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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (11 page)

BOOK: Gente Independiente
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Eso es lo que dijo. Sin que Bjartur jamás se diera cuenta, ella había acariciado esa esperanza en lo más hondo de su corazón y había esperado a su padre durante mucho tiempo. Y cuando la vio apretarse a él, tan infantilmente libre en su abrazo, se vio asaltado, como en la noche de su boda, por la enfermiza sospecha de que su reino de los marjales no estaba tan unido como él lo deseaba intensamente.

Los hombres se sentaron, extrajeron sus cuernos de rapé y comenzaron a hablar del tiempo con la honda gravedad, la contención científica y la pesada firmeza de estilo con que el tema era siempre reverenciado. Una revista general del tiempo que había hecho el pasado invierno fue seguida por un análisis más minucioso de las condiciones variantes de la primavera, por un examen exhaustivo de la estación en que parían las ovejas, y la condición de las mismas y de su lana, seguidos, a su vez, por el examen, semana a semana, del verano. Uno corregía a otro, para que no faltara exactitud. Recordaban todos los vientos secos de importancia, ofrecían registros completos de las condiciones atmosféricas en cada período de lluvia y tormenta y recordaban lo que éste y el otro habían profetizado, pero cómo, a la postre, todo había seguido su propio curso, a despecho de las profecías. Cada uno de ellos había librado a solas su propia guerra mundial contra los implacables elementos; todos consiguieron, quién sabe cómo, levantar su cosecha de heno, arruinada o no, y llevarla a sus casas en sus caballos. Varios de ellos tenían todavía heno en los prados; a uno el viento le había arrebatado el suyo; la cosecha de otro se había visto anegada.

Con la excepción del rey del rodeo, todos eran trabajadores solitarios y no disponían de medios para contratar ayudantes capaces; muy a menudo se veían obligados a arreglárselas con la poca colaboración que obtenían de sus hijos jóvenes, de ancianos, imbéciles u otras cargas.

—Durante quince años he trabajado la tierra sin ayuda —dijo el rey del rodeo, que ahora se había elevado en las filas de los agricultores de clase media—, y en la actualidad, cuando los contemplo con el recuerdo, me parece con frecuencia que fueron mis mejores años. Cuando se empieza a pagar jornales se puede decir adiós a la prosperidad. Los jornales son los que mantienen hundido a un hombre para siempre.

—Vosotros, los grandes propietarios, podéis decir lo que queráis, por lo que a mí respecta —declaró Einar de Undirhlíó—, pero se vive una vida de perro cuando no se tiene a algún robusto gañán que le ayude a uno.

Y siempre será así. Es la muerte por inanición física y espiritual. Y siempre lo será.

—Bueno, tú no tendrás que quejarte demasiado, Einar, mientras tu hijo Steini se quede en tu casa —observó Krúsi de Gil.

—¡Oh, todos quieren salarios, hijos y extraños por igual! —replicó Einar—. Y, de todos modos, es una ventaja efímera. En estos días la tierra no puede abrigar la esperanza de competir con el mar, y supongo que Steini seguirá el mismo camino que los otros antes de que sea mucho mayor. Apenas se ha secado en sus labios la leche de la madre, y ya se han ido. La tierra es la tierra, el mar es el mar. Ahí tienen, por ejemplo, a Tórarinn de Uróarsel. ¿Cómo le fue a él? Tenía tres hijos, todos fuertes como caballos. No había comenzado a brotarles la barba y ya habían partido al mar. Uno se ahogó y los otros dos terminaron en América. ¿Y enviaron acaso algunas líneas a su madre en la primavera, cuando murió el padre? No, ni una palabra; ni siquiera unas monedas para que no pensara en su pena. Y ahora la anciana y su hija han traspasado su granja al sacerdote y están viviendo con él.

Einar auguró que lo mismo le sucedería a él, puesto que dos de sus hijos le habían abandonado ya y el tercero lo haría muy pronto.

Pero Krúsi de Gil consideró que los hijos no constituían ninguna molestia, en comparación con los ancianos. Nadie pensaría que tuviesen tanto apetito; su padre había muerto el año anterior, a los ochenta y cinco años de edad.

—Y ahora, como todos sabéis —agregó—, me quitan unos céntimos de los impuestos y me obligan a mantener a mi suegra. Ella tiene ochenta y dos años y está tan trastornada, pobrecita, que durante todo el verano hemos tenido que vigilar constantemente los aperos, porque está decidida a ocultarlos todos. («Sí. Y en su época era una magnífica trabajadora», masculló Pórður de Nióurkot.)

—Personalmente, no entiendo por qué os preocupáis todos tanto —dijo Fórir de Gilteig, cuya hija Steinka, aunque soltera, le había hecho abuelo hacía unos meses—. Por lo general los hijos saben cuidarse solos, en cualquier lugar a que lleguen, y aunque los ancianos vivan con un pie en la tumba durante mucho, mucho tiempo, a la larga también meten el otro. Pero las muchachas… Las muchachas son tal fuente de preocupaciones y desdichas para sus padres, que no envidio a ningún hombre que tenga una hija en estos tiempos difíciles. ¿Diríais, por ejemplo, que las medias de lana, tejidas en casa con el hilo más suave, serán lo bastante buenas para ellas en la actualidad? No; lo único que persiguen es vanidad, solamente quieren causar daños, de un año al otro.

