Goma de borrar (21 page)

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Authors: Josep Montalat

BOOK: Goma de borrar
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—¿Y las putas? —preguntó Santi

—De las putas se encarga Cobre, que tiene el contacto.

—El contacto es Bartolo —empezó a hablar Cobre—. Un chico que conozco de Hospitalet, que vende coca a una de ellas que se hace llamar Anais, un mínimo de dos gramos cada semana y la pava se la hace llevar pagando el taxi. Me dijo que la tía está «requetebuenísima». Es así morena, con el pelo liso, bastante alta y con mucha clase. Por lo visto se mueve siempre con clientes extranjeros en hoteles de lujo. La ha visto con otras chicas que están de miedo. Dice que todas parecen modelos...

—¡Joder! —exclamó Santi, que escuchaba con atención.

—Bartolo me explicó que una vez le llevó varios gramos de coca al Ritz —siguió diciendo Cobre —. Le hicieron subir a una habitación y allí habían montado un «sarao» del copón. Vio al menos a siete tías en pelotas, que estaban con unos americanos gordos y babosos, también desnudos, que iban en fila, uno detrás de otro, cantando y bailando el plátano Balú, con las chicas intercaladas que les cogían la polla con las manos pasándosela entre sus piernas. «Plátano Balú, un, dos, tres... plátano Balú, un, dos, tres...» —fue contando, mientras sus amigos se reían—. Bueno, o sea que movidas de esas hacen seguro —añadió.

—¿Y las pastillas afrodisíacas esas, seguro que funcionan? —preguntó Santi.

—Son muy buenas. Se llaman «
Sex Passion
», creo que vienen de Estados Unidos —explicó Tito—. Me dio dos un amigo y las probé con Belén y la tía se puso a mil. Fue hace quince días en Barcelona, en casa de sus padres, que estaban de viaje. Follaba como nunca la había visto. Me dejó frito y eso que a mí también me hizo efecto y también iba caliente, pero ella iba como una moto. Hasta que no le bajó el efecto no paramos de «folletear» en todas las posiciones imaginables.

—Joder, qué guay —dijo Santi—. ¿Y cómo haremos para que se tomen las pastillas esas?

—Haremos un cóctel y las pondremos dentro, trituradas. Las invitaremos a beber y cuando les haya hecho efecto tendremos la orgía asegurada. Tetas, culos, chochos, todo multiplicado por cuatro, y todos por allí mezclados, follando a una y luego follando a otra —acabó con gestos demostrativos.

—¡Uauuhhhhh! Joder, qué pasada. ¡Uaaahhhhh! —expresó Santi ya imaginándoselo.

—No está mal —dijo David, pero aún no del todo convencido.

—¿No está mal? Esta muy bien. Será la polla —le dijo Tito.

—Nunca mejor dicho, la polla dentro de los cuatro chochos —añadió Cobre haciéndoles reír.

—Sigo sin verlo del todo claro —opinó David.

—¿Qué es lo que no ves claro? —le pregunto Tito.

—Eso de que pagando sólo un polvo salga la orgía gratis.

—Si lo tenemos todo, no puede fallar —dijo Tito—. Tenemos la coca esa de Cobre, de culo colombiano, con la que van a flipar. Tenemos las pastillas afrodisíacas, que sabemos que funcionan, y aunque sean putas son tías, y si el chochito les pide guerra no van a querer parar. Y nos tenemos a nosotros, jóvenes y con cuerpos serranos —se levantó mostrando su pecho—. Y no a esos vejestorios que normalmente tienen que tirarse.

—Es verdad, lo tenemos todo —apoyó Santi. —No puede fallar.

—Bueno de acuerdo, no está mal, pero yo paso —anunció David.

—Venga, no te rajes, la idea es muy buena —le animó Santi con ganas de experimentar con los cuatro «conejillos de india».

—Déjalo, si no quiere la haremos nosotros —habló Tito—. Serán solo tres chicas y nos saldrá un poco más cara la parte de la habitación del hotel pero la diferencia no será mucha.

—Por una orgía pago lo que sea —dijo Santi, animado, bebiendo luego de su lata de cerveza.

