Germinal (10 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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—Un jarro de cerveza —pidió Maheu, dirigiéndose a una sirvienta rubia, de abultado rostro, en el cual había dejado la viruela su indeleble huella.

—¿Está ahí Rasseneur? —añadió luego el minero.

La criada sirvió lo que le pedían, contestando afirmativamente con la cabeza. Lentamente y de un solo trago, el minero se echó al coleto la mitad del contenido del jarro, para barrer el polvillo de carbón que le obstruía la garganta, y sin ofrecer nada a su compañero. No había en la tienda más que otro parroquiano, otro minero, mojado y sucio también, sentado delante de otra mesa y tomando cerveza, en silencio, y en ademán de Profunda meditación. Entró otro, le sirvieron del mismo modo, y se marchó a la calle sin pronunciar una sola palabra.

En aquel momento apareció en la habitación un hombre gordo, como de treinta y cinco años de edad, completamente afeitado, de cara grande y sonrisa bonachona. Era Rasseneur, antiguo minero, a quien la Compañía había despedido tres años antes a consecuencia de una huelga. Era un buen obrero, hablaba bien, figuraba a la cabeza de todas las comisiones que iban a presentar quejas, a formular reclamaciones, y había concluido por ser el jefe de todos los descontentos. Su mujer tenía por entonces una taberna, como muchas mujeres de mineros; y cuando le plantaron en la calle, se hizo tabernero a su vez; buscó y encontró dinero y abrió su tienda a la entrada de la Voreux, como en son de reto a la Compañía. Prosperaron sus negocios: el establecimiento estaba casi convertido en un casino, y se iba haciendo rico poco a poco.

—Éste es un muchacho que he encontrado esta mañana —le dijo Maheu enseguida —. ¿Tienes desocupada alguna de las dos habitaciones, y puedes fiarle por unos días hasta que cobre la quincena?

En el achatado rostro de Rasseneur se retrató una súbita desconfianza. Examinó atentamente a Esteban con la vista, y contestó, sin tomarse el trabajo de decir lo que sentía:

—No puede ser, porque las dos habitaciones están ocupadas.

El joven esperaba aquella negativa; pero, a pesar de todo, le molestó y, sin saber por qué, sintió tenerse que marchar. No importaba; se marcharía cuando le pagasen los treinta sueldos de aquel día. El minero que estaba bebiendo solo en la otra mesa, se fue a la calle. Uno a uno iban entrando, otros se limpiaban el gaznate con cerveza, y se marchaban por el mismo camino. Aquello era simplemente un ritual de limpieza, sin pasión y sin alegría; la silenciosa satisfacción de una necesidad.

—¿Conque no ocurre nada? —preguntó Rasseneur a Maheu, con una entonación particular, mientras el minero acababa de beberse la cerveza a pequeños tragos.

Maheu se volvió, y vio que no había nadie más que Esteban.

—Sí: ocurre que nos vuelven a fastidiar… con la cuestión del revestimiento de madera.

Y contó lo ocurrido. La fisonomía del tabernero se puso colorada, como si se le subiera la sangre a la cabeza. Al fin no pudo contenerse.

—¡Ah, pues bueno! —exclamó—. Como se les ocurra bajar los precios, peor para ellos.

Le molestaba la presencia de Esteban. Sin embargo, siguió hablando, dirigiéndole de vez en cuando una mirada oblicua. Hablaba con reticencias, empleando palabras convencionales al ocuparse del director Hennebeau, de su mujer, de su sobrino Négrel, pero sin nombrarlos, y diciendo que las cosas no podían continuar así, y que el día menos pensado reventaría la mina. La miseria era insoportable ya… Citó las fábricas y las minas que se cerraban… los obreros que estaban sin trabajo. Desde hacía más de un mes estaba regalando seis libras de pan diariamente. Le habían dicho el día antes que el señor Deneulin, propietario de una mina cercana, no sabía cómo salir del paso. Además, acababa de recibir una carta de Lille, llena de detalles bien poco tranquilizadores.

—Me ha escrito… ya sabes… aquella persona que viste aquí una noche.

Pero en aquel momento fue interrumpido. Entraba su mujer, una jamona delgada y ardiente, de nariz larga y pómulos amoratados. Era en política mucho más radical que su marido.

—La carta de Pluchart, ¿eh? —dijo ella—. ¡Ah! Si fuera ése el amo, no tardarían las cosas en arreglarse bien. Esteban ponía atención a lo que decían, y comprendiendo el significado de todo aquello se entusiasmaba con aquellas ideas de miseria y de venganza. Aquel nombre que acababa de oír le hizo estremecer, y, como apesar suyo, dijo en alta voz:

—Yo conozco mucho a Pluchart. Todos lo miraron, y tuvo que añadir:

—Sí: soy maquinista, y ha sido contramaestre mío… Un hombre muy capaz; he hablado muchas veces con él.

Rasseneur le miró con fijeza. De pronto en su fisonomía se notó un cambio radical, una expresión de súbita simpatía. Al fin dijo a su mujer:

—Maheu me ha presentado al señor, que es trabajador de su cuadrilla, para ver si estaba desocupado alguno de los cuartos de arriba, y si podíamos fiarle hasta que cobre la quincena.

