Álvarez, según oí, se agravaba por instantes y recibió los sacramentos el mismo día 9; pero aun en tal situación insistía en no rendirse, repitiendo esto con palabras enérgicas, lo mismo dormido que despierto. Muchos patriotas se resistían a creer que fuera cierto lo de la rendición, y la posibilidad de entregarse al extranjero causaba más horror que la muerte y el hambre; verdad es que muchos tenían aún la loca esperanza de que llegasen socorros.
Por la tarde empezó a susurrarse que al día siguiente entrarían los
cerdos
, y los patriotas acudieron a casa del gobernador, la cual, casi por completo arruinada, apenas conservaba en pie los aposentos donde el heroico paciente residía, y allí entre las ruinas, metiéndose por los claros de las paredes destruidas, alborotaron largo rato pidiendo a su excelencia que saliese de nuevo a gobernar la plaza. Dicen que Álvarez en su delirio oyó los populares gritos, e incorporándose dispuso que resistiéramos a todo trance. Enfermos o heridos los que aún vivíamos, con diez mil cadáveres esparcidos por las calles, alimentándonos de animales inmundos y sustancias que repugna nombrar, nuestro más propio jefe debía de ser y era un delirante, un insensato, cuyo grande espíritu perturbado aún se sostenía varonil y sublime en las esferas de la fiebre.
Al día siguiente pude dar algunos pasos sin alejarme mucho. De buena gana habría hecho una excursión por la ciudad visitando la casa de Siseta; pero las señoras monjas que tan cariñosamente me cuidaban impidiéronmelo. El capitán D. Francisco Satué llegose a mí y me hizo saber que había resuelto tomarme por asistente en reemplazo de Periquillo Delroch
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, y yo, agradecido a su bondad, me tomé la libertad de decirle:
—Mi capitán: ¿sabe usía por dónde anda Siseta? Supongo que usía conoce a Siseta, la hija del Sr. Cristòful Mongat.
Satué no se dignó contestarme, y volvió la espalda, dejándome solo con mis horrorosas dudas. Yo preguntaba a todos; pero nadie me hablaba sino de la capitulación. ¡Capitular! Parecía imposible tal cosa cuando todavía existía pegado a las esquinas el bando de D. Mariano:
«Será pasada inmediatamente por las armas cualquier persona a quien se oiga la palabra capitulación u otra equivalente».
Según oí decir, los franceses habían dado una hora de tiempo para arreglar la capitulación; pero nuestra Junta pedía un armisticio de cuatro días, prometiendo cumplirla si al cabo de dicho plazo no venía el socorro que desde Noviembre estábamos esperando. El mariscal Augereau no quiso acceder a esto, y por último, después de muchas idas y venidas de un campo a otro, firmáronse las condiciones de nuestra rendición a las siete de la noche del 10.
En este convenio, como en todos los que hicieron los franceses en aquella guerra, se pactó lo que luego no había de ser cumplido: respetar a los habitantes, respetar la religión católica y las vidas y haciendas, etc… Todo esto se escribe y se firma sobre un tambor dentro de una tienda de campaña; pero luego las órdenes expedidas desde París por la gran rata obligan a poner en olvido lo acordado.
—¡Bonito final! —me dijo el padre Rull, que me había asistido durante el penoso mal—. ¡Y que hayamos venido a esto después de haber resistido siete meses! ¿Y todo por qué, amigo Andrés? Porque no se reparten dos pavos por barba al día, y porque alguno se ha visto obligado a mantenerse chupando el jugo de un pedazo de estera. Dioscórides dice que el esparto contiene sustancias alimenticias. ¡Oh! Si Álvarez no hubiera caído enfermo, si aquel hombre de bronce pudiera aún levantarse de su lecho y venir aquí y alzar el bastón en la mano derecha… Ya sabes, Andrés, que la guarnición debe salir mañana de la plaza con los honores de la guerra, marchando a Francia prisionera. Creo que os pondrán a tirar del carro de Napoleón cuando salga a paseo… Los
cerdos
se nos meterán aquí mañana a las ocho y media, y parece han acordado no alojarse en las casas sino en los cuarteles. ¿Lo crees tú? Ya verás cómo no lo cumplen. Me parece que los veo echando a los vecinos a la calle para acomodarse sus señorías en las pocas casas que han dejado en pie. Y ahora te pregunto yo: ¿qué harán de nosotros, los pobres frailes? Amigo, con Gerona se acabó España, y con la salud de Álvarez se acabaron los españoles bravos y dignos. Muchachos, ¡viva D. Mariano Álvarez de Castro, terror de la Francia!