Estuvieron todavía un rato intentando convencer a David para que participara en el plan pero no dio su brazo a torcer y al cabo de poco se excusó y salió de la casa. Los otros tres amigos se quedaron discutiendo los detalles y después, aprovechando que no estaban sus novias, se marcharon a la discoteca 600’s de Santa Margarita.

El día del partido de la final de la Copa de Europa, Cobre cogió la autopista en dirección a Barcelona. Comió con sus padres en Hospitalet, hizo una larga siesta hasta media tarde en su antigua habitación y luego fue a entregar la cocaína que había llevado para Bartolo.

Después, condujo camino de la suite del Hotel Princesa Sofía. Días antes, él mismo se había cuidado de reservar a las prostitutas. Tuvieron que subir el presupuesto de la «fiesta» ya que se cotizaban más de lo previsto, aunque por atención a Bartolo iban a hacerles un descuento. Le había dicho a la tal Anais que pidieran por la habitación de Alberto Balcells y las había citado para las doce y media, cuando el partido ya se hubiese acabado. En el maletero del Panda llevaba los petardos y los cinco cohetes de fuegos de artificio que no había tirado en la desgraciada final de la Copa del Rey y que en esta memorable noche pensaba lanzar desde la terraza del hotel para festejar la victoria del Barça ante el Steaua de Bucarest.

El último en llegar al hotel fue Santi, que llevaba en una bolsa de deporte las pizzas calientes que iban a tomarse, y las cervezas que había estado enfriando en su casa. Cuando Tito le abrió la puerta de la habitación por el altavoz del televisor se oía al locutor hablando de la alineación definitiva de los dos equipos que en pocos minutos se iban a enfrentar en el estadio Sánchez Pizjuán de Sevilla.

—¡Barça! ¡Barça! —exclamó, mientras entraba con una bufanda con los colores del equipo enrollada a su cuello y enarbolando un banderín de aquel club.

—Venga, que está a punto de empezar —le dijo Cobre.

Santi inspeccionó la suite, entró en el baño y luego contempló la vista desde la terraza.

—¡Uahhh! Qué pasada. ¡Joder, qué guay! ¿Está todo a punto? ¿Está preparado el cóctel afrodisíaco?

—Sí. Hay ya seis copas preparadas con dos pastillas trituradas en cada una. Con una pastilla hubiese sido suficiente para tener la orgía asegurada, imagínate con dos —dijo Tito, riéndose—. Y no te digo si se toman las dos copas; nos van a dejar hechos polvo, ja, ja, ja.

—¡Joder, qué guay!

—Pero primero el fútbol. Cobre ha traído los fuegos artificiales del otro día. Tiraremos uno por cada gol del
Barça
y los que queden para cuando se acabe. Si es que quedan, porque les vamos a pegar un bate a estos rumanos que se van a quedar tiesos.

—Faltan dos minutos para empezar —anunció Cobre atento a la pantalla—. Dame una cerveza,
please
—le pidió a Santi.

—Toma —le alargó una lata—. Aquí encima te dejo el comprobante de las pizzas, de las cervezas y las cuarenta mil pesetas de mi parte. Ya ajustaremos cuentas cuando quieras —le dijo Santi, dejando los papeles y el dinero sobre la mesa escritorio.

Los tres se sentaron frente al televisor. El partido empezó y mientras iban comiendo no perdían detalle de las imágenes, comentando las jugadas que se iban sucediendo. Llegaron a la media parte.

—El Venables no sé qué coño hace —se quejó Cobre del entrenador del Barça al tiempo que oyeron golpear en la puerta.

—¿Las putas? —preguntó Santi.

No eran sus ansiados «rollitos de primavera» sino una camarera que traía una bandeja con distintos canapés que depositó sobre la mesa escritorio. Les preguntó si deseaban que les descubriera las camas y Santi respondió que «ya las habían visto». Tito intervino diciendo que ya lo harían ellos mismos. El encuentro se reanudó y las miradas quedaron de nuevo fijas en la pantalla del televisor. Los minutos se fueron sucediendo y ninguno de los dos equipos consiguió hacer un gol. El árbitro francés,
monsieur
Vautrot, señaló el fin del encuentro y la desesperación de los tres espectadores iba en aumento. Al poco rato empezó una prórroga que terminó sin que variase el resultado. Después de un breve descanso empezó la preceptiva tanda de cinco penaltis que iba a otorgar la victoria a uno de los dos equipos y a los tres amigos se los comían los nervios. En el tercero que lanzaba el Steaua de Bucarest, Lacatus coló la pelota a Urruti y con ello el F.C. Barcelona ya sólo tenía opciones a un empate. Santi no se atrevía a mirar el televisor y se giró de espaldas, mientras Marcos, el jugador del Barça, disparaba un balón que el portero Ducadam detuvo.