Entonces el trato quedó terminado en un momento. Había un cuarto, porque aquella mañana se había marchado un huésped. Y el tabernero muy excitado, se fue entusiasmando gradualmente, repitiendo que él no pedía a los patrones más que lo posible y lo razonable, y que no lo podía conseguir. Su mujer se encogía de hombros, diciendo que ella no cedía, y exigiría siempre lo que le correspondía por derecho.

—Buenas tardes —interrumpió Maheu—. Todo eso no nos quitará que tengamos que bajar a la mina, y mientras haya que bajar, habrá gente que reviente… Mira, mira, si no, qué sano estás tú, porque hace tres años que no bajas.

—Sí, me he mejorado mucho —contestó Rasseneur con complacencia.

Esteban salió hasta la puerta para dar las gracias al minero que se marchaba; pero éste meneaba la cabeza sin contestar palabra, y el joven se quedó mirándole mientras emprendía el camino en cuesta que conducía al barrio de los obreros. La señora Rasseneur, que tenía que servir a unos parroquianos, le rogó que esperase un momento, y que iría enseguida a enseñarle su cuarto, donde podría lavarse.

¿Debía quedarse en la mina? Cierta vacilación se había vuelto a apoderar de él; cierto malestar, que le hacía sentir el deseo de la libertad por los caminos, y el goce del sol del aire libre. Le parecía que llevaba viviendo allí largos años desde su llegada a la mina, en medio de una tempestad, hasta las horas pasadas en el fondo de la Voreux, trabajando como un esclavo, arrastrándose por aquellas oscuras galerías. Y le repugnaba volver a empezar, porque aquel trabajo era demasiado duro, porque su orgullo de hombre se sublevaba ante la idea de convertirse en un animal, al cual se le tapan los ojos para aplastarlo.

Mientras Esteban pensaba en todo esto, sus ojos, que vagaban por el llano inmenso que tenía delante, empezaron a darse cuenta de lo que veían. Se quedó asombrado, porque no se había figurado un horizonte como aquél, al indicárselo el viejo Buenamuerte la noche antes, en medio de las profundas tinieblas. Delante de sí veía la Voreux, en un repliegue del terreno, con sus edificios de madera y de ladrillos, el departamento de cerner, con sus persianas, la entrada cubierta con un techo de pizarra, la sala de la máquina con su inmensa chimenea de un rojo pálido, todo ello amontonado, todo ello de aspecto malsano.

Pero en torno de aquellos edificios se extendían unos terrenos que él no había creído tan grandes, convertidos en un lago de tinta por el polvo del carbón, erizados de altos aparejos sosteniendo poleas que servían para la carga y descarga de los vagones de mineral, y ocupados a grandes trechos por enormes provisiones de madera, que parecían la cosecha recogida de bosques inmensos. A la derecha, la plataforma exterior de la mina le cerraba el horizonte. Luego, más allá, se extendían campos sin fin de trigo y de remolacha, arrasados en aquella época del año. Más lejos, al fondo de aquel panorama, salpicado aquí y allá de alguna verde pradera, veía unas manchas blancas, que eran pueblos, Marchiennes al norte, Montsou al sur, mientras el bosque de Vandame, al este, bordeaba el horizonte con la oscura línea de sus árboles sin hojas. Y bajo el lívido color del cielo, a la escasa claridad de aquella tarde de invierno parecía que toda la negrura de la Voreux, todo el polvo del carbón, habían caído sobre el llano, pudriendo los árboles, oscureciendo los caminos, sembrando negrura por todas partes.

Esteban miraba; y lo que más le sorprendía era un canal, el río Scarpe canalizado, que no había visto la noche antes.

Desde la Voreux a Marchiennes, aquel canal se extendía recto, como una cinta de plata mate de dos leguas de longitud. Cerca de la mina había un embarcadero, donde se amarraban algunas embarcaciones, que se cargaban directamente desde las carretillas, que llegaban hasta ella por medio de una vía especial. Luego el canal formaba ángulos y más ángulos, y toda la vida de aquella llanura inmensa parecía concentrada en aquella vía de agua geométricamente trazada, y que la atravesaba en todas direcciones, llevando la hulla que se arrancaba de las entrañas de la tierra.

Las miradas de Esteban subían desde el canal al barrio de los obreros, construido en una colina, y del cual sólo podía distinguir los tejados, alineados con gran regularidad a los lados de la carretera. Luego dirigía de nuevo la vista a la Voreux, y la detenía en la parte baja de la pendiente arcillosa, en dos enormes montones de ladrillos, fabricados y cocidos allí mismo. Un ramal del ferrocarril de la Compañía pasaba por detrás de una empalizada para el servicio de la misma. Aquello no era ya, como la noche antes, lo desconocido de las tinieblas, los inexplicables estruendos misteriosos, el brillar de astros ignorados. Los altos hornos y los braseros de carbón se habían apagado al amanecer.