Durante la noche, los vecinos y los soldados, sabedores ya de las principales cláusulas de la capitulación, inutilizaron las armas o las arrojaron al río, y al amanecer los que podían andar, que eran los menos, salieron por la puerta del Areny para depositar en el glacis unas cuantas armas si tal nombre merecían algunos centenares de herramientas viejas y fusiles despedazados. Los enfermos nos quedamos dentro de la plaza, y tuvimos el disgusto de ver entrar a los señores
cerdos.
Como no nos habían conquistado, sino simplemente sometido por la fuerza del hambre, nosotros los mirábamos de arriba abajo, pues éramos los verdaderos vencedores, y ellos al modo de impíos carceleros. Si no existiese el goloso cuerpo, y sólo el alma viviera, ¿pasarían estas cosas?
En honor de la verdad, debo decir que los franceses entraron sin orgullo, contemplándonos con cierto respeto, y cuando pasaban junto a los grupos donde había más enfermos, nos ofrecían pan y vino. Muchos se resistieron a comerlo; pero al fin la fuerza instintiva era tal que aceptamos lo que a las pocas horas de su entrada nos ofrecieron. Durante todo el día estuvieron entrando carros cargados de víveres que estacionados en las plazas de San Pedro y del Vino, servían de depósito, a donde todo el mundo iba a recoger su parte. ¡Comer!, ¡qué novedad tan grande! Sentíamos el regreso del cuerpo que volvía después de la larga ausencia, a ser apoyo del alma. Se admiraba uno de tener claros ojos para ver, piernas para andar y manos con que afianzarse en las paredes para ir de un punto a otro. Los rostros adquirían de nuevo poco a poco la expresión habitual de la fisonomía humana, y se iba extinguiendo el espanto que aun después de la rendición causábamos a los franceses.
Dadme albricias, porque al fin, señores míos, me reconocí con bríos para andar veinte pasos seguidos, aunque apoyándome con la derecha mano en un palo, y con la izquierda en las paredes de las casas. No creáis que el andar por las calles de Gerona en aquellos días era cosa fácil, pues ninguna vía pública estaba libre de hoyos profundísimos, de montones de tierra y piedras, además de los miles de cadáveres insepultos que cubrían el suelo. En muchas partes los escombros de las casas destruidas obstruían la angosta calle, y era preciso trepar a gatas por las ruinas, exponiéndose a caer luego en las charcas que formaban las fétidas aguas remansadas. El viaje al través de aquellos montes, lagos y ríos era tan fatigoso para mí, que a cada poco trecho me sentaba sobre una piedra para tomar aliento. Mas cuando no era ya posible pensar en batirse, y cuando estaba aplacado el terrible ardor de la guerra, me producía indecible espanto la vista de tantos muertos; y al examinar los horrorosos cuadros que se desarrollaban ante mi vista, cerraba a veces los ojos temiendo reconocer en una mano helada la mano de Siseta, en la punta de un vestido, la punta del vestido de Siseta, en una piedrecita encarnada las cuentas de coral que adornaban las lindas orejas de Siseta.
Al llegar a la calle de Cort-Real, vi allí casi en total ruina la casa donde se albergaban los míos. Unos vecinos me dijeron que el señor Nomdedeu y su hija estaban aposentados en la calle de la Neu; pero que no se sabía dónde habían ido a parar Siseta y sus hermanos. Contristado con tal noticia, fui en busca del doctor, y la primer persona que salió a mi encuentro fue la señora Sumta, encargándome que no hiciera ruido porque el señor dormía.
—Aquí encontrarás todos los papeles cambiados, Andresillo —me dijo— porque la señorita Josefina se ha puesto buena, y el amo está tan malo, que se morirá pronto si Dios no lo remedia.
En esto oímos la voz del doctor, que en aposento cercano sonaba, diciendo:
—Déjele usted entrar, señora Sumta, que estoy despierto. Andrés, amigo querido, ven acá.
