario alguno; aún se encontraban bajo la regla de silencio, sólo quebrantada por los cantos pausados de Laudes. Después, todas juntas hicieron oración mental durante media hora más y se dispersaron para asistir a misa y recibir la comunión.

Una vez finalizada ésta, hacia las ocho y media, las sirvientas del Señor fueron al refectorio para tomar un humilde desayuno. No corrían buenos tiempos en el convento y los alimentos escaseaban. Después, cada cual se enfrascó en sus quehaceres diarios. Sor Angustias era una de las encargadas de la faena del lavado de los hábitos. Era una tarea tediosa y pesada que a ninguna le gustaba realizar, y todavía menos en invierno. El frío cuarteaba su piel como si fuera una cuchilla y al restregar las gruesas telas de los hábitos contra la piedra del lavadero no era infrecuente que sus manos acabaran sangrando. Sor Angustias no pudo evitar dirigir sus pensamientos hacia la misteriosa mujer de blanco que ahora descansaba exhausta en una de las celdas del convento. Aquella pobre infeliz sí que tenía las manos severamente castigadas. Sor Angustias oró por ella y por su pronta recuperación. No sabía qué había podido ocurrirle ni por qué se hallaba en aquel lamentable estado, pero su enigmática llegada había contribuido a alterar la paz del recinto. De hecho, algunas hermanas ya se le habían acercado con intención de conocer los detalles de lo ocurrido.

Mientras lavaba recibió la orden de presentarse ante la madre abadesa. Acudió a su despacho de inmediato y se encontró allí con la hermana Ramira, que también había sido convocada.

—¡Adelante, no se queden ahí! —indicó la madre abadesa—. Pasen y cierren la puerta.

Las religiosas obedecieron.

—Bien. Se preguntarán por qué las he congregado —dijo en tono solemne—. Hablaré sin rodeos. Como saben, se plantea un conflicto. La presencia de una extraña nos pone en un compromiso de difícil resolución. Somos una comunidad de clausura y, por tanto, no nos está permitido acoger a personas ajenas. Pero, obrando en caridad cristiana, no he podido sustraerme a los designios del Señor. Si nuestro amado Padre ha querido que esta pobre desharrapada haya llegado hasta nosotras, tiene que existir un poderoso motivo, aunque, francamente, en estos momentos se me escapa.

Hizo una pausa para tomar aire.

Sor Angustias y sor Ramira permanecían de pie. La madre abadesa estaba sentada junto a su mesa de trabajo. Desde allí dirigía los asuntos del convento con mano férrea.

—Tal y como ya les indiqué ayer, no deseo que la vida de nuestra comunidad se vea alterada lo más mínimo por este acontecimiento, así que ustedes dos, que ya han tratado con la recién llegada, serán las únicas personas autorizadas para dirigirse a ella.

—Sí, madre abadesa.

—Sor Angustias, usted se encargará de llevarle las comidas a su celda —indicó quitándose las gafas, que le proporcionaban una mirada aún más inflexible de la que habitualmente tenía—. Y usted, sor Ramira, se ocupará de los cuidados médicos que precise esa mujer.

La madre abadesa prosiguió.

—Intenten, en la medida de lo posible, no comunicarse con ella más que lo justo e imprescindible. Recuerden que lo que le haya sucedido no es asunto de esta comunidad. Y, si ella les habla, tomen buena nota de cuanto les refiera y notifíquenmelo al instante. Y, por favor —recomendó enarcando las cejas con gesto adusto—, no le den cuartos al pregonero con cuchicheos entre el resto de las hermanas. Si me entero de que han incumplido mis directrices, pueden estar seguras de que las convocaré a capítulo de culpas. ¿Está claro?

—Sí, madre abadesa.

—Nada más, de momento. Pueden retirarse. Vayan ahora a atenderla. Esa mujer debe de estar hambrienta.

Al salir del despacho, sor Angustias miró de reojo a la hermana Ramira. Ambas estaban deseosas de comentar la conversación que acababan de sostener, pero no se atrevieron; el capítulo de culpas acechaba a la vuelta de la esquina.