El rey del rodeo:

—Oh, no sé. Muchos hombres han obtenido consuelo en sus hijas. Y la verdad es que siempre resulta agradable tener en la casa algo con una sonrisa y una canción.

—En la casa, sí. Y si no les das una bolsa de dinero para derrochar en el pueblo, te amargan la vida para que las dejes ir a contratarse de criadas, especialmente en Reykjavik. Y si no pueden tener ni una cosa ni la otra, entonces prueban suerte con la casa. Comienzan exigiendo medias de puro algodón, que no son otra cosa que una maldita estafa, y ahí van, malgastando dinero en esa porquería que no puede mantener abrigado ni a un piojo, aunque, eso sí, no se las puede acusar de que sean cortas, malditas sean, y no se las considera dignas del dinero que cuestan como no lleguen hasta la ingle. Pero, si se les corre una puntada, ¿de qué sirven? En mis tiempos una mujer se conformaba con que las medias le llegaran hasta los bajos de la falda y, a pesar de ello, se la consideraba una buena esposa. Había menos veleidad, además, entre las mujeres en esos días, permitidme que os lo diga, y quizá no era costumbre levantarse las faldas tan altas como ahora.

—Sí —convino el rey del rodeo —, puede que así sea. Y hablando de faldas, no creo que nadie me niegue que parecen estar en estos momentos mucho más cortas que lo que solían.

Hórir:

—¿Y en qué termina todo eso? He sabido de fuente digna de confianza que el algodón ya no es considerado suficientemente bueno. Tengo entendido que una joven se ha comprado ni más ni menos que medias de seda.

—¿¿Medias de seda??

—Sí, medias de seda, ni más ni menos que medias de puro hilo de seda. Y hasta puedo decirte el nombre de la muchacha: es la hija mediana del sacerdote, la que estuvo en la capital el año pasado. —(«Oh, alguien debe de haber inventado esa historia», masculló con indulgencia Hórur de Nióurkot.)

—Nuestra Steinka puede tener sus defectos, pero no es más embustera que la mayoría de las personas y está dispuesta a afirmar bajo juramento que la ha visto con ellas puestas. Primeramente las mujeres dejan de usar enaguas, nada más que por vanidad y corrupción; luego vienen las medias de algodón hasta la ingle (ellas y todas sus galas no igualan ni con mucho el precio de un cordero); después se acortan las faldas y, cuando la desvergüenza llega a tal punto, naturalmente, no hay que dar más que un paso muy pequeño para llegar a las falta absoluta de faldas. —Pórður de Nióurkot: «Yo hace siete años que no me hago un par de pantalones nuevos.»— ¿Y qué sacan de todo esto? El derroche no es nada. Pero cuando los principios de decencia y las virtudes femeninas se pierden en una nación, ¿en qué situación se encuentra ésta? Las espaldas de muchos pobres padres ancianos se están quebrando bajo el peso de tanta inmoralidad.

En este momento alguien observó que las tres hijas del sacerdote parecían bastante sanas.

Pórir:

—Por supuesto. Lo mismo te sucedería a ti si tu padre comenzara el año con mil quinientas coronas del tesoro nacional, entregadas por sólo hacer el maldito idiota. Esas personas no son el público general, ¿entiendes?

Eóróur de Nióurkot: «No puedo creer que sea cierto que le pagan mil quinientas coronas. Quizá no haya sido más que una promesa que le hicieron.»

Algunos de ellos dudaron que una suma tan grande de dinero pudiese existir en bloque.

Hórir:

—Es la verdad, y me niego a retirar una sola de mis palabras.

—Oh, el viejo espantajo tiene sus cosas buenas, ¿sabéis? —protestó Bjartur entonces, porque nunca le gustó que nadie censurase al sacerdote, por quien, en el fondo, sentía un inmenso respeto, debido a su raza de ovejas—. Sus moruecos son bastante pasaderos, aunque él sea muy educado. Personalmente, aceptaría en cualquier momento uno de sus moruecos y no a sus tres hijas y mil quinientas coronas encima. De paso, ¿estáis enterados de lo que se paga este otoño por el carnero?

El rey del rodeo detalló todos los informes que había escuchado, pero éstos, como es corriente con las informaciones acerca de precios, variaban considerablemente. Hrollaugur de Keldur, arrendatario del alcalde, dijo que vendería sus corderos a Jón de Myri, como de costumbre, ya que, de cualquier modo, a él era a quien debía pagar el arrendamiento. Y si había algo que decir del viejo pillastre, era que le pagaba a uno en dinero contante y, aunque sus precios eran bajos, pájaro en mano vale más que ciento volando, y en la costa, hagan lo que hicieren, jamás ven un céntimo; allí no hay más que deudas.