Entré, pues, y D. Pablo arrojándose de su lecho me abrazó con cariño, hablándome así:
—¡Qué placer me das, Andrés! ¡Yo creí que habías muerto! ¡Ven acá, valiente joven, y abrázame otra vez! ¿Cómo va esa salud? ¿Y ese estómago? No conviene cargarlo después de tanta privación. ¿Hay apetito?… Te recomiendo mucho la sobriedad. ¿Tienes heridas? Las curaremos… Manda lo que gustes, hijo.
Yo, muy confundido, le expresé mi gratitud por tanta benevolencia, añadiendo que le consideraba como el más generoso y cristiano de los mortales por pagar con abrazos y cariños los golpes que de mí recibiera.
—Señor —añadí— yo creí haber muerto al mejor de los hombres, y no podía vivir con el gran peso de mi conciencia. Veo que usted perdona las ofensas y abre sus brazos a los que han intentado matarle.
—Todo está perdonado, y si culpa hubo en ti tratándome como me trataste, mayor fue la mía, que en mi furor, no reparaba en quitarte la vida por un pedazo de azúcar. Aquellas, amigo Andrés, no deben considerarse como acciones libres que constituyen verdadera responsabilidad, y la horrible situación en que ambos nos hallábamos nos disculpa a los ojos de Dios. En tan triste momento, la ley suprema de la propia conservación imperaba sobre todas las leyes, nuestro carácter, el resultado de las facultades ingénitas o cultivadas por el trato y de los hábitos adquiridos, no existía realmente, y el torpe bruto en que estamos metidos, rompía salvajemente todos los frenos que se oponían a la satisfacción de sus necesidades. Por mi parte, puedo decirte que no me daba cuenta de lo que hacía. El espectáculo de mi pobre hija me trastornaba el poco sentido que aún me hacía reconocerme como hombre, y delante de mí no había amigos ni semejantes. Estas relaciones se acaban, se extinguen cuando el brutal instinto recobra sus dominios, y si veía un pedazo de pan en boca de otro hombre, parecíame esto un privilegio irritante, que mi egoísmo no podía tolerar. ¡Ay, qué horroroso padecimiento! ¡Qué vergonzoso estado de moral y qué degradación del ser más noble que pisa la tierra! Válgame tan sólo la circunstancia de que nada quería para mí, sino todo para ella. Tengo la seguridad de que a no ser por mi idolatrada hija, yo me hubiera recostado en un rincón de la casa, dejándome morir sin hacer esfuerzo alguno por conservar la vida.
—Y la señorita Josefina ha resistido las privaciones tal vez mejor que nosotros.
—Mucho mejor —añadió Nomdedeu—. Ya me ves a mí que parezco un cadáver. Pues ella, completamente transfigurada, parece haberse apropiado toda la salud que a mí me falta. Esto me tenía contentísimo, Andrés. Pero verás ahora lo que ha pasado. Cuando me dejaste en el patio de la casa del canónigo, tardé mucho tiempo en recobrar el uso de los sentidos a consecuencia del gran golpe y de la mucha extenuación. Por fin, no sé qué manos caritativas me sacaron a la calle, donde recobré completo acuerdo. Mi sensación principal era una gran sorpresa de hallarme con vida. Arrastréme hasta entrar en casa, y en las habitaciones de Siseta encontré a mi hija. La infeliz casi no me conocía. Iba a perecer de inanición. ¡Dios mío! Quisiera morir, si la muerte borrara de mi memoria el recuerdo de aquellas horas. Yo decía: —Señor, antes de ver tal espectáculo, valiera más que quedara exánime sobre las baldosas de la casa del canónigo—. ¡Ay, amigo Marijuán, no me preguntes nada sobre esto! Sólo te diré que habiendo salido en busca de alimentos, al regresar, mi hija ya no estaba allí.
—¿Y Siseta? —pregunté con la mayor inquietud.