—¡Jondia! Nos han ganado —exclamó Cobre.

—¡Qué putada! —dijo Santi, mientras veía la repetición de este último penalti.

—Bueno, qué le vamos a hacer. Al menos tenemos la orgía —consoló Tito a sus amigos.

—No sé si se me va a levantar después de esto —opinó Cobre.

—A mí tampoco —dijo Santi.

—Venga, nos tomamos una pastilla afrodisíaca de esas. Las putas van a llegar dentro de poco —sugirió Tito, dispuesto a alcanzar «la portería» de las chicas.

Cada uno tomó una de las pastillas. Después empezaron a ordenar la habitación, se lavaron los dientes y se pusieron colonia.

A la hora prevista, llamaron a la puerta. Santi hizo pasar a la espectacular morena, que vestía un elegante mono de raso verde, una chaqueta y un bolso de piel. Después de las presentaciones la invitaron a sentarse. Lo hizo cruzando las piernas.

—¿Vienes sola? —preguntó Tito.

—No os preocupéis —les dijo sonriendo—. Ahora vendrán mis amigas. Yo me he adelantado a confirmar el servicio. Están en la fiesta de presentación de un coche.

—¡Ah, claro! Hay el Salón del Automóvil; por eso he visto tanta gente en el hotel —comentó Cobre.

—Ayer fui a visitarlo. Es un pasada. Joder, qué coches. Vi un Lamborghini... —explicaba Santi.

—¿Te apetece un poco de cóctel, Anais? —interrumpió Cobre a su amigo viendo que empezaba a enrollarse.

—Sí, gracias —respondió ella —. ¿El pago será en efectivo o con tarjeta?

—Quedamos en veinticinco cada una, setenta y cinco mil en total, ¿no? —preguntó Cobre.

—Sí, quedamos en eso —respondió Anais—. Gracias —añadió al recoger la copa de cóctel que le entregaba Tito.

—Si te va bien, te damos veinticinco mil en efectivo y el resto lo cobras de mi tarjeta.

—No hay problema.

Cobre cogió parte del dinero que Santi había dejado sobre la mesa, recogió la cartera de la chaqueta, sacó su tarjeta Visa y le entregó todo a la chica. Ella puso el dinero en su bolso y se quedó con la tarjeta en la mano.

—Voy a utilizar un momento el teléfono —les dijo, dirigiéndose al aparato telefónico con el bolso en una mano y la copa de cóctel en la otra, que depositó sobre la mesilla de noche. Se sentó en la cama y del bolso sacó un artilugio electrónico para procesar tarjetas de crédito.

—¡Caray! Vas bien preparada —comentó Tito.

—Sí, claro.

Con presteza, quitó la clavija que conectaba el teléfono de la habitación y en su lugar conectó la de su aparato. Dio varias veces a distintas teclas y luego deslizó la parte de la banda magnética de la tarjeta de crédito de Cobre por una ranura.

—¿Y esto funciona en cualquier teléfono? —preguntó Tito, atento a sus movimientos.

—Si en la tarjeta hay saldo, debería funcionar —dijo ella, sonriéndoles, atenta.

Había saldo y el aparato empezó a imprimir. Cuando terminó, la chica cortó el papel.

—Toma, firma aquí por favor —indicó a Cobre—. ¿Quieres una copia?

—Sí, gracias.

La chica dio a una tecla y el aparato empezó a imprimir de nuevo. Cuando terminó, cortó el papel y lo entregó con un grácil gesto, desconectó la clavija de su aparato, enrolló el cable alrededor y lo guardó en su bolso. Volvió a conectar el teléfono en su lugar.