Lo único que no descansaba era el escape de la bomba de vapor, que seguía resoplando como cuando la vio por vez primera.

Esteban se decidió de pronto. Quizás había creído ver, allá en lo alto del camino que conducía al pueblecillo, los ojos claros de Catalina o acaso fuera un viento de rebelión, que se diría soplaba de la Voreux. No sabía lo que era; pero deseaba volver a bajar a la mina para sufrir y luchar, pensando con rabia en aquellas gentes de quienes hablara Buenamuerte, en aquel Dios misterioso, al cual daban toda su sangre, sin conocerle, diez mil hombres hambrientos.

II PARTE
I

La casa de los Grégoire, una posesión magnífica que se llamaba La Piolaine, se hallaba a unos dos kilómetros de Montsou, hacia el este, en el camino de Joiselle. Era un caserón grande y cuadrado, construido a principios del siglo anterior, y sin estilo arquitectónico definido.

De los grandes terrenos que le habían rodeado en otro tiempo, no quedaban más que unas treinta o treinta y cinco hectáreas, cerradas por una tapia. Había dentro de aquel muro una huerta y algunos árboles frutales muy estimados, porque decía la gente que daban las frutas y las legumbres más ricas de la comarca. No tenía parque; en su lugar se había conservado un pedazo de bosque. Una avenida de tilos bastante bien cuidados, conducía desde la verja de entrada a la puerta de la llanura estéril, donde apenas existía algún árbol que otro desde Marchiennes a Beaugnies.

Aquella mañana, los señores de Grégoire se habían levantado a eso de las ocho. Ordinariamente no se levantaban hasta una hora después, porque eran dormilones como ellos solos; pero la tempestad de la noche anterior les había desvelado. Y mientras el marido, al levantarse, salió a la huerta para ver si el viento les había hecho algún destrozo, la señora de Grégoire bajó a la cocina, en zapatillas y con una bata de franela. Aquella buena mujer, que pasaba ya de los cincuenta y ocho años, baja y regordeta, había conservado una cara sonrosado, de muñeca de porcelana, a pesar de la blancura mate de sus cabellos.

—Melania —dijo a la cocinera—; puesto que tiene usted masa, debería hacernos hoy un pastel. La señorita tardará aún media hora en levantarse. Y tomaría un poco con el chocolate… ¡Eh! ¡Qué sorpresa!

La cocinera, una vieja que los servía desde hacía treinta años, se echó a reír.

—Verdaderamente será una grata sorpresa —dijo—. Tengo el horno encendido, y además, Honorina puede ayudarme.

Honorina, muchacha de veinte años de edad, a quien la familia había recogido siendo niña, y que estaba educada en la casa, hacía en la actualidad las veces de doncella. Todo el personal de la servidumbre se componía de las dos mujeres y un cochero, Francisco, que además ayudaba a todo lo que era menester; un jardinero y su mujer cuidaban del jardín, de la huerta y del corral; y como en aquella casa había costumbres patriarcales, toda aquella gente, señores y criados, vivían en paz como buenos amigos.

La señora Grégoire, que había meditado en la cama lo de la sorpresa del pastel, se quedó en la cocina para ver meter la masa en el horno. Aquella habitación, la más importante de la casa, era muy grande, estaba muy limpia y atestada de cacerolas, sartenes, y todo género de utensilios culinarios. Olía bien por todas partes. Los armarios y las alacenas estaban llenos de toda clase de provisiones.

—¡Que esté muy doradito!, ¿eh? —dijo la señora, despidiéndose para entrar en el comedor.

A pesar de que una estufa templaba toda la casa, en la chimenea del comedor ardía un magnífico fuego de hulla. Por lo demás, no se veía lujo ninguno; una mesa grande, para comer, las sillas, un buen aparador de caoba, y solamente dos amplias poltronas de muelles daban fe del gusto por el bienestar y las largas digestiones reposadas.

Casi nunca iban a la sala; generalmente recibían allí, en familia.

El señor Grégoire entraba en aquel momento, vestido con un chaquetón de abrigo. Muy bien cuidado para sus sesenta años, y con facciones de hombre honrado a carta cabal. Había visto al cochero y al jardinero; ningún desperfecto importante: todo se reducía a una chimenea derribada. Por las mañanas le gustaba dar una vueltecita por La Piolaine, que ni era una posesión demasiado grande para proporcionarle quebraderos de cabeza, ni tan pequeña que le hiciera carecer de ninguna de las ventajas del propietario rural.

—¿Y Cecilia? ¿No se levanta hoy esa chiquilla? —preguntó— No sé cómo será eso. Me parecía haberla oído hace rato.

La mesa estaba puesta; había tres cubiertos encima del blanco mantel. Mandaron a Honorina fuese a ver qué le sucedía a la señorita. Pero la doncella bajó enseguida, conteniendo la risa, y hablando en voz baja, como si estuviera todavía en la alcoba de su ama.

—¡Oh! ¡Si los señores vieran a la señorita!… Duerme, duerme, como un lirón… Parece mentira… ¡Da gusto verla!

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