—Siseta tampoco —repuso Nomdedeu inmutándose en sumo grado—. Pero ¿a qué me preguntas por Siseta? Yo no sé nada de ella. Déjame seguir. Ninguno de los vecinos supo darme razón del paradero de mi hija, y corrí como un loco por la ciudad buscándola. Felizmente ni ella ni yo estábamos allí, cuando la casa fue destruida. Pero yo te pregunto: ¿a dónde creerás que había ido mi idolatrada Josefina? Pues nada menos que a la torre Gironella, donde contemplaba el horrible fuego con que se defendió aquel fuerte en sus postrimerías. Te asombrarás de que mi hija fuera a tal sitio. Pues oye. Encontrándose sola en la casa, la horrible necesidad obligola a salir a la calle, y discurrió largo tiempo por Gerona, implorando la caridad pública, pero sin ser atendida por nadie. Mientras mayor era su desamparo, mayores eran sus esfuerzos por apegarse a la vida, y aquella naturaleza miserable halló en sí misma suficiente energía para sobreponerse a la situación. Parece esto imposible, pero es cierto. Ahora caigo en que a las criaturas de ánimo apocado nada les conviene tanto como encontrarse lanzadas de improviso a un gran peligro sin sostén ni ayuda de mano extraña. Pues bien, Josefina, sola en medio de tantos horrores, huyó por la pendiente que conduce a los fuertes, creyendo más seguros aquellos sitios. La vista de los cadáveres que obstruyen el camino prodújole gran espanto, y mayor aún al ver de cerca la terrible acción que allí se trabara. Cuando quiso retroceder la pobrecita, le fue imposible, y encontrose envuelta en el fuego, en el momento de la retirada. ¡Oh, qué incomprensibles son los arcanos de la Naturaleza! Si yo hubiera sabido por qué lugares andaba mi enferma, y todo el protomedicato hubiérame pedido mi dictamen sobre su suerte, habría dicho: «Josefina morirá en el acto de verse próxima a un combate». Pues no fue así, Andrés. Según me ha contado ella misma, al ver aquello, sintiose con inusitada energía, y sus miembros desentumecidos como por milagro, adquirieron una agilidad que jamás habían tenido. Sin hallarse libre de miedo, inundaba su alma una generosa y expansiva inquietud, y abundantes lágrimas corrían de sus ojos… A esto añade que luego volvió dos veces a la ciudad, donde unas señoras apiadadas de ella la dieron algún alimento; que después, sin saber cómo, viose arrastrada en el tropel de las que iban a llevar pólvora a las murallas; añade que durmió dos noches en campo raso; que la señora Sumta tomándola por su cuenta, la tuvo más de tres horas en Alemanes, hasta que se retiró de allí la guarnición, y comprenderás si han sido fuertes los cauterios aplicados por el azar al espíritu de esa pobre niña. Ahora, Andrés, me resta decirte que si ella ha adquirido súbitamente bríos y agilidad, yo he perdido radicalmente mi salud, a consecuencia de los intensos padeceres físicos y morales de esta temporada, y aquí donde me ves, no doy dos cuartos por lo que pueda vivir de aquí al domingo que viene. La alegría que me causa el ver cómo se ha regenerado el organismo de aquella que es todo mi amor y mi consuelo, ahoga el sentimiento que podría causarme la propia muerte. Lo que hoy me produce profunda tristeza es el convencimiento adquirido hace poco de que soy un detestable médico. Sí, Andrés, yo creí saber bastante, y ahora resulta que todo lo ignoro, todo, todo. Figúrate que después de adoptar en el tratamiento de Josefina el sistema de precauciones, de cuidados que me recomendaban en diverso estilo centenares de libros, salimos con la patochada de que el mejor sistema es el opuesto al que yo seguí. ¡Y para esto, Dios mío, ha estudiado uno treinta años! ¡Oh!, medicina, medicina, ¡cuán desdeñosa y esquiva eres! ¡Cómo te ocultas al que más te busca, y qué bien guardas tus encantos! Cuando parece más fácil tocarte, más rápidamente desapareces, como sombra que de las ansiosas manos se escapa. ¡Quién me lo había de decir! Yo intentaba curarla con delicadezas y cuidados y dengues, resguardándola hasta del aire por temor a que el aire mismo la hiciera daño, y Dios la ha fortalecido con las crudezas, las molestias, los golpes, los sustos, con el fuego y el frío, con los peligros y las muertes. Yo evitaba en ella las grandes impresiones que me parecía debieran quebrar su naturaleza, como los martillazos rompen el vidrio, y los fortísimos sacudimientos de la sensibilidad la han repuesto en su primer ser y estado. Curose como había enfermado, y este misterio y esta novedad pasmosa confunden mi inteligencia. Hasta ahora no sabía que la enfermedad curase la enfermedad, y me muero con mil ideas sobre este oscuro punto… porque yo me muero, Andrés: en eso sí que no se equivocará mi escaso saber.