Mientras sor Angustias se dirigía hacia la cocina para pedir las sobras del desayuno, la hermana Ramira fue a su celda para recoger el botiquín. Se encontraron justo ante la puerta de la habitación de la enferma.

—¡Jesús bendito! —exclamó sor Angustias al ver la cara de Analisa—. Esta mujer está muy pálida.

Analisa dormitaba, pero su rostro no reflejaba placidez, sino agitación. Sudaba a mares a pesar de que en la celda hacía frío.

Sor Ramira procedió a retirar los vendajes de sus manos para limpiar las heridas. Después, le aplicó paños fríos en la frente y en la nuca. Poco a poco la enferma fue recobrando el sentido.

—¿Se encuentra mejor? ¿Tiene hambre? —preguntó sor Angustias.

—Ha sido un error —susurró con voz débil—. Se equivocaron conmigo. No estoy muerta —dijo Analisa haciendo esfuerzos sobrehumanos por comunicarse.

—¡Cálmese! No malgaste energía.

—Me llevaron al panteón con ella, pero yo estoy viva... ¡Viva!

Las religiosas se miraron extrañadas. No entendían el sentido de sus palabras.

—No sé qué opina usted, sor Ramira, pero para mí que esta mujer delira.

—Es posible. Tiene fiebre —repuso aplicando de nuevo los paños fríos sobre su frente.

—Debe comer —dijo sor Angustias aproximándole un tazón de leche caliente.

Sin que le diera tiempo a reaccionar, sor Angustias vio con estupor cómo la joven la agarraba por los brazos para acercarse el tazón a la boca. Bebió con ansia, derramando la leche por los bordes. Sin embargo, nada más finalizar lo vomitó todo sobre el hábito de la religiosa. Sor Angustias se apartó espantada.

—Voy a cambiarme. Ahora mismo regreso y lo limpio —informó, mientras salía de allí horrorizada.

La hermana Ramira estaba extrañada. No entendía por qué la joven devolvía todo lo que ingería.

—Busquen a Patro y díganle que no he muerto. Ella sabrá qué hacer —explicó Analisa en un rapto de lucidez.

A Sexta, las almas del convento de Santa Clara de Jesús retomaron los rezos antes de dirigirse al refectorio para la comida comunitaria. Aquél no era el momento más apropiado para informar a la madre abadesa del estado de la recién llegada, pues las religiosas debían comer en completo silencio escuchando a la hermana lectora. Era viernes; por tanto, tocaba la lectura de la regla. Sor Angustias y sor Ramira, sentadas una enfrente de la otra, cruzaron miradas de preocupación. Ambas sabían que, lejos de mejorar, la recién llegada parecía haber empeorado, al menos en lo tocante a su salud mental. Lo cierto es que aquella pobre mujer parecía haber perdido el norte.

Tras la comida las religiosas, aprovechando el tiempo del recreo, se personaron en el despacho de la madre abadesa para informarla de todo cuanto había sucedido.

—Y dice algo de que fue encerrada por error en un panteón —apuntó sor Angustias.

—¿Cómo? ¿Encerrada en un panteón?

—Pero no se puede tener en cuenta ese comentario —explicó la hermana Ramira quitándole hierro al asunto—. Delira a causa de la fiebre.

—¿Y ha comido? —quiso saber la madre abadesa.

—Bebió con avidez un tazón de leche, pero al instante me lo vomitó todo encima —repuso sor Angustias, aún asqueada ante aquel desagradable recuerdo.

—Y, bien, hermana Ramira, ¿cuál es su diagnóstico? ¿Sabe ya qué mal aqueja a esa mujer?

Por lo general, siempre sabía qué debía responder a esa pregunta. No era éste el caso.

—No sabría decirlo a ciencia cierta. Los vómitos me tienen desconcertada —contestó bajando la mirada—. Tal vez cuando se le pasen las fiebres ella misma pueda explicar la causa de su lamentable situación.

—¿No sabe lo que le ocurre? ¡Lo que nos faltaba! —resopló la madre abadesa con fastidio.

—Mencionó a una tal Patro. Dijo que ella sabría qué hacer... —insinuó la hermana Ramira.

—¡De ningún modo! Eso sería violar la clausura, y, tal y como tiene la cabeza esa pobre desamparada, seguramente ni siquiera exista alguien con ese nombre. Limítense a seguir con los cuidados e infórmenme de la evolución de la enferma. 

Después del silencio mayor y de Nona, que se desarrollaba en el coro para rezar la corona franciscana, sor Angustias y sor Ramira intentaron en vano que la recién llegada probara bocado. Sor Angustias apareció con una escudilla de puchero, un guiso típico de la región cocinado a base de garbanzos, gallina, huevos, calabaza y hierbabuena. Aquel día el convento no disponía ni de gallina ni de huevos, así que el guiso resultaba un poco insustancial.

Fue inútil. La joven volvió a vomitarlo todo, así que las monjas retornaron cabizbajas a sus quehaceres diarios hasta Vísperas, momento en el que regresaron al coro para rezar la letanía, el rosario de la Virgen y otras devociones.

Ya en la cena, escucharon en el refectorio, como cada viernes por la noche, la lectura del testamento de Santa Clara. Y allí mismo rezaron Completas, tras lo cual todas las hermanas volvieron a sus celdas; todas menos sor Angustias y sor Ramira, que se afanaron una vez más para que la mujer de blanco comiera; no fue posible: de nuevo devolvió el alimento que había ingerido.

—Sor Angustias, en confianza, empiezo a estar seriamente preocupada por esta mujer. No sé qué mal puede albergar en su interior que la impide asentar la comida.

—¿Lo intentamos de nuevo después de Maitines? —preguntó sor Angustias.

Antiguamente, maitines tenía lugar a medianoche. Con los años, comenzarían a celebrarse por la mañana. La avanzada edad de algunas de las hermanas así lo aconsejaba.

—Sí. Y, en caso de que vuelva a arrojar, informaremos de ello a la madre abadesa. Lo más curioso es que sus heridas externas parecen haber cicatrizado a buen ritmo. Exteriormente, parece casi restablecida.

Analisa se sentía a las puertas de la muerte. No sabía por qué se encontraba tan mal, pero por más que intentaba comer para recuperar sus fuerzas, sólo sentía arcadas ante los guisos conventuales. Tenía hambre, sí, pero su estómago no parecía dispuesto a asimilar la comida. Imbuida en su particular calvario, había llegado a imaginar que los alimentos que las monjas le facilitaban estaban agrios o, incluso, podridos.

No obstante, lo peor no era la imposibilidad de mantener la comida en su estómago; lo que realmente la aterró fue descubrir que sentía un instinto animal cada vez que sor Angustias se acercaba a ella con la escudilla en las manos. No podía obviar por más tiempo que era capaz de advertir el palpito de sus venas a través de las telas de su grueso hábito. Aun sin ver su cuello, percibía el flujo de la sangre por aquel cuerpo caliente y vivo. Jamás le había ocurrido algo así. Por tanto, no imaginaba cómo podría reaccionar la siguiente vez que sintiera el cuello de sor Angustias aproximarse hacia ella. Un sentimiento idéntico experimentaba cuando la hermana Ramira se sentaba en su cama para aplicarle las curas.

21

«¡No puedo creer lo que he hecho!», se decía Violeta tirándose del pelo. Se lo repetía una y otra vez para apartar de su cabeza la monstruosidad que acababa de cometer. Sin embargo, la carita de aquel gato pardo con los ojos entornados y el pelaje cubierto de sangre se le aparecía a cada instante recordándole en qué se había transformado. «¡Soy una hijaputa sin escrúpulos!», se repetía para torturarse, como si con ello pudiera borrar los últimos acontecimientos.

Other books

Bring the Jubilee by Ward W. Moore
MEGA-AX1 The Inferno by LaShawn Vasser
Superstitious Death by Nicholas Rhea
thevirginchronicles by Willows, Jennifer
Homage to Gaia by James Lovelock
A Father's Promise by Carolyne Aarsen
The Beast of Clan Kincaid by Lily Blackwood