Bjartur no negó que fuese instructivo ver dinero en metálico de tanto en tanto, pero cuando se trataba de saber con quién debía estar uno en deuda, bueno, Bruni era el menor de dos males… El único que generalmente veía las monedas en los tratos con el alcalde era el propio alcalde. El alcalde era un maestro clásico en el arte de tratar con las personas a quienes Bruni no se dignaba conceder crédito; y les daba solamente dos tercios de lo que Bruni ofrecía en Fjóróur. ¿Pero cuánto obtenía por las ovejas que compraba, cuando las llevaba al sur, a Vík?

Por lo menos la mitad más de lo que Bruni ofrecía. Vendía ovejas a centenares allí donde otros las vendían por decenas, y, lo que es más, dictaba sus propios precios a los compradores de Vík.

—¡Oh, eso no puede ser cierto! —dijo Pórður de Nióurkot, que no podía creer en nada que se presentase en gran escala—. Y ten en cuenta los riesgos. Y cuesta mucho dinero contratar a los hombres que lleven las ovejas hasta el sur. Y generalmente se pierden muchas en el camino.»

Sin embargo, el rey del rodeo sostuvo que muchas personas tenían motivos para bendecir el día que Bruni las anotó en sus libros. Bruni jamás permitiría que alguno de sus hombres muriese de hambre. ¿Se enteró alguien alguna vez de que Bruni se hubiese negado a conceder crédito a un individuo después de aceptar sus garantías?

—Es cierto que no se molesta en pagar en efectivo en estos tiempos tan duros y que ha habido muchos años en que no se vio una sola moneda en las regiones rurales y que, como todos saben, es un poco tacaño para entregar cosas de lujo. Pero muy pocas veces ha dejado que uno de sus hombres sufra verdaderas penurias, a menos, naturalmente, que fuese inevitable, como, por ejemplo, en primavera. Sea como fuere —continuó el rey del rodeo—, está muy lejos de la verdad el pensar que todo depende del dinero. Hay muchos hombres que progresaron en la vida y nunca manejaron cantidades importantes de dinero. Y de paso —añadió, como prueba de ello—, el alcalde me preguntaba, en la asamblea vecinal de primavera, si no podría sugerirle a algún individuo de confianza que le ayudara a cuidar a los perros.

—Muy bien —dijo Bjartur—. No es conveniente descuidar a un perro y, como probablemente habréis escuchado el día de mi boda, en primavera, juré que yo mismo curaría a mi perro si esa orina de potingue vuestro no los limpia.

—Seguramente que nadie tendrá interés en insinuar que hay algo falso o impreciso en unas preparaciones que recibo directamente de manos del propio Oficial Médico del Distrito —dijo el rey del rodeo, asumiendo un aspecto de funcionario ofendido—. Admito, está claro, que nadie que tenga que atender a toda esa jauría de perros estaría dispuesto a jurar por sus esperanzas de salvación eterna que la medicina ha sido perfectamente administrada en cada caso, motivo por el cual el alcalde opina que otra persona responsable debería ser nombrada como ayudante mía.

Los agricultores convinieron todos en que la situación exigía medidas desesperadas, puesto que incluso en Utirauósmyri se habían presentado señales de modorra en las ovejas en la primavera pasada.

—Sí, tendré que dedicar serios pensamientos a la cuestión —continuó el rey del rodeo, en tono de perfecto conocedor de sus responsabilidades. Es un trabajo muy importante, aunque naturalmente no más considerable que otros trabajos médicos. Y eso exige un buen ayudante. Sería magnífico que el gobernador me otorgara un sueldo decente para este futuro auxiliar mío. Pero por el momento no tengo autorización como para prometer nada.

—Y digo yo, ¿qué hay del alcalde de Utirauósmyri? —preguntó Bjartur, que encontraba difícil sacarse de la mente al alcalde—. No veo por qué no habría de ser él un adecuado ayudante de veterinario de perros.

La sugerencia, hecha entre burlas y veras, no provocó reacción alguna, ni en broma ni serio, en los invitados de Bjartur. Lo único que hicieron fue hacer ruido con la nariz o fruncirla levemente, en melancólica burla.

En este momento entró Rosa con el café pero, como había pocas tazas, tuvieron que beberlo en dos veces.

—Bebed, muchachos —exhortó Bjartur—. No tenéis por qué temer enfermaros del estómago con la crema del café de Casa Estival, pero no somos avaros con granos de café que usamos.

—¿Qué os parece un trago de crema danesa?—preguntó el rey del rodeo, sacando un frasquito del bolsillo del pecho. Cuando le quitó el tapón, los rostros rígidos, informes, de los trabajadores solitarios se quebraron en la más beatífica de las sonrisas—. Siempre me agrada hacer algo por mis amigos cuando estamos en las montañas —continuó el rey del rodeo.

—¿Quién sabe? Puede que mis amigos estén en condiciones de hacer algo por mí cuando nos encontremos nuevamente en nuestras casas… —y agregó, mientras vertía un poco en cada taza—: Los fuertes impuestos no han dejado levantarse a los pequeños terratenientes en estos últimos años, como todos sabéis, pero muy bien podría ocurrir que los que tienen poco contasen con alguien que les defendiese en el concejo, antes de que pase mucho tiempo. Y por el momento dejaremos las cosas como están.

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