—Voy a hacer otra llamada si no os importa —dijo, bebiendo un poco de cóctel.

—Mientras no sea a nuestras novias, tú misma —le dijo Santi.

—No, no os preocupéis —respondió Anais sonriendo— Voy a llamar a mis amigas.

Marcó un teléfono de su agenda. Habló con alguien a quien preguntó por Sheila Köning. Aguardó un rato y luego habló con la chica, le dijo que ya podían venir y le dio el número de la habitación.

—Bueno, ya está. Están muy cerca de aquí, en cinco minutos llegan —les anunció antes de beber de nuevo de la copa—. ¡Uhmm! Muy bueno... y refrescante —dijo, apurándolo.

—¿Quieres otro? —le preguntó Santi, solícito.

—Sí, gracias —respondió, permaneciendo sentada sobre la cama—. Estáis bien preparados. ¿La fiesta es por el partido del Barça? —dijo, señalando una bufanda y un gorro con los colores del equipo puestos sobre una de las sillas.

—Sí, pero no ha habido suerte —dijo Tito.

—Han ganado los rumanos —le notificó Santi.

—Nadia, una de las chicas que va a venir, estará contenta. Es rumana.

—¿Rumana? —dijo Tito, al tiempo que Cobre entregaba la copa de cóctel a la chica.

—Gracias —dijo Anais—. Sí, era bailarina de la selección rumana de patinaje sobre hielo. Solicitó asilo político cuando vino para un campeonato que hicieron en Jaca, en diciembre pasado.

—¿Te apetece una rayita mientras esperamos a tus amigas? —se atrevió a proponerle Cobre.

—¿Coca?

—Sí, es muy buena.

—Estáis bien surtidos, por lo que veo.

—Es pura, colombiana.

—¡Ummm! Habrá que probarla —aceptó, bebiendo unos sorbos del cóctel.

Cobre se dirigió a la mesa escritorio de la sala contigua y empezó a preparar unas rayas de cocaína. Cuando estuvieron listas llamó a Anais y la chica fue hacia allá. De su bolso sacó un tubo metálico y esnifó una de las cuatro rayas, preparadas sobre el cristal de la mesa.

—Realmente es muy buena —declaró la chica al poco rato—. ¿Tenéis para venderme?

—Si os portáis bien con nosotros, creo que si —respondió él, mostrándole el trozo que tenía.

—Vale, de acuerdo —dijo la chica, sonriéndole.

Llamaron a la puerta. Santi abrió e hizo entrar a dos despampanantes rubias con las que todos se sintieron complacidos por los apetecibles cuerpos que se adivinaban bajo el envoltorio de la ropa. Las chicas se desprendieron de sus chaquetas y dejaron sus bolsos en uno de los sillones. Con aquel trío de excitantes féminas revoloteando por la habitación los chicos celebraron unas espontáneas erecciones generales. Anais hizo las presentaciones, preguntando de nuevo el nombre a los tres amigos. Tito les entregó una copa del cóctel con el afrodisíaco y sirvió de la jarra tres copas para ellos. Todos brindaron. Cobre observaba con disimulo a las exuberantes chicas. Se sentía nervioso viendo tantas curvas y más ahora que ya iban sin freno. Preguntó a Anais si sus amigas querían tomar cocaína. Ella le dijo que Sheila sí tomaba y que no tuvieran reparo en que Nadia, la rumana, lo viera. Mientras preparaba las cinco rayas de tamaño reglamentario, Santi, muy lanzado, ya había conectado su morro automático y dedicaba atenciones especiales a la patinadora. Por su parte, Sheila, respondiendo a la pregunta que le había hecho Tito, dijo en un perfecto español que era danesa y que desde hacía siete años residía en España, país que le gustaba mucho, sobre todo por el clima. Al poco rato, Cobre la invitó a tomarse la raya de coca que le había preparado en el cristal de la mesa y no perdió detalle de su parte trasera mientras inclinaba su cuerpo para esnifar. Poco después, al igual que su amiga, aprobó la estupenda calidad de la droga. Anais, sonriéndole, le anunció que iban a venderle si «nos portamos bien con ellos», puntualizó